Capítulo V:
Solo un Dios sufriente puede salvarnos

Slavoj Žižek

En la actualidad, la cuestión esencial que cabe plantearse en torno a la religión es la de intentar saber si todas las experiencias y prácticas religiosas tienen cabida dentro de la conjunción de verdad y sentido. El mejor punto para comenzar esa investigación es aquel en el que la religión se enfrenta a un trauma, a un golpe que disuelve el vínculo entre verdad y significado, a una verdad tan traumática que se resiste a quedar integrada en el universo del sentido. Antes o después, no hay teólogo que no se enfrenta al problema de reconciliar la existencia de Dios con la Shoah o con un mal excesivo similar. ¿Cómo reconciliar la existencia de un Dios bueno y todopoderoso con el aterrador sufrimiento de millones de inocentes, como los niños asesinados en cámaras de gas? Sorprendentemente (o no), las respuestas teológicas ofrecen una extraña sucesión de tríadas hegelianas. Los que quieren mantener intacta la soberanía divina y, por tanto, deben atribuir a Dios la responsabilidad plena de la Shoah ofrecen primero (1) la teoría «legalista» del pecado y el castigo (la Shoah tiene que ser un castigo a los pecados cometidos por la humanidad —o por los propios judíos— en el pasado); a continuación, pasan a (2) la teoría «moralista» de la formación del carácter (hay que comprender la Shoah como la historia de Job, es decir, como la prueba más radical planteada a nuestra fe en Dios: si la superamos, seremos inconmovibles…); por último, se refugian en una especie de «juicio infinito» que salvará las cosas después de que toda medida común entre la Shoah y su sentido se haya derrumbado, apelando a (3) la teoría del misterio divino (en la que hechos como la Shoah atestiguan el abismo inconmensurable de la voluntad divina). De acuerdo con el lema hegeliano de un misterio redoblado (el misterio que es Dios para nosotros tiene que ser también un misterio para Dios mismo), la verdad de este «juicio infinito» solo puede radicar en negar la soberanía plena y la omnipotencia de Dios.

La siguiente tríada es la propuesta por quienes, incapaces de combinar la Shoah con la omnipotencia divina (¿cómo pudo dejar Dios que aquello sucediera?) optan por alguna forma de limitación divina: (1) Dios se plantea directamente como finito, o, al menos, como limitado, no como omnipotente ni omniabarcador: se ve abrumado por la densa inercia de su propia creación; (2) esta limitación se refleja luego en Dios mismo como si fuera un acto libre: Dios se ha autolimitado, ha constreñido voluntariamente su poder para dar vía libre a la libertad humana, de modo que los responsables del mal en el mundo somos nosotros, los seres humanos; en resumen, fenómenos como la Shoah son el precio que en última instancia hay que pagar por el don divino de la libertad; (3) por último, la autolimitación se exterioriza, los dos momentos se plantean como autónomos: Dios se ve acosado, en el mundo existe una fuerza que le hace frente, un principio maligno, demoníaco (la solución dualista).

Esto nos lleva a la tercera posición, que va más allá de las dos primeras (el Dios soberano, el Dios finito): la de un Dios sufriente; no un Dios triunfal, que al final siempre gana, porque, aunque «sus caminos sean inescrutables», maneja siempre los hilos, ni un Dios que ejerce una fría justicia, porque, por definición, tiene razón siempre, sino un Dios que agoniza como Jesucristo en la cruz, que asume la carga del sufrimiento, en solidaridad con la miseria humana [77]. Ya Schelling escribió: «Dios es una vida, no solo un ser. Pero toda vida tiene un destino y está sujeta al sufrimiento y el devenir […]. Sin la idea de un Dios que sufre como un ser humano […] la Historia entera resulta incomprensible» [78]. ¿Por qué? Porque el dolor de Dios entraña que forma parte de la historia, que la historia lo afecta, que no es solo un Amo trascendente que maneja los hilos desde arriba. El dolor de Dios entraña que la historia humana no es solo un teatro de sombras, sino el espacio de la lucha real, una lucha en la que participa lo Absoluto y se decide su destino. Este es el trasfondo filosófico de la profunda idea de Dietrich Bonhoeffer según la cual, después de la Shoah, «solo un Dios sufriente puede ayudarnos» [79], atinado suplemento del «Ya solo un Dios puede salvarnos» de Heidegger en su última entrevista [80]. Por tanto, hay que entender de forma literal la afirmación de que «el sufrimiento indescriptible de los seis millones de muertos es también la voz del sufrimiento de Dios» [81]: el exceso de este sufrimiento comparado con toda medida humana lo hace divino. Recientemente, Jürgen Habermas expresó de forma sucinta esa paradoja: «El efecto de los lenguajes seculares que simplemente eliminan lo que una vez quiso decirse es la irritación. Cuando el pecado se convirtió en culpa y la falta a los mandamientos divinos se transformó en contravención de leyes humanas, algo se perdió» [82].

Por eso, las reacciones seculares-humanistas ante fenómenos como la Shoah o el gulag (entre otros) nos parecen insuficientes: para alcanzar el nivel de dichos fenómenos, necesitamos algo mucho más fuerte, muy similar a la idea religiosa de una catástrofe o perversión cósmica en la que el propio mundo queda dislocado. Cuando nos enfrentamos a un fenómeno como la Shoah, la única reacción apropiada consiste en preguntarse por qué los cielos no se oscurecieron (como reza el título del libro de Arno Mayor). Ahí reside la paradoja de la importancia teológica de la Shoah: aunque se la suele concebir como el problema teológico por antonomasia (si existe Dios y es un dios bueno, ¿cómo pudo permitir tamaño horror?), solo la teología puede proporcionar un marco que nos permita aproximarnos a las dimensiones de la catástrofe. El fracaso de Dios no deja de ser el fracaso de Dios.

Recordemos la segunda de las tesis sobre la filosofía de la historia de Benjamin: «El pasado lleva consigo un índice temporal mediante el cual queda remitido a la redención. Existe una cita secreta entre las generaciones que fueron y la nuestra» [83]. ¿Es posible seguir afirmando este «débil poder mesiánico» ante la Shoah? ¿En qué sentido señala la Shoah a una redención que está por llegar? ¿Acaso el sufrimiento de las víctimas de la Shoah no es una especie de gasto absoluto del que no cabe explicación, redención, atribución de sentido? En este punto entra en juego el sufrimiento de Dios: lo que señala es el fracaso de toda Aufhebung del sufrimiento. Aquí resuena, más que la tradición judía, la enseñanza protestante por antonomasia: no hay un acceso directo a la libertad/autonomía; entre la relación de intercambio amo/esclavo del hombre y Dios y la afirmación plena de la libertad humana, tiene que darse un estadio intermedio de humillación absoluta en el que el hombre quede reducido a la condición de puro objeto del insondable capricho divino. ¿Acaso no constituyen las tres grandes versiones del cristianismo una especie de tríada hegeliana? En la serie formada por la Iglesia ortodoxa, el catolicismo y el protestantismo, cada nuevo término es una subdivisión, un desgajamiento de una unidad previa. Es posible designar esta tríada (Universal-Particular-Singular) mediante tres figuras fundadoras representativas (Juan, Pedro, Pablo) y tres pueblos (el eslavo, el latino y el alemán). En la Iglesia ortodoxa, tenemos la unidad sustancial del texto y el cuerpo de creyentes, razón por la que a estos se los permite interpretar el Texto sagrado: el Texto vive en ellos, no está fuera de la Historia viva como su modelo ejemplar; la sustancia de la vida religiosa es la propia comunidad cristiana. El catolicismo representa la alienación radical: la entidad que media entre el sagrado Texto fundador y el cuerpo de creyentes, la Iglesia, la institución religiosa, recupera plena autonomía. La autoridad suprema reside en la Iglesia, razón por la que tiene el derecho de interpretar el Texto; el Texto se lee durante la misa en latín, una lengua que la mayoría de los creyentes no comprende, e incluso se considera un pecado que estos lo lean directamente, prescindiendo de la guía del sacerdote. Por último, para el protestantismo, la única autoridad es el Texto mismo, y todos los creyentes deben entrar en contacto directo con la Palabra de Dios recogida en el Texto; el mediador (lo Particular) desaparece, se vuelve insignificante, lo que permite al oyente adoptar la posición de un «Singular universal», del individuo en contacto directo con la Universalidad divina, eludiendo el papel mediador de la Institución particular. Estas tres actitudes cristianas suponen también tres formas distintas de presencia de Dios en el mundo. Empezamos con el universo creado, que refleja directamente la gloria de su Creador: toda la riqueza y la belleza de nuestro mundo atestigua el poder creativo de la divinidad, y las criaturas, si no están corruptas, dirigen naturalmente su mirada hacia Dios… El catolicismo abraza una lógica más sutil, la de «la figura de la alfombra»: el Creador no está directamente presente en el mundo, hay que discernir sus huellas en detalles que escapan a una mirada superficial; Dios es como un pintor que se separa de su obra una vez acabada y señala su autoría con una firma apenas distinguible en la orilla del cuadro. Por último, el protestantismo afirma la ausencia radical de Dios del universo, de este mundo gris que se mueve como un mecanismo ciego y en el que la presencia de Dios solo resulta discernible en las intervenciones directas de la gracia, que perturban el curso habitual de las cosas.

