Dos

CUANDO en el monitor del coche patrulla les indicaron que fueran hacia el número cuatrocientos setenta y dos de la calle Maple, a Rourke McKnight se le heló la sangre en las venas.

Aquélla era la casa de Jenny.

Él estaba justo en el otro extremo del pueblo, pero en cuanto recibió la llamada, agarró el micrófono, anunció su localización y se dirigió a toda velocidad hacia allí al tiempo que le decía al operador:

—Voy allí. Te avisaré cuando tenga el código once —su voz sonaba curiosamente firme, teniendo en cuenta la intensidad de los sentimientos que rugían en su interior.

La primera noticia que tuvo fue que la casa, la casa de Jenny, estaba envuelta en llamas y que Jenny no aparecía por ninguna parte.

Para cuando llegó allí, la casa estaba ardiendo desde los cimientos hasta el tejado. Las llamaradas salían de cada ventana y acariciaban los aleros del tejado.

Rourke aparcó, enterrando al hacerlo uno de los faros en la nieve, salió del coche sin molestarse en cerrar la puerta tras él e hizo un análisis visual de la situación. Los bomberos, los camiones y su equipo estaban bañados de una luz naranja. Se enfrentaban al fuego con dos enormes mangueras. Los hombres intentaban desenterrar de la nieve una boca de riego. Todo se desarrollaba con una sorprendente serenidad, no había nada parecido al caos. Pero aun así, la barrera de fuego era impenetrable y ni siquiera un bombero perfectamente equipado podía acceder al interior de la casa.

—¿Dónde está? —le preguntó Rourke a un bombero que estaba enviando mensajes desde una radio portátil—. ¿Dónde demonios está?

—No hemos encontrado a ningún residente —respondió el hombre, dirigiendo una mirada fugaz a una ambulancia aparcada en la carretera—. Estamos empezando a pensar que no está en casa... Sin embargo, está su coche.

Rourke dio un paso hacia la casa en llamas, llamando a Jenny a gritos. La casa entera ardía como una hoguera. Una ventana estalló y a Rourke le salpicó la lluvia de cristales. Con un gesto reflejo, se protegió los ojos con la mano.

—¡Jenny! —volvió a gritar.

En un instante, todos los años de silencio parecieron disolverse y todo fue arrepentimiento. Como si hubiera conseguido algo al evitarla, se dijo. Era un estúpido, se dijo. Y comenzó entonces a suplicar a quienquiera que pudiera escucharle. Necesitaba que no le ocurriera nada, y si de verdad salía de aquélla, prometía mantenerla para siempre a salvo sin pedirle nunca nada a cambio.

Tenía que entrar a la casa. Los escalones de la parte delantera habían desaparecido bajo el fuego. Corrió hacia la puerta de atrás, resbaló en la nieve y se incorporó. Alguien le gritaba, pero él continuó corriendo. También la parte trasera de la casa estaba en llamas, pero el fuego había devorado la puerta. Vio a los bomberos corriendo hacia él y moviendo los brazos. ¡Mierda!, pensó Rourke. Era un estúpido, sí, pero aquélla no era, ni de lejos, la mayor locura que había cometido en su vida. Se cubrió la nariz y la boca con el anorak y entró en la casa.

Había estado muchas veces en aquella cocina, pero en aquel momento le resultó irreconocible. Y le resultaba imposible respirar. Sentía el fuego robándole el aire de los pulmones. Intentó llamar a Jenny, pero no salió grito alguno de su garganta. El suelo de linóleo burbujeaba y se derretía bajo sus pies. La puerta que conducía a las escaleras estaba convertida en un rectángulo de fuego, pero hacia allí se encaminó de todas formas.

Hasta que una mano fuerte tiró de él hacia atrás. Rourke intentó zafarse, pero un segundo después, algo, probablemente la barandilla del piso de arriba, cayó en una lluvia de escayola y fuego. El bombero le empujó hacia la puerta de atrás.

—¿Qué demonios está haciendo? Jefe, tiene que salir de aquí. Éste no es un lugar seguro.

A Rourke le ardía la garganta mientras intentaba tomar aire. Comenzó a toser.

—No pienso salir de aquí. Si no envían a alguien, entraré yo.

El bombero, que a Rourke le resultaba conocido, se plantó frente a él.

—No puedo dejarle entrar.

