Capítulo III:
Una ojeada a los archivos del islam

Slavoj Žižek

¿Qué es el islam, ese exceso perturbador que representa Oriente para Occidente y Occidente para el Lejano Oriente? En su libro La psychanalyse à l’épreuve de l’Islam, Fethi Benslama emprende una búsqueda sistemática del «archivo» del islam, de su cimiento mítico, secreto y obsceno que ne cesse pas de ne pas s’écrire y que, como tal, sostiene el dogma explícito [48]. Por ejemplo, ¿acaso la historia de Agar no es el «archivo» del islam, que se relaciona con la doctrina explícita del islam del mismo modo que la secreta tradición judía de Moisés se relaciona con las enseñanzas explícitas del judaísmo? En su examen de la figura freudiana de Moisés, Eric Santner introduce una distinción crucial entre la historia simbólica (las prescripciones ideológico-éticas y los relatos míticos explícitos que constituyen la tradición de una comunidad, lo que Hegel habría llamado su «sustancia ética») y su Otro obsceno, la historia secreta fantasmática, «espectral» y no reconocible que sostiene la tradición simbólica explícita, pero que tiene que quedar forcluida para que resulte operativa [49]. Lo que Freud intenta reconstruir en su libro sobre Moisés (la historia de su asesinato, etc.) es esa historia espectral que ronda el espacio de la tradición religiosa judía. Para convertirse en miembro de pleno derecho de la comunidad, no basta con identificarse con su tradición simbólica explícita, sino que, además, hay que aceptar la dimensión espectral que la sostiene, los fantasmas que rondan a los vivos, la historia secreta de las fantasías traumáticas transmitidas «entre líneas» a través de las carencias y distorsiones de la tradición simbólica explícita. El tenaz apego del judaísmo al acto fundacional, violento y no reconocido, que ronda el orden público legal a modo de suplemento espectral, permitió a los judíos perseverar y sobrevivir durante miles de años sin tener una tierra o una tradición institucional común: se negaron a abandonar su fantasma, a cortar el vínculo con su tradición secreta y repudiada. La paradoja del judaísmo radica en que se mantiene fiel al violento Acontecimiento fundador precisamente al abstenerse de confesarlo o de simbolizarlo: el carácter «reprimido» del Acontecimiento es justamente lo que otorga al judaísmo su incomparable vitalidad.

¿Cuál es entonces el Acontecimiento reprimido que otorga vitalidad al islam? Para responder a esta pregunta, debemos contestar a otra: ¿cómo encaja el islam, la tercera Religión del Libro, en esta serie? El judaísmo es la religión de la genealogía, de la sucesión de generaciones; por tanto, cuando en el cristianismo el Hijo muere en la cruz, el Padre también muere (como Hegel vio perfectamente): el orden genealógico patriarcal muere, y el Espíritu Santo, que introduce una comunidad pospaternal, ya no encaja en la serie de la familia. A diferencia del judaísmo y del cristianismo, el islam excluye a Dios del ámbito de la lógica paternal: Alá no es un padre, ni siquiera simbólico; Dios es uno, no ha sido creado ni ha creado criaturas. En el islam no hay cabida para la Sagrada Familia. Por eso, el islam da tanta importancia a la circunstancia de que el propio Mahoma fuera huérfano; por eso, en el islam, Dios interviene precisamente en los momentos de suspensión, abandono, fracaso o «supresión» de la función paterna (en los que el padre biológico abandona a la madre o al niño o no les presta la menor atención). Eso significa que Dios permanece en el ámbito de lo imposible-Real: es lo imposible-Real al margen del padre, con lo que se establece un «desierto genealógico entre el hombre y Dios» (320). Para Freud, cuya teoría de la religión se basaba en el paralelismo entre Dios y el padre, ese era el problema del islam. Además —y cosa más importante—, eso inscribe la política en el corazón mismo del islam, dado que el «desierto genealógico» hace imposible fundar una comunidad en las estructuras de parentesco o los lazos de sangre: «el desierto entre Dios y el padre es el lugar en el que se instituye lo político» (320). En el islam ya no es posible fundar una comunidad al modo de Tótem y tabú, mediante el asesinato del padre y la culpa consiguiente que une a los hijos. De ahí la inesperada actualidad del islam. Este problema se encuentra en el corazón mismo de la (tristemente) famosa umma, la «comunidad de creyentes» musulmanes; explica la superposición de lo religioso y lo político (la comunidad debe fundarse directamente en la palabra de Dios), y el hecho de que el islam «ofrece lo mejor de sí» cuando cimenta la formación de una comunidad «surgida de la nada», en el desierto genealógico, como una fraternidad revolucionaria igualitaria; no es de extrañar que el islam suela atraer a jóvenes desprovistos de una red de seguridad familiar. Y tal vez sea el carácter «huérfano» del islam lo que explica su falta de institucionalización intrínseca:

Lo que distingue al islam es que es una religión que no se institucionalizó, que no se equipó, como el cristianismo, con una iglesia. La iglesia islámica es en realidad el Estado islámico: es el Estado el que creó la llamada «autoridad religiosa suprema», y es el jefe del Estado el que nombra a la persona que ocupa ese puesto; es el Estado el que construye las grandes mezquitas, supervisa la educación religiosa, crea las universidades, ejerce la censura en todos los ámbitos de la cultura y se considera el guardián de la moralidad [50].

