Veintiséis

A DAISY le sorprendió e incluso le complació la reacción de su familia cuando dio la noticia. Todos se lo tomaron con calma. No hubo muestras de sorpresa u horror, sino más bien demostraciones de simpatía y comprensión. Bueno, a su hermano Max le pareció todo asqueroso y le dijo que era idiota, pero a los once años, casi todas las chicas le parecían idiotas. Además, tuvo que admitir que la perspectiva de convertirse en tío le parecía genial.

El día que había elegido para dar la noticia a sus amigos amaneció nevado, era un día de una blancura casi cegadora. Incluso antes de comprobar en la web del instituto si se habían suspendido las clases, lo supo. Día de nieve. No podía haber recibido un regalo mejor. Había algo mágico en aquellos días en los que la nieve obligaba a suspender las clases. Sin haberlo planeado, se encontraba con todo un día libre por delante. Un día en el que todo se paralizaba, todo quedaba suspendido hasta que las máquinas quitanieves despejaban las carreteras. No había clases y nadie iba a trabajar. Todas las obligaciones y las citas se suspendían. No había nada que hacer, salvo holgazanear. Así que podría dormir, desayunar viendo la televisión. Y en vez de inventar una excusa por no haber podido hacer los deberes de Física, podría terminarlos tranquilamente.

Estaba a punto de volver a acurrucarse bajo las sábanas cuando sonó el teléfono. Miró la pantalla y abrió el teléfono.

—¿Qué haces despierta a esta hora? —le preguntó a Sonnet—. Ha nevado.

—Exactamente —contestó Sonnet con la voz vibrante de alegría—. Vístete, ponte unas cuantas capas de ropa. Vamos a terminar sudando.

Daisy no pudo evitar una sonrisa. Sonnet siempre tenía alguna aventura bajo la manga.

—¿Adónde vamos? —preguntó.

—Trae la cámara —le dijo Sonnet—. Nos vemos en la panadería dentro de media hora. Vamos a ir a dar un paseo con las raquetas de nieve. Zach se encarga de llevarlas.

Daisy cerró el teléfono y comenzó a vestirse. Debía ser una señal, pensó: una nevada y una excursión que no había planeado. A lo mejor se suponía que aquél era el día destinado a comunicar su embarazo a sus amigos. Mientras se lavaba los dientes, estudió su reflejo en el espejo. Su cuerpo parecía haber sido invadido por una fuerza extraña. Vacilaba entre los ataques de náuseas y unos ataques de un hambre insaciable. Tenía las mamas muy sensibles y comenzaban a desbordar el sujetador. Pero el estómago continuaba plano y los vaqueros le quedaban perfectamente. Intentó imaginarse a sí misma con una gran barriga, pero no era capaz. Aun así, ya había llegado el momento de contárselo a Sonnet y a Zach. Sí, aquél era el día.

Fueron en el jeep de Zach hasta la carretera que llevaba a las cascadas Meerskill. Estaba despejada porque Jenny estaba viviendo en el campamento. Pero no la molestarían porque irían directamente hacia el salto de agua.

Daisy sacó la cámara y elevó el rostro hacia el cielo. Se aseguró después de que la cámara tuviera suficiente batería y memoria en la tarjeta. La luz invernal tenía una calidad especial que representaba al mismo tiempo un placer y un desafío para cualquier fotógrafo. A Daisy le encantaban los contrastes que creaban, las imágenes descarnadas recortadas contra un fondo blanco infinito y había aprendido a ajustar el fotómetro y los filtros para crear bellas imágenes incluso con la luz más mortecina. Pero aquél no era el caso ese día. El sol había salido en todo su esplendor, generando unas sombras y unas texturas espectaculares. Fotografió un abedul; sus ramas esbeltas contra los campos de nieve eran como los trazos de tinta de un pincel sobre un lienzo. Los árboles parecían resplandecer bajo la luz de la mañana.

