Introducción:
Para una suspensión teológico-política
de lo ético

Slavoj Žižek

Antaño fingíamos creer en público, pero en privado éramos escépticos o incluso hacíamos burlas obscenas de nuestra fe pública. Hoy solemos profesar en público una actitud escéptica, hedonista, relajada, pero en privado nos acosan las creencias y las más severas prohibiciones. Ahí estriba, para Jacques Lacan, la consecuencia paradójica de la muerte de Dios:

El Padre puede prohibir eficazmente el deseo solo porque ha muerto, y —añadiría yo— porque él mismo no lo sabe; es decir, porque no sabe que ha muerto. Ese es el mito que Freud propone al hombre moderno, un hombre para el que Dios ha muerto; es decir, un hombre que cree saber que Dios ha muerto.

¿Por qué formula Freud esta paradoja? Para explicar que, en el caso de la muerte del padre, el deseo será más amenazador, y, por tanto, la prohibición más necesaria y dura. Tras la muerte de Dios, nada está ya permitido [14].

Para comprender correctamente este pasaje, hay que leerlo junto (al menos) otras dos tesis lacanianas. A continuación, hay que tratar esas afirmaciones dispersas como partes de un rompecabezas que hay que combinar para formar un enunciado coherente. Solo su interconexión, junto a la referencia implícita al sueño freudiano del padre que no sabe que ha muerto, nos permite desplegar la tesis básica lacaniana en su integridad:

(1) «La verdadera fórmula del ateísmo no es Dios ha muerto. (Aunque base el origen de la función del padre en su asesinato, Freud protege al padre.) La verdadera fórmula del ateísmo es Dios es inconsciente [15].

(2) «Como saben ustedes […] Iván [Karamázov] lleva [a su padre] por las audaces avenidas del pensamiento del hombre cultivado, y, en particular, dice: “Si Dios no existe…”. “Si Dios no existe”, dice el padre, “entonces todo está permitido”. Evidentemente, es una idea ingenua, pues nosotros, los analistas, sabemos perfectamente que, si Dios no existe, entonces ya nada está permitido. Los neuróticos nos lo demuestran a diario» [16].

El ateo moderno cree que sabe que Dios ha muerto; lo que no sabe es que, inconscientemente, sigue creyendo en Dios. Lo que caracteriza a la modernidad ya no es la figura del creyente que abriga en secreto dudas sobre su fe y tiene fantasías transgresoras. En la actualidad, estamos ante un sujeto que se presenta como un hedonista tolerante dedicado a la búsqueda de la felicidad, pero cuyo inconsciente es la sede de las prohibiciones: lo reprimido no son deseos o placeres ilícitos, sino las propias prohibiciones. La frase «Si dios no existe, entonces todo está prohibido» significa que, cuanto más ateo te consideras, más dominado está tu inconsciente por prohibiciones que sabotean tu goce. (No hay que dejar de completar esta tesis con su opuesta: «Si Dios existe, entonces todo está permitido». ¿No es esta la definición más sucinta del conflicto al que se enfrenta el fundamentalista religioso? Para él, Dios tiene una existencia plena, y él se considera su instrumento: por eso, puede hacer lo que le plazca, sus actos están redimidos por adelantado, dado que expresan la voluntad divina…)

Este trasfondo nos permite descubrir el error de Dostoyevski. La versión más radical de la idea de que, si Dios no existe, todo está permitido, se encuentra en Bobok, su relato más misterioso, que en la actualidad sigue dejando perplejos a sus intérpretes. ¿Es esta extraña «fantasía mórbida» simplemente un producto de la enfermedad mental del autor? ¿Es un sacrilegio cínico, un intento abominable de parodiar la verdad de la Revelación? [17]. En Bobok, un literato alcohólico llamado Iván Ivánovich sufre alucinaciones auditivas:

Empiezo a ver y a oír cosas extrañas. No es que sean voces, sino como si alguien muy de cerca susurrara: «¡Bobok, bobok, bobok!».

Pero, ¿qué es eso de «bobok»? Tengo que distraerme.

Pensaba divertirme y caí en un entierro.