Sin embargo, esta reconciliación solo resulta posible cuando la alienación ha llegado al extremo: a diferencia de la idea católica de un Dios protector y amante con el que podemos comunicarnos e incluso negociar, el protestantismo parte de la idea de que Dios carece de toda «medida común» con el hombre, de que Dios es un Más Allá impenetrable que distribuye la gracia de forma completamente contingente. Es posible descubrir las huellas de esta plena aceptación de la autoridad caprichosa e incondicional de Dios en una de las últimas canciones que Johnny Cash grabó poco antes de morir, «The Man Comes Around», que presenta de manera ejemplar la angustia propia del baptismo del sur de los Estados Unidos:

Ha venido un hombre que se dedica a apuntar nombres

y decide a quién liberar y a quién condenar

no todo el mundo será tratado igual

una escalera dorada descenderá

cuando venga el Hombre

Los pelos de tus brazos se te pondrán de punta

por el terror que cada sorbo te provocará

¿beberás de la última copa que te ofrecerán

o desparecerás en la fosa común

cuando venga el Hombre?

Escucha las trompetas y las gaitas

el canto de cien millones de ángeles

las multitudes marchan al son del gran timbal

voces que llaman, voces que lloran

unos nacen, otros mueren

es el juicio final del alfa y el omega

Y el torbellino está en el espino

las vírgenes están recortando las mechas

el torbellino está en el espino

te resulta difícil rebelarte

Hasta el Armagedón no habrá shalam ni shalom

entonces la gallina llamará a sus polluelos

el sabio se inclinará ante el trono

y a Sus pies arrojarán sus coronas doradas

cuando venga el Hombre

Que el injusto lo siga siendo

que el recto lo siga siendo

que el inmundo lo siga siendo

La canción trata de Armagedón, el fin del mundo, en el que Dios descenderá y celebrará el Juicio Final, que la letra presenta como un acto de terror puro y arbitrario: Dios parece el Diablo en persona, una especie de delator político, un hombre que «ha venido» y provoca consternación «apuntando nombres», decidiendo quién se salva y quién se condena. La descripción evoca la escena de una fila de personas a las que les aguarda un interrogatorio brutal, y al delator apuntando a los que hay que torturar: no hay piedad, perdón de los pecados, júbilo; cada cual permanece atrapado en su papel: el hombre justo y el hombre inmundo siguen siendo lo que son. En esta proclamación divina, no se nos juzga de manera justa; se nos informa desde fuera, como si nos enteráramos de una decisión arbitraria, de si somos justos o pecadores, de si estamos salvados o condenados; la decisión nada tiene que ver con nuestras cualidades intrínsecas. Y, una vez más, este oscuro exceso de un despiadado sadismo divino —excesivo frente a la imagen de un Dios severo pero justo— es un negativo necesario, un envés del exceso del amor cristiano sobre la Ley judía: el amor que suspende la Ley se acompaña necesariamente de la crueldad arbitraria que también suspende la Ley.

Lutero propuso directamente una definición excremental del hombre: el hombre es como una mierda divina, salida del ano de Dios. Por supuesto, cabe plantearse la pregunta de si Lutero no elaboró su nueva teología porque estaba atrapado en un ciclo superyoico violento y extenuante: cuanto más actuaba, se arrepentía, se castigaba, se torturaba, hacía buenas acciones, etc., más culpable se sentía. Eso le convenció de que las buenas acciones son acciones calculadas, viles, egoístas: lejos de agradar a Dios, provocan su ira y llevan a condenarse. La salvación procede de la fe: solo nuestra fe, la fe en Jesucristo como salvador, nos permite salir del atolladero superyoico. Sin embargo, su definición «anal» del hombre no es simplemente el resultado de la presión superyoica que le llevó a humillarse. Estamos ante algo más complejo, porque solo dentro de esta lógica protestante de la identidad excrementicia del hombre se puede formular el verdadero significado de la encarnación. En la Iglesia ortodoxa, Jesucristo pierde en última instancia su condición excepcional: su propia idealización, su elevación a la categoría de noble modelo, lo reduce a no ser más que una imagen ideal, una figura que imitar (todos los hombres deberían esforzarse en llegar a ser Dios): la fórmula imitatio Christi es más propia de la Iglesia ortodoxa que del catolicismo. En el catolicismo, la lógica predominante es la del intercambio simbólico: a los teólogos católicos les gusta enzarzarse en discusiones jurídicas escolásticas sobre el precio que pagó Jesucristo por nuestros pecados, etc.; no es de extrañar que Lutero reaccionara ante el resultado más bajo de esta lógica, la reducción de la redención a algo que puede comprarse a la Iglesia. Por último, el protestantismo plantea la relación entre Dios y el hombre como algo real, ya que concibe a Jesucristo como a un Dios que, mediante la encarnación, se identificó libremente con su propia mierda, con la realidad excrementicia que es el hombre. Solo a ese nivel puede aprehenderse la idea propiamente cristiana del amor divino, entendiéndolo como amor por esa miserable entidad excrementicia llamada «hombre».

En este sentido, Hegel anticipa en relación a Jesucristo algunos motivos kierkegaardianos esenciales (la diferencia entre genio y apóstol, el singular carácter acontecimental de Jesucristo), al hacer hincapié en la diferencia entre Sócrates y Jesucristo. Jesucristo no es como el «maleable individuo» griego, en cuyos rasgos particulares el contenido universal/sustancial se presenta de manera directa (como en el caso ejemplar de Alejandro Magno). Eso significa que, aunque Jesucristo es Dios-Hombre, la identidad directa de los dos, dicha identidad entraña una contradicción absoluta: en Jesucristo no hay nada «divino», ni siquiera excepcional; si observamos sus rasgos particulares, veremos que es indistinguible de cualquier otro ser humano:

Si consideramos a Jesucristo solo en referencia a su talento, su carácter y su moralidad, como maestro, etc., lo colocamos en el mismo plano que a Sócrates y a otros, aun cuando le asignemos un lugar superior desde un punto de vista moral […]. Si tomamos a Jesucristo únicamente como a un individuo excepcionalmente noble, e incluso como a un ser libre de pecado, pasamos por alto la representación de la idea especulativa, su verdad absoluta [84].

Estas frases descansan en unos cimientos conceptuales muy precisos. No es que Jesucristo sea «superior» a otros modelos religiosos, filosóficos o éticos, reales o míticos (Buda, Sócrates, Moisés, Mahoma), «divino» en el sentido de carecer de defectos humanos. En Jesucristo, la propia relación entre el contenido divino sustancial y su representación se transforma: Jesucristo no representa el contenido sustancial, Dios, sino que es directamente Dios; por eso mismo, no tiene que parecerse a Dios, esforzarse por ser perfecto y «como Dios». Recordemos un chiste de los hermanos Marx: «Usted se parece a Emmanuel Ravelli». «Es que soy Emmanuel Ravelli.» «Pues eso explica que se le parezca, porque, insisto, existe un parecido.» La premisa que subyace al chiste es la de la imposibilidad de que el ser y el parecerse se superpongan: siempre hay un hiato entre los dos. Buda, Sócrates, etc., parecen dioses; Jesucristo es Dios. Por tanto, cuando el dios cristiano «se manifiesta a los otros hombres como un hombre individual, único, singular […] como un hombre aparte de todos los demás» [85], estamos ante la singularidad del acontecimiento puro, en el que la contingencia se lleva hasta el extremo; solo de esta forma, al margen de todos los intentos de aproximarse a la perfección universal, puede encarnarse Dios. Esta ausencia de características positivas, esta identidad total entre Dios y el hombre en el plano de las propiedades, puede darse solo porque existe otra diferencia, más radical, que hace irrelevantes los rasgos diferenciales positivos. Es posible expresar este cambio como el giro que lleva desde el movimiento ascendente por el que el accidente se hace esencial hasta el movimiento descendente por el que la esencia se hace accidental (119): el héroe griego, ese «individuo ejemplar», eleva sus características personales accidentales a la categoría paradigmática de universalidad esencial, mientras que en la lógica cristiana de la encarnación la Esencia universal se encarna en un individuo accidental.

