Capítulo IV:
Todos los libros son como una fortaleza.
Y la carne se hizo verbo

Boris Gunjevic

Solo soy un chico americano que se crió con la MTV

y he visto a todos esos chicos en los anuncios de refrescos

pero ninguno se parecía a mí

así que empecé a buscar una luz en la penumbra

y la primera cosa con sentido que oí fue la palabra

de Mahoma, ¡la paz sea con él!

A shadu la ilaha illa Allah

No hay más dios que Alá

Si mi padre me viera ahora, con cadenas en los pies,

no entendería que a veces un hombre

tiene que luchar por lo que cree

y yo creo que Dios es grande, alabado sea

y si debo morir, iré al cielo

igual que Jesús, ¡la paz sea con él!

Vinimos a librar la yihad y nuestros corazones eran puros y fuertes

mientras la muerte flotaba en el aire, ofrecimos nuestras oraciones

y nos preparamos para nuestro martirio

Pero Alá tenía otro plan, un secreto que no había revelado

ahora me llevan de vuelta con la cabeza en un saco

a la tierra de los infieles

A shadu la ilaha illa Allah

A shadu la ilaha illa Allah [61]

Los cartógrafos del Imperio que han delineado los límites del mundo con vidas humanas y alambradas no tienen que soportar la carga de leer o publicar libros. Sin embargo, se han visto en un apuro a causa de lectores impredecibles y peligrosos. El Imperio intentó que fueran analfabetos creando para ellos una ilusión de libertad, derechos humanos y democracia. Uno de esos lectores infrecuentes era un joven con un nombre de lo más normal, John Walker Lindh. Steve Earle (que durante años también estuvo al margen de la ley) cuenta su vida en la maravillosa canción John Walker’s Blues. John Walker era el talibán americano detenido en Afganistán tras intentar sin éxito padecer martirio. En la lucha contra sus antiguos compatriotas y los aliados de estos, John Walker no logró morir por Alá. ¡Qué ironía! Se crió viendo la MTV, como dice la canción, pero, tras oír las palabras del profeta Mahoma (la primera cosa que tuvo sentido para él), el joven Walker abrazó el islam y respondió enseguida a la llamada de la «McYihad» de Afganistán. Sin embargo, en lugar de morir luchando contra los infieles, acabó encadenado tras una alambrada. El Buen Alá tenía otro plan, conocido solo por él, para ese joven infeliz. Walker es una figura paradigmática. Su martirio fallido confirma lo que ya sabemos por Louis Althusser: no existe lectura inocente, y cada uno de nosotros debe decir de qué lectura es culpable. No hay caso más aplicable para esta afirmación de Althusser que la lectura del Corán. Si decidimos leer el Corán como John Walker, nos exponemos a múltiples peligros. La razón no es que el Corán sancione la lectura de libros «peligrosos» como Los versos satánicos, Me llamo Rojo o Leer «Lolita» en Teherán, sino que el texto coránico es un campo referencial, una clave hermenéutica y un parámetro que sanciona a los lectores peligrosos. ¿Qué ocurre cuando una persona que no es musulmana lee el Corán, dado que el propio Corán prohíbe su lectura a quienes no profesan la religión musulmana? Solo si insistimos en desobedecer esa prohibición podemos comprender lo que no queríamos saber. Precisamente, lo que hemos aprendido a rechazar sirve como vía regia para la comprensión. Todos los libros son como una fortaleza que no puede conquistarse desde fuera. Por otra parte, tendríamos suficiente con las lecturas obligatorias de la escuela. Leer bajo presión no aporta nada. Si todos los libros son una fortaleza, hay que conquistarlos desde dentro: tiene que existir el deseo de dominar el texto mediante la intención subjetiva. Solo esa clase de lectura llega a ser —y decimos esto con un tinte de irónico anacronismo— una lucha de clases. Por tanto, leer es en esencia una forma múltiple de comunicación y un locus de luchas ideológicas, como ha mostrado Roland Barthes [62].

Si nos aventuramos a esa lectura en el contexto de las clases sociales, debemos encontrar guías y compañeros que nos ayuden a escalar esas fortalezas textuales. Hay que encontrar guías que nos ayuden a leer el texto coránico, sobre todo porque, en una época dominada por la «imagen», leer ya no es algo que se haga solo en momentos de ocio, ni el privilegio de una minoría dominante, sino una práctica diaria de resistencia a los sistemas interconectados de poder y control. Por eso, las estrategias de lectura se han convertido en una categoría fundamental de las estrategias políticas. Permítasenos comenzar con la llamada a leer el Corán que se hace en la Sura 96:1-5, con vistas a indicar una posible estrategia de lectura. Esta sura, es, además, la primera que se publicó.

¡Lee en el nombre de tu Señor, que ha creado,

ha creado al hombre a partir de sangre coagulada!

¡Lee! Tu Señor es el Munífico,

ha enseñado a escribir con la pluma,

ha enseñado al hombre lo que no sabía.

El texto coránico interioriza y resume de forma particular la lectura que se describe aquí. En apariencia, el texto intenta obstaculizar la lectura universal a la que está llamado el lector, dado que el Corán hay que aprenderlo de memoria, hay que interiorizarlo para poder recitarlo siempre. La palabra forma una unidad con el libro. Por eso, no debemos sorprendernos de las palabras de Abul Qasim Gurgani, autor sufí que compara al hombre con el libro y afirma que el hombre es el libro en el que se unen todos los libros naturales y divinos. Al leer el Corán y memorizarlo, la carne del texto se convierte en el alma del lector. La carne del texto se convierte simultáneamente en la palabra y el modelo de la comunicación. A partir de aquí, se sigue que la sustancia del mensaje coránico es de una importancia excepcional, dado el imperativo de que los lectores memoricen el texto. Aunque el llamamiento se hace solo a los musulmanes, ¿por qué las personas que no profesamos esa religión no lo tomamos también en serio? Aunque solo sea por eso, deberíamos hacerlo para no echar a perder nuestra vida como lo hizo John Walker, para no convertirnos en un homo sacer. No basta con ocultarnos tras nuestros yerros, con buscar justificaciones estúpidas y excusas baratas invocando el kismet (destino), una palabra que no aparece en el Corán y que fue inventada por Karl May, autor alemán de la serie de novelas de aventuras ambientadas en el salvaje Oeste y protagonizadas por el indio Winnetou.