El camino estaba cubierto de nieve, pero no tardaron mucho en comenzar a recorrerlo con las raquetas. Zach había llevado tres pares tan ligeros que casi parecían flotar sobre la nieve. Era curiosa la situación de Zach. Su padre, que era mayor que la mayoría de los padres, parecía gastar como si no hubiera futuro y, sin embargo, jamás se le ocurría dejar una propina en la panadería. Pero el señor Alger tenía la costumbre de comprar siempre lo mejor, lo más caro, ya fuera un coche o unas raquetas de nieve. Debía ser un hombre esquizofrénico, porque regañaba continuamente a Zach porque pensaba que no trabajaba suficientes horas en la panadería. Era una locura. Mucha gente acusaba a los adolescentes de actuar de forma irracional, pero en muchas ocasiones, ésa sólo era la mitad de la historia. A lo mejor deberían comenzar a mirar a los padres para variar.

Intentó imaginar a su hijo como un adolescente, pero fue incapaz. Sencillamente, todavía no era capaz de asimilar la idea de que su cuerpo podría crear una vida, y menos todavía que ella pudiera llegar a convertirse en una madre preocupada por los problemas de su hijo en el colegio. Aun así, se prometió ser una madre diferente. Sería la mejor amiga de su hijo. Escucharían los dos la misma clase de música y no se enfadaría por las notas. En cualquier caso, todo eso pertenecía a un futuro muy lejano. De momento tenía que preocuparse por dar la noticia a sus amigos.

Caminar con raquetas no era fácil. De hecho, había que hacer un gran esfuerzo. A medio camino, se detuvo, se quitó el anorak y se lo ató a la cintura. Después se quitó la bufanda y el gorro y los guardó en la mochila. Podría haber atribuido aquel calor a la revuelta hormonal de la que hablaban los libros sobre el embarazo, pero entonces se fijó en que Zach y Sonnet también parecían cansados y estaban empapados en sudor.

Cuando llegaron al puente desde el que se contemplaban las cascadas, pidió un descanso para beber agua.

—Además, quiero hacer unas fotografías —añadió.

Durante el verano, las cascadas eran un ruidoso torrente que caía desde un manantial escondido en la parte superior de la montaña y se arrojaba contra las rocas de debajo. El invierno había convertido la cascada en una masa de hielo azul verdoso que se erguía sobre la superficie de la montaña como un entramado de pilares altos y esbeltos. Los carámbanos decoraban los bordes de la catarata y en el centro una alta columna de hielo se hundía como una daga en el agua estancada de la base.

Daisy encontró unos ángulos sorprendentes para las fotografías. Se tumbó en el suelo para poder abarcar el puente, una antigua estructura bajo la que se abría un abismo.

—Se rumorea que le llamaban el Puente de los Suicidas —dijo Sonnet—. Dicen que dos amantes se suicidaron juntos aquí.

—Sí, y que puedes oír a sus fantasmas llorando durante las noches de invierno —añadió Zach.

Sonnet se puso inmediatamente a la defensiva.

—Eso es una historia de terror de Washington Irving. Las historias de fantasmas siempre suelen estar relacionadas con el paisaje.

Daisy hizo una fotografía de su amiga, que no perdía su belleza a pesar de estar enfadada.

Sonnet se volvió hacia ella, como si hubiera sentido su atención.

—Eh, ¿te gustaría hacerme la fotografía para el álbum de fotos del instituto?

A Daisy le sorprendió y halagó la propuesta.

—Claro, ¿por qué no?

—Te pagaría, por supuesto.

Sonnet y su madre tenían que ahorrar hasta el último penique para que Sonnet pudiera ir a la universidad.

—No te cobraría nada —dijo, mientras miraba a su amiga por el visor.

—Insisto —replicó Sonnet, haciendo siempre gala de un fuerte sentido de la justicia—. Creo que Dale Shirley cobra unos trescientos dólares. Tendría que ahorrar durante semanas para poder pagarle.

Shirley era el ocupado fotógrafo local cuyos trabajos ilustraban los folletos de la Cámara de Comercio, la tarjeta navideña del Ayuntamiento y, por supuesto, el álbum anual del instituto de Avalon. Daisy pensó que sería un sueño que algún día llegaran a pagarle por hacer fotografías.

—Él cobra tanto porque tiene muy buenas referencias y tiene su propio estudio y todas esas cosas.