Aquí podemos ver de nuevo que en el islam se combina lo mejor y lo peor: precisamente porque el islam carece de un principio intrínseco de institucionalización fue tan vulnerable al poder estatal, que hizo por él el trabajo de institucionalización. Eso explica la elección a la que se enfrenta el islam: la «politización» directa se inscribe en su propia naturaleza, y esta superposición de lo religioso y lo político se puede alcanzar o bien mediante la apropiación por parte del Estado o bien mediante la creación de comunidades contrarias al Estado.

A diferencia del judaísmo y del islam, en los que el sacrificio del hijo se impide en el último momento (el ángel interviene para impedir que Abraham mate a Isaac), solo el cristianismo opta por el sacrificio (asesinato) del hijo (268). Por eso, aunque el islam reconoce la Biblia como texto sagrado, tiene que negar ese hecho: en el islam, Jesucristo no murió realmente en la cruz. Como dice el Corán (4.157): «[Los judíos] dijeron (alardeando): “Matamos a Jesucristo, el hijo de María, el Mensajero de Alá”; pero no lo mataron ni lo crucificaron, aunque así se lo pareciera». En el islam existe una lógica contraria al sacrificio que resulta coherente: en la versión coránica del sacrificio de Isaac, la decisión de Abraham de matar a su hijo no es la máxima demostración de su disposición a cumplir la voluntad de Dios, sino el resultado de una interpretación errónea de su sueño: cuando el ángel impide el sacrificio, indica a Abraham que ha entendido mal, que Dios en realidad no quería que cometiera ese acto (275).

Dado que en el islam Dios es lo imposible-Real, tal circunstancia tiene consecuencias contrapuestas en relación con el sacrificio: puede redundar en contra del sacrificio (no hay una economía simbólica del intercambio entre los creyentes y Dios, Dios es el puro Ser del Más Allá), pero también a favor de él, como cuando lo Real divino se convierte en la figura superyoica de los dioses oscuros que siempre exigen sangre, como dijo Lacan en cierta ocasión. El islam parece oscilar entre esos dos extremos, y la obscena lógica del sacrificio culmina en su relato de la historia de Abel y Caín. Así es como lo cuenta el Corán:

¡Y cuéntales la historia auténtica de los dos hijos de Adán, cuando ofrecieron una oblación [a Alá] y se le aceptó a uno, pero al otro no! Dijo [este, Caín]: «¡He de matarte!». Dijo [Abel]: «Dios solo acepta de los que Le temen. Y si tú pones la mano en mí para matarme, yo no voy a ponerla en ti para matarte, porque temo a Dios, Señor del universo. Quiero que cargues con tu pecado contra mí y otros pecados y seas así de los moradores del Fuego. Esa es la retribución de los impíos». Entonces, [el] alma [de Caín] le instigó a que matara a su hermano y le mató, pasando a ser de los que pierden. (5.27-30) [51]

Por tanto, no solo es Caín quien quiere el asesinato: el propio Abel participa de este deseo, provoca a Caín para que cometa el acto, de modo que el propio Abel se libere de sus pecados. Benslama tiene razón al descubrir aquí las huellas de un «odio ideal», diferente del odio imaginario de la agresión contra el doble propio (289): la propia víctima desea el crimen para entrar en el Paraíso como un mártir y enviar al asesino a arder en el infierno. Desde la perspectiva actual, resulta tentador jugar con la especulación anacrónica sobre cómo la lógica «terrorista» del deseo de morir del mártir ya está ahí, en el Corán, aunque, en realidad, se trata de un problema que se debe situar en el marco de la modernización. Como es bien sabido, el problema del mundo islámico estriba en que, abruptamente expuesto a la modernización occidental —sin el tiempo adecuado para superar el trauma de sus efectos, para construir una pantalla o un espacio simbólico-ficticio para ella—, las únicas reacciones posibles eran o una modernización superficial, una imitación destinada a fracasar (el régimen del sah en Irán), o, dado el fracaso del espacio simbólico de las ficciones, un recurso a lo Real violento, una guerra declarada entre la Verdad islámica y la Mentira occidental, sin espacio para la mediación simbólica. En esta solución «fundamentalista» (un fenómeno moderno sin vínculos directos con las tradiciones musulmanas), la dimensión divina se reafirma en lo que tiene de Real-superyoico, como la explosión mortífera de violencia sacrificial requerida para compensar a la obscena divinidad superyoica.

Entre el judaísmo (y su continuación cristiana) y el islam radical se puede establecer otra distinción crucial, relativa a sus respectivas actitudes ante Abraham. El judaísmo elige a Abraham como padre simbólico, es decir, adopta la solución fálica de la autoridad paterna, del linaje simbólico oficial, descartando a la segunda mujer y llevando a cabo una «apropiación fálica de lo imposible» (153). Por el contrario, el islam opta por el linaje de Agar, por Abraham como padre biológico, conservando la distancia entre el padre y Dios y manteniendo a Dios en el ámbito de lo Imposible (149) [52].