Algún día, cuando escribamos una genealogía de nuestros fracasos, insuficiencias y desengaños, los libros que no leímos, por la razón que fuera, ocuparán un lugar importante. Además de la música que nunca escuchamos, las películas que nunca vimos o los viejos archivos y mapas que nunca exploramos, los libros que nunca leímos serán uno de los indicadores de nuestros anacronismos y nuestra falta de humanidad. Cuando nuestros supuestos sistemas de defensa se desmoronan y nuestros propios mecanismos de denegación nos traicionan, solo la lectura preserva la dignidad del perdedor. ¿Acaso no es lo que sucede hoy, cuando parece que estemos librando una batalla que ya está perdida? Si creemos que deberíamos salvar lo que pudiera salvarse, debemos aceptar la lectura de los textos que nos encanta detestar. El Corán es, sin duda, uno de ellos. Alguien tendría que responsabilizarse de leer e interpretar esos libros. El Corán es demasiado valioso para no arrancarlo, literalmente, de las garras de los fundamentalistas. Los fundamentalistas cristianos leen el Corán como si fuera un manual para terroristas. Al leer el Corán, los fundamentalistas islámicos pretenden tener un control monocromático del texto, y con sus interpretaciones literales, superficiales, ultramodernas, pretenden mutilarlo, con lo que todo el libro queda destruido. Todas las lecturas fundamentalistas, literales, de un texto se rebelan contra la modernidad, pero esa rebelión no se sale del campo de referencia del discurso contra el que se rebela. Una exégesis histórica del Corán no es una relativización del mensaje o un peligroso ataque contra verdades eternas; es una ayuda que facilita la lectura incluso para una persona que no es musulmana.

Maxime Rodinson puede sernos de ayuda para empezar. Este autor lee el Corán como si fuera, sin ningún género de dudas, la palabra de Alá, un texto que transmite el mensaje de la humanidad oprimida, despreciada y maltratada. Es un mensaje para quienes han sido blanco de pecados y, llenos de rebeldía, se han alzado contra la sumisión y la injusticia. La humanidad ha encontrado un claro llamamiento a la justicia y la igualdad en el mensaje del Corán. La gente ha convertido las palabras de consuelo en un instrumento para prepararse en la lucha contra la injusticia. Para los musulmanes del mundo entero que creen en la inspiración verbal del Corán, no puede haber ninguna duda: el Corán es un texto complejo que no se puede reducir a una simple lucha de los oprimidos que exigen una redistribución y una implantación de la justicia. El Corán es algo más que un manifiesto político, como el islam es algo más que una religión. Dios no se hace carne, como en el cristianismo, sino que su palabra «se hace libro». El primer sura del Corán, la Fatiha, no es solo una oración entonada por los musulmanes durante sus cinco rezos diarios, sino una iluminación de la sustancia del Corán que transmite su mensaje. De hecho, en este sura, el tercero publicado —según las enseñanzas islámicas— tras el 96 y el 74, radica la esencia del Corán:

Alabado sea Dios, Señor del universo,

el Compasivo, el Misericordioso,

Dueño del día del Juicio,

a Ti solo servimos y a Ti solo imploramos ayuda.

Dirígenos por la vía recta,

la vía de los que Tú has agraciado, no de los que han incurrido

en tu ira, ni de los extraviados.

Aunque recuerde al credo, la Fatiha es en gran medida una especie de himno doxológico. Si buscamos el credo islámico, debemos remitirnos a la Shahada. La Shahada es una declaración de fe que adopta la forma de un reconocimiento que tiene una parte afirmativa y otra negativa. La Shahada y la Fatiha son los núcleos sobre los que habla el texto coránico. En la Shahada, tenemos una síntesis de toda la teología islámica de la revelación y la práctica islámica: «No hay más dios que Alá y Mahoma es su profeta». Es una fórmula que a nosotros —que «nunca hemos sido modernos», como dice Bruno Latour— nos puede parecer sencilla, pero en realidad no existe nada más complejo. Por eso hay que plantear las preguntas correctas. Una pregunta que podría formular un lector de Jorge Luis Borges poco informado sobre el profeta Mahoma solo sería ingenua a primera vista: «Si Mahoma, el mensajero, es un profeta, como dice el Corán, ¿por qué no obró milagros y por qué la Torá y los Evangelios no profetizaron su venida?». La respuesta es derridiana: No hay verdad fuera del texto. La respuesta radica en el libro. El Corán es el milagro primordial del islam. La prueba de que Mahoma era un mensajero es la milagrosa belleza metafísica del libro que Dios reveló al profeta [63]. El Dios del que habla el Corán es inefablemente trascendente. Todo está subordinado a su voluntad incondicional, y el hombre es responsable ante Dios. El Día del Juicio tendrá que rendir cuentas de sus buenas y sus malas obras. Subordinarse a la voluntad de Dios no siempre resulta sencillo, porque, en la historia del islam, la voluntad de Dios se ha encarnado demasiadas veces en la institución política del califato, cuyo voluntarismo se convirtió en una categoría legal sobre cuya base se interpretó y se construyó toda la realidad del Estado teocrático islámico. Esta conceptualización voluntarista de la realidad tuvo amplias repercusiones en la vida del individuo, en su salvación y en la realidad política de la comunidad islámica. Permítasenos prescindir por un momento del saber que podemos encontrar en cualquier obra divulgativa sobre el islam y centrémonos en lo que suele olvidarse o arrinconarse.