Así que asiste al entierro de un pariente lejano. En el cementerio, empieza a oír inesperadamente las conversaciones, cínicas y frívolas, de los muertos:

¿Y cómo fue que de pronto empecé a distinguir voces? Al principio, no les presté atención, incluso las desdeñé. Pero la conversación continuaba. Los sonidos eran sordos, como si las bocas estuvieran tapadas con almohadas; y al mismo tiempo inteligibles y muy próximas. Volví en mí, me incorporé y empecé a escuchar con atención.

Por la conversación, se entera de que la conciencia humana perdura cierto tiempo tras la muerte del cuerpo: dura hasta la descomposición total, que los difuntos asocian con el horrible borboteo de una onomatopeya, «bobok». Uno de ellos comenta:

Lo principal es que tenemos dos o tres meses más de vida, y al final, «bobok». Les propongo pasar estos dos meses de la forma más agradable, y para ello organizarse sobre otras bases. ¡Señores, les propongo no avergonzarse de nada!

Los muertos, al darse cuenta de que disponen de una libertad total en relación con las convenciones terrenas, deciden entretenerse contando anécdotas de su vida:

Pero hasta entonces lo único que deseo es que no se mienta. Solo eso, porque es lo principal. Vivir sobre la tierra es imposible, porque vida y mentira son sinónimos; pero aquí, para divertirnos, vamos a no mentir. ¡Qué diablos!, de algo tienen que servir las tumbas. Contaremos en voz alta nuestras historias y no nos avergonzaremos de nada. Seré el primero en hablar de mí. Pertenezco, saben, al grupo de los lascivos. Allí todo estaba atado con cuerdas podridas. ¡Fuera las cuerdas, y vivamos estos dos meses en la más impúdica sinceridad! ¡Desnudémonos y desvistámonos!

—¡Desnudémonos, desnudémonos!— gritaron todas las voces.

El terrible hedor que huele Iván Ivánovich no es el olor de los cadáveres, sino un hedor moral. De pronto, Iván Ivánovich estornuda, y los muertos se callan. El hechizo se ha roto, volvemos a la realidad habitual:

Y de pronto yo estornudé. Ocurrió de repente y de forma no premeditada, pero el efecto fue asombroso: todo quedó sumergido en el silencio, como en un cementerio; se disipó como un sueño. No creo que se avergonzaran de mí: ¡por algo habían decidido no avergonzarse de nada! Esperé unos cinco minutos: ni una palabra, ni un sonido.

Mijaíl Bajtín veía en Bobok la quintaesencia del arte de Dostoyevski, un microcosmos de toda su producción literaria, en el que aparece su tema central: la idea de que, si Dios no existe y el alma no es inmortal, «todo está permitido». En el inframundo carnavalesco de la vida «entre las dos muertes», todas las reglas y responsabilidades quedan en suspenso. Es posible demostrar de forma convincente que la principal fuente de Dostoyevski fue una obra de Emanuel Swedenborg, Del cielo y del infierno (traducida al ruso en 1863) [18]. Según Swedenborg, tras la muerte el alma humana atraviesa varias fases de purificación de su contenido interno (bueno o malo), y, como resultado de ello, encuentra su eterna recompensa: el paraíso o el cielo. En este proceso, que puede durar desde un par de días hasta un par de meses, el cuerpo resucita, pero solo en el plano de la conciencia, a modo de corporeidad espectral:

Cuando, en este segundo estado, los espíritus se convierten visiblemente en lo que eran interiormente cuando estaban en el mundo, lo que hicieron y dijeron en secreto se vuelve ahora manifiesto; pues ya no hay consideraciones externas que los refrenen, y, por tanto, lo que dijeron e hicieron en secreto lo dicen y lo hacen ahora abiertamente, al no tener ya miedo a la pérdida de su reputación, como lo tenían en el mundo [19].

Los no muertos pueden prescindir de toda vergüenza, actuar irreflexivamente, reírse de la honradez y la justicia. El horror ético de esta visión radica en que muestra el límite de la idea de «la verdad y la reconciliación». ¿Y si existieran criminales cuya confesión pública de sus actos no solo no diera lugar a ninguna catarsis ética en su interior, sino que les produjera un placer obsceno añadido?