Tanto el judaísmo como el islam reprimen sus actos fundacionales. ¿Cómo? Como muestra la historia de Abraham y de sus hijos con distintas mujeres, tanto en el judaísmo como en el islam el padre puede llegar a ser padre, a asumir la función paterna, solo por la mediación de otra mujer. La hipótesis de Freud es que la represión en el judaísmo tiene que ver con la circunstancia de que Abraham era un extranjero (un egipcio), no un judío; la figura paterna fundadora, la que trae la revelación y establece el pacto con Dios, es la que debe venir desde fuera. En el islam, la represión tiene que ver con una mujer (Agar, la esclava egipcia que dio a Abraham su primer hijo): aunque a Abraham e Ismael (el padre de todos los árabes, según el mito) se los menciona docenas de veces en el Corán, a Agar no se la cita ni en una sola ocasión, se la elimina de la historia oficial. Sin embargo, por eso mismo, ronda el islam; sus huellas sobreviven en ciertos rituales, como la obligación de los peregrinos a La Meca de recorrer siete veces la distancia que separa las colinas de Safa y Marwah, en una especie de repetición/representación neurótica de la búsqueda desesperada de agua en el desierto emprendida por Agar para dar de beber a su hijo.

Aquí tenemos el relato que el Génesis ofrece de la historia de los dos hijos de Abraham, el vínculo umbilical, crucial, entre el judaísmo y el islam. Primero, el nacimiento de Ismael:

Saray, la mujer de Abraim, no le daba hijos; pero tenía una sierva egipcia llamada Agar. Y Saray dijo a Abraim: «El Señor no me deja tener hijos; llégate a mi sierva a ver si ella me da hijos». Abraim aceptó la propuesta.

A los diez años de habitar Abraim en Canaán, Saray, la mujer de Abraim, tomó a Agar, la esclava egipcia, y se la dio a Abraim, su marido, como esposa. Él se llegó a Agar, y ella concibió. Y, al verse encinta, le perdió el respeto a su señora. Entonces Saray dijo a Abraim: «Tú eres responsable de esta injusticia; yo he puesto en tus brazos a mi esclava, y ella, al verse encinta, me pierde el respeto. Sea el Señor nuestro juez».

Abraim dijo a Saray: «De tu esclava dispones tú; trátala como te parezca». Saray la maltrató, y ella se escapó. El ángel del Señor la encontró junto a la fuente del desierto, la fuente del camino de Sur, y le dijo: «Agar, esclava de Saray, ¿de dónde vienes y adónde vas?» Ella respondió: «Vengo huyendo de mi señora».

El ángel del Señor le dijo: «Vuelve a tu señora y sométete a ella». Y el ángel del Señor añadió: «Haré tan numerosa tu descendencia que no se podrá contar». Y el ángel del Señor concluyó: «Mira, estás encinta y darás a luz un hijo y lo llamarás Ismael, porque el Señor te ha escuchado en la aflicción. Será un potro salvaje: él contra todos y todos contra él; vivirá separado de sus hermanos».

Agar invocó el nombre del Señor, que le había hablado: «Tú eres Dios, que me ve (diciéndose): “¡He visto al que me ve!”». Por eso se llama aquel pozo «Pozo del que vive y me ve», y está entre Cades y Bared.

Agar dio un hijo a Abraim, y Abraim llamó Ismael al hijo que le había dado Agar. (Génesis, 16, 1-15) [53]

Después del nacimiento milagroso de Isaac (cuya inmaculada concepción parece anticipar la de Jesucristo, dado que Dios «visitó a Sara» y la dejó encinta), cuando el niño tuvo edad suficiente para destetarlo, Abraham preparó una gran fiesta:

Pero Sara vio que el hijo que Abraham había tenido de Agar la egipcia jugaba con Isaac, y dijo a Abraham: «Expulsa a esa sierva y a su hijo, pues no heredará el hijo de esa sierva con mi hijo, con Isaac».

Abraham se llevó un gran disgusto a causa de su hijo. Pero Dios dijo a Abraham: «No te aflijas por el muchacho y por la sierva. En todo lo que te dice hazle caso a Sara. Pues es Isaac quien prolongará tu descendencia. Aunque también del hijo de la sierva sacaré un gran pueblo, pues es descendiente tuyo».

Abraham madrugó, tomó pan y un odre de agua, se lo dio a Agar, le puso al hombro al niño y la despidió. Ella se marchó y fue vagando por el desierto de Berseba. Cuando se le acabó el agua del odre, colocó al niño debajo de unas matas; se apartó y se sentó a solas a la distancia de un tiro de arco, diciéndose: «No puedo ver morir a mi hijo». Y se sentó a distancia. El niño rompió a llorar.

Dios oyó la voz del niño, y el ángel de Dios llamó a Agar desde el cielo, preguntándole: «¿Qué te pasa, Agar? No temas, que Dios ha oído la voz del niño que está ahí. Levántate, toma al niño, estáte tranquila por él, porque sacaré de él un gran pueblo». Dios le abrió los ojos y divisó un pozo de agua; fue allá, llenó el odre y dio de beber al muchacho. (Génesis 21, 9-19)

En la Epístola a los gálatas, san Pablo ofrece la versión cristiana de la historia de Abraham, Sara y Agar:

Vamos a ver: si queréis someteros a la ley, ¿por qué no escucháis lo que dice la ley? Porque en la Escritura se cuenta que Abraham tuvo dos hijos: uno de la esclava y otro de la mujer libre; pero el de la esclava nació de modo natural, mientras que el de la libre fue por una promesa de Dios. Esto significa algo más: las mujeres representan dos alianzas: una, la del monte Sinaí, engendra hijos de la esclavitud, esa es Agar (el nombre de Agar significa el monte Sinaí, de Arabia), y corresponde a la Jerusalén de hoy, esclava ella y sus hijos. En cambio, la Jerusalén de arriba es libre, y esa es nuestra madre, pues dice la Escritura: Alégrate, la estéril, que no das a luz, rompe a gritar, tú que no conocías los dolores, porque la abandonada tiene muchos hijos, más que la que vive con el marido. Pues vosotros, hermanos, sois hijos de la promesa, como Isaac. Ahora bien, si entonces el que nació de modo natural perseguía al que nació por el Espíritu, lo mismo ocurre ahora. Pero ¿qué añade la Escritura? Echa fuera a la esclava y a su hijo, porque el hijo de la esclava no compartirá la herencia con el hijo de la libre. Por lo tanto, hermanos, no somos hijos de la esclava, sino de la libre. (Gálatas 4, 21-31)

San Pablo establece una confrontación claramente simétrica: la confrontación entre Isaac e Ismael equivale a la confrontación entre el padre simbólico (el Nombre del Padre) y el padre biológico (racial), «el origen mediante el nombre y el espíritu frente al origen mediante la transmisión sustancial de la vida» (147), el hijo de la mujer libre frente al hijo de la esclava, el hijo del espíritu frente al hijo de la carne. Sin embargo, esta interpretación tiene que simplificar el relato bíblico en tres (como mínimo) aspectos cruciales:

1) La evidente preocupación de Dios por Agar e Ismael, su intervención para salvar la vida de Ismael.

2) La extraordinaria caracterización de Agar no como una simple mujer destinada a satisfacer los apetitos de la carne, como una esclava carente de valor, sino como la persona que ve a Dios («Agar invocó el nombre del Señor, que le había hablado: “Tú eres Dios, que me ve (diciéndose): ‘¡He visto al que me ve!’”»). Agar, la otra mujer, la excluida de la genealogía simbólica, no solo representa la fertilidad pagana (egipcia) de la Vida, sino también un acceso directo a Dios: ve al propio Dios viendo, algo que ni siquiera le fue concedido a Moisés, a quien Dios se le apareció en forma de unas zarzas en llamas. De ese modo, Agar anuncia el acceso místico/femenino a Dios (desarrollado más adelante en el sufismo).

3) La circunstancia (no solo narrativa) de que la elección (entre la carne y el espíritu) nunca puede afrontarse de manera directa, como una elección entre dos opciones simultáneas. Para que Sara tenga un hijo, Agar debe tener primero el suyo, es decir, hay una necesidad de sucesión, de repetición, como si, para elegir el espíritu, primero tuviéramos que elegir la carne; solo el segundo hijo puede ser el verdadero hijo del espíritu. De esta necesidad trata la castración simbólica: la «castración» significa que el acceso directo a la Verdad es imposible; como dijo Lacan, la vérité surgit de la méprise, al Espíritu se llega solo a través de la carne, etc. Recordemos el análisis de la frenología con el que Hegel concluye el capítulo sobre la «Razón observadora» en su Fenomenología del Espíritu: Hegel recurre en él a una metáfora que concierne precisamente al falo, al órgano inseminador, para explicar la oposición de las dos interpretaciones posibles de la frase «el Espíritu está en un hueso» (la vulgar interpretación materialista, «reduccionista», según la cual la forma del cráneo determina realmente las características de la mente, y la interpretación especulativa, según la cual el Espíritu tiene fuerza suficiente para afirmar su identidad hasta en la materia inerte y «superarla», lo que pone de manifiesto que ni siquiera la materia inerte puede escapar del poder mediador del Espíritu). La interpretación materialista ve en el falo solo un órgano para orinar, mientras que la interpretación especulativa es capaz de descubrir en él una función mucho más importante, la de la inseminación (es decir, la de la «concepción», precisamente, como anticipación biológica del concepto):

Lo profundo que el espíritu saca de sí pero que él solo empuja hasta su conciencia representativa y lo deja estar en ella, y la insipiencia de esa conciencia acerca de qué es aquello que ella dice, representan una conexión entre lo alto y lo bajo que es la misma que la que en el ser vivo la naturaleza expresa ingenuamente en la conexión del órgano de su suprema consumación, el órgano de la generación, y el órgano de mear —el juicio infinito, en cuanto infinito, sería la consumación de la vida que se aprehende a sí misma, pero la conciencia de esa vida, cuando esa conciencia se queda en la representación, se comporta en ello como un estar meando [54].

Una lectura atenta de este pasaje deja claro que lo que quiere decir Hegel no es que, a diferencia de la vulgar visión empirista que se detiene en el acto de orinar, la actitud propiamente especulativa elige la inseminación. La paradoja radica en que elegir la inseminación directamente es la forma infalible de no aprehenderla: no es posible elegir directamente el «auténtico significado»; hay que empezar con la opción «errónea» (el acto de orinar), porque el auténtico significado especulativo surge solo mediante una repetición de la interpretación, como efecto secundario (o producto derivado) de la primera interpretación… al igual —podemos añadir— que Sara solo puede tener a su hijo después de que Agar tenga al suyo.