Otra forma de decir lo mismo consiste en afirmar que los dioses griegos se presentan con forma humana ante los seres humanos, mientras que el Dios cristiano se presenta como ser humano ante sí mismo. Esto es lo crucial: la encarnación no es para Hegel un movimiento por el que Dios se hace accesible o visible a los seres humanos, sino un movimiento por el que Dios se mira desde la (distorsionada) perspectiva humana: «Cuando Dios se manifiesta ante su propia mirada, la presentación especular divide el self divino de sí mismo y ofrece a lo divino la visión en perspectiva de su propia autopresencia» (118). O, para decirlo en términos freudianos-lacanianos, Jesucristo es el «objeto parcial» de Dios, un órgano que cobra independencia y carece de cuerpo, como si Dios se hubiera sacado un ojo para verse desde fuera. A partir de aquí, podemos imaginarnos por qué insistía Hegel en la monstruosidad de Jesucristo.

Cine-ojo (Kino-glaz), el clásico realizado por Dziga Vértov en 1924 (y una de las cumbres del cine revolucionario), toma como emblema el ojo (de la cámara) como «órgano autónomo» que recorre la Unión Soviética a comienzos del decenio de 1920, mostrándonos fragmentos de la vida bajo la «nueva política económica». En español existe la expresión «echar un ojo a algo», como si uno se sacara el ojo de su órbita y lo lanzara contra ese algo. Eso es exactamente lo que Martin, el idiota legendario de los cuentos de hadas franceses, hace cuando su madre, preocupada por si nunca encuentra esposa, le dice que vaya a la iglesia y le eche un ojo a las chicas. Martin va primero al carnicero para comprar un ojo de cerdo y luego se lo lanza a las muchachas que rezan en el templo. No es de extrañar que, de vuelta en casa, le diga a su madre que no les ha causado una gran impresión. Eso es lo que debía hacer el cine revolucionario: utilizar la cámara como un objeto parcial, como un «ojo» desgajado del sujeto y lanzado libremente por todas partes, o, por citar al propio Vértov: «La cámara cinematográfica arrastra los ojos del público desde las manos hasta los pies y desde los pies hasta los ojos, en el orden más provechoso, y organiza los detalles mediante un ejercicio de montaje» [86].

Todos hemos vivido esos momentos extraños en los que vemos nuestra imagen sin que ella nos devuelva la mirada. Recuerdo que en cierta ocasión intentaba yo inspeccionar un extraño bulto que tenía en la cabeza utilizando un espejo doble. De repente, vi mi cara de perfil. La imagen reflejaba todos mis gestos, pero de forma extraña y descoordinada. En estas situaciones, «nuestra imagen especular queda desgajada de nosotros y —cosa crucial— nuestra mirada deja de mirarnos» [87]. En esa clase de experiencias, apreciamos lo que Lacan llamaba la mirada como objet petit a, la parte de nuestra imagen que elude la relación simétrica del espejo. Cuando me veo «desde fuera», desde ese punto imposible, lo traumático no es que quede objetivado, reducido a objeto externo para la mirada, sino que mi mirada queda objetivada, me observa desde fuera, lo que, precisamente, significa que mi mirada ya no es mía, que me ha sido robada. Existe una operación ocular relativamente sencilla e indolora que, sin embargo, supone una experiencia muy desagradable: con anestesia local, es decir, con el paciente completamente consciente, se saca el ojo de la órbita y se lo gira un poco, para corregir la forma en la que el globo ocular está acoplado al cerebro. En ese momento, el paciente puede verse durante un instante —o, al menos, puede ver algunas partes de su cuerpo— desde fuera, desde un punto de vista «objetivo», como un objeto extraño, tal como «es realmente» en cuanto objeto en el mundo, no como uno suele experimentarse, completamente inmerso «en» el cuerpo propio. Esta (desagradabilísima) experiencia tiene algo de divino: uno se ve desde una perspectiva divina y, en cierto modo, comprende la idea mística de que el ojo con el que veo a Dios es el ojo con el que Dios se ve a sí mismo. En la encarnación acontece algo similar a esta experiencia, solo que aplicada a Dios mismo.

En la novela Picnic junto al camino, de los hermanos Strugatski, en la que se basa la magistral Stalker, dirigida por Andréi Tarkovski, las «Zonas» —seis en total— son lugares que contienen los desechos de un «picnic junto al camino», es decir, de la breve estancia en nuestro planeta de algunos extraterrestres que se marcharon enseguida, dado que nos les parecimos interesantes. En la novela, los protagonistas son más audaces y prácticos que en la película: no son individuos embarcados en una búsqueda espiritual que los atormenta, sino hábiles rebuscadores (stalkers) que organizan expediciones para robar, un poco al modo de esos árabes que organizan expediciones a las pirámides (otra Zona) para robar a occidentales acomodados. (¿No son las pirámides, según la literatura científica popular, huellas de la sabiduría de los extraterrestres?) Por tanto, la Zona no es un espacio fantasmático puramente mental, en el que uno encuentra (o en el que uno proyecta) la verdad sobre sí mismo, sino (como el planeta Solaris en la novela homónima de Stanisław Lem) la presencia material, lo Real de una Alteridad absoluta incompatible con las reglas y leyes de nuestro universo. Por eso, al final de la novela, cuando el stalker se enfrenta a la «Esfera dorada» (como se llama la sala en la que se realizan los deseos), experimenta una especie de conversión espiritual, experiencia que, sin embargo, está mucho más cerca de lo que Lacan denominó «destitución subjetiva», una conciencia abrupta de la profunda insignificancia de nuestros vínculos sociales, la disolución de nuestro apego a la propia realidad; de repente, la gente que nos rodea se vuelve irreal y la propia realidad se experimenta como una vorágine confusa de formas y sonidos, con lo que perdemos la capacidad de formular nuestro deseo.

El título de la novela (Picnic junto al camino) se refiere a esta incompatibilidad entre nuestro universo y el universo extraterrestre: los extraños objetos hallados en las Zonas, que fascinan a los seres humanos, probablemente no sean más que los detritos, la basura que se deja atrás después de que los extraterrestres hayan estado brevemente en nuestro planeta, comparable a la basura que un grupo de seres humanos deja tras de sí después de un picnic en un bosque cerca de la carretera. El paisaje típico de Tarkovski (desechos humanos en descomposición, medio reclamados por la naturaleza) es precisamente lo que caracteriza en la novela a la Zona desde el (imposible) punto de vista de los extraterrestres: lo que para nosotros es un milagro, un encuentro con un universo maravilloso que escapa a nuestro alcance, es un desecho cotidiano para los extraterrestres. Por tanto, tal vez sea posible extraer la conclusión brechtiana de que el típico paisaje tarkovskiano (el medio humano en descomposición, reclamado por la naturaleza) entraña la visión de nuestro universo desde un punto de vista imaginado, extraterrestre. De nuevo, lo mismo cabe decir de la encarnación: en ella, el objeto divino coincide con los detritos humanos (un predicador indigente cualquiera que se relaciona con mendigos, prostitutas y otros fracasados).

Por consiguiente, es crucial señalar que la modalidad cristiana de «Dios se ve a sí mismo» nada tiene que ver con el armonioso bucle cerrado del «me veo ver», de un ojo que se ve a sí mismo y disfrutar de la visión de este perfecto autorreflejo: el giro del ojo hacia «su» cuerpo presupone la separación del ojo respecto del cuerpo; además, lo que veo a través de mi ojo exteriorizado/autonomizado es una imagen en perspectiva, anamórfica y distorsionada de mí mismo: Jesucristo es una anamorfosis de Dios.

Encontramos otra señal de la exterioridad de Dios en relación consigo mismo en un texto de Chesterton, «El sentido de la cruzada», en el que cita aprobatoriamente la descripción del Monte de los Olivos que le hizo un niño de Jerusalén: «Un niño de una aldea me contó, chapurreando el inglés, que era el lugar donde Dios rezaba. Yo, personalmente, no podría pedir una afirmación más exacta ni desafiante de todo lo que separa al cristiano del musulmán o del judío» [88]. En otras religiones rezamos a Dios, pero solo en el cristianismo reza Dios mismo, es decir, se dirige a una autoridad exterior insondable.