El estado de «no muerto» del fallecido en el relato de Dostoyevski se opone al del padre en aquel sueño referido por Freud en el que el progenitor sigue viviendo (en el inconsciente del soñador) porque no sabe que ha muerto. Los difuntos del relato de Dostoyevski saben perfectamente que han muerto: esta conciencia les permite prescindir de toda vergüenza. ¿Cuál es el secreto que los difuntos ocultan cuidadosamente a todos los mortales? En Bobok no oímos las verdades impúdicas: los espectros se callan cuando están a punto de colmar las esperanzas del oyente y contar sus sórdidos secretos. ¿Y si la solución fuera la misma que la del final de la parábola de la Puerta de la Ley de El proceso de Kafka, cuando, en su lecho de muerte, el hombre del campo que se ha pasado años esperando a que el guardián lo dejara pasar se entera de que la puerta solo existía para él? ¿Y si en Bobok el espectáculo de los cadáveres prometiendo desembuchar sus secretos más sórdidos se hubiera escenificado únicamente para atraer e impresionar al pobre Iván Ivánovich? Dicho de otro modo, ¿y si el espectáculo de la «impúdica sinceridad» de los muertos vivientes fuera solo una fantasía del oyente, del oyente religioso, para ser precisos? No debemos olvidar que la escena que muestra Dostoyevski no es la de un universo sin Dios. Lo que los cadáveres parlantes experimentan es la vida tras la muerte (biológica), que en sí misma constituye una prueba de la existencia de Dios. Dios está ahí, los mantiene vivos tras la muerte, y por eso pueden decirlo todo.

Dostoyevski escenifica una fantasía religiosa que nada tiene que ver con una postura verdaderamente atea, aunque la escenifique a modo de ejemplo de un universo aterrador en el que Dios no existe y «todo está permitido». ¿Qué mueve a los cadáveres a ser obscenamente sinceros y «decirlo todo»? Desde un punto de vista lacaniano, la respuesta es evidente: el superyó, no como instancia ética, sino como el obsceno imperativo que obliga a gozar. Así penetramos en lo que tal vez sea el secreto último que los difuntos quieren ocultar al narrador: el impulso de contar sin tapujos toda la verdad no es libre, no es que por fin puedan decir (y hacer) todo lo que no podían cuando estaban constreñidos por las normas y los límites de la vida. Dicho impulso está sostenido por un cruel imperativo superyoico: los espectros están obligados a obrar así. Pero si lo que los obscenos muertos vivientes ocultan al narrador es el carácter compulsivo de su goce obsceno, y si estamos ante una fantasía religiosa, entonces cabe extraer otra conclusión: los «no muertos» están bajo el hechizo compulsivo de un Dios malvado. Esa es la mendacidad de Dostoyevski: lo que presenta como la aterradora fantasía de un universo sin Dios es en realidad la fantasía gnóstica de un obsceno Dios malvado. A partir de aquí, cabría extraer una lección más general: cuando los autores religiosos condenan el ateísmo, a menudo ofrecen una visión de un «universo sin Dios» que es una proyección de la parte oculta y reprimida de la propia religión.

He empleado el término «gnosticismo» en su sentido preciso, como el rechazo de un rasgo primordial del universo judeocristiano: el carácter externo de la verdad. Un argumento insoslayable respalda el íntimo vínculo existente entre el judaísmo y el psicoanálisis: los dos se centran en el encuentro traumático con el abismo del Otro deseante, con la figura aterradora de un Otro impenetrable que quiere algo de nosotros, sin que sepamos exactamente qué: el encuentro del pueblo judío con Dios, cuya llamada impenetrable desbarata la existencia cotidiana; el encuentro del niño con el enigma del goce del Otro (parental). En claro contraste con la idea judeocristiana de que la verdad depende de un encuentro traumático externo (la llamada divina al pueblo judío, la llamada de Dios a Abraham, la gracia inescrutable… todas ellas incompatibles con nuestras cualidades intrínsecas, incluso con nuestra ética innata), tanto el paganismo como el gnosticismo (entendido como la reinscripción de la postura judeocristiana en el universo del paganismo) conciben el camino hacia la verdad como un «viaje interior» de autopurificación espiritual, como un regreso al verdadero Yo Interior, como un «redescubrimiento» del yo. Kierkegaard tenía razón al afirmar que la oposición central de la espiritualidad occidental era la de Sócrates y Jesucristo: el viaje interior de la reminiscencia frente al renacimiento provocado por la conmoción de un encuentro exterior. En el universo judeocristiano, Dios es el máximo acosador, el intruso que trastorna brutalmente la armonía de nuestra vida.