—Qué va —intervino Zach—. Cobra tanto porque lleva aquí toda la vida. Yo no quiero hacerme la fotografía con él, pero probablemente mi padre mi obligará.

Lo único que al padre de Zach le interesaba era dar una buena imagen de cara a su carrera hacia la alcaldía.

—No, si yo te hago una fotografía mejor —dijo Daisy mientras fotografiaba a Zach.

Zach parecía hecho expresamente para la nieve, de la misma forma que el lobo. Su pelo rubio y aquellos ojos azules tan increíblemente claros le daban un aspecto salvaje y casi sobrenatural.

Sonnet miró por encima del hombro de Daisy para ver la fotografía.

—Genial —dijo—. Podrían hacer contigo un póster del ario perfecto.

Zach le tiró una bola de nieve.

—Cállate.

—Cállate tú.

Daisy los enmarcó en la cámara. Sonnet comenzó a hacer inmediatamente todo tipo de poses. Se colocó las manos por detrás de la cabeza y alzó la barbilla. La melena rizada escapó del gorro de lana y Daisy capturó el momento, sabiendo en ese mismo instante que estaba tomando una gran fotografía. Sonnet no era considerada como una de las chicas más guapas del instituto, ella misma odiaba su aspecto, pero Daisy sabía que era absurdo. La belleza de Sonnet iba mucho más allá de lo que unos adolescentes de instituto podían apreciar. Tenía la piel del color del café con leche y unos rizos negros como la tinta. Su boca generosa y sus ojos almendrados le daban un aire de misterio hasta que sonreía, y entonces se mostraba abierta y cariñosa como un muñeco de peluche.

Sonnet dejó que Daisy le hiciera todas las fotografías que quiso. Se mostró paciente y dispuesta a colaborar en todo momento. Ése era otro de los rasgos que la definían, su deportividad y la actitud positiva con la que se enfrentaba a todo. Y lo más curioso era que, de todos los adolescentes que Daisy conocía, Sonnet Romano era la que más dificultades se había encontrado en la vida, la que más razones tenía para mostrar una actitud agresiva en el instituto o descuidar los estudios. Era hija de una madre adolescente, era mulata en un contexto en el que no había nadie como ella y su madre apenas llegaba a fin de mes.

Pero a pesar de tener tantos elementos en contra, Sonnet sacaba todo sobresalientes e iba a terminar los estudios antes de lo que le correspondía y tenía un gran talento para la música. Habían aceptado de forma casi inmediata su petición de entrada en la universidad y estaba esperando noticias sobre la manera de financiar la matrícula. Era, por lo que Daisy podía decir, la hija ideal, la clase de hija de la que cualquier padre estaría orgulloso, una hija por la que se felicitarían y de la que intentarían atribuirse el mérito.

Sonnet era la hija que la madre de Daisy habría querido. Sin embargo, le había salido una hija a la que los estudios le importaban un comino y que para huir de los problemas se había quedado embarazada de un chico que ni siquiera le gustaba.

—Ya basta —dijo Zach después de que Daisy tomara otra serie de fotografías—, vas a romper la cámara.

Daisy hizo una fotografía de Zach con el rostro en tensión.

—¿Veis esos salientes de allí? —Sonnet señaló hacia los acantilados—. Mi tío me ha contado que son cuevas de hielo —Sonnet tenía por lo menos seis tíos que parecían salidos del reparto de Los Soprano—. Son cuevas formadas en la ladera por el hielo. Estuve leyendo sobre ese tema en los archivos de la biblioteca para uno de los trabajos que tuve que hacer el año pasado. Algunos de los acantilados de la zona tienen unas cuevas con unas paredes de hielo tan gruesas que nunca se derriten, ni siquiera en verano. Esa es una de las razones por las que el pueblo se llama Avalon.

Daisy inclinó la cabeza hacia un lado.

—Muy bien, acabo de perderme.

—Viene de la leyenda del rey Arturo —le explicó Zach—. De la Cueva de Cristal de Merlín. Avalon fue el lugar en el que se refugió el rey cuando fue herido en su última batalla.

—Debo haber perdido la memoria —dijo Daisy—. La verdad es que no sé cómo me aguantáis. Soy una burra.