El problema crucial estriba en cómo concebir el vínculo entre las dos «alienaciones», a saber, la del hombre moderno respecto a Dios (reducido a un en Sí incognoscible, ausente de un mundo sujeto a leyes mecánicas) y la de Dios respecto de sí mismo (en Jesucristo, en la encarnación). Esas dos alineaciones son la misma, aunque no simétricamente, sino como sujeto y objeto. Para que la subjetividad (humana) surja de la personalidad sustancial del animal humano, desvinculándose de ella y planteándose como el Yo = Yo desposeído de todo contenido sustancial, como la negatividad relativa a sí misma de una singularidad vacía, Dios mismo, la Sustancia universal, tiene que «humillarse», descender al nivel de su creación, «objetivarse», presentarse como un miserable ser humano, en toda su abyección, es decir, abandonado por Dios. La distancia del hombre respecto a Dios es, por tanto, la distancia de Dios respecto a sí mismo:

El sufrimiento de Dios y el sufrimiento de la subjetividad humana despojada de Dios deben analizarse como el haz y el envés del mismo acontecimiento. Existe una relación fundamental entre la kénosis divina y la tendencia de la razón moderna a plantear la existencia de un más allá que resulta inaccesible. La Enciclopedia hace visible esta relación presentando la Muerte de Dios como la Pasión del Hijo que «muere en el dolor de la negatividad» y como el sentimiento humano de que no podemos saber nada de Dios [89].

Esta doble kénosis es lo que pasa por alto la crítica marxista de la religión como autoalienación de la humanidad: «si el sacrificio de Dios no hubiera acontecido, la filosofía moderna no tendría el sujeto que le es propio» [90]. Para que surja la subjetividad moderna —no como un mero epifenómeno del orden ontológico global y sustancial, sino como algo esencial para la Sustancia misma—, la escisión, la negatividad, la particularización, la autoalienación deben plantearse como algo que acontece en el corazón mismo de la Sustancia divina, es decir, el paso de la Sustancia al Sujeto debe acontecer dentro de Dios mismo. En suma, la alienación del hombre respecto a Dios (el hecho de que Dios se le aparece como un en Sí inaccesible, como un puro Más Allá trascendente) debe coincidir con la alienación de Dios respecto a sí mismo (cuya expresión más conmovedora es, por supuesto, el «Padre, padre, ¿por qué me has abandonado?» de Jesucristo en la cruz): la finita conciencia humana «solo representa a Dios porque Dios se re-presenta a sí mismo; la conciencia está solo a cierta distancia de Dios porque el propio Dios se distancia de sí mismo» [91].

Por eso, la filosofía marxista al uso oscila entre la ontología del «materialismo dialéctico», que reduce la subjetividad humana a una esfera ontológica particular (no es de extrañar que Georgi Plejánov, el creador de la expresión «materialismo dialéctico», también llamara al marxismo «espinozismo dinamizado»), y la filosofía de la praxis, que, desde el joven Georg Lukács, toma como punto de partida y horizonte una subjetividad colectiva que pone/media toda objetividad y, por tanto, es incapaz de concebir su génesis a partir del orden sustancial, de la explosión ontológica o «Big Bang» que la produce.

Así, pues, cuando Catherine Malabou escribe que la muerte de Jesucristo es «al mismo tiempo la muerte del Dios-hombre y la Muerte de la abstracción inicial e inmediata de la divinidad que todavía no se postula como un Sí mismo» [92], lo que quiere decir es que, como Hegel señaló, lo que muere en la cruz no es solo el representante terrestre-finito de Dios, sino Dios mismo, el propio Dios trascendente del más allá. Los dos términos de la oposición —Padre e Hijo, el Dios sustancial del en Sí Absoluto y el Dios-para-nosotros, que se nos ha revelado— mueren, quedan superados por el Espíritu Santo.

La interpretación habitual de esta superación —Jesucristo «muere» (queda superado) como la representación inmediata de Dios, como Dios en la forma de un ser humano y finito, para renacer como el Espíritu universal/atemporal— se queda demasiado corta. Lo que pasa por alto es la lección última que cabe extraer de la divina encarnación: la existencia finita de los seres humanos es la única sede del Espíritu, la sede en la que el Espíritu alcanza su actualidad. Eso significa que, pese a todo su poder cimentador, el Espíritu es una entidad virtual, en el sentido de que tiene la categoría de una presuposición subjetiva: el Espíritu existe solo en la medida en que el sujeto actúa como si el Espíritu existiera. Su categoría es similar a la de una causa ideológica como el Comunismo o la Nación: es la sustancia de los individuos que se reconocen en él, la base de toda su existencia, el punto de referencia que constituye el horizonte último de significado de su vida, algo por lo que están dispuestos a morir; sin embargo, lo único que existe son esos individuos y su actividad, con lo que esa sustancia es actual solo en la medida en que los individuos creen en ella y actúan en consecuencia. El error que hay que evitar a toda costa es el de interpretar el Espíritu hegeliano como una especie de meta-Sujeto, de Mente —mucho más grande que la del individuo— consciente de sí misma: si cometemos ese error, Hegel no puede por menos de aparecer como un ridículo espiritualista oscurantista que afirma la existencia de una especie de mega-Espíritu que controla la historia. Contra este cliché, debemos insistir en que Hegel sabe perfectamente que «el proceso de conocimiento de la esencia del espíritu se da en la conciencia finita: así surge la autoconciencia divina. El espíritu exhala su aroma a partir del fermento espumoso de la finitud» [93]. Esto resulta especialmente aplicable al Espíritu Santo: nuestra conciencia, la (auto)conciencia de los seres finitos, es su única sede actual, es decir, también el Espíritu Santo se eleva «a partir del fermento espumoso de la finitud».

En relación con este caso, podemos ver que la superación no es directamente superación de la alteridad, retorno a la mismidad, recuperación por lo Uno (en cuyo caso los individuos finitos/mortales se reúnen con Dios, vuelven a su abrazo). Con la encarnación de Jesucristo, la exteriorización/autoalienación de la divinidad, el paso del Dios trascendente a los individuos finitos/mortales es un hecho consumado, sin vuelta atrás. A partir de entonces, todo lo que hay, todo lo que «existe de verdad», son los individuos; no hay Ideas o Sustancias platónicas cuya existencia sea «más real». Por consiguiente, lo que queda «superado» al pasar del Hijo al Espíritu Santo es Dios mismo: después de la crucifixión, de la muerte del Dios encarnado, el Dios universal regresa como el Espíritu de la comunidad de creyentes, es decir, Él es quien pasa de ser una Realidad sustancial trascendente y se convierte en una entidad virtual/ideal que existe solo como la «presuposición» de los individuos actuantes. La concepción habitual de Hegel como holista organicista que piensa que los individuos realmente existentes son solo «predicados» de un Todo sustancial «superior», epifenómenos del Espíritu concebidos como un mega-Sujeto que dirige el espectáculo, pasa completamente por alto este aspecto crucial.

Para Hegel, esta codependencia de los dos aspectos de la kénosis —la autoalienación de Dios y la alienación respecto a Dios del individuo que se ve solo en un mundo sin Dios, abandonado por Dios, que mora en algún Más Allá inaccesible y trascendente— alcanza su mayor tensión en el protestantismo. El protestantismo y la crítica ilustrada de las supersticiones religiosas son las dos caras de la misma moneda. El punto de partida de todo este movimiento es el pensamiento escolástico de un Tomás de Aquino, para quien la filosofía debía ser una sierva de la fe: la fe y el conocimiento, la teología y la filosofía, se complementan de manera armoniosa, distinguiéndose pacíficamente dentro (y bajo el predominio) de la teología. Aunque Dios en sí mismo es un misterio insondable para nuestras limitadas capacidades cognitivas, la razón también puede guiarnos hacia él permitiéndonos reconocer las huellas de Dios en la realidad creada. Esa es la premisa de las cinco versiones de santo Tomás sobre la prueba de la existencia de Dios (la observación racional de la realidad material como una red de causas y efectos nos lleva a la idea necesaria de que tiene que haber una causa primordial de todo, etc.). Con el protestantismo, esta unidad se rompe: por una parte, tenemos el universo sin dios, el objeto propio de nuestra razón, y, por otra, el Más Allá divino e insondable, separado de él por un hiato. Cuando nos enfrentamos a esta ruptura, podemos hacer dos cosas: o negar todo sentido a un Más Allá ultramundano, desdeñándolo como una ilusión supersticiosa, o seguir siendo religiosos y eximir a nuestra fe del ámbito de la razón, concibiéndola precisamente como un acto de pura fe (sentimiento auténtico, etc.). Lo que a Hegel le interesa en este punto es que esta tensión entre filosofía (pensamiento racional ilustrado) y religión acaba en su «mutua degradación y envilecimiento» (109). La Razón parece estar a la ofensiva y la religión a la defensiva, intentando encontrar desesperadamente un lugar propio fuera del ámbito que está bajo el control de la Razón: bajo la presión de la crítica ilustrada y el avance de la ciencia, la religión se retira humildemente al espacio interior de los sentimientos verdaderos. Sin embargo, el precio último lo paga la propia Razón ilustrada: su derrota de la religión desemboca en su autoderrota, su autolimitación, con lo cual, al concluir todo su movimiento, reaparece el hiato entre la fe y el conocimiento, pero trasladado al campo del conocimiento (la Razón):

Tras su batalla con la religión, lo máximo que podía lograr la razón era mirarse y llegar a ser consciente de sí misma. La razón, convertida así en mero intelecto, reconoce su propia nulidad al colocar aquello que es mejor que ella en una fe que está por encima y fuera de ella, como un Más Allá en el que creer. Eso es lo que ha ocurrido en la filosofía de Kant, Jacobi y Fichte. La filosofía ha vuelto a convertirse en sierva de la fe [94].