Las huellas del gnosticismo resultan claramente discernibles incluso en la actual ideología del ciberespacio. ¿Acaso el sueño tecnófilo de un Yo puramente virtual, separado del cuerpo, capaz de flotar de una encarnación temporal y contingente a otra, no es la realización científico-tecnológica del ideal gnóstico del alma liberada del declive y la inercia de la realidad material? No es de extrañar que la filosofía de Leibniz sea una de las referencias primordiales de los teóricos del ciberespacio: Leibniz concibió el universo como un compuesto armónico de «mónadas», sustancias microscópicas que viven encerradas en sí mismas, sin ventanas al exterior. No debemos pasar por alto la curiosa semejanza entre la «monadología» leibniziana y la aparición de una comunidad ciberespacial en la que coexisten —por extraño que parezca— la armonía global y el solipsismo. ¿Acaso nuestra inmersión en el ciberespacio no va de la mano con la reducción de nuestro ser a la condición de mónadas leibnizianas, que, pese a carecer de ventanas que permitan asomarse directamente a la realidad externa, reflejan en sí mismas todo el universo? ¿No somos, en este sentido, cada vez más monádicos, sin ventanas directas a la realidad, a solas ante la pantalla del ordenador, en relación únicamente con simulacros virtuales, pero estando, al mismo tiempo, más inmersos que nunca en una red global, en comunicación sincrónica con todo el mundo?

¿Y acaso el espacio en el que los (no) muertos pueden hablar sin limitaciones morales, tal como lo imagina Dostoyevski, no prefigura este sueño gnóstico-ciberespacial? Ahí reside la atracción del cibersexo: como solo estamos ante seres virtuales, no hay acoso. Este aspecto del ciberespacio ha encontrado su manifestación más extrema en una propuesta para «reconsiderar» los derechos de los necrófilos, planteada recientemente en algunos círculos «radicales» de los Estados Unidos. Lo que se proponía era que, al igual que damos permiso para que nuestros órganos se utilicen con fines médicos tras la muerte, deberíamos tener la posibilidad de autorizar a que nuestro cadáver quedara a disposición de los frustrados necrófilos. La propuesta ejemplifica a la perfección hasta qué punto la postura políticamente correcta contra el acoso materializa la vieja idea de Kierkegaard de que el único semejante bueno es el semejante muerto. Un semejante muerto —un cadáver— es la pareja sexual ideal del sujeto «tolerante» que intenta eludir toda clase de acoso. Por definición, es imposible acosar a un cadáver; al mismo tiempo, un cuerpo muerto no goza, con lo que la inquietante amenaza del exceso de goce del otro queda eliminada.

El espacio ideológico de esa «tolerancia» está limitado por dos polos: la ética y la jurisprudencia. Por un lado, la política —tanto en su versión tolerante-liberal como en su versión «fundamentalista»— se concibe como la realización de posicionamientos éticos (sobre los derechos humanos, el aborto, la libertad, etc.) anteriores a la política; por otra (y de forma complementaria) se formula en el lenguaje de la jurisprudencia (cómo encontrar el equilibrio adecuado entre los derechos de los individuos y de las comunidades, etc.). Aquí, la referencia a la religión puede desempeñar un papel positivo: resucitar la dimensión propia de lo político, repolitizar la política, permitir a los agentes políticos escapar de la maraña ético-legal. El viejo sintagma «teológico-político» adquiere una nueva relevancia: no solo es que toda política se cimente en una visión «teológica» de la realidad, sino que toda teología es intrínsecamente política, es una ideología de un nuevo espacio colectivo (como las comunidades de creyentes en el cristianismo primitivo o la umma en los inicios del islam). Parafraseando a Kierkegaard, podemos decir que lo que necesitamos en la actualidad es una suspensión teológico-política de lo ético.