Era irónico, pensó, ella había ido a uno de los colegios más competitivos y exclusivos de Manhattan. Sin embargo, sus amigos, que siempre habían estudiado en la escuela pública, parecían mucho más inteligentes que ella.

—No eres ninguna burra —dijo Sonnet.

—Claro que sí. Y no sabes hasta qué punto —dijo Daisy, abrazándose a sí misma.

Había llegado el momento. Tenía que darles ya la noticia.

—Tengo que contaros algo —dijo precipitadamente, dejando que las palabras escaparan de sus labios antes de que tuviera oportunidad de retenerlas.

Debieron advertir la urgencia de su tono, porque ambos se volvieron inmediatamente hacia ella. Daisy esperó un instante, como había hecho cuando le había dado la noticia a su padre, e intentó memorizar la expresión de sus amigos en aquel momento. Porque estaba a punto de cambiar para siempre la imagen que tenían de ella.

—Es... bueno, es una noticia importante —bajó la cámara, dejando que colgara su peso de su cuello—. Voy a tener un hijo. Nacerá el verano que viene.

Las palabras cayeron en un silencio tan notorio que Daisy tuvo la sensación de que se había producido un vacío a su alrededor. Alzó la mirada hacia ellos, hacia los únicos amigos que tenía en Avalon y contuvo la respiración. No quería respirar hasta que dijeran algo, hasta que le aseguraran que no dejarían de quererla. De momento, se limitaban a mirarla fijamente. Después, Zach se sonrojó violentamente y pareció sentirse terriblemente incómodo, una reacción similar a la de Max cuando le había dado la noticia. Sonnet arqueó las cejas.

—Desde luego, es una noticia importante.

Daisy asintió.

—No es lo más inteligente que he hecho en mi vida, pero ya está hecho. Pensaba abortar, fui a abortar, incluso, pero en el último momento, no fui capaz de hacerlo. Así que aquí estoy.

Zach pareció encontrar algo infinitamente fascinante en los árboles que había cerca del puente. Era evidente que no tenía ganas de participar en aquella conversación.

Al final, fue Sonnet la que volvió a hablar, en aquella ocasión un poco nerviosa.

—Vaya. Es increíble. Te aseguro que no me lo esperaba.

—Yo tampoco —dijo Daisy.

—¿Por eso quisiste dejar el colegio en el que estabas? —preguntó Sonnet.

Daisy negó con la cabeza.

—No lo sé. Bueno, no estoy segura.

—¿El padre del niño está dispuesto a ayudarte? —había una tensión peculiar en la voz de Sonnet.

Daisy sabía que la relación de Sonnet con su padre era una relación difícil y secreta debida a la posición que su padre ocupaba en el Pentágono.

—No se lo he dicho. Todavía no he decidido si decírselo o no. Pero te aseguro que no le va a hacer ninguna ilusión.

—Debería habérselo pensado cuando... bueno, cuando vosotros...

—Es verdad —se mostró de acuerdo Daisy—. Los dos deberíamos habérnoslo pensado.

Sonnet posó una mano en el hombro de su amiga.

—Todo saldrá bien —le dijo.

Daisy sonrió.

—Ese es el plan. En cualquier caso —dijo contenta—, ya he superado el mal trago de decírselo a mis padres y, bueno, seguro que saldremos adelante.

Tenía que creer en ello. Tenía que convencerse de que tener un hijo no era como caer por un precipicio.

Permanecieron en silencio durante un rato. Daisy se sentía aliviada. No había sido tan difícil. Imaginaba que tardarían algún tiempo en adaptarse a la nueva situación y que después las cosas volverían a ser como antes. Por lo menos durante unos meses. No tenía la menor idea de qué sería de su amistad cuando llegara el bebé. De momento, Zach no había dicho una sola palabra, pero Daisy estaba segura de que se sentía violento. Tenía las mejillas y las orejas rojas, no por culpa del frío, y evitaba mirarla a los ojos. Sonnet pareció advertir la necesidad de hacer algo para aligerar la tensión.

—Mi tío dice que para poder ver las cuevas hay que acercarse, pero que hay que tener mucho cuidado con las avalanchas.

