Siete
3 de julio de 1988
Querida mamá, esta mañana he estado trabajando en el mostrador, para que Laura pudiera poner al día la contabilidad. Cuando era pequeña, me sentía muy importante subida al taburete detrás de esos exhibidores de cristal mientras la gente intentaba decidir lo que quería. ¿Un donuts o un kolache? ¿Un pastel de crema o uno de chocolate? Supongo que podría decirse que me daba cierta sensación de poder tener algo que la gente parecía desear tanto.
Esta mañana ha pasado por la panadería la familia Alger. El señor y la señora Alger y su hijo, Zach, que es tan guapo como los niños que salen en los anuncios. Tienen una casa enorme en la carretera del río y cambian de coche cada año.
Me han hecho sentirme incómoda por varias razones. Las tres primeras son:
Son una familia totalmente normal y tan tradicional que me hacen sentirme como un monstruo porque nuestra familia no es nada tradicional.
El señor Alger siempre me está preguntando que si me acuerdo de ti, aunque en el pueblo todo el mundo sabe que yo era muy pequeña cuando te marchaste. Probablemente me encerrarían en un psiquiátrico si la gente se enterara de todo lo que hablo de ti en el diario y de todas las cartas que te escribo. Aunque a lo mejor no. Al fin y al cabo, Anna Frank le llamaba a su diario «mi querido gatito», así que a lo mejor no es tan raro que yo le llame al mío «querida mamá».
A la señora Alger le doy pena y ni siquiera intenta disimularlo. Yo lo odio. Odio que la gente me vea como una pobre huérfana y se compadezca de mí.
En cuanto se han ido, les he dicho a la abuela y a Laura que quería acompañar al abuelo a hacer el reparto de la tarde. Tenía que salir de la panadería. Porque a veces el calor y el olor a dulce de la panadería me hace sentirme segura. Pero otras veces, como hoy, ese mismo olor me parece tan agobiante que me resulta difícil respirar.
—Qué bonito día de verano —dijo Laura—. Deberías salir a tomar un poco de aire fresco.
Laura siempre me comprende. Dice que para mí es como una segunda mamá, pero eso no es verdad. Para tener una segunda mamá, necesitaría tener antes una primera, y no la tengo. Le digo a la gente que trabajas como espía para el gobierno y que por eso tienes que estar escondida. Cuando era pequeña pensaba que me creían, pero ahora sé que piensan que te marchaste para no volver nunca porque no querías criar tu sola a una niña. ¿Pero sabes? No soy una niña que dé muchos problemas. Eso puedes preguntárselo a cualquiera.
Como hoy. Al abuelo le ha hecho mucha ilusión que le acompañara a hacer el reparto. Ya ha dejado de trabajar en la fábrica de cristales de Kingston. Por culpa del ruido que había en esa fábrica ahora es un poco duro de oído. Desde que se ha jubilado ayuda en la panadería y cada vez que tiene oportunidad va a pescar al lago Willow. Es amigo del señor Bellamy, el propietario del lago y del campamento Kioga.
La pesca es la gran pasión del abuelo y la disfruta durante todo el año, incluso en medio del invierno, cuando tiene que caminar sobre la superficie helada del lago y hacer un agujero en esa capa de hielo de más de treinta centímetros para poder pescar. A veces tiene que pedir prestada una moto de nieve porque las carreteras están cortadas. Pero dice que le gusta sentir que está solo en medio de ninguna parte.
A veces le acompaño, pero para mí pescar es ABURRIDO, así con letras mayúsculas. Tienes que sentarte, esperar a que un pez muerda el anzuelo, sacarlo del agua, llevarlo a casa, filetearlo y comértelo. ¿Pero para qué tomarse tantas molestias cuando bastaría con sacar una lata de atún de la despensa y comértela cuando te apetezca?
Cuando le digo eso al abuelo, se echa a reír y me dice mój misiaczku, que supongo ya sabes que significa «mi osito» en polaco. Él dice que pescar no es sólo sacar un pez del agua. Dice que es algo que te ayuda a disfrutar del silencio, o algo así. En polaco suena mejor. Ésa es una de las cosas más curiosas del abuelo. Cuando habla en inglés, suena como Yoda. De verdad. Y con esa cabeza que tiene, a la que sólo le quedan cuatro pelos, parece Yoda de verdad.