¿Dónde aparece aquí la castración? Antes de que Agar entre en escena, Sara, la mujer fálica-patriarcal, es estéril, infértil, precisamente porque es demasiado poderosa/fálica; en consecuencia, la oposición no se da simplemente entre Sara, completamente sometida al orden fálico-patriarcal, y Agar, independiente y subversiva; se da en la propia Sara, entre sus dos aspectos (arrogancia fálica, servicio materno). Sara es demasiado poderosa y autoritaria; para quedar encinta y entrar en el orden genealógico patriarcal, tiene que ser humillada por Agar. Esa castración queda señalada por su cambio de nombre: de Saray pasa a llamarse Sara. Sin embargo, ¿no queda también castrado Abraham? Con Agar es capaz de concebir un hijo directamente/biológicamente, pero al margen de la genealogía propia del linaje simbólico; la concepción dentro de ese linaje solo es posible gracias a la intervención externa de Dios, que «visita a Sara»; este hiato entre la paternidad simbólica y la paternidad biológica es una forma de castración.

La elección, dentro del propio islam, de Agar, la independiente visionaria de Dios, frente a Sara, la dócil ama de casa, proporciona el primer indicio sobre la insuficiencia de la visión habitual sobre el islam, a saber: la de un monoteísmo masculino extremo, una comunidad de hermanos que excluye a las mujeres y las obliga a llevar velo, dado que su «mostración» resulta excesiva, perturbadora o provocadora para los hombres, y los aparta del servicio a Dios. Recordemos la ridícula prohibición talibán de que las mujeres lleven tacones de metal, como si, aunque vayan cubiertas de la cabeza a los pies, el taconeo pudiera ser provocativo… No obstante, hay una serie de características que desmienten dicha visión.

En primer lugar, la necesidad de hacer que las mujeres se cubran con un velo entraña la existencia de un universo extremadamente sexualizado, en el que el propio acto de encontrarse con una mujer constituye una provocación que ningún hombre es capaz de resistir. La represión tiene que ser tan intensa como la sexualidad. Pero, ¿qué clase de sociedad es esa, en la que el simple taconeo de los zapatos puede hacer que un hombre explote de lujuria? Según una noticia publicada hace un par de años, un hombre y una mujer quedaron atrapados durante un par de horas en un teleférico. Aunque no ocurrió nada, la mujer se suicidó poco después: el propio acto de haberse quedado sola con un desconocido durante horas había hecho inconcebible la idea de que «no había ocurrido nada» [55]. No es de extrañar que, al analizar el famoso sueño de Signorelli en su Psicopatología de la vida cotidiana, Freud diga que un viejo musulmán de Bosnia-Herzegovina le instruyó en la idea de que la sexualidad es lo único que hace la vida valiosa: «Cuando eso ya no es posible, solo queda morir».

En segundo lugar, está la propia prehistoria del islam, en la que Agar es —aunque el Corán no la mencione— la madre primordial de todos los árabes; y la historia del propio Mahoma, a quien Jadiya (su primera mujer) enseñó a distinguir entre la verdad y la mentira, entre los mensajes de los ángeles y los de los demonios. En algunos casos, los mensajes divinos recibidos por Mahoma parecen invenciones interesadas; el más famoso de todos es el que dio lugar a su matrimonio con Zaynab, la esposa de Zayd, su hijo adoptivo. Tras verla medio desnuda, Mahoma empezó a desearla ardientemente; cuando Zayd se enteró, cumplió con el deber de «repudiarla» para que su padrastro pudiera casarse con ella. Por desgracia, la tradición prohibía esa clase de unión, pero —¡sorpresa, sorpresa!— Mahoma no tardó en recibir una oportuna revelación en la que Alá lo exoneraba del cumplimiento de esa ley (Corán 33:37, 33:50). Aquí vemos incluso en Mahoma un elemento del Ur-Vater, la figura paterna que posee a todas las mujeres de su extensa familia.

Sin embargo, existe un buen argumento para sostener que Mahoma era sincero: él mismo fue el primero en poner en duda la naturaleza divina de sus visiones, desdeñándolas como señales alucinatorias de locura o casos de posesión demoníaca. Su primera revelación aconteció durante su retiro de Ramadán fuera de La Meca: vio al arcángel Gabriel llamándole a «recitar» (Qarâ’, palabra de la que se deriva Qur’ân, Corán). Mahoma pensó que se había vuelto loco, y como no quería que en La Meca lo consideraran tal durante el resto de sus días, decidió matarse arrojándose desde un acantilado. Sin embargo, la visión volvió a repetirse: oyó una voz procedente del cielo que le decía: «¡Mahoma! Eres el apóstol del Señor y yo soy Gabriel». Pero tampoco esa voz lo convenció, de modo que volvió sin prisas a su casa y, completamente desesperado, pidió a Jadiya, su primera esposa (y la primera persona que creyó en él) que lo envolviera en una manta. Así lo hizo Jadiya, y Mahoma le contó entonces lo que le había pasado y le dijo que su vida peligraba. Jadiya lo consoló, como era su deber.