El Corán ensalza la razón humana. Casi una octava parte del texto problematiza la cuestión de la razón en yuxtaposición con el fatalismo, la excusa barata y resignada de quienes no han sabido reconocer y aprovechar sus oportunidades. Un largo segmento de la obra se dedica al tema del estudio. Se parece más a las salmos que al Pentateuco o los Evangelios. La palabra «Corán» significa, literalmente, recital, libro o hasta lectura. La recitación del Corán se considera la expresión artística más sutil y elevada del islam. Con sus 114 suras y 6.236 versos, el texto coránico no guarda el vínculo evidente con la narración que tiene el Pentateuco o las profecías de un Amós, un Jeremías o un Jonás. Los suras coránicos son en parte similares a algunos aspectos de la literatura sapiencial de la Biblia hebrea, en particular el Libro de los Proverbios. Hay suras que recuerdan al Apocalipsis. Los temas apocalípticos no son ajenos al mensaje coránico, como tampoco lo es el mesianismo, más pronunciado en la interpretación chií, particularmente en ciertos movimientos chiíes, y en el sufismo.

Para ser francos, la carencia de estructura narrativa, las repeticiones inesperadas, la imposibilidad de hilvanar temas abiertamente divergentes para formar una totalidad coherente, puede confundir y agotar hasta al lector más entregado. Por otro lado, el Corán tiene muchas ramificaciones. En él se superponen temas distintos, relacionados entre sí de formas sumamente inusuales. Aunque solo fuera por eso, habría que leerlo porque su falta de linealidad no tiene una explicación sencilla, porque le falta cohesión, porque carece de centro, porque el texto presenta un desorden cronológico. Precisamente, nos parece que esta asimetría superficial y cuestionable es la cualidad más interesante y original del texto. Su carácter repetitivo, fragmentado, inconexo, no puede reducirse al denominador común de una interconexión banal y evidente. Esos aspectos son precisamente los que atraen a los lectores que no son musulmanes y los incitan a explorar el texto. El Corán propone un modelo de lectura rizomático, lo que significa que podemos acercarnos a él mediante una lectura selectiva, o fragmentaria, desde el final, el medio o el comienzo, sin perder nunca de vista el mensaje primordial. Por supuesto, tal cosa no constituye un inconveniente o una falta; al contrario, es lo que sirve de acicate y motivación para el lector. La perspectiva es siempre clara y carente de ambigüedad: no hay más dios que Alá y Mahoma es su profeta. Pero el texto incluye otras perspectivas que plantean temas de interés para nosotros, aspecto sobre el que Stephen Schwartz, recientemente convertido al islam, nos habla. Según este autor, el Corán es una guía para conducirnos y una fuente de sabiduría jurídica que puede dividirse en dos categorías: la que tiene que ver con otras religiones (sura 5:51) y la relevante para la yihad. Esta última, por un lado, ha reforzado la posición y la convicción de una sociedad islámica pura entre fundamentalistas islámicos de distintas procedencias, y, por el otro, ha sido aducida por los islamófobos como prueba de la animadversión profunda de los musulmanes por los no musulmanes [64].

Aunque en el Corán hay actitudes menos excluyentes y más conciliadoras para con los «otros», que contrastan con las que Schwartz ha elegido destacar, estas son las que suelen hacerse desfilar para mostrar el carácter agresivo del islam. Sin embargo, Schwartz solo tiene razón en parte. La complejidad política y metafísica del Corán no se puede reducir a unas cuantas disputas cruciales. Hay muchas de su misma clase. Así lo confirman los exégetas y filósofos islámicos, en particular si tenemos en cuenta el propio acto de traducir el texto coránico del árabe a alguna lengua indoeuropea. La cuestión de la hermenéutica y el comentario del Corán plantea una multitud de nuevos problemas, sobre los que el eminente erudito bosnio, Enes Karic, afirma lo siguiente:

Los especialistas en el islam coinciden en un punto: el Corán es un libro que se puede leer de siete (o de diez o de catorce) maneras. El propio Mahoma lo hizo posible y ayudó a sus primeros seguidores (ashib) a comprender el texto coránico. Eso no contradice el hecho de que la ortodoxia islámica no ponga en tela de juicio el analfabetismo del profeta islámico. Los escribas a los que dictó la revelación de los suras coránicos durante más de veinte años comprendieron que el Corán es un documento milagroso que no se revela/oculta con una sola vocalización, una sola consonantización, una sola puntuación [65].

Si existen siete o diez o catorce maneras de leer el Corán, al menos tiene que haber siete, diez, o catorce disputas «cruciales», sobre todo si el lector no es musulmán. Probablemente haya una decimoquinta, una decimosexta o una decimoséptima forma de leerlo. Atención, lectores: el Corán es isótropo y no hay una sola lectura que nos conduzca sin esfuerzo ni padecimiento al placer de la lectura del que habla Barthes. El texto coránico está muy alejado de la idea idílica de que resulta fácil comprenderlo. Precisamente porque está despojado de todo sistema impuesto y de toda cohesión artificial, permite múltiples opciones de lectura e interpretación. Eso constituye una ventaja y un inconveniente, según quién lo lea y con qué propósito. Permítasenos decir, sin rastro de afectación occidental y eurocéntrica, que el Corán es literalmente un texto posmoderno. Antes de extraer ninguna conclusión, no debemos olvidar que el propio Mahoma era analfabeto. Por eso, es importante conocer la recensión de Uthman del texto coránico, que pone fin al periodo formativo de la comunidad islámica [66]. Hablando de la construcción de la comunidad islámica como cuerpo político, Hegel proporciona varias ideas importantes en sus Lecciones sobre la filosofía de la historia universal [67].