En consecuencia, los dos polos quedan degradados: la Razón se convierte en mero «intelecto», en instrumento con el que manipular los objetos empíricos, en mera herramienta pragmática del animal humano, y la religión se convierte en un sentimiento impotente que nunca puede realizarse plenamente, porque, en cuanto se la intenta trasladar a la realidad exterior, se vuelve a la idolatría católica, que fetichiza los objetos naturales y contingentes. El epítome de este desarrollo se encuentra en la filosofía de Kant: Kant comenzó como el gran destructor, con su crítica despiadada de la teología, pero acabó —como dijo él mismo— constriñendo el alcance de la Razón para crear un espacio para la fe. Lo que muestra de forma modélica es que la despiadada denigración y limitación de su enemigo externo (la fe, a la que se niega toda categoría cognitiva, al considerarse que la religión es un sentimiento sin valor de verdad) da lugar a la autodenigración y autolimitación de la Razón (la Razón solo puede tratar legítimamente de los objetos de la experiencia fenoménica, dado que la verdadera Realidad es inaccesible a ella). La insistencia protestante en la sola fe, en que los verdaderos templos y altares a Dios habría que construirlos en el corazón del individuo, no en la realidad externa, es una indicación de que la actitud antirreligiosa ilustrada no puede resolver «su propio problema, el problema de la subjetividad atrapada por la absoluta soledad» [95]. Por tanto, el resultado último de la Ilustración es la singularidad absoluta del sujeto desposeído de todo contenido sustancial, reducido a la vacuidad de la negatividad referida a sí misma, un sujeto completamente alienado del contenido sustancial, incluido su propio contenido. Y, para Hegel, el paso a través de este punto cero resulta necesario, dado que la solución no viene proporcionada por ninguna clase de síntesis renovada o reconciliación entre la Fe y la Razón: con la llegada de la modernidad, la magia del universo encantado se ha perdido para siempre, la grisura de la realidad ha llegado para quedarse. La única solución consiste, como ya hemos visto, en la propia intensificación de la alienación, en la idea de que mi alienación de lo Absoluto se superpone a la autoalienación de lo Absoluto: moro «en» Dios por la propia distancia que me separa de él.

Sin duda, fue Kierkegaard quien llevó al extremo esta tensión paraláctica divina, perfectamente resumida en su idea de la «suspensión teleológica de lo ético». En «El motivo trágico antiguo reflejado en el moderno», un capítulo del primer volumen de O lo uno o lo otro, Kierkegaard propone una fantasía sobre cómo sería una Antígona moderna [96]. El conflicto ha quedado completamente interiorizado: ya no se necesita a Creonte. Aunque Antígona admira y quiere a su padre, Edipo, héroe y salvador de Tebas, sabe la verdad sobre él (el asesinato de su padre, su matrimonio incestuoso). Su problema es que no puede compartir ese conocimiento detestable (igual que Abraham, que no podía comunicar la orden divina de sacrificar a su hijo): no puede quejarse o compartir su dolor ni su pesar. A diferencia de la Antígona de Sófocles, que actúa (para enterrar a su hermano, y que, por tanto, asume su destino), es incapaz de actuar, está condenada para siempre a sufrir estoicamente. La insoportable carga de su secreto, de su agalma destructivo, la acaba llevando a la muerte, el único lugar en el que encuentra la paz que le habría proporcionado la simbolización o la comunicación de su dolor y su pesar. Lo que quiere decir Kierkegaard es que esta situación ya no es propiamente trágica (de nuevo, de forma análoga, Abraham no es una figura trágica). Por otro lado, como la Antígona de Kierkegaard es paradigmáticamente moderna, podemos continuar ese experimento mental e imaginarnos a una Antígona posmoderna, con un toque estalinista, por supuesto: en contraste con la Antígona moderna, se encontraría en una posición en la que, para citar al propio Kierkegaard, lo ético en sí sería la tentación. Sin duda, una versión posible sería que Antígona renunciara, denunciara y acusara públicamente a su padre (o a su hermano Polinices) de sus terribles pecados, a causa de su amor incondicional por él. La trampa kierkegaardiana radica en que ese acto público haría que Antígona estuviera aún más aislada, completamente sola: nadie —a excepción del propio Edipo, si siguiera vivo— comprendería que su acto de traición era el acto de amor supremo… Antígona quedaría completamente despojada de su sublime belleza: todo cuanto indicara que no era una simple traidora a su padre, que había actuado por amor a él, se convertiría en un tic apenas perceptible, pero repulsivo, como el temblor histérico de los labios de Sygne de Coufontaine en El rehén: un tic que ya no pertenece a la cara, sino que es una mueca cuya insistencia desintegra su unidad.

Precisamente a causa de la naturaleza paraláctica del pensamiento de Kierkegaard, hay que tener presente, en relación con su «tríada» de lo Estético, lo Ético y lo Religioso, que la elección, «o lo uno o lo otro», se da siempre entre dos elementos, sea el primero o el segundo (Estético o Ético), sea el segundo o el tercero (lo Ético o lo Religioso). El auténtico problema no radica en la elección entre el nivel estético y el nivel ético (el placer frente al deber), sino entre lo ético y su suspensión religiosa: cumplir con nuestro deber haciendo frente a nuestras ansias de placer o a nuestros intereses egoístas es sencillo, pero obedecer la llamada ético-religiosa incondicional contra nuestra sustancia ética es mucho más complicado. (Este es el dilema al que se enfrenta Sygne de Coufontaine, así como la paradoja extrema del cristianismo como la religión de la modernidad: a semejanza de la Julia de Retorno a Brideshead, de Evelyn Waugh, para ser fiel al Deber incondicional hay que incurrir en lo que puede parecer una regresión estética o una traición oportunista.) En O lo uno o lo otro, Kierkegaard no otorga una prioridad clara a lo Ético, sino que se limita a confrontar las dos opciones, la de lo Estético y la de lo Ético, de una forma puramente paraláctica, subrayando el «salto» que las separa, la falta de mediación entre ellas. Lo Religioso no es en absoluto la «síntesis» mediadora de las dos, sino, al contrario, la aseveración radical del hiato paraláctico (o de la «paradoja» paraláctica, es decir, la falta de una medida común, el abismo insuperable entre lo Finito y lo Infinito). Lo que hace que lo Estético o lo Ético sea problemático no son sus respectivas características positivas, sino su propia naturaleza formal, la circunstancia de que, en ambos casos, el sujeto quiere vivir una existencia coherente y, por tanto, deniega el antagonismo radical de la situación humana. Por eso, la elección de Julia al final de Retorno a Brideshead es propiamente religiosa, aunque, aparentemente, se trate de la elección de lo Estético (los amoríos pasajeros) frente a lo Ético (el matrimonio): lo que cuenta es que se ha enfrentado y ha asumido plenamente la paradoja de la existencia humana. Esto significa que su acto entraña un «salto de fe»: no hay ninguna garantía de que su retirada al mundo de los amoríos no sea eso, una retirada que la lleva de lo Ético a lo Estético (como no hay garantía de que la decisión de Abraham de matar a Isaac no sea fruto de un ataque de locura). En el espacio de lo Religioso, nunca estamos seguros, siempre hay dudas, y el mismo acto se puede ver como religioso o como estético, en una escisión paraláctica que nunca se puede eliminar, dado que la «diferencia mínima» que transubstancia (lo que parece ser) un acto estético en un acto religioso nunca se puede especificar, localizar en una propiedad determinada.

Sin embargo, la propia escisión paraláctica forma parte de una paralaje: podemos considerar que nos condena a una angustia permanente, pero también verla como algo intrínsecamente cómico. Por eso insistía Kierkegaard en el carácter cómico del cristianismo: ¿hay algo más cómico que la encarnación, este ridículo solapamiento de lo Supremo y lo Ínfimo, la coincidencia de Dios, creador del universo, y el miserable hombre? [97]. Recordemos una escena cómica que aparece en muchas películas: después de que las trompetas anuncien la entrada del rey en el salón real, el público se sorprende al ver entrar a un tullido tambaleándose… La encarnación se rige por esa lógica. Por tanto, el único comentario verdaderamente cristiano sobre la muerte de Jesucristo es este: La commedia è finita… De nuevo, lo importante es que el hiato que separa a Dios del ser humano en Jesucristo es puramente el de una paralaje: Jesucristo no es una persona con dos sustancias, una inmortal y otra mortal. Tal vez estemos también ante una forma de distinguir entre el gnosticismo pagano y el cristianismo: el problema del gnosticismo radica en que es demasiado serio al desarrollar el relato de la ascensión hacia la Sabiduría, en que pasa por alto la faceta humorística de la experiencia religiosa. Los gnósticos son cristianos que no comprenden el chiste del cristianismo… (Por cierto, esa es la razón por la que la Pasión de Cristo de Mel Gibson es en última instancia una película anticristiana: carece por completo de ese aspecto cómico.)