Dado que, pese a tener más visiones del arcángel Gabriel, Mahoma seguía dudando, Jadiya pidió a su esposo que la avisara cuando el visitante volviera a presentarse, de manera que pudieran comprobar si en verdad era Gabriel o si se trataba de un demonio. En la siguiente aparición, Mahoma le dijo a su mujer que Gabriel acababa de venir. Jadiya le dijo que se sentara a su izquierda. Después, Jadiya le preguntó si podía ver a Gabriel y Mahoma respondió que sí. Jadiya le dijo que, en ese caso, se sentara sobre su muslo derecho. A continuación, volvió a preguntarle si veía Gabriel, y él dijo que sí. Jadiya le dijo que se sentara sobre su vientre; se desnudó, se quitó el velo y volvió a preguntarle si lo veía. Esta vez, Mahoma dijo que no. Entonces, ella lo reconfortó asegurándole que había visto a un ángel, no al Diablo. (En otra versión de la historia, Jadiya no solo se desnuda, sino que hace que Mahoma la penetre, lo que provoca la marcha de Gabriel. El lector deduce que, si hubiera sido un demonio, habría gozado contemplando la cópula; en cambio, la discreta partida de la aparición confirma que se trata de un ángel.) Solo después de que Jadiya le proporcionara esa prueba del carácter genuino de su encuentro con Gabriel, Mahoma dejó de tener dudas y se convirtió en portavoz de Dios [56].

Por tanto, Mahoma consideró al principio que sus revelaciones eran señales de alucinaciones poéticas. Su reacción inmediata a ellas se resume en esta frase: «Ninguna criatura de Dios me resultaba más odiosa que un poeta extasiado o un hombre poseído». Quien lo salvó de esa incertidumbre insoportable y del ostracismo social fue Jadiya, la primera creyente en su mensaje, la primera musulmana y una mujer. En la escena relatada más arriba, ella es el Otro lacaniano, el garante de la Verdad de la enunciación del sujeto. Solo mediante este apoyo circular, mediante alguien que cree en él, Mahoma puede creer en su mensaje y convertirse en el mensajero de la Verdad para los creyentes. La creencia nunca es directa: para que yo crea, alguien tiene que creer en mí; yo creo en la creencia del otro en mí. Recordemos al típico héroe o líder dubitativo, que, pese a estar desesperado, cumple su misión porque otros (sus seguidores) creen en él y no puede soportar la perspectiva de defraudar sus esperanzas. ¿Existe una presión más fuerte que la de un niño que nos mira con ojos inocentes y nos dice: «Pero yo creo en ti»?

Hace unos años, algunas feministas (en especial Mary Ann Doane) acusaron a Lacan de otorgar prioridad al deseo masculino sobre el femenino: los hombres desean plena o directamente, mientras que las mujeres solo desean desear, solo imitan histéricamente el deseo. En relación con la creencia, podemos invertir las cosas: las mujeres creen, mientras que los hombres creen a quienes creen en ellos [57]. Todo esto remite al objet petit a: el otro que «cree en mí» ve en mí algo más que yo, algo de lo que no soy consciente, el objet a que hay en mí. Según Lacan, las mujeres quedan reducidas para los hombres a la condición de objet a. Pero, ¿y si ocurriera lo contrario? ¿Y si el hombre desea su objeto de deseo, ignorante de la causa que lo hace desearlo, mientras que la mujer se centra más directamente en la causa del deseo (objet a)?

Habría que dar a esta característica la importancia que merece: una mujer tiene un conocimiento sobre la verdad que precede incluso al del propio profeta. Lo que complica más aún el cuadro es la forma concreta en que interviene Jadiya: la forma en que fue capaz de distinguir entre la verdad y la mentira, entre la revelación divina y la posesión demoníaca, presentándose (interponiéndose) ella misma, su cuerpo desnudo, como la encarnación de la falsedad, como una tentación para un ángel. La mujer: una mentira que, en el mejor de los casos, sabe que es una mentira encarnada. Al contrario que en Spinoza, para quien la verdad es índice de sí misma y de la mentira, aquí la mentira es índice de sí misma y de la verdad.

Así, la demostración de la verdad por parte de Jadiya se logra mediante su provocativa «mostración» (revelación, exposición) (207). Por tanto, uno no puede limitarse a oponer el islam «bueno» (el que venera a las mujeres) al islam «malo» (el que las oprime y pone velo). No se trata simplemente de volver a los «orígenes feministas reprimidos» del islam, a renovarlo en su aspecto feminista mediante ese retorno: esos orígenes reprimidos son al mismo tiempo los orígenes mismos de la represión de las mujeres. La represión no se limita a reprimir los orígenes: tiene que reprimir sus propios orígenes. El elemento crucial de la genealogía del islam radica en este deslizamiento entre la mujer como el único ser que puede verificar la Verdad y la mujer que, por su propia naturaleza, carece de razón y de fe, engaña, miente y provoca a los hombres, se interpone entre ellos y Dios como una mancha perturbadora, y, en consecuencia, debe quedar borrada, oculta y controlada, porque su goce excesivo amenaza con absorber a los hombres.