Así que intento no hablar mucho cuando me lleva a pescar. La mayor parte del tiempo lo dedico a soñar despierta. Me gusta imaginarme que me voy a una gran ciudad, me convierto en una famosa escritora y un buen día, mientras estoy firmando los libros a mis lectores, como si fuera Judy Blume o R.L. Stine, levanto la mirada y descubro que estás tú allí, con la misma cara con la que apareces en las fotografías. Y sonríes de una forma que me demuestra que estás muy orgulloso de mí.
Yo ni siquiera tengo que preguntarte que dónde has estado durante todos estos años, porque, al fin y al cabo, es como un sueño y como sé que en realidad no hay ninguna explicación ni ninguna excusa, no tengo por qué sacar el tema. Después nos vamos a tomar un refresco o un batido, nos vamos de compras y disfrutamos de un día perfecto.
Cuando estamos pescando, el abuelo también piensa en ti, pero no como yo. Él piensa en el pasado, en cuando vivías con ellos. Me cuenta que te gustaba pescar tanto como a él y que incluso cuando ya eras mayor y yo había nacido, continuabas acompañándole a pescar.
Un día me dijo que tú te preparabas tus propios plomos en la cocina, fundiendo el plomo en la cocina, que tiene un punto de ebullición bajo, eso lo sé porque lo hemos estudiado en clase de Química, y echándolo después en unos moldes con forma de pirámide mientras oías la radio.
Y fue entonces cuando empecé a acordarme de ti. En realidad, no era un verdadero recuerdo, a lo mejor sólo me acuerdo de eso porque el abuelo me lo ha contado muchas veces. El caso es que estoy en la cocina, sentada en la mesa de madera de pino y tú estás cerca de los fogones, cantando una canción que suena en la radio. Sé incluso qué canción es porque es la canción de Jenny, en realidad se titula 867-5390/Jenny, una canción de Tommy Tutone.
Jenny es un nombre que me gusta, aunque sé que el hombre que escribió esa canción lo encontró en la pared de un cuarto de baño.
Pero en realidad es una canción muy alegre, y me acuerdo muy bien de ti, con el pelo sujeto por una pinza, con uno de los delantales del abuelo y cantando mientras preparas los plomos.
En mi recuerdo, de pronto aparece la abuela y te regaña por estar utilizando una de sus cazuelas nuevas. Dice que ya no va a poder utilizarla porque la has contaminado con el plomo.
Te recuerdo riéndote, recuerdo las chispas de alegría de tus ojos mientras le contestas a la abuela que tiene un montón de cazuelas, pero que de todas formas, le comprarás otra. Después, recuerdo que me levantaste en brazos y te pusiste a bailar conmigo alrededor de la cocina mientras continuaba sonando esa canción en la radio.
Creo que ése es el último recuerdo que tengo de ti. No sé si es del todo real o si me lo he inventado, pero sí sé que los plomos están todavía en el cesto de pesca del abuelo. Nunca los utiliza. Prefiere usar perdigones porque dice que los que tú hiciste pesan demasiado y además, no quiere perderlos.
Como si al conservar algo que tú hiciste fuera más fácil que volvieras.
Hoy el abuelo ha tenido que ir a hacer el reparto al campamento Kioga, En verano son nuestros mejores clientes porque tienen cientos de niños. Hoy ha hecho uno de esos días de cielo azul, perfecto, y yo estaba encantada de poder ir a hacer el reparto con el abuelo, en vez de tener que quedarme encerrada en la cafetería. En el campamento, mientras él ha entrado a llevar las bandejas, yo me he quedado escuchando la radio. El abuelo había sintonizado una emisora en la que se pueden escuchar canciones antiguas. ¿Y sabes la que han puesto? 867-5309/Jenny.
Yo lo he interpretado como una señal.
Pero debía ser una señal negativa porque de pronto han aparecido tres chicos y se han puesto a robar en la parte de atrás de la furgoneta. Al principio, cuando los he visto, no sabía cómo reaccionar. Nunca me habían robado. Me ha parecido repugnante. Era como si estuvieran haciéndome algo directamente a mí. Hasta pensarlo me asquea.