—Mi padre me ha dicho que es una pérdida de tiempo —repuso Zach—. Dice que ni siquiera merece la pena acercarse hasta allí.

—¿Desde cuándo haces caso a tu padre? —preguntó Sonnet.

Daisy miró hacia aquellos salientes cuyas siluetas daban un extraño aspecto a la montaña.

—Vamos a comprobarlo.

—¿Lo dices en serio? —Zach parecía asustado.

—Daisy tiene razón —Sonnet se levantó—. Mira qué cielo. Deberíamos llegar por lo menos hasta la cumbre de la montaña, ¿de acuerdo?

—De acuerdo —Zach se levantó—. No tiene sentido llegar hasta aquí para marcharnos sin llegar a la cima.

Se puso el anorak y comenzó a caminar.

—Somos como los primeros pioneros —dijo Daisy—. Los primeros en hacer cumbre en esa montaña.

—Lo dudo —dijo Zach.

—Yo también —se sumó Sonnet—. Mi tío Sal me ha contado que encontraron objetos de los indios en algunas de las cuevas, y también de los pioneros. Antes de que existieran las neveras, se utilizaban estas cuevas de hielo para conservar los alimentos.

—Refrigeración natural —dijo Zach—. Pero vamos a tardar bastante en llegar hasta allí.

El camino era cada vez más empinado, la nieve se acumulaba sobre la base de los árboles. A Daisy comenzaba a faltarle la respiración y se preguntó si sería algo natural o se debería al embarazo. El médico le había dicho que podía seguir haciendo la vida de siempre, pero que no practicara deportes de riesgo. ¿Una caminata como aquélla sería un deporte de riesgo? No. La escalada, que había practicado el verano anterior con Julian Castineaux, conocido como el chico más maravilloso del planeta, sí era un deporte de riesgo porque había que ponerse un arnés, trepar por las rocas y hacer maniobras arriesgadas dignas del mismísimo Spiderman. Comparado con aquello, esa excursión era como dar un paseo por el parque.

Sonnet fue la primera en llegar a la cumbre y les saludó desde allí.

—De acuerdo, no somos los primeros.

Señaló una estructura que, evidentemente, había sido levantada por el ser humano. Era un falso tótem con una placa en la que se indicaba la altura de la ciudad.

En el poste habían grabado iniciales y palabras, las primeras estaban fechadas en mil novecientos setenta y seis. Algunas apenas se podían distinguir.

—Mira —señaló Sonnet—. Aquí pone Matt. A lo mejor es tu padre, Matthew Alger.

Zach se encogió de hombros.

—Podría ser. Cuando estaba en la universidad, trabajaba en verano en el campamento.

—Mi padre también —le contó Daisy—. Era una tradición familiar para todos los Bellamy, hasta que se cerró el campamento hace diez años.

Daisy se alegraba de que Olivia se hubiera mudado a la ciudad el verano anterior. Daisy había pasado ese verano con su padre y su hermano, ayudando a prepararlo todo para la celebración de las bodas de oro de sus abuelos. Su madre no había ido; sólo se había dejado caer por el campamento para llevar los papeles del divorcio y felicitar a los padres de Greg. Daisy se preguntaba si su familia habría conseguido permanecer unida si hubieran tenido que vivir en las montañas, si habrían averiguado la manera de permanecer unidos para conseguir comida.

Por lo menos aquel verano había pasado algo bueno, había conocido a Jenny, la hija ilegítima de su tío Phil.

Ilegítima. Daisy hundió las manos en los bolsillos y las cruzó sobre su vientre, como si fueran un escudo protector. Odiaba esa palabra: ilegítimo. Como si el niño hubiera hecho algo malo.

Sonnet caminó hasta el borde de la cumbre.

—Desde aquí es de donde bajan las avalanchas. Vamos a buscar las cuevas antes de que oscurezca.

Todos llevaban un par de bastones de esquí que utilizaban para hundirlos en la nieve y asegurarse de que se encontraban en un terreno sólido antes de dar un paso mientras subían. Zach se detuvo frente a una pared de granito con una superficie rugosa y profundas hendiduras.