La furia le dominaba con una fuerza irracional. Con un solo movimiento de brazo, apartó al bombero de su camino.

—¡Apártese! —rugió.

El bombero no dijo una sola palabra, se limitó a retroceder con los brazos en alto, al tiempo que le taladraba con la mirada.

—Escuche, estamos en el mismo bando. Ya ha visto cómo está la casa. No duraría ni treinta segundos aquí dentro. No creemos que haya nadie dentro, de verdad. Si hubiera alguien, ya habría salido o lo habríamos encontrado.

Rourke abrió los puños lentamente. Maldita fuera. Había estado a punto de golpear a ese tipo. ¿En qué demonios estaba pensando?

No estaba pensando, ése era precisamente el problema. Ése había sido siempre su problema. Necesitaba averiguar dónde estaba Jenny. En su mente se cruzaban todo tipo de posibilidades. Quizá estuviera en casa de Nina, su mejor amiga. ¿Pero a aquella hora de la noche? O quizá en casa de Olivia Bellamy. No, pensó inmediatamente, no tenían tanta relación. Maldita fuera, ¿estaría saliendo con alguien y él no lo sabía?

Y de pronto se le ocurrió. Por supuesto, tenía que estar allí.

—Maldita sea —dijo, y corrió hacia el coche.

Jenny estaba todavía fuera, en medio de la oscuridad, cuando un fogonazo azulado iluminó la noche. Aquella luz repentina no era algo previsible en medio de la noche. Oyó después las sirenas, y comprendió que se trataba de las luces de emergencia de un coche patrulla. El coche sonaba cada vez más cerca, como si estuviera en la manzana de al lado. Estaba siendo una noche muy agitada, pensó mientras se dirigía a la panadería. Pasó por la zona de trabajo, donde Zach continuaba colocando la masa en la cámara de fermentación.

Jenny estaba a punto de regresar al trabajo cuando oyó que llamaban a la puerta.

—Iré a ver quién es —les dijo a Zach y a Laura. Cruzó la cafetería, a aquella hora de la madrugada sólo estaba iluminada con el letrero de neón con forma de taza de café con humeante vapor.

El azul eléctrico de las luces del coche patrulla se filtraba por las ventanas de la cafetería. Jenny corrió el cerrojo a toda velocidad. La campanilla de la puerta tintineó y Rourke McKnight entró a grandes zancadas. El jefe de policía de Avalon tenía la imagen apropiada para el cargo: mandíbula cuadrada y perfectamente afeitada y hombros anchos y fuertes. Aunque era rubio y de ojos azules, la cicatriz que cruzaba su mejilla impedía que la suya pudiera ser considerada una belleza blanda.

—Tengo la sensación de que no vienes a tomar un café —dijo Jenny.

Probablemente aquéllas eran las primeras palabras que le dirigía desde hacía años.

Rourke la miró con una expresión sombría que le hizo preguntarse lo que se sentiría siendo su novia, formando parte de aquel grupo de mujeres cañón que parecían formar parte de su vida con cierta regularidad. ¿Pero para qué quería ella sumarse a un grupo de mujeres atractivas y sin cerebro?

Rourke la agarró del brazo.

—Jenny, estás aquí —dijo con ansiedad.

Muy bien, aquello comenzaba a ponerse interesante. Rourke McKnight le estaba agarrando del brazo y parecía querer abrazarla. ¿Qué demonios había hecho para merecer algo así?

—No podía dormir —contestó.

Observó la mano que Rourke posaba sobre la suya. Rourke y ella jamás se tocaban. No habían vuelto a tocarse desde...

Rourke pareció leerle el pensamiento y la soltó, al tiempo que señalaba con la cabeza hacia la puerta.

—Ha surgido un problema en tu casa, te llevaré hasta allí.

A pesar de la confusión mental que le provocaba el tranquilizante, Jenny sintió una inquietud profunda y visceral.

—¿Qué clase de problema?

—Tu casa está ardiendo —se limitó a contestar Rourke.

Jenny formó una «o» con la boca, pero no fue capaz de emitir ningún sonido. ¿Qué podía decir tras una frase como aquélla?

—Vamos —intervino Laura, tendiéndole la parka y las botas—. Llámame cuando sepas lo que ha pasado.