Como suele ocurrir, Kierkegaard está aquí inesperadamente cerca de su gran oponente oficial, Hegel, para quien el paso de la tragedia a la comedia tiene que ver con la superación de los límites de la representación: mientras que en una tragedia el actor representa el personaje universal que interpreta, en una comedia es el personaje. Con ello se cierra el hiato de la representación, exactamente como en el caso de Jesucristo, quien, a diferencia de lo que sucede con divinidades paganas anteriores, no «representa» un poder o principio universal (como en el hinduismo, en el que Krisná, Visnú, Shivá, etc., «representan» ciertos poderes o principios espirituales: el amor, el odio, la razón): en su condición de miserable humano, Jesucristo es Dios. No es que, además de ser un dios, sea humano: es un ser humano precisamente porque es Dios, es decir, ser el ecce homo constituye la señal suprema de su divinidad. Por tanto, en el «Ecce homo» que pronuncia Poncio Pilato cuando presenta a Jesucristo a la furiosa turba hay una ironía objetiva: no quiere decir: «¡Mirad esta miserable criatura torturada! ¿No veis en él a un simple hombre vulnerable? ¿No os apiadáis de él?», sino: «¡Aquí tenéis a Dios!».

Sin embargo, en una comedia el actor no se identifica con el personaje que interpreta tal como se presenta en el escenario, en el sentido de que solo sea lo que es en el escenario. Lo que ocurre es que, al modo hegeliano, el hiato que separa en una tragedia al actor del personaje se traslada al propio personaje: un personaje cómico nunca se identifica del todo con su papel, siempre conserva la capacidad de observarse desde fuera, de «reírse de sí mismo». (Recordemos a la inmortal Lucy de I Love Lucy, cuyo gesto característico, cuando algo le resultaba sorprendente, era girar ligeramente el cuello y mirar con sorpresa a la cámara; no era un gesto con el que Lucille Ball se dirigiera de forma jocosa al público, sino una actitud de autoextrañamiento que formaba parte de «Lucy»). Así funciona la «reconciliación» hegeliana: no como una síntesis inmediata o una reconciliación de opuestos, sino como una intensificación del hiato o antagonismo: los dos momentos opuestos quedan «reconciliados» cuando el hiato que los separa se plantea como intrínseco a uno de los términos. En el cristianismo, el hiato que separa a Dios del hombre no queda efectivamente «superado» en la figura de Jesucristo como Dios-hombre, sino solo en el momento más terrible de la crucifixión, cuando Jesucristo se desespera («Padre, ¿por qué me has abandonado?»); en ese momento, el hiato se traslada al propio Dios, como hiato que separa a Jesucristo de Dios Padre; el ardid dialéctico consiste en que la característica que parece separarme de Dios resulta que me une a Él.

Según Hegel, en la comedia lo Universal se presenta «como tal», en contraste directo con el universal meramente «abstracto» de la universalidad «muda» del vínculo pasivo (el rasgo común) entre momentos particulares. Dicho de otro modo, en la comedia, la universalidad actúa directamente. ¿Cómo? La comedia no se dedica a socavar nuestra dignidad recordándonos las ridículas contingencias de nuestra existencia terrena; al contrario, constituye la afirmación plena de la universalidad, la coincidencia inmediata de la universalidad con la singularidad del personaje o del actor. ¿Qué ocurre cuando una comedia ridiculiza y subvierte las características universales de la dignidad? La fuerza negativa que las socava es la del individuo, la del héroe que no respeta los elevados valores universales, y esta negatividad se convierte en la única fuerza universal que verdaderamente permanece. ¿Y no cabe afirmar lo mismo sobre Jesucristo? Todas las características universales estables-sustanciales quedan socavadas, relativizadas, por sus actos escandalosos, de modo que la única universalidad que queda es la encarnada por él en su singularidad. Los universales socavados por Jesucristo son universales sustanciales «abstractos» (presentados en la forma de la Ley judía), mientras que la universalidad «concreta» es la propia negatividad del socavamiento de los universales abstractos.

Según una anécdota de Mayo del 68, alguien pintó en un muro de París el siguiente grafito: «Dios ha muerto. Nietzsche». Al día siguiente, apareció una pintada debajo de aquella: «Nietzsche ha muerto. Dios». ¿Qué es lo que falla en esa broma? ¿Por qué resulta tan palmariamente reaccionaria? No solo es que la inversión de la primera afirmación descanse en un tópico moralista que no encierra verdad alguna; el fallo es más profundo y tiene que ver con la forma de la inversión. La broma es mala por la simetría de la inversión: el significado subyacente en la primera pintada: «Dios ha muerto. (Firmado por) Nietzsche (evidentemente vivo)» se convierte en otra cosa: «Nietzsche ha muerto (mientras que yo sigo vivo). (Firmado por) Dios». Lo crucial para obtener el efecto cómico no es que se dé una diferencia donde esperamos que haya una identidad, sino que se dé una identidad donde esperamos que haya una diferencia. Por eso, como ha señalado Alenka Zupančič [98], la versión propiamente cómica de la broma sería algo así como: «Dios ha muerto. Y, por cierto, yo tampoco me encuentro muy bien…». ¿Acaso no estamos ante una versión cómica de la lamentación de Jesucristo en la cruz? Jesucristo no muere en la cruz para desprenderse de su forma mortal y reunirse con lo divino; muere porque es Dios. No es de extrañar que en los últimos años de su actividad intelectual Nietzsche firmara sus cartas y escritos como «Jesucristo»: el suplemento cómico a su proclamación de que «Dios ha muerto» habría consistido en hacer que el propio Nietzsche añadiera: «Y yo tampoco me encuentro muy bien…».

A partir de aquí, podemos elaborar una crítica de la filosofía de la finitud actualmente predominante. Frente a las grandes elaboraciones metafísicas, debemos aceptar humildemente la finitud como el horizonte último de la existencia: no hay Verdad absoluta, lo único que podemos hacer es aceptar la contingencia de nuestra existencia, la imposibilidad de superar nuestro haber sido arrojados a una situación dada, la carencia de un punto absoluto de referencia, lo risible de nuestros apuros. Sin embargo, lo primero que llama la atención es la absoluta seriedad de esta filosofía de la finitud, lo invencible de su patetismo, opuesto a la supuesta jocosidad: su tono último viene marcado por una confrontación heroica y ultraseria con el propio destino. No es de extrañar que Heidegger, el filósofo de la finitud por excelencia, sea también el más carente de sentido del humor. Es elocuente que el único chiste –o, por lo menos, el único momento de ironía– que encontramos en los escritos de Heidegger sea su ocurrencia —de bastante mal gusto— de referirse a Lacan como «ese psiquiatra que necesita un psiquiatra» (como dice en una carta a Medard Boss). (Por desgracia, también existe una versión lacaniana de la filosofía de la finitud, en la que se nos informa de que debemos renunciar al empeño de alcanzar la jouissance plena y a aceptar la «castración simbólica» como límite último de nuestra existencia: en cuanto ingresamos en el orden simbólico, toda la jouissance debe pasar por la mortificación del medio simbólico, todo objeto alcanzable es un desplazamiento del objeto imposible-real de deseo, constitutivamente perdido…). Si Kierkegaard recurría tanto al humor, probablemente era porque insistía en la relación con lo Absoluto y rechazaba la limitación de la finitud.

¿Qué pasa por alto este hincapié en la finitud? ¿Cómo podemos afirmar la inmortalidad al modo materialista, sin recurrir a la trascendencia espiritual? La respuesta está precisamente en el objet petit a, el remanente «no muerto» («no castrado») que persiste en su inmortalidad obscena. No es de extrañar que los héroes wagnerianos ansíen tanto la muerte: quieren desembarazarse de este obsceno suplemento inmortal que representa la libido como órgano, la pulsión en su aspecto más radical, es decir, la pulsión de muerte. Dicho de otro modo, la paradoja de Freud estriba en que aquello que hace explotar los límites de nuestra finitud es la pulsión de muerte. Cuando Badiou desdeña despreciativamente la filosofía de la finitud, habla de la «infinitud positiva» y, al modo platónico, celebra la infinitud de la productividad genérica posibilitada por la fidelidad al Acontecimiento; lo que no tiene en cuenta, hablando desde un punto de vista freudiano, es que el verdadero soporte material(ista) de la «infinitud positiva» es la obscena insistencia de la pulsión de muerte.