También siento tener que decirte que me he asustado mucho. He estado a punto de deslizarme hasta el suelo de la furgoneta y esperar a que terminaran de robarlo todo y se marcharan.
Sí, lo admito, he pasado mucho miedo. Qué ridículo.
En la asignatura de Ciencias Sociales hice un trabajo sobre Eleonor Roosvelt en el que incluí algunas de sus citas más famosas. Una de ellas decía: «ganamos fuerza, valor y confianza en nosotros mismos con las experiencias que nos obligan a mirar al miedo de frente».
Y cuando estaba ahí sentada, completamente paralizada mientras esos niños me robaban todo lo que llevaba en la furgoneta, me acordé de esas palabras. Y me he dicho algo así como, «sí, Eleanor, puede que tengas razón, pero no creo que salga muy bien parada de ésta».
A punto he estado de tener razón. Estos matones, que eran los típicos niños ricos de pelo rubio y dientes perfectos, han empezado a hacer algo que... algo que no esperaba. Se han reído de mí porque tenía que trabajar para una panadería. Después me han rodeado, pidiéndome que les diera un beso y diciéndome que estaban seguros de que podía hacer algo más que besarles.
El que llevaba la voz cantante me ha empujado contra la furgoneta para intentar besarme. Y aquí viene lo más extraño. Yo pienso constantemente en lo que se sentirá al besar a un chico. Mis amigas y yo hablamos constantemente de eso y practicamos dándonos besos con la almohada, así que para mí tampoco es que tenga mucho misterio.
Pero no ha sido un beso romántico, ni divertido, ni se ha parecido nada a todo lo que yo había imaginado.
Preferiría que me hubiera dado una patada en el trasero.
Me gusta pensar que me he resistido, pero la verdad es que no ha sido eso exactamente lo que ha pasado. Lo que ha pasado ha sido que... ha venido alguien a rescatarme.
Y la verdad es que yo odio que hayan tenido que rescatarme.
En realidad es otra forma de sentirme impotente. Primero, me he sentido impotente porque ese estúpido estaba intentando besarme, y después me he sentido impotente cuando ha aparecido ese otro chico y ha empezado a pegar a esos tres idiotas. En medio minuto les tenía suplicando. Y yo, durante la pelea, lo único que he hecho ha sido mirar, como esas chicas estúpidas que aparecen en las películas para adolescentes. Mirar y morderme las uñas. No sé cómo he podido ser tan estúpida.
Si me hubiera visto a mí misma en una película, me habría gritado: «¡No te quedes ahí sin hacer nada! ¡Ayúdale, haz algo!».
Ha sido lamentable, yo sin hacer nada y ese pobre chico peleando como una fiera. Me resulta difícil describirlo, pero ha sido como si me quedara completamente paralizada al verle pelear. Ha tirado al más grande de los tres chicos como si fuera un pedazo de carne. Cuando he bajado la mirada, he visto gotas de sangre en mis piernas y en mis pies.
Al final, he conseguido decir algo: «ya basta», y después otras dos palabras: «ya es suficiente».
No debería haber funcionado, pero lo ha hecho. El chico ha levantado las manos y se ha apartado del otro que estaba intentando besarme.
Después, los tres ladrones han salido corriendo como gatos escaldados.
Yo me he quedado mirando al chico que me había rescatado. He dicho rescatado, pero no sé si es eso lo que ha hecho de verdad. He seguido mirándolo como si fuera algo que pudiera explotar nada más tocarlo. Estaba sudando, tenía el rostro sonrojado, pero casi como por arte de magia, ha descendido la calma sobre él. El azul de sus ojos ha perdido el fuego y también ha desaparecido su sonrojo.
Yo me he quedado mirándolo fijamente, moviendo la boca como si fuera una trucha fuera del agua. Porque al verlo quieto, he podido darme cuenta de que ese chico no era un chico vulgar y corriente. Era un chico increíblemente guapo, como un actor de cine de esos que aparecen en las portadas de las revistas. Parecía totalmente diferente a aquel chico furioso que se había deshecho de los otros.