La mujer es en sí un escándalo ontológico; su exposición pública, una afrenta a Dios. No solo se la borra, sino que se la readmite en un universo estrechamente controlado, cuyos fundamentos fantasmáticos resultan sobre todo discernibles en el mito de la virgen eterna: las (tristemente) famosas huríes, las vírgenes que aguardan a los mártires en el Paraíso y nunca pierden la virginidad, ya que, después de cada penetración, su himen queda mágicamente restaurado. Aquí tenemos la fantasía del reino íntegro y tranquilo de la jouissance fálica, de un universo en el que todas las huellas de la autre jouissance femenina han quedado borradas (255-256). Cuando a una musulmana le preguntan si lleva el velo por propia voluntad, su respuesta más profunda consiste en afirmar que lo lleva por la vergüenza que siente ante Dios, para no ofenderlo: en la exposición de una mujer se da una protuberancia eréctil, una cualidad obscenamente intrusiva, y esta combinación de intrusión visual y conocimiento enigmático resulta explosiva, porque perturba el equilibrio ontológico del universo.

Por consiguiente, ¿cómo debemos interpretar, sobre este trasfondo, la adopción de medidas administrativas como la prohibición en Francia de que las mujeres musulmanes lleven velo en las escuelas? La paradoja es doble. En primer lugar, la ley prohíbe algo que también constituye una exposición eréctil, un signo de identidad demasiado fuerte para ser permisible, que perturba el principio, típicamente francés, de la ciudadanía igualitaria: desde la perspectiva del republicanismo francés, llevar velo es también una «mostración» provocadora. La segunda paradoja es que esta prohibición prohíbe la propia prohibición (215) y tal vez sea la más opresiva de todas. ¿Por qué? Porque prohíbe el propio rasgo que constituye la identidad (socioinstitucional) del otro: desinstitucionaliza esta identidad, la convierte en un rasgo personal irrelevante. La prohibición de las prohibiciones crea el espacio de un Hombre universal para el que todas las diferencias (económicas, políticas, religiosas, culturales, sexuales…) son indiferentes, meras prácticas simbólicas contingentes, etc. ¿Es dicho espacio verdaderamente neutral en relación con los sexos? No, pero no en el sentido de que haya una hegemonía secreta de la lógica «falocéntrica» masculina: al contrario, el espacio sin un afuera legítimo, el espacio no marcado por ningún corte que marque una línea de inclusión/exclusión, es un no-Todo «femenino» y, por tanto, un espacio que lo abarca todo, un espacio sin afuera, en el que todos estamos localizados en una especie de «feminidad absoluta, un Mundo-Mujer» (217) que nos abraza a todos. En este universo, en el que prohibir está prohibido, no hay culpa, pero por ello se paga el precio de un incremento insoportable de la angustia. La prohibición de prohibir es una especie de «equivalente general» de todas las prohibiciones, una prohibición universal y, en consecuencia, universalizada, una prohibición de toda alteridad real: prohibir la prohibición del otro equivale a prohibir su alteridad (216). Ahí reside la paradoja del tolerante universo multicultural de la multiplicidad de estilos de vida: cuanto más tolerante es, más opresivamente homogéneo resulta. Recientemente, Martin Amis ha atacado el islam por ser la religión más aburrida de todas, con su exigencia de que los creyentes practiquen una y otra vez los mismos rituales estúpidos y se aprendan de memoria las mismas fórmulas sagradas. Estaba profundamente equivocado: lo que resulta francamente aburrido es la tolerancia y permisividad multiculturales.

Volvamos al papel de las mujeres en la prehistoria del islam —y, podríamos añadir, en la historia de la propia concepción de Mahoma—, donde volvemos a encontrarnos con un misterioso «entre las dos mujeres». Después de trabajar con la arcilla de su terreno, Abdullah, futuro padre de Mahoma, fue a casa de otra mujer y la cortejó; ella se mostró receptiva, pero acabó rechazándolo porque estaba manchado de arcilla. Abdullah se marchó, se lavó, fue con su mujer, Amina, y se acostó con ella. Así fue como Amina concibió a Mahoma. Abdullah volvió entonces a casa de la otra mujer y le preguntó si seguía dispuesta a acostarse con él. «No —le contestó ella—. Cuando estuviste aquí, había una luz blanca entre tus ojos. Te llamé y me rechazaste. Fuiste con Amina y ella te ha despojado de la luz». La esposa recibe el hijo, la otra sabe: ve en Abdullah más que él mismo, ve la «luz», algo que Abdullah tiene sin saberlo, que está en él y es más que él (el esperma que engendrará al Profeta), y ese objet a es la causa del deseo de la mujer. La posición de Abdullah es como la del protagonista de una novela de detectives a quien de repente lo persiguen y hasta lo amenazan de muerte porque sabe algo que puede poner en peligro a un criminal importante, aunque él mismo (o ella misma: suele ser mujer) no sepa de qué se trata. Llevado por su narcisismo, Abdullah confunde el objet a que hay en él consigo mismo (confunde el objeto con la causa del deseo), y por eso vuelve con la mujer después de estar con Amina, pensando erróneamente que aún lo deseará.