La artificiosa tranquilidad provocada por el medicamento no se alteró cuando Jenny entró en el coche patrulla que Rourke conducía los fines de semana. Ni siquiera le hicieron parpadear las luces, pero tenía todos los sentidos en alerta. Aquéllas eran las maravillas de la ciencia moderna.

—¿Qué ha pasado? —preguntó.

—La señora Samuelson ha llamado a los bomberos.

Irma Samuelson era vecina de los Majesky desde hacía años.

—Imposible —replicó Jenny—, ¿cómo va a estar ardiendo mi casa?

—Ponte el cinturón —le pidió Rourke.

En el instante en el que Jenny se abrochó el cinturón, salió disparado.

—¿Estás seguro de que no hay ningún error? —preguntó Jenny—. A lo mejor es otra casa.

—No hay ningún error. Lo he comprobado personalmente. Dios mío, pensaba que... Maldita sea.

¿Le temblaba la voz?

—Oh, no —musitó Jenny—. Rourke, ¿creías que estaba en casa?

—Es lógico darlo por sentado a estas horas de la noche.

Así que por eso la había agarrado con tanta fuerza. Había sido una reacción de alivio, puro y simple. Mientras se dirigían hacia la calle Maple, fue consciente del olor del interior del coche.

—Apesta a humo.

—Si no te importa pasar frío, puedes bajar la ventanilla.

—¿Pero de dónde sale ese olor a...? —se interrumpió—. Oh, Dios mío, has entrado en mi casa, ¿verdad? —se lo imaginaba batallando contra los bomberos para abrirse camino hacia la casa en llamas—. Has intentado rescatarme.

Rourke no contestó. No hizo falta que lo hiciera. Rourke McKnight siempre estaba rescatando a la gente. Para él era algo casi compulsivo.

—¿Te has dejado la cocina encendida? ¿Algún electrodoméstico?

—Por supuesto que no —replicó furiosa.

La pregunta la irritó porque le asustaba. Porque sabía que era posible que hubiera tenido algún despiste. Vivía sola y a lo mejor estaba comenzando a hacer cosas extrañas.

—¿Estás bien? —la voz de Rourke interrumpió sus pensamientos.

—¿Qué? —le preguntó, obligándose a bajar la mirada.

—¿Estás bien, Jenny?

—Acabas de decirme que mi casa está ardiendo. Supongo que en una situación como ésta nadie puede estar bien.

—Quiero decir...

—Ya sé lo que quieres decir. ¿Te parece que estoy nerviosa?

Rourke la miró de reojo.

—Me parece que estás bastante fría, teniendo en cuenta las circunstancias. Pero todavía no hemos llegado. Cuando el departamento de bomberos dice que toda la estructura está envuelta en llamas, ¿sabes lo que quiere decir? —le preguntó.

—No, yo...

Se interrumpió en medio de la frase cuando vio su calle al doblar la esquina. El corazón comenzó a latirle violentamente en el pecho.

—Dios mío.

Los dos extremos de la calle estaban cortados por la ambulancia y los equipos de bomberos. Las luces ambarinas de los triángulos resplandecían en medio de la noche. Los vecinos, con los abrigos puestos sobre el pijama, se concentraban en porches y jardines, mirando boquiabiertos hacia arriba, como si estuvieran viendo los fuegos artificiales del Cuatro de Julio. Pero no había sonrisas en sus rostros, y tampoco se oían exclamaciones de admiración.

Los bomberos rodeaban la casa, batallando contra las llamas que iluminaban los dos pisos del edificio.

Rourke detuvo el coche y salieron los dos. Los cristales de las ventanas del piso de arriba habían estallado uno tras otro, como si alguien hubiera disparado.

Aquellas ventanas daban al pasillo del piso de arriba, en el que colgaban las fotos de la familia, una viejo retrato de sus abuelos y unas cuantas fotos de la madre de Jenny, Mariska, una belleza de veinte tres años que había quedado paralizada en el tiempo desde el año en el que había desparecido. También había muchas fotografías de Jenny.

Cuando era niña solía corretear por aquel pasillo haciendo ruido, hasta que su abuela le pedía que se tranquilizara. A Jenny siempre le había gustado esa expresión: «tranquilízate». Cuando su abuela se lo decía, se llevaba las manos a la cabeza y comenzaba a silbar suavemente.