Él también me miraba fijamente. Me miraba a los ojos, y creo que también a la boca. A los dos nos ha entrado vergüenza al mismo tiempo y hemos empezado a movernos nerviosos. Y cuando por fin ha comenzado a funcionar de nuevo mi cerebro, he sacado el botiquín de primeros auxilios.
Entonces me he enterado de que se llama Rourke McKnight. Probablemente crea que no volveré a hacer el reparto con el abuelo, pero se equivoca de medio a medio. Pienso volver cada vez que tenga oportunidad. Porque él está allí. Me gustaría que estuvieras aquí, mamá, porque de estas cosas no puedo hablar con la abuela. Al hablar con ese chico, me he sentido extraña. Estaba nerviosa, pero era una sensación agradable. A lo mejor debería haber seguido hablando con él para intentar averiguar a qué se debía esa sensación, pero entonces ha aparecido ese otro chico, Joey Santini, el mejor amigo de Rourke.
Y mientras los miraba, tenía la sensación de que aquello no podía estar sucediéndome a mí. Los dos eran guapísimos, sobre todo Joey, que tiene los ojos más grandes, más oscuros y más bonitos que he visto en mi vida. Ha empezado a contar historias para impresionarme, y a mí me ha parecido un gesto de lo más dulce. Rourke no es dulce en absoluto, pero, por alguna razón, es él el que me hace sentirme como si tuviera mariposas en el estómago.
En cualquier caso, estoy deseando contárselo a Nina. Se va a morir de envidia cuando se entere de que acabo de conocer a los dos chicos más guapos del campamento Kioga. Mejor dicho, a los dos chicos más guapos del planeta.
La mejor amiga de Jenny era Nina Romano. Se habían conocido en el primer curso del colegio. Nina era casi un año mayor que Jenny, pero iban al mismo curso. Según Nina, porque su madre se había olvidado de matricularla un año en preescolar; eran una familia de nueve hermanos y se le había pasado el plazo. La cuestión era que Nina se esforzaba mucho en el colegio y al ser de una familia tan numerosa, nadie le ayudaba con los deberes. La señora Romano solía aparecer en la panadería a última hora del día, quince minutos antes de que cerraran. Sabía exactamente el momento en el que rebajaban a mitad de precio el pan sobrante del día.
A Jenny le había bastado mirar a los ojos amables e inquisitivos de Nina para darse cuenta de que eran almas gemelas. Se habían hecho amigas íntimas y pasaban mucho tiempo la una en casa de la otra. A Nina le encantaba la tranquilidad de la casa de Jenny. Cuando estaban jugando, se paraba de pronto y decía «puedo oír el tic-tac del reloj», en tono de reverenciado asombro.
Jenny, en cambio, disfrutaba del ruido y el caos de la casa de los Romano. Cuanto más crecían los hermanos, más ruidosos y bulliciosos eran. Siempre había alguien gritándole al otro. Jenny adoraba la pasión y la vida que encontraba en aquella casa. Le fascinaba la capacidad de los hermanos para discutir por cualquier cosa.
—Daría cualquier cosa por tener una hermana.
—Tienes suerte de no tenerla —respondía Nina, frotándose la cabeza porque su hermana mayor acababa de tirarle del pelo—, y de no tener hermanos tampoco.
En una ocasión, Carmine, su hermano mayor, le había robado el diario y lo había leído por la megafonía del colegio, aprovechando que era el encargado de leer los recados de la mañana. En realidad, a Jenny le encantaría que su diario secreto fuera divulgado por los altavoces del colegio, pero, por supuesto, no lo decía.
Un verano, en uno de esos días que los adultos decían que eran abrasadores, Nina y Jenny se habían encontrado sin nada que hacer. Habían ido entonces a la panadería, algo que a Nina le gustaba tanto que a Jenny también le hacía sentirse especial, aunque en realidad, para ella la panadería era algo tan normal como su propio dormitorio. Para sorpresa de Jenny, habían encontrado a media docena de niñas en la cocina, todas ellas alineadas frente a uno de los mostradores. Laura Tuttle les había explicado que aquél era el día de la familia en el campamento Kioga. Los padres de todos los niños iban de visita y el campamento organizaba salidas especiales, como visitas a la panadería. Al parecer, a la gente le resultaba fascinante el proceso de la creación del pan.