En la proliferación actual de nuevas formas de espiritualidad, suele ser difícil reconocer las verdaderas huellas de un cristianismo que se mantiene fiel a su núcleo teológico-político. Encontramos una pista en G. K. Chesterton, que dio la vuelta a la idea habitual (y errónea) según la cual el paganismo de la Antigüedad es una afirmación gozosa de la vida, mientras que el cristianismo impone un orden sombrío de culpa y renuncia. En realidad, es al revés: el paganismo es profundamente melancólico, porque, aunque predica una vida de placeres, lo hace siempre entonando un «disfruta mientras puedas: al final, te esperan la decadencia y la muerte». Por el contrario, el cristianismo, bajo la engañosa superficie de la culpa y la renuncia, transmite un mensaje de infinita alegría: «El círculo exterior del cristianismo es una rígida guarnición de abnegaciones éticas y sacerdotes profesionales; pero dentro de esa guarnición inhumana encontramos la vieja vida humana, que baila como los niños y bebe vino como los hombres; pues el cristianismo es el único marco de la libertad pagana» [20].

¿No es El señor de los anillos de Tolkien la máxima prueba de esa paradoja? Solo un cristiano devoto pudo haber concebido un universo pagano tan soberbio, lo cual confirma que el paganismo es el sueño cristiano por antonomasia. Por eso, los críticos cristianos conservadores que expresaron su temor de que El señor de los anillos socavara el cristianismo con su retrato de la magia pagana no comprendían lo esencial, la conclusión perversa que resulta inevitable: ¿quieres disfrutar del sueño pagano de la vida placentera sin pagar el precio de la tristeza melancólica por ella? ¡Elige el cristianismo!

Por eso, Las crónicas de Narnia, de C. S. Lewis, constituye en última instancia un fracaso: no funciona porque intenta introducir en el universo mítico pagano motivos cristianos (el sacrificio del león en la primera novela, semejante al de Cristo, etc.). En lugar de cristianizar el paganismo, esta estrategia paganiza el cristianismo, lo vuelve a reinscribir en el universo pagano, al que sencillamente no pertenece, con lo que el resultado es un mito pagano falso. Aquí se da una paradoja idéntica a la de la relación entre el Anillo del nibelungo de Wagner y su Parsifal. Se suele afirmar que el Anillo es una epopeya del paganismo heroico (ya que sus dioses son nórdico-paganos), mientras que Parsifal representa la cristianización de Wagner (su genuflexión ante la Cruz, como dijo Nietzsche). Sin embargo, hay que dar la vuelta a esta afirmación: es en el Anillo donde Wagner se acerca más al cristianismo, mientras que Parsifal, lejos de ser una obra cristiana, pone en escena una retraducción obscena del cristianismo, convertido en el mito pagano de la renovación cíclica de la fertilidad mediante la recuperación del rey [21]. De ahí que no sea difícil imaginar una versión alternativa de Parsifal, con un giro argumental en mitad de la historia, y que, en cierto sentido, también fuera fiel a Wagner; una especie de Parsifal pasado por el tamiz de Feuerbach, en cuyo segundo acto Kundry lograse seducir a Parsifal. Lejos de poner a Parsifal en manos de Klingsor, el acto libera a Kundry del dominio de Klingsor. Así, cuando, al final del acto, Klingsor se acerca a la pareja, Parsifal hace exactamente lo mismo que en la versión de Wagner (destruir el castillo de Klingsor), pero a continuación se marcha a Montsalvat con Kundry. En nuestro final, Parsifal llega con Kundry justo a tiempo de salvar a Amfortas, proclamando que el estéril reino masculino del Grial ha terminado y que, para restaurar la fertilidad de la tierra, hay que readmitir la feminidad, volver al equilibrio (pagano) de lo masculino y lo femenino. Después, Parsifal se convierte en el nuevo rey, con Kundry como reina, y al cabo de un año nace Lohengrin.

A menudo no nos damos cuenta de la circunstancia —tan evidente, que resulta elusiva— de que el Anillo de Wagner es la obra de arte paulina por antonomasia. Su principal tema es el fracaso del imperio de la Ley, y el paso que mejor abarca el trayecto interior de la obra es el que lleva de la Ley al amor. Hacia el final de El ocaso de los dioses, Wagner supera su propia ideología (feuerbachiana, «pagana») sobre el amor, en la que el amor de una pareja (hetero)sexual constituye el máximo paradigma. La última transformación de Brunilda es la transformación que lleva de eros a ágape, del amor erótico al amor político. El eros no puede superar realmente a la Ley; solo puede explotar con intensidad ocasional, a modo de transgresión momentánea de la Ley, como la llama de Siegmund y Sieglinde, que se consume a sí misma instantáneamente. El ágape es lo que queda después de asumir las consecuencias del fracaso del eros.