El fenómeno del islam fue una revolución en Oriente Medio, que limpió e iluminó el alma de los árabes con un Uno abstracto, convirtiéndolo en sujeto absoluto de conocimiento y propósito único de la realidad. A diferencia del judaísmo, en el que Jehová es el único dios de un solo pueblo, el dios del islam es el dios de todos. No hay raza, linaje, distinción de casta, derecho político basado en el nacimiento ni posesión que legitimen la primacía de los privilegiados. El objeto de la subjetividad islámica es la pura adoración de lo Uno que contiene una actividad a través de la que todo lo profano debe quedar subyugado a lo Uno. El objeto del islam es pura y voluntariamente intelectual; no se toleran representaciones o imágenes. El islam está gobernado por la abstracción, cuyo propósito es ganarse el derecho de abstraer el culto; de ahí que fomente un fervor tan intenso. Según Hegel, el entusiasmo abstracto y, por tanto, omniabarcador, al que nada refrena, que en ninguna parte encuentra límites, y la absoluta indiferencia a todo están en el corazón del fanatismo. El fanatismo del pensamiento abstracto sirve de base para adoptar una posición negativa ante el orden de cosas establecido. La esencia del fanatismo consiste en mantener solo una relación destructiva, devastadora, con lo concreto [68].

La imagen del islam como ideología violenta que trasciende la teología, la ley y la política puede interpretarse en virtud de los acontecimientos ocurridos tras la muerte del profeta. Tres de los cuatro califas murieron pérfidamente asesinados por antiguos partidarios. ¿No estamos ante un claro indicio de la violencia intrínseca a la comunidad islámica en sus orígenes? Hegel considera que ese fanatismo es capaz de cualquier elevación, una elevación libre de intereses mezquinos y que guarda relación con las virtudes de la magnanimidad y el valor. El sencillo espíritu de los beduinos árabes es un huésped muy apropiado para lo informe que adora lo Uno, cree en Él, da limosnas, rechaza las particularidades físicas y raciales, emprende peregrinaciones. Esto tendría que significar que todo musulmán conoce la aversión de los nómadas a todas las posesiones mundanas. Así son los musulmanes, dice Hegel: se parecen a su profeta, que no está por encima de las debilidades humanas. Precisamente por ello, Mahoma es un ejemplo paradigmático para los creyentes musulmanes, observa Hegel. Con su poderoso ejemplo y autoridad, Mahoma —profeta, pero también hombre— consigue legitimar el monoteísmo radical. Estas reflexiones de las Lecciones sobre la filosofía de la historia universal se han convertido en ideas comunes a la hora de conceptualizar el islam y al profeta Mahoma desde una perspectiva filosófica. Mucho antes de las desafortunadas caricaturas del profeta Mahoma, en Occidente ardía un profundo desprecio contra todos los valores islámicos, contra todo lo que viniera del islam. Desde luego, los musulmanes no eran los únicos responsables de esta situación. En el siglo VIII, Juan Damasceno presentó el islam como si se tratara de una herejía cristiana. El infernólogo Dante colocó al profeta/mensajero Mahoma y a su primo Alí en el octavo círculo del infierno, o, para ser más precisos, en su noveno abismo, donde están los que sembraron la discordia política y religiosa:

Mientras yo contemplaba su figura,

me miró y con las manos se abrió el pecho,

«¡Ve a Mahoma», diciendo, «cuál procura

separarse y contémplale maltrecho!

Delante de mí, Alí se va llorando,

de la barbilla hasta el tupé desecho […]» [69]

Cuando una planta había suspendido,

Mahoma así me habló; luego asentóla

en el suelo, a marcharse decidido [70].

El islam (y sus profetas, entretanto completamente identificados) nunca han dejado de representar una amenaza para el Occidente cristiano. El mismo sentimiento inspira el islam actual, pero solo los ultraderechistas manifiestan su eurocentrismo en público. Se considera que el islam es una religión despótica, teocrática, violenta y antimoderna. El símbolo por antonomasia del islam fanático y primitivo en el archivo cultural de Occidente es la imperdonable destrucción de la biblioteca de Alejandría a manos de Omar, que hizo retroceder varios siglos a la humanidad. El acto se ve como un terrible crimen de salvajismo islámico. La inferioridad cultural de Occidente en la alta Edad Media exacerbó esa imagen. Aunque fueron los árabes quienes llevaron a Aristóteles a Europa, el islam siguió siendo el Otro irracional. La filosofía árabe, que a través de Avicena y Averroes moldeó indirectamente la escolástica, alteró la imagen del islam en el mundo occidental. La escolástica occidental clásica, con todas sus desviaciones políticas, no habría existido de no ser por los árabes. Las teocracias cristianas y árabes de la Edad Media no eran tan diferentes como podría parecer a primera vista. Sus semejanzas eran demasiado grandes para ser una coincidencia. Por eso, el islam y su profeta fueron objeto de una campaña tan feroz, desde un punto de vista teológico y político, durante siglos, sin que la intensidad disminuyera. Baste considerar lo que los apologistas cristianos soñaban sobre el Corán y Mahoma para ver claramente de dónde procede ese desdén colonial por el islam. En este punto, habría que mencionar a Lutero, quien consideró la expansión del islam como un castigo por nuestros pecados. A su juicio, el sultán de Estambul era más devoto que el papa. En consecuencia, no es de sorprender que a personajes como Tariq Ramadan se los tache de hipócritas que albergan un plan claro para islamificar Europa con sus «ideas abiertamente liberales». Hay que encontrar una tercera opción entre el fundamentalismo cristiano y el liberalismo islámico, unidos en su consideración errónea del profeta Mahoma.