—Voy a ver qué hay arriba —dijo Sonnet mientras se agachaba para desatarse las raquetas.

—De ningún modo —repuso Zach—. No vas a subir hasta ahí.

—Ya lo verás.

Era una gran escaladora, reconoció Daisy mientras la observaba. Como ella misma había practicado algo de escalada, era capaz de reconocer la precisión de su técnica. Sin embargo, Sonnet no llevaba ningún equipo de seguridad.

—Eh, no subas más de lo que estés dispuesta a caer.

—No te preocupes, si caes sobre tu trasero, tendrás un buen amortiguador.

—Ja, ja —replicó Sonnet.

—Un amortiguador gigante —insistió Zach.

Daisy le dio un codazo y a continuación estuvo fotografiando los progresos de Sonnet.

Ésta llegó hasta uno de los agujeros que había en la superficie de la roca.

—Bueno —dijo—, es una cueva, pero no hay hielo en su interior.

Para demostrarlo, sacó un puñado de polvo y piedras. Encontró dos nuevos agarres en otro de los salientes de la montaña, pero eran sólo agujeros e incisiones en la piedra, todos ellos vacíos. Lo único que encontró en uno de ellos fue un nido de pájaros.

—A lo mejor encuentras murciélagos —le gritó Zach.

—¿Qué?

—Murciélagos.

—Sí, claro. Muy gracioso.

—Te lo juro por Dios. En esta zona hay murciélagos —insistió Zach—. Hibernan en las cuevas. Si les molestas, podrían morderte y contagiarte la rabia.

—Qué miedo.

Sonnet estaba sobre uno de los salientes, a unos cinco metros de altura, explorando una serie de hendiduras en la roca.

—Vaya —dijo de repente—, es posible que esto sea una cueva —se puso de puntillas—. No consigo verlo —y saltó.

—Eh, tranquila —le pidió Zach, sinceramente preocupado.

—Vaya, Zach —contestó Sonnet, imitando el acento de Scarlett O'Hara—. No sabía que estabas asustado.

—No quiero tener que cargar montaña abajo con tu enorme trasero.

—Ja —respondió ella, intentando mirar de nuevo en el interior de la cueva—. Antes tendrás que...

Sus palabras terminaron en un grito. Por puro reflejo, Daisy presionó el disparador de la cámara. En ese mismo instante algo, no sabía si un murciélago, un pájaro o un demonio de otro mundo, salió del interior de la cueva con un ruidoso aleteo y se elevó hacia el cielo.

Sonnet se sintió flotar hacia atrás, era casi como estar suspendida en medio de un alud de nieve. Medio segundo después aterrizaba sobre un montón de nieve y desaparecía de la vista de sus amigos. El grito de Sonnet se desvaneció justo con el resto de su cuerpo.

—¡Sonnet! —gritó Zach con ronca desesperación.

La velocidad a la que avanzó teniendo en cuenta que llevaba las raquetas de nieve era increíble. Prácticamente voló hasta el lugar en el que Sonnet había caído gritando en todo momento su nombre.

Daisy llegó tan rápidamente como él, con la cámara rebotando contra su pecho.

Zach se puso de rodillas sobre la nieve y comenzó a cavar con las manos para ayudar a salir a Sonnet.

—Di algo —gritó—. Por favor, Sonnet, te lo suplico...

—Me encanta oír suplicar a un idiota —se oyó decir a una voz irritada.

Daisy estuvo a punto de desmayarse de alivio mientras se quitaba las raquetas y ayudaba a Zach a sacar a Sonnet. Era unos idiotas, los tres. No tenía sentido estar ahí, en pleno invierno y en medio de la nada, en un lugar en el que nadie podría encontrarlos si tenían algún problema. Cuando se trataba de hacer estupideces, Daisy era una auténtica campeona, pero hasta ella era capaz de darse cuenta de que aquello no era una buena idea.

—Menos mal que había nieve —estaba diciendo Sonnet mientras Zach tiraba de ella—. Ha suavizado bastante la caída —se sacudió la nieve—. Gracias a los dos.

—Será mejor que volvamos —dijo Zach—, me estoy helando. Vamos, te ayudaré a ponerte las raquetas.