En efecto, en la muerte de Brunilda hay una dimensión que recuerda a la de Jesucristo, pero solo en el sentido de que la muerte de Jesucristo marca el nacimiento del Espíritu Santo, la comunidad de creyentes unidos por el ágape. No es de extrañar que uno de los últimos versos de Brunilda sea «Ruhe, ruhe, du Gott!» («¡Muere en paz, Dios!»). Su acto cumple el deseo de Wotan de asumir libremente su inevitable muerte. Lo que queda tras el ocaso es la masa humana observando silenciosa el cataclismo, una masa que, en la innovadora puesta en escena de la versión de Chéreau y Boulez, se queda mirando a los espectadores cuando acaba la música. Ahora, todo está en sus manos, sin que cuenten con la garantía de Dios ni de ningún Otro. Corresponde a esa masa actuar como el Espíritu Santo y poner en práctica el ágape:

El motivo de la redención es un mensaje transmitido al mundo entero, pero, como todas las pitonisas, la orquesta se expresa oscuramente y hay varias formas de interpretar su mensaje […] ¿No lo escuchamos, no deberíamos escucharlo, con desconfianza y angustia, una desconfianza comparable con la esperanza ilimitada que esta humanidad abriga y que siempre ha estado en juego, silenciosa e invisible, en las atroces batallas que han destrozado a los seres humanos a lo largo del Anillo? Los dioses ya han vivido; hay que reconstruir y reinventar los valores de su mundo. Los hombres viven como al borde de un abismo: escuchan, tensos, el oráculo que retumba desde las profundidades de la tierra [22].

No existe garantía de redención por el amor: la redención es una mera posibilidad. En consecuencia, estamos en el corazón del cristianismo: el propio Dios hizo una apuesta pascaliana. Al morir en la cruz, hizo un gesto arriesgado, sin garantías de obtener un resultado final; nos proporcionó —a nosotros, la humanidad— el S1 vacío, el significante amo, y corresponde a la humanidad suplementarlo con la cadena de S2. Lejos de poner el punto sobre la i, el acto divino representa más bien la apertura de un nuevo comienzo, y corresponde a la humanidad estar a su altura, decidir su significado, hacer algo con él. Como la predestinación, que nos condena a una actividad frenética, el Acontecimiento es puro signo vacío y tenemos que trabajar para producir su significado. Ahí reside el terrible riesgo de la revelación: la «revelación» significa que Dios asumió el riesgo de jugárselo todo, de «comprometerse existencialmente» sin reservas, entrando, por así decirlo, en su propia obra, formando parte de la creación, exponiéndose a la contingencia radical de la existencia. La verdadera Apertura no es la de la indecidibilidad, sino la de la vida después del Acontecimiento, la de la extracción de las consecuencias. Pero, ¿de las consecuencias de qué? Precisamente, del nuevo espacio abierto por el Acontecimiento. La angustia de la que habla Chéreau es la angustia del acto.

La propaganda actual —no solo en el sentido político estrecho— se dirige a la propia posibilidad de esa Apertura: lucha contra algo de lo que no es consciente, ante lo que está estructuralmente ciega; no las fuerzas que se le contraponen de verdad (los opositores políticos), sino la posibilidad (el potencial utópico revolucionario-emancipador) inmanente a la situación:

El objetivo de toda propaganda enemiga no es aniquilar una fuerza existente (esta función suele dejarse a cargo de las fuerzas policiales), sino aniquilar una posibilidad que existe en la situación, pero que pasa inadvertida. Esta posibilidad también pasa inadvertida para los creadores de la propaganda, puesto que sus características son inmanentes a la situación, pero, al mismo tiempo, no se manifiestan en ella [23].

Por eso, la propaganda enemiga contra la política emancipadora radical es cínica por definición, no ya en el sentido de que no cree en lo que dice, sino en otro mucho más elemental: es cínica precisamente porque cree en lo que dice, dado que es un mensaje que transmite la convicción resignada de que el mundo en que vivimos, sin ser el mejor posible, es el menos malo, con lo que todo cambio radical solo puede empeorarlo.