Mucho se ha escrito sobre Mahoma en nuestro tiempo. Las ideas comúnmente aceptadas sobre él son las de que el mensajero estableció un equilibrio entre el misticismo apocalíptico y el activismo político en su propia vida, de manera profética. Dicho equilibrio fue fruto no solo de la misericordia de Alá, sino también de la disposición contemplativa de Mahoma. Tras viajes largos y agotadores, el futuro profeta solía marcharse de la ciudad a lugares aislados, en los que reflexionar sobre el significado de la vida, la muerte y la cuestión del bien y el mal. En el año 610-611, en el vigésimo séptimo día del Ramadán, mientras meditaba en una cueva del monte Hira, tuvo su primera visión, que podría describirse como «un cambio repentino», «la llegada del alba». Era como si rompiera el alba, como si amaneciera. Así fue como experimentó Mahoma la presencia omniabarcadora del Ser que se había dirigido a él. Los pensadores islámicos coinciden unánimemente en que el ser que se comunicó con Mahoma era el arcángel Gabriel, que le habló en nombre de Dios.

Sin embargo, Mahoma no estaba seguro de lo que ocurría. Se quedó consternado por aquella experiencia numinosa, que lo «fascinó y aterrorizó». ¿Cómo no iba a quedarse conmocionado al oír el claro imperativo divino: «¡Lee!»? ¿Acaso no sabía el Todopoderoso que era analfabeto? Lo oyó de nuevo: «¡Lee!». No podemos hacernos la menor idea de cómo se sintió Mahoma. Aquella orden perentoria era una invitación a recibir instrucción y obedecer a Dios, el único que enseña al hombre lo que transciende la imaginación. Prometiendo obediencia a Dios y sometiéndose humildemente a su voluntad, Mahoma serviría como ejemplo a millones de musulmanes. Su esposa Jadiya acabó con su desconcierto demostrando un gran sentido práctico. Hizo que Mahoma fuera a ver a Waraqa, un pariente de mucha más edad, temeroso de Dios, que, además, era un hanif, un hombre instruido, políglota, familiarizado con las Escrituras judías y cristianas. Waraqa le infundió aliento y, junto a Jadiya, fue un gran apoyo para él desde la primera de las revelaciones, que continuaron durante veintitrés años.

Las visiones, los éxtasis y los viajes místicos se sucedieron a intervalos mayores y menores. Hubo un viaje nocturno místico, el mi’raj, en el que el profeta Mahoma visitó los siete cielos, se reunió con todos los profetas que le habían precedido y vio lo que los ojos no pueden ver, oyó lo que los oídos no pueden oír y comprendió lo que la mente no puede comprender. Durante su encuentro, Dios dijo al profeta que exigía que los creyentes rezaran cinco veces al día. El viaje se convertiría en un tema inagotable para los místicos y los poetas islámicos a lo largo de los siglos, en particular para los pensadores sufíes. Al principio, el profeta ocultó sus revelaciones, como hacen todos los místicos, y luego empezó a compartirlas con el pequeño círculo de su familia inmediata [71]. Mahoma era una persona compleja, llena de contradicciones, que se dedicaba con igual fervor a los ataques de ascetismo, la política, la guerra y los placeres. Tenía astucia, pero no talento para la oratoria; era reservado, valiente, nervioso, orgulloso, virtuoso. Solía cometer errores políticos inexcusables y perdonaba la estupidez y los yerros de sus correligionarios. Nada de eso impidió que expresara unas imágenes poéticas de sus raptos que todavía nos cautivan. Esos éxtasis nos incitan a leer humildemente el Corán. Pero, ¿cómo hacerlo? ¿Cómo escalar esta fortaleza, ese texto infranqueable que desafía todos los cánones que hemos aprendido de la lectura? ¿A quién podemos dirigirnos para pedir ayuda? Como nos pasa siempre que buscamos ayuda, la encontramos donde menos la esperamos. En este caso, la ayuda puede proceder de los sufíes y de Alain Badiou, dos aliados sin relación entre sí que pueden ser de ayuda para proporcionarnos elementos que nos ayuden a crear una estrategia de lectura. Por tanto, voy a proponer un modelo de lectura del Corán basado en dos opciones que convergen en una sola estrategia dentro de la constitución geopolítica contemporánea del Imperio. La primera opción tiene que ver con la poética de la metafísica sufí, que está siempre en el límite de la ortodoxia islámica. La falta de espacio me impide ahondar en su genealogía. La segunda opción es una opción materialista que encontré por casualidad en la obra de Badiou: su heterodoxa lectura de las epístolas de san Pablo.

El Corán podría leerse en clave sufí, en la estela de lo que uno de los mayores filósofos islámicos y sufíes, Ibn Arabí, consiguió, aunque añadiendo las aportaciones de algunos pensadores chiíes. En la práctica de lectura sufí de la realidad y los textos, hay tres metáforas esenciales: el velo, el espejo y el océano. Las tres se pueden encontrar en la metafísica poética de la vasta obra de Ibn Arabí, cuya explicación de la elevación y la unión mística con Dios podría parecer a primera vista de raíz panteísta. En la metafísica de Ibn Arabí, Dios es un verbo y el Corán es un libro cuyo autor es, por supuesto, Dios, creador tanto del libro como del lector, es decir, de nosotros. La lectura de ese texto y de la naturaleza tiene que ver con el apartamiento del velo y con el espejo que no solo refleja la pureza de nuestra alma, sino la luz de la cercanía de Dios que ilumina el mundo: un océano de amor divino. Según los sufíes, todo discurso profético, incluido el de Mahoma, está lleno de metáforas, para que todo el mundo puedo comprenderlo. Las metáforas facilitan la comprensión, y los profetas son conscientes del grado de discernimiento de los que comprenden verdaderamente.