El hecho de depender de lo femenino (y de la mujer ajena, concretamente) constituye el fundamento reprimido del islam, su condición no pensada, aquello que intenta excluir, borrar o, como mínimo, controlar mediante su complejo edificio ideológico, pero que no deja de rondarlo, porque constituye la fuente misma de su vitalidad. ¿Por qué es entonces la mujer una presencia tan traumática para el islam, un escándalo ontológico de tales dimensiones que debe quedar velado? El auténtico problema no es el horror de la exposición desvergonzada de lo que hay bajo el velo, sino, más bien, el carácter del propio velo. Hay que establecer una relación entre el velo femenino y la interpretación que hizo Lacan de la liza entre Zeuxis y Parrasio, dos pintores de la antigua Grecia que disputaban acerca de quién pintaría la ilusión más convincente [58]. Zeuxis creó una imagen tan realista de las uvas, que los pájaros intentaban picotearlas. Sin embargo, el ganador fue Parrasio, quien pintó una cortina tan realista en una pared de su cuarto, que Zeuxis, ante ella, le dijo que la corriera para ver lo que había pintado. En la pintura de Zeuxis, la ilusión era tan convincente, que la imagen se confundía con la cosa; en la pintura de Parrasio, la ilusión residía en la propia idea de que lo que tenemos ante nosotros es un velo que oculta la verdad. Por eso, para Lacan, funciona la mascarada femenina: la mujer lleva una máscara para hacernos reaccionar como Zeuxis ante la pintura de Parrasio, para que le pidamos que se quite la máscara y nos enseñe cómo es en realidad. Lo mismo ocurre en Como gustéis, de Shakespeare, en la que Orlando se enamora locamente de Rosalinda, quien, para ponerlo a prueba, se disfraza de Ganimedes e interroga a Orlando sobre su amor. Incluso asume la personalidad de Rosalinda (en una doble mascarada, finge ser Ganimedes haciéndose pasar por Rosalinda) y persuade a su amiga Celia (disfrazada de Aliena) para que se case con él. En la ceremonia, Rosalinda finge que finge ser quien es: para obtener la victoria, hay que poner en escena la verdad mediante un doble engaño. Podemos imaginar que Orlando, tras la ceremonia, se dirige a Rosalinda-Ganimedes y le dice: «Has interpretado tan bien a Rosalinda, que casi me has engañado; ahora puedes volver a ser Ganimedes».

No es casual que los agentes de estas mascaradas dobles sean siempre mujeres: un hombre solo sabe fingir que es una mujer, mientras que una mujer sabe fingir que es un hombre que finge ser una mujer, dado que solo una mujer sabe fingir que es lo que es (una mujer). Para explicar esta categoría específicamente femenina del fingimiento, Lacan se refiere a una mujer con velo que lleva oculto un pene falso para evocar la idea de que es el falo: «Así es la mujer oculta tras su velo: la ausencia de pene la convierte en el falo, el objeto de deseo. Si evocamos esa ausencia de forma más precisa haciendo que lleve un lindo postizo bajo su vestido, tendremos —o, más bien, tendrá ella— que decir muchas cosas al respecto» [59]. En este caso, la lógica es más compleja de lo que puede parecer: no solo es que el pene evidentemente falso evoque la ausencia del pene «real». Al igual que sucede con la pintura de Parrasio, la primera reacción del hombre tras ver el contorno del pene falso es la de pedir a la mujer que se quite ese postizo ridículo y le muestre lo que hay debajo. Pero, con ello, el hombre pasa por alto que el pene falso es lo real: el «falo» que es la mujer es la sombra creada por el falso pene, es decir, el espectro del falo «real» inexistente bajo la tapadera del falso. En este preciso sentido, la mascarada femenina tiene la estructura de la imitación, dado que, para Lacan, en la imitación no imito la imagen que quiero imitar, sino los rasgos de la imagen que parecen indicar que hay una realidad oculta tras ella. Como en el caso de Parrasio, no imito las uvas, sino el velo: «La imitación revela algo en la medida en que se diferencia de lo que podríamos llamar un sí mismo situado detrás» [60]. La categoría a la que pertenece el propio falo es la de la imitación. En última instancia, el falo es una especie de mancha en el cuerpo humano, un rasgo excesivo que no encaja en el cuerpo y, por tanto, crea la ilusión de una realidad oculta tras la imagen.

Con esto volvemos a la función del velo en el islam. ¿Y si el auténtico escándalo que el velo intenta ocultar no es el del cuerpo femenino, sino el de la inexistencia de lo femenino? ¿Y si, por tanto, la función última del velo consiste precisamente en sostener la ilusión de que tras el velo hay algo, la Cosa sustancial? Si, conforme a la ecuación nietzscheana entre verdad y mujer, convertimos el velo femenino en el velo que oculta la Verdad última, lo que está en juego en el velo musulmán queda más claro todavía. La mujer es una amenaza porque representa la «indecidibilidad» de la verdad, una sucesión de velos bajo los que no hay un núcleo último oculto; al ponerle un velo, creamos la ilusión de que, detrás del velo, está la Verdad femenina (la horrible verdad de lo femenino como mentira y engaño, por supuesto). Ahí reside el escándalo encubierto del islam: solo una mujer, la encarnación misma de la indiscernibilidad de verdad y mentira, puede garantizar la Verdad. Por ese motivo, tiene que llevar velo.

Con esto volvemos al tema que abordábamos al comienzo: la mujer y Oriente. La verdadera alternativa no es la del islam masculino del Próximo Oriente y la espiritualidad más femenina del Lejano Oriente, sino la de la elevación de la mujer a la categoría de Diosa Madre, sustancia generadora y destructora del Mundo, en el Extremo Oriente y la desconfianza musulmana ante la mujer, que, paradójicamente, transmite de una forma negativa, pero mucho más directa, el poder traumático-subversivo-creativo-explosivo de la subjetividad femenina.