Por supuesto, según la filosofía de la finitud, la tragedia griega señala como horizonte último de la existencia humana la aceptación de la brecha, el fracaso, la derrota, la no clausura, mientras que la comedia cristiana se basa en la certeza de la existencia de un Dios trascendente que garantiza un final feliz, la «superación» de la brecha, la conversión del fracaso en triunfo definitivo. El exceso de la ira divina como envés del amor cristiano nos permite comprender lo que esta filosofía pasa por alto: el hecho de que la comedia cristiana del amor solo puede desarrollarse sobre el trasfondo de la pérdida radical de la dignidad humana, de una degradación que, precisamente, socava la experiencia trágica: solo es posible experimentar una situación como «trágica» cuando la víctima conserva un mínimo de dignidad. Por eso, resulta obsceno desde un punto de vista ético –además de erróneo– decir que el musulmán de un campo de concentración o la víctima de una farsa judicial estalinista es una figura trágica: su sufrimiento es demasiado terrible para merecer esa designación. Lo «cómico» abarca también el ámbito que surge cuando el horror de la situación excede los confines de la tragedia. Y es en este punto donde entra en escena el amor propiamente cristiano: no el amor por el hombre como héroe trágico, sino el amor por el ser abyecto y miserable en que un hombre queda convertido tras quedar expuesto al estallido arbitrario de la ira divina.

Este aspecto cómico falta en la espiritualidad oriental que hoy se ha puesto de moda. El trance en el que hoy nos encontramos encuentra su expresión perfecta en Sandcastles: Buddhism and Global Finance [Castillos de arena: el budismo y las finanzas mundiales], un documental dirigido en 2005 por Alexander Oey. Se trata de una obra maravillosamente ambigua que combina comentarios del economista Arnoud Boot, la socióloga Saskia Sassen y el maestro budista tibetano Dzongsar Khyentse Rinpoche. Sassen y Boot hablan del alcance, el poder y los efectos socioeconómicos gigantescos de las finanzas mundiales: los mercados de capital, cuyo valor alcanza en la actualidad los 83 billones de dólares, existen dentro de un sistema basado únicamente en el interés propio, en el que el comportamiento gregario, a menudo basado en rumores, puede inflar o destruir el valor de las empresas –o de economías enteras– en cuestión de horas. Khyentse Rinpoche ofrece un contrapunto a esos análisis con reflexiones sobre la naturaleza de la percepción humana, la ilusión y la iluminación; se supone que la afirmación ético-filosófica «Libérate del apego a las cosas que no existen en realidad, sino solo en la percepción» arroja nueva luz sobre la locura especulativa. Recordando la idea budista de que el Yo no existe, de que solo existe un flujo de percepciones continuas, Sassen comenta lo siguiente sobre el capital global: «No es que haya 83 billones de dólares. Lo que hay es un conjunto de movimientos continuos que desaparece y reaparece…».

Por supuesto, el problema estriba en cómo interpretar este paralelismo entre la ontología budista y la estructura del universo del capitalismo virtual. La película tiende a ofrecer una interpretación humanista: mirada con el cristal budista, la exuberancia de la riqueza financiera global es ilusoria, está divorciada de la realidad objetiva: el sufrimiento absolutamente real creado por las operaciones en los parquets bursátiles y los acuerdos adoptados en los salones de juntas es invisible para la mayoría de nosotros. No obstante, si aceptamos la premisa de que tanto el valor de la riqueza material como la experiencia de la realidad son subjetivos, y de que el deseo desempeña un papel crucial tanto en la vida cotidiana como en la economía neoliberal, ¿no es posible extraer exactamente la conclusión opuesta? ¿Acaso nuestro tradicional mundo de la vida no estaba basado en un realismo ingenuo que afirmaba la existencia de una realidad sustancial, externa, compuesta por objetos estables, mientras que la insólita dinámica del «capitalismo virtual» nos enfrenta con la naturaleza ilusoria de la realidad? ¿Hay mejor prueba del carácter no sustancial de la realidad que la existencia de una fortuna gigantesca que en un par de horas se disuelve en nada, a causa de un falso rumor surgido de repente? En consecuencia, ¿por qué lamentarnos de que la especulación financiera en los mercados de futuros esté «divorciada de la realidad objetiva», si la premisa básica de la ontología budista es que no hay «realidad objetiva»? La única enseñanza «crítica» que cabe extraer desde la perspectiva budista sobre el capitalismo virtual del presente es que estamos ante un mero teatro de sombras, poblado por entidades virtuales, no sustanciales, y que, por tanto, no debemos entrar en el juego capitalista sino que debemos jugar a él conservando cierta distancia interior. Así, el capitalismo virtual podría ser un primer paso hacia la liberación: nos enfrenta con el hecho de que la causa de nuestro sufrimiento y sujeción no es la realidad objetiva (dado que es inexistente), sino nuestro Deseo, nuestra sed de cosas materiales, nuestro excesivo apego a ellas; lo único que hay que hacer, después de que nos hayamos desembarazado de la falsa idea de una realidad sustancial, es renunciar al propio deseo, adoptar una actitud pacífica y de distancia interior… No es de extrañar que esta clase de budismo constituya un suplemento ideológico perfecto para el capitalismo virtual del presente: nos permite participar en él manteniéndonos distantes en nuestro interior y, por así decirlo, cruzando los dedos.

Entre los lacanianos circula desde hace mucho tiempo un chiste que ejemplifica el papel crucial del saber del Otro: a un hombre que cree que es una semilla de cereal lo ingresan en un sanatorio, donde los doctores hacen todo lo posible para sacarlo de su error. Cuando al final lo curan y lo dejan salir, vuelve enseguida, temblando de miedo: en la puerta ha visto una gallina y teme que se lo coma. «Querido amigo», le dice el médico, «sabe usted muy bien que no es una semilla; usted es un ser humano.» «Por supuesto», contesta el paciente, «pero, ¿lo sabe la gallina?». Esa es la verdadera prueba de la eficacia del tratamiento psicoanalítico: no basta con convencer al paciente de la verdad inconsciente de sus síntomas; hay que lograr que el Inconsciente mismo asuma esa verdad. Ahí está el error de ese protolacaniano llamado Hannibal Lecter: el auténtico núcleo traumático del sujeto no es el silencio de los corderos, sino la ignorancia de las gallinas… ¿Acaso no cabe decir lo mismo sobre el concepto marxiano del fetichismo de la mercancía? Aquí está el comienzo de la famosa subdivisión cuarta del primer capítulo de El capital, sobre «El fetichismo de la mercancía y su secreto»: «A primera vista, una mercancía parece algo extremadamente obvio y trivial, pero su análisis pone de manifiesto que es una cosa muy extraña, llena de sutilezas metafísicas y filigranas teológicas» [99].

Estas líneas deberían sorprendernos, pues invierten el método empleado normalmente para desmitificar un mito teológico, el de reducirlo a su base terrena: Marx no afirma, como suele hacer la crítica ilustrada, que el análisis crítico deba demostrar que lo que parece una misteriosa entidad teológica es en realidad el resultado de un proceso vital «normal y corriente»; al contrario, afirma que la tarea del análisis crítico es descubrir las «sutilezas metafísicas y filigranas teológicas» de lo que a primera vista parece un objeto normal y corriente. Dicho de otro modo, cuando un marxista se encuentra con un burgués sumido en el fetichismo de la mercancía, el reproche que le hace no es: «Te puede parecer que la mercancía es un objeto mágico dotado de poderes especiales, pero, en realidad, es una expresión reificada de las relaciones entre personas», sino, más bien, este otro: «Puedes pensar que la mercancía te parece una mera materialización de las relaciones sociales (que, por ejemplo, el dinero es algo así como un vale que te da derecho a una parte del producto social), pero, en realidad, no es así como las cosas te parecen: en tu realidad social, en virtud de tu participación en el intercambio social, das testimonio de la extraña circunstancia de que una mercancía te parezca verdaderamente un objeto mágico dotado de poderes especiales». Podemos imaginar a un burgués que asiste a un curso sobre marxismo en el que le instruyen sobre el fetichismo de la mercancía; sin embargo, una vez acabado el curso, habla con el profesor para lamentar que sigue siendo víctima de dicho fetichismo. El profesor le dice: «¡Pero si ahora sabe usted cómo son las cosas en realidad, que las mercancías son solo una expresión de las relaciones sociales y que no encierran nada mágico!». A lo que el alumno responde: «Por supuesto, yo lo sé, ¡pero parece que las mercancías no!». Es la misma situación evocada por Marx en su famosa ficción sobre las mercancías que empiezan a hablar entre sí:

Si las mercancías pudieran hablar, dirían lo siguiente: «Nuestro valor de uso puede interesar a los hombres, pero no nos pertenece como objetos. Lo que nos pertenece como objetos es nuestro valor. Nuestras propias relaciones como mercancías así lo demuestran. Nos relacionamos las unas con las otras como meros valores de cambio» [100].