Por consiguiente, todo lo que los profetas han tomado del conocimiento se envuelve con formas accesibles a las capacidades mentales más comunes, para que quien no cala en la profundidad de las cosas se detenga ante ella, viéndola como algo de belleza incomparable, mientras que un hombre de mayor discernimiento, un buceador que busca perlas de sabiduría, sabe cómo explicar por qué la divina Verdad ha adoptado este o aquel ropaje terrenal; él juzga la vestidura y el material del que está hecha, y con ello ve todo lo que oculta, y en consecuencia alcanza un conocimiento que resulta inaccesible para quienes no tienen una conciencia de ese orden [72].

Aquí, además de a Ibn Arabí, podemos mencionar a otros sufíes que hablan, como él, de estadios de desarrollo y escalas de los seres, como Rumi y Attar, o de las estaciones de la elevación hacia Dios, como Al Harawi, para quien el sufí perfecto es un espejo de los atributos de Dios. Al Harawi habla de diez secciones a las que llama las diez estaciones: comienzo, entrada, conducta, costumbres virtuosas, rudimentos, valle, experiencia mística, custodia, hechos y estancias supremas [73]. Cada una de estas estaciones tiene diez partes, que los practicantes de una comunidad deben dominar para ascender a una estación superior. La hermandad sufí, importante comunidad lectora, puede ayudarnos a leer el Corán de una manera que resulte ortodoxa pero que al mismo tiempo no lo sea, es decir, que se sitúe en un paradójico lugar «intermedio». A gente como Ibn Arabí se la sigue acusando de heterodoxia, después de setecientos años, pero el marco de la España «interconfesional y plurinacional» en la que vivió este gran filósofo descodifica y facilita la lectura del texto coránico. Aunque tomo a Ibn Arabí como paradigma para el lector, podría citar a infinidad de autores sufíes, hombres y mujeres que, como Rabia de Basora o Shihab al Din Surawardi, alumbran con su inusual metafísica de la luz las páginas del Corán.

Alain Badiou también puede ayudarnos con esta lectura. Emplearemos las conclusiones y los argumentos de Badiou sobre el apóstol Pablo para ofrecer una lectura ad hoc de los textos coránicos. Eso significa que aplicaremos la crítica que Badiou hace de Pablo, dándole un giro, al profeta Mahoma y al discurso que creó. En opinión de Badiou, como sabemos, Pablo creó con sus epístolas un nuevo discurso universal que tendría amplias consecuencias para la historia mundial. Badiou se refiere a los textos de Pablo como intervenciones, y esa es la razón de que, para él, Pablo sea un poeta-pensador de acontecimientos y una figura militante. Pablo quiere sustraer la verdad del proyecto comunitario de un pueblo, una raza, un imperio; quiere separar de la historia y la cultura concreta el proceso de la verdad. Pablo es un antifilósofo en busca de una teoría que estructure el sujeto despojándolo de su propia identidad; Pablo elabora un sujeto legitimado por el acontecimiento. La atención prestada al acontecimiento asume la fe del sujeto en lo que se declara. La verdad tiene que ver con el acontecimiento, la singularidad, la subjetividad, y consiste en la fidelidad a la declaración del acontecimiento. La verdad es un procedimiento que no funciona por grados, que trasciende la iluminación y que, como tal, es independiente del aparato de opinión consolidado, en el caso de Pablo, por el Imperio romano.

Por consiguiente, la verdad no es una iluminación, sino una diagonal relativa a todos los subconjuntos comunitarios. El proceso de la verdad no permite entrar en competición con opiniones jurídicas, axiomáticas o estructurales establecidas. Para que el proceso de la verdad sea universal, debe estar apoyado en una conciencia subjetiva inmediata de su propia singularidad mediante una operación que Badiou define como fidelidad, perseverancia y amor: una interpretación materialista de las virtudes de la fe, la esperanza y la caridad. Según Badiou, Pablo estableció el discurso cristiano criticando los discursos griegos y judíos, recorriendo una trayectoria en diagonal y confiando en su propia experiencia, que no estaba legitimada por una institución o una ley. Frente a los griegos, que buscan la sabiduría, Pablo construye una antifilosofía radical que pone en tela de juicio las leyes cósmicas y naturales. A diferencia de una filosofía que explica, la antifilosofía de Pablo revela; no es de extrañar que Badiou compare a Pablo con Pascal, para quien la mofa de la filosofía constituía una forma de filosofía. Pablo abraza la locura y la renuncia al poder porque Dios, como dice en su primera Epístola a los corintios, había elegido lo que no existe, para anular lo que existe. No es de extrañar que Pablo tuviera poco éxito en Atenas. Y la misma experiencia tuvo con los judíos de la diáspora.

El discurso judío introduce la figura subjetiva del profeta. Los judíos buscan una señal y un milagro. Su percepción de la excepción desafía la totalidad del orden cósmico, tan importante para los griegos. El Anuncio de Pablo constituye para los judíos una blasfemia escandalosa: a su juicio, Pablo, con su discurso apostólico, niega la ley de Dios. Así como para los griegos —quienes, en un nivel simbólico importante, se definen como no judíos— la ley cósmica del logos es crucial, en cambio para los judíos lo que cuenta es la revelación en el Sinaí y la Unión que confirma la Ley. Aquí, Pablo le da la vueltas a las cosas, y crea un proyecto propio que trasciende los dos discursos. Como explica Badiou:

De hecho, tiene una importancia enorme para el destino del trabajo universalista que se apartara a este de los conflictos de opinión y las confrontaciones entre diferencias de costumbres. La máxima fundamental es «me eis diakriseis dialogismon», «no hay que discutir opiniones» (Romanos 14, 1).