—Espera —le dijo Sonnet—. Pásame uno de esos bastones.

—¿Qué ha pasado? —le preguntó Zach mientras se lo pasaba.

—Creo que he encontrado algo.

—Probablemente la madre de ese animal que estaba hibernando al que tú has asustado.

—No, mira.

Presionó el bastón contra la nieve que cubría la pared de granito, pero en vez de chocar contra la piedra, el bastón continuó hundiéndose.

—Otra cueva —dijo Sonnet.

—Pero es probable...

—Mira...

La nieve se hundió y Daisy se descubrió a sí misma con la mirada fija en una abertura en la superficie de la roca, en aquella ocasión suficientemente grande como para que todos ellos cupieran agachados.

—Esto sí que es una cueva.

Zach encendió la linterna e iluminó el interior.

En cuanto consiguieron entrar, descubrieron que había sitio suficiente para poder levantarse.

En realidad no era tan impresionante como las cuevas que Sonnet había descrito. Y las paredes tampoco estaban forradas de cristal, como las de la cueva de Merlín. Resultaba difícil distinguir el hielo de la roca porque todo estaba cubierto de una capa de polvo. Bajo las rodillas, el suelo estaba cubierto de una especie de barro granuloso, como el que dejaba la nieve después de un largo invierno. Daisy tomó algunas fotografías. Cuando se disparaba el flash, tenía la sensación de que estaban alterando una oscuridad casi eterna.

—A lo mejor somos las primeras personas que entramos aquí —sugirió.

—Sí, si no contamos a la que se dejó aquí este envoltorio de chicle —Zach lo iluminó con la linterna—. Zumo de frutas —le dijo.

—Eh, vosotros —dijo Daisy, giró la cámara para que pudieran ver las fotografías que acababa de hacer.

—No son tus mejores fotografías —dijo Sonnet.

—No, pero fíjate en la parte de atrás de la cueva.

En la fotografía se veía claramente que lo que parecía ser una pila de escombros era en realidad un montón de piedras ordenadas por diferentes formas y tamaños.

Sonnet agarró la linterna.

—¿Qué demonios puede ser eso?

—Mira esas piedras —dijo Daisy.

Cuando alguien construía un muro, se dijo, siempre era para esconder algo o para evitar que algo saliera a la luz.

Fue ella la que sostuvo la linterna mientras Zach y Sonnet quitaban las piedras.

—Seguramente lo habrán hecho algunos niños del campamento en un momento de aburrimiento —dijo Sonnet.

—Realmente, hay que estar muy aburrido para dedicarse a meter piedras en una cueva de hielo.

Daisy agarró la linterna y miró por encima del montón de piedras. Un aire gélido, más frío que el de la cueva, golpeó su rostro. La sensación le recordó a la del congelador de la panadería. Un aire gélido con olor a rancio, a moho.

—Ayúdame a subir —le pidió a Zach—. Creo que he visto algo.

Zach unió las manos enguantadas. Daisy se alzó apoyando el pie en ellas y cuando su amigo la ayudó a elevarse, se golpeó la cabeza con el techo de la cueva.

—¡Eh! —gritó, parpadeando para contener las lágrimas de dolor.

Iluminó con la linterna tras el muro y soltó un grito ahogado. Allí, las paredes de la roca estaban cubiertas de hielo; los cristales resplandecían bajo la luz de la linterna. Y había algo en el suelo, otro montón de rocas... o quizá. No, se dijo Daisy, no podía ser. Pero...

—¿Estás bien? —le preguntó Zach.

Daisy bajó la mirada hacia él.

—Tienes que ver esto.

—¿Qué es?

Daisy no quería decirlo. Tenía miedo de haberse equivocado. Bajó con mucho cuidado y le hizo un gesto a Zach para que lo viera con sus propios ojos.

—¿Eh, estás bien? —le preguntó Sonnet—. Estás blanca como el papel. Cualquiera diría que has visto un fantasma.

—Creo que yo acabo de verlo —dijo Zach.

Por su tono de voz, Daisy comprendió que no se había equivocado.

—Ayúdame a subir otra vez, ¿quieres? Tengo que hacer otra fotografía.