Le gustaba inventar historias sobre las personas que aparecían en la fotografías. Sus abuelos, que miraban a la cámara con la grave rigidez típica de los emigrantes recién salidos de la isla de Ellis, se convertían en estrellas de Broadway. Su madre, cuyos ojos enormes parecían guardar un delicioso secreto, era una espía que trabajaba para proteger al mundo y vivía tan escondida que no podía decirle ni siquiera a su familia donde estaba.

Alguien, un bombero, le estaba gritando a todo el mundo para que retrocediera, para que guardara la distancia de seguridad. Otros bomberos corrían alrededor de la casa con una pesada manguera al hombro. Sobre una de las escaleras desplegadas del coche de bomberos un hombre luchaba contra el fuego del tejado.

—Jenny, gracias a Dios —dijo la señora Samuelson corriendo hacia ella. Llevaba un abrigo de piel de camello, las botas y a Nutley, un tembloroso Yorkshire, en brazos—. Cuando he visto el fuego, pensaba que estabas dentro.

—Estaba en la panadería —le explicó Jenny.

—Señora Samuelson, ¿ya le han tomado declaración?—le preguntó Rourke.

—Sí, pero yo...

—Discúlpenos un momento.

Rourke agarró a Jenny de la mano y la condujo a la parte de atrás del coche patrulla. Allí, un hombre estaba dando órdenes a través de un walkie-talkie mientras otro retransmitía las mismas órdenes por un megáfono.

—Jefe, ésta es Jenny Majesky —dijo Rourke, sin soltarle la mano.

—Señorita, siento mucho lo de su casa —dijo el jefe de bomberos—. Hemos llegado ocho minutos después de haber recibido la llamada, pero ya no hemos podido hacer nada. Estas casas tan antiguas tienden a arder muy rápido. Estamos haciendo todo lo que podemos.

—Eh... gracias, supongo —no tenía la menor idea de lo que se podía decir cuando la casa de uno estaba ardiendo.

—Sus vecinos dicen que no tiene mascotas.

—Y es cierto.

Sólo tenía las violetas africanas y las macetas del invernadero. Sólo todo su mundo, todo lo que poseía, pensó Jenny. A pesar de toda la ropa que llevaba encima y del calor de las llamas, estaba temblando.

Sintió entonces algo cálido y pesado alrededor de los hombros. Tardó varios segundos en darse cuenta de que era una manta de primeros auxilios. Y los brazos de Rourke McKnight, que permanecía tras ella, estrechándola contra él y rodeándola con los brazos como si quisiera protegerla de cualquier daño.

Con una extraña sensación de rendición, se reclinó contra él, como si fuera incapaz de aguantar su propio peso. Cerró los ojos un instante, protegiéndolos del humo. Sentía el calor del fuego en la cara. Pero el olor acre del humo le provocaba náuseas y la hacía imaginarse todo lo que había en el interior de la casa siendo devorado por las llamas. Abrió los ojos y observó con atención.

—Está destrozada —musitó, y volvió la cabeza hacia Rourke—. Todo ha desaparecido.

Un hombre con una cámara, probablemente el fotógrafo del periódico local, permanecía en la parte de atrás de su furgoneta, fotografiando la escena. Rourke tensó el brazo a su alrededor.

—Lo siento, Jen. Me gustaría poder decirte que te equivocas.

—¿Y qué pasará ahora?

—Se abrirá una investigación para conocer la causa —le explicó—. Y el seguro te pedirá un inventario de todo lo perdido.

—Me refiero a ahora mismo, durante los próximos veinte minutos. La próxima hora. De aquí a unas horas, apagarán el fuego, pero, ¿y después, qué? ¿Tendré que volver a la panadería y dormir debajo de mi escritorio?

Rourke inclinó la cabeza. Tenía la boca tan cerca de la oreja de Jenny que ésta podía oírle por encima del rugido del fuego. Sentía también su cuerpo inclinado sobre ella.

—No te preocupes por eso —le dijo—. Yo me aseguraré de que tengas donde dormir.

Le creyó, por supuesto. Y tenía buenas razones para ello. Conocía a Rourke McKnight desde hacía más de media vida. A pesar de sus problemas personales, a pesar del sentimiento de culpa y del dolor de corazón que en otro tiempo se habían provocado y del enorme abismo que se había abierto entre ellos, Jenny siempre había sabido que podía contar con él.