Este mandato resulta tanto más llamativo porque diakrisis significa principalmente «discernimiento de las diferencias». Por tanto, Pablo se compromete con el imperativo de no poner en peligro el procedimiento de la verdad enmarañándolo en la red de opiniones y diferencias. Sin duda, una filosofía puede discutir sobre opiniones; según Sócrates, eso es incluso lo que la define. Pero el sujeto cristiano no es un filósofo y la fe no es opinión ni crítica de la opinión. La militancia cristiana debe atravesar las diferencias mundanas con indiferencia y evitar toda casuística sobre las costumbres [74].

Esos dos discursos, tanto el griego como el judío, eran para él dos aspectos de la misma realidad, dos caras de la misma figura del Amo, como dice Badiou en términos lacanianos. La lógica universal de la salvación no se puede basar en una totalidad tematizada por la filosofía o en las excepciones a la totalidad tematizadas por la Biblia hebrea, es decir, por la Ley. La lógica de la salvación se basa en un acontecimiento trans/cósmico y antinómico. Pero hay que comprender adecuadamente este acontecimiento trans/cósmico y antinómico en la lógica de la salvación. No basta con ser un filósofo que conoce las verdades eternas, ni con ser un profeta que conoce el sentido unívoco del futuro. Hay que ser un apóstol, un militante por la verdad que declara, lleno de fe, que el acontecimiento de una nueva posibilidad radical no depende de nada más que de la gracia del acontecimiento, como enigmáticamente dice Badiou. Dicho de otro modo, un apóstol sabe poco en comparación con un filósofo y un profeta. El apóstol está seguro de lo que ha aprendido porque está seguro de que solo mediante la afirmación de su propia ignorancia puede dedicarse a la locura de su relato.

Pero lo que resulta en este punto de importancia excepcional para nosotros es el «cuarto discurso», que Pablo menciona solo en unos pocos lugares. Se trata del discurso místico. El llamado cuarto discurso es un discurso de exaltación subjetiva permeado por una sosegada intimidad mística de palabras inefables. Pablo es una persona demasiado inteligente para recurrir a declaraciones privadas con las que apoyar la gracia del acontecimiento del Anuncio universal. No es un demagogo ni un fundamentalista. Lo inefable debe seguir siéndolo. No hay ningún intento de persuadir a su lector de sus éxtasis privados, aunque, sin duda, Pablo los experimentó. Para Pablo, hacer tal cosa podría ser dañino para el proyecto, que hasta entonces solo había atraído a unos cuantos seguidores y simpatizantes temerosos de Dios. La novedad radical del Anuncio cristiano tenía que quedar preservada de la demostración de la sabiduría y de la invocación de señales proféticas. Y el Anuncio cristiano tenía que quedar preservado de referencias a fenómenos privados como trances extáticos, experiencias místicas e iniciaciones a una gnosis sobrenatural. La sabiduría y la taumaturgia ceden el paso al Anuncio, que se convierte en la fuente de poder. Estas ideas de Badiou me parecen importantes.

Refiriéndose a la Lógica de Hegel, Badiou sostiene que el filósofo alemán muestra que «el Conocimiento absoluto de una dialéctica ternaria requiere un cuarto término» [75]. ¿Acaso este cuarto término, como lo llama Hegel, no se puede poner en conexión con el discurso islámico? ¿Y no es este discurso, como hemos visto, el discurso del éxtasis? ¿No es este el discurso de la exaltación subjetiva, del sujeto movido por un milagro? ¿No es el discurso del no discurso de Mahoma? ¿No es un texto místico recibido por el profeta en distintos éxtasis, acontecidos de forma discontinua durante más de veinte años? Con ciertas reservas, doy una respuesta a afirmativa a estas preguntas. Me parece adecuado crear un cuarto discurso en el espacio del islam, con el que los no musulmanes puedan leer el Corán de manera completamente nueva. Sostengo que es excepcionalmente importante leer el Corán como un texto místico que, con sus ideas poético-místicas, incorpora un discurso extático. Se trata de una forma extremadamente radicalizada de lo que Pablo describe como palabras exaltadas, un no discurso dirigido a nosotros.

En El Anticristo Nietzsche observó lo mismo a su manera, al yuxtaponer a Pablo y Mahoma sosteniendo que el profeta lo tomó todo de Pablo. Si atribuimos los éxtasis místicos de Mahoma al discurso del no discurso, al discurso íntimo y silencioso que después de veintitrés años se convertiría en texto, no nos equivocaremos. Si comprendemos así el texto coránico, llegaremos a un lugar en el que la lectura puede ser una fuente de dicha inusual, de una dicha obtenida gracias a esta lectura, puesto que comprenderemos mejor el Corán, cosa que me parece importante. Nuestra lectura en esta clave será menos pretenciosa, estará menos empapada de legalismo y, desde luego, será menos presuntuosa desde el punto de vista de la modernidad. Lo que en la dicha puede resultar inusual y confuso es que, tras una lectura como esa, podemos sentirnos como cuando acabamos la lectura de un texto de Jacques Derrida, en el que la verdad siempre queda aplazada. Es evidente que, en esa lectura, nos encaminamos con paso vacilante hacia una lectura canónica del propio Corán, en conflicto esencial con todos aquellos lectores islámicos que leen el texto primordialmente desde un punto de vista jurídico y moderno. Esa clase de lecturas resulta popular en las madrasas rurales wahabíes y en otros enclaves fundamentalistas diseminados por todo el imperio, donde se condena a muerte a los apóstatas, pese a que el Corán afirma que no debe haber coerción en cuestiones de fe. La diferencia radica, como siempre, en la interpretación de los versos.