Por tanto, vemos una vez más que la auténtica tarea no consiste en convencer al sujeto, sino a las gallinas-mercancías: cambiar no el modo en que hablamos de las mercancías, sino el modo en el que las mercancías se hablan entre sí… Alenka Zupančič lleva esa lógica a sus últimas consecuencias e imagina un brillante ejemplo referido a Dios mismo:

En la sociedad ilustrada de, por ejemplo, el terror revolucionario, encarcelan a un hombre porque cree en Dios. Por distintos medios, pero sobre todo mediante una explicación ilustrada, se le hace saber que Dios no existe. Cuando lo excarcelan, el hombre vuelve corriendo y explica que le da miedo que Dios lo castigue. Por supuesto, él sabe que Dios no existe, pero, ¿lo sabe también Dios? [101].

Y, por supuesto, eso es exactamente lo que ocurre (solo) en el cristianismo, cuando, moribundo, Jesucristo profiere en la cruz: «Padre, padre, ¿por qué me has abandonado?». Durante un breve instante, Dios no cree en sí mismo, o, como escribió Chesterton de manera categórica:

La Tierra tembló y el Sol desapareció del cielo no con la crucifixión, sino con el grito procedente de la cruz: el grito que confesaba que Dios había abandonado a Dios. Y ahora dejemos que los revolucionarios elijan un credo y un dios de entre todos los credos y los dioses del mundo, considerando con todo cuidado a todos los dioses de poder inalterable y repetición inevitable. No encontrarán ningún otro que se haya rebelado. Mejor aún, dejemos que los ateos elijan un dios. Solo encontrarán una divinidad que haya dado expresión al aislamiento que padecen, una religión en la que, por un momento, Dios pareció ateo [102].

En este sentido, la época actual tal vez sea menos atea que cualquier otra: todos estamos dispuestos a abandonarnos a un profundo escepticismo y a una distancia cínica, a la explotación de nuestros semejantes «sin ilusiones de ninguna clase», a la transgresión de todos los límites éticos, a la práctica de formas de sexualidad extrema, etc., protegidos por la conciencia silenciosa de que el Otro lo ignora:

El sujeto está dispuesto a hacer muchas cosas, a cambiar radicalmente, siempre y cuando permanezca inalterable en el Otro (en lo Simbólico, entendido como el orden externo en el que, para decirlo con Hegel, la conciencia que el sujeto tiene de sí mismo queda encarnada, materializada, en algo que todavía no se sabe conciencia). En este caso, la creencia en el Otro (en su forma moderna, la de creer que el Otro no sabe) es precisamente lo que ayuda a mantener el mismo statu quo, al margen de todas las transformaciones y permutaciones subjetivas. El universo del sujeto solo cambiará cuando llegue a saber que el Otro sabe (que no existe) [103].

Niels Bohr, que dio una feliz respuesta al «Dios no juega a los dados» de Einstein («¡No le digas a Dios lo que ha de hacer!»), proporcionó también el ejemplo perfecto sobre cómo funciona en la ideología la denegación fetichista de la creencia: al ver una herradura colgada en la puerta de la casa de Bohr, un visitante dijo, sorprendido, que, como no era supersticioso, no creía que trajera buena suerte, a lo que Bohr repuso: «Ni yo, ¡pero me han dicho que funciona!». Lo que esta paradoja deja claro es el carácter reflexivo de la creencia: nunca se trata de creer sin más, sino de creer en la creencia. Por eso, Kierkegaard tenía razón al afirmar que en realidad no creemos (en Jesucristo), sino que creemos creer. Bohr se limita a colocarnos ante la lógica negativa de esta reflexividad (uno puede también no creer en sus creencias…).

En este punto, Alcohólicos Anónimos coincide con Pascal: «Fíngelo hasta que lo logres». Sin embargo, la causalidad de la costumbre es más compleja de lo que parece: lejos de ofrecer una explicación sobre cómo aparecen las creencias, exige una explicación. Lo primero que hay que aclarar es que hay que comprender que el «¡Arrodíllate y creerás!» de Pascal entraña una especie de causalidad autorreferencial: «¡Arrodíllate y creerás que te arrodillas porque crees!». Lo segundo es que en el funcionamiento cínico «normal» de la ideología, la creencia se desplaza a otro, a un «sujeto supuesto creer», con lo que la verdadera lógica es «¡Arrodíllate y harás que otro crea!». Hay que entender esta idea al pie de la letra, e incluso arriesgarse a proponer algo así como una inversión de la fórmula de Pascal: «¿Crees demasiado o con excesiva inmediatez? ¿Te parece que tu creencia es demasiado opresiva porque es demasiado directa? ¡Entonces arrodíllate, actúa como si creyeras y te librarás de tu creencia: ya no tendrás que creer, tu creencia existirá objetivada en tu rezo!». Es decir, ¿y si nos arrodillamos y rezamos no tanto para recuperar la fe como para librarnos de ella, para obtener una distancia mínima en relación con su excesiva proximidad, un espacio para respirar? Creer «directamente», sin la mediación de un ritual, es una carga pesada, opresiva, traumática, que, por medio del ritual, podemos transferir al Otro. Si existe un precepto ético freudiano, es el de que hay que tener el valor de asumir las propias convicciones, atreverse a asumir plenamente las propias identificaciones. Lo mismo cabe decir del matrimonio: la presuposición implícita (o, más bien, el precepto) de la ideología tradicional del matrimonio es, precisamente, la de que no debe haber amor entre los cónyuges. Por tanto, la fórmula pascaliana del matrimonio no es: «¿No amas a tu pareja? ¡Entonces cásate con ella, practica el ritual de la vida en común y el amor surgirá por sí solo!», sino, al contrario: «¿Estás demasiado enamorado de alguien? Entonces, cásate, da un carácter ritual a la relación para curarte del exceso de apego reemplazándolo por rutinas diarias y, si ves que no puedes resistirte a la tentación de la pasión, ten aventuras…».

Esto nos lleva al llamado «fundamentalismo», opuesto a la actitud «tolerante» de la creencia desplazada: aquí, el funcionamiento «normal» de la ideología, en el que la creencia ideológica se traslada al Otro, queda alterado por el retorno violento de la creencia inmediata, por el fundamentalista «cree de verdad en ello». ¿O no es así? ¿Y si todas las formas de fe neooscurantista, desde las teorías de la conspiración hasta los misticismos irracionales, aparecieran cuando la propia fe, la confianza básica en el Otro, el orden simbólico, se resquebraja? ¿No es eso lo que pasa en la actualidad?

Esto nos lleva a la fórmula del fundamentalismo: lo repudiado de lo simbólico (creencia) retorna en lo real (de un saber directo). Un fundamentalista no cree: sabe directamente. Para decirlo de otro modo: el cinismo liberal-escéptico y el fundamentalismo comparten una característica básica subyacente: la pérdida de la capacidad de creer en el sentido propio de la expresión. Para los dos, las afirmaciones religiosas son afirmaciones casi empíricas de un saber directo: los fundamentalistas las aceptan como tales, mientras que los cínicos escépticos se burlan de ellas. Lo que les resulta inconcebible es el «absurdo» acto de decisión que instala toda creencia auténtica, una decisión que no puede fundarse en una cadena de «razones», en un saber positivo: la «sincera hipocresía» de Anna Frank, que, ante la aterradora depravación de los nazis, afirmó, en un verdadero acto de credo quia absurdum, su fe en la bondad intrínseca de todos los seres humanos. No es de extrañar que entre los mejores piratas informáticos se cuenten muchos religiosos fundamentalistas, proclives a combinar su religión con los últimos avances científicos: para ellos, las aseveraciones religiosas y las aseveraciones científicas pertenecen a la misma modalidad de saber positivo. (En este sentido, la categoría de los «derechos humanos universales» es también la de una pura creencia: dichos derechos no pueden cimentarse en nuestro conocimiento de la naturaleza humana, son un axioma puesto por nuestra decisión.) En consecuencia, nos vemos obligados a extraer una conclusión paradójica: en la oposición entre humanistas laicos y fundamentalistas religiosos, los humanistas representan la creencia y los fundamentalista representan el saber. En resumen, el auténtico peligro del fundamentalismo no reside en que sea una amenaza para el conocimiento científico, sino en que es una amenaza para la creencia genuina.