Si leemos el texto coránico como el discurso místico de un espíritu en éxtasis, como en parte han propuesto Fethi Benslama, Christian Jambet y Slavoj Žižek, entonces el psicoanálisis de Jacques Lacan no es solo algo consabido, sino que puede brindar una clave interpretativa más útil que la mera filología. En gran parte, eso se debe a que Lacan dice que debemos buscar la verdad del texto en el error, el sueño, la repetición y las discontinuidades. Como sabemos, estos son los instrumentos habituales del psicoanálisis. Aquí, por un momento podemos estar de acuerdo con la afirmación de Lacan de que la discontinuidad es una forma importante en la que lo inconsciente se nos presenta como fenómeno. ¿Acaso no es la discontinuidad, como ya hemos visto, una de las características fundamentales del texto coránico? La repetición, las discontinuidades y los éxtasis oníricos nos hablan de profundas fisuras en el texto, a través de las que brilla la fuerza de lo inconsciente. El brillo extático de lo inconsciente a través de la imaginación y el lenguaje constituye la parte más significativa y autorizada del texto coránico, como lo confirma la necesidad de contar con instrumentos psicoanalíticos para interpretarlo; en este caso, lo inconsciente está literalmente estructurado como lenguaje y como texto. Debemos tener en cuenta este hecho cuando leemos el Corán.

Asimismo, Lacan afirma en sus Escritos que lo más importante comienza leyendo el texto, leyendo lo que se nos da en el proceso y la retórica del sueño. Estos son los modelos con los que el sujeto crea sus patrones discursivos y su historia. Debemos comprender estos modelos, sean pleonasmos, silepsis, regresiones, repeticiones, giros sintácticos, metáforas, catacresis, alegorías o metonimias. Debemos aprender a leer intenciones demostrativas, abriéndonos paso a través de convicciones e ilusiones seductoras para comprender el discurso del sujeto. Si vemos que nuestro inconsciente es un capítulo de nuestra historia lleno de mentiras metafóricas, entonces podemos encontrar la verdad inscrita en monumentos, en documentos de archivos, en evoluciones semánticas, en leyendas y en tradiciones. Los artefactos culturales que Lacan enumera se aplicaron a sujetos del método psicoanalítico que desempeñaron un gran papel en la configuración y la orientación de la subjetividad moderna. Y esta subjetividad es el lugar en el que se escribe la historia que algún día se representará públicamente. Como dice Lacan, la historia se representará en un foro exterior del que nosotros, actualmente en el peor lugar posible, seremos testigos.

Si no queremos convertirnos en un homo sacer, como hizo John Walker, tenemos que leer el Corán. John Walker no es solo un desafortunado paradigma de musulmán occidental del que gente como Tariq Ramadan tiene poco que decir, sino una pobre parodia del héroe trágico moderno. Su imagen, encadenado, esquelético, con la mirada perdida en el horizonte, entregándose voluntariamente a la muerte, no es más que un ejemplo gráfico de homo sacer, tal como Agamben emplea la expresión. Leer no carece de peligros ni es una actividad banal. Es el comienzo de una batalla ideológica librada dentro del Imperio. Tal cosa puede aplicarse al caso de una lectura no musulmana del Corán, cuyo fracaso es evidente en el caso de John Walker. En la lucha ideológica, debemos esforzarnos seriamente en no ceder a la presión y caer en las tentaciones del complejo mesiánico, por un lado, o en convertirnos en un homo sacer, por el otro. La lectura del Corán puede ayudarnos pedagógicamente a no caer en ninguna de las dos trampas, lo cual sería pernicioso incluso a corto plazo. Eso es precisamente lo que menos quiere el Imperio: que lleguemos a conocer a los que el Imperio ha llamado nuestros enemigos. El musulmán del que habla Agamben en su conmovedor texto sobre Lo que queda de Auschwitz ha vuelto a convertirse en el testigo sin hogar de lo que hace el Imperio, y, en consecuencia, el musulmán no debe ser solo un testigo, sino, principalmente, un enemigo al que apalear. Por eso, hay que leer el Corán, para no caer en las falsas alternativas al Imperio, que ven en el texto coránico solo mesianismo y «homosacerismo», dos imágenes de la violencia que pueden tener consecuencias y repeticiones asombrosas, con las que fácilmente podemos perder el control. Esas consecuencias pueden volverse contra nosotros. Las cosas se nos pueden ir de las manos, como en aquel relato de Borges en la que un consejo bienintencionado se convierte en lo contrario, con repercusiones alarmantes:

En 1517 el P. Bartolomé de las Casas tuvo mucha lástima de los indios que se extenuaban en los laboriosos infiernos de las minas de oro antillanas, y propuso al emperador Carlos V la importación de negros que se extenuaran en los laboriosos infiernos de las minas de oro antillanas. A esa curiosa variación de un filántropo debemos infinitos hechos: los blues de Handy, el éxito logrado en París por el pintor doctor oriental D. Pedro Figari, la buena prosa cimarrona del también oriental D. Vicente Rossi, el tamaño mitológico de Abraham Lincoln, los quinientos mil muertos de la Guerra de Secesión, los tres mil trescientos millones gastados en pensiones militares, la estatua del imaginario Falucho, la admisión del verbo «linchar» en la decimotercera edición del Diccionario de la Academia, el impetuoso film Aleluya, la fornida carga a la bayoneta llevada por Soler al frente de sus Pardos y Morenos en el Cerrito, la gracia de la señorita de Tal, el moreno que asesinó Martín Fierro, la deplorable rumba «El Manisero», el napoleonismo arrestado y encalabozado de Toussaint Louverture, la cruz y la serpiente en Haití, la sangre de las cabras degolladas por el machete del papaloi, la habanera madre del tango, el candombe.

Además: la culpable y magnífica existencia del atroz redentor Lazarus Morell. [76].