Todas las niñas iban vestidas con pantalones cortos de color rojo y camisetas grises. Las madres, todas ellas con blusas de un blanco inmaculado, sin mangas, y los padres con camisetas de golf y pantalones bermudas. Cada una de las niñas llevaba una tarjeta en el pecho en la que ponía: «hola, me llamo...», seguido de lo que para Jenny eran nombres de niñas ricas: Ondine, Jacqueline, Brook, Blythe, Garamond, Dare y Lolly.
—Hola, somos Los polluelos —le estaba diciendo la alegre monitora «mi nombre es... Buffy» a Laura—. Eso significa que estamos en el grupo de ocho a once años. Y también que hemos hecho las excursiones más divertidas de todo el campamento, ¿verdad, polluelos?
Las niñas rieron en respuesta.
Jenny y Nina tuvieron que llevarse la mano a la boca para no estallar en carcajadas. Una niña gordita y rubia se quedó cerca de Jenny mientras el resto del grupo inspeccionaba la panadería.
—Hola, Olivia —la saludó Jenny, aunque observó que en la tarjeta decía llamarse Lolly.
Alzó la mirada hacia el hombre de aspecto serio que permanecía junto al resto de visitantes. Tenía el pelo rubio, los ojos claros y parecía estar deseando salir inmediatamente de allí. La niña miró a su padre de reojo y le susurró a Jenny:
—Mis padres se van a divorciar.
—Lo siento mucho —contestó Jenny sin saber qué decir. A veces, los niños eran capaces de contar sus secretos a perfectos desconocidos, al igual que ella los escribía en su diario—. Toma una galleta, Olivia.
Laura dio un par de palmadas para reclamar la atención de todo el mundo.
—Yo soy la señora Tuttle —dijo—, ahora os enseñaré la panadería y después podréis probar nuestras galletas.
Aburridas, Jenny y Nina se sirvieron una limonada, salieron a la puerta de la panadería y desde allí estuvieron observando a los padres de los niños del campamento. Ellos no llevaban uniformes, como sus hijos, pero todos iban vestidos con ropa de aspecto muy caro, aunque ligeramente arrugada, como si hubieran pasado horas intentando conseguir aquel aspecto informal. Por todo el pueblo se veían niños acompañados por sus padres.
Jenny vio inmediatamente a Rourke McKnight, estaba solo, y estaba mirándola directamente a ella.
Muy bien, se dijo Jenny. ¿Qué tenía que hacer? Había llegado el momento de tomar una decisión. Podía fingir que no le había visto. O podía comportarse como si fuera su amiga.
—Ven —le dijo a Nina—. Hay alguien a quien quiero que conozcas.
A lo mejor podía salir ella con Rourke y Nina con Joey y ser los cuatro amigos para siempre. Sería maravilloso. Pero seguramente Nina no tenía ningún interés en aquella propuesta. Tenía un novio secreto que estudiaba en un instituto del pueblo de al lado. Tenía que mantenerlo en secreto porque sus hermanos le arreglarían la cara si se enteraran, puesto que la consideraban demasiado pequeña como para tener un novio.
Jenny intentó averiguar quiénes podían ser los padres de Rourke. A diferencia de los otros niños del campamento, él no estaba haciendo de guía de nadie. A lo mejor sus padres no habían ido y se alegraba de ver un rostro conocido. Con Nina tras ella, se acercó a él y le saludó. Era increíble, pero no se sentía capaz de decir nada. Rourke le pareció incluso más guapo que la primera vez. Tenía el rostro bronceado y el pelo más rubio todavía. Aunque ya casi había sanado, todavía se notaba la cicatriz de la mejilla.
—Hola —le saludó él—. Sólo estaba...
—¡Rourke, eh, Rourke! —Joey se unió a ellos sonriendo de oreja a oreja, a diferencia de Rourke, que lo hacía con recelo—. Hola, Jenny —la saludó sin ningún rastro de timidez—. Éste es mi padre, Bruno Santini.
Jenny le saludó y le presentó a Nina.
El señor Santini no parecía como los otros padres. Era un hombre alto y fuerte, de pelo oscuro, y miraba a Joey con un inmenso cariño. Al verlos, Jenny sintió una punzada de envidia.
—Así que habéis hecho amigos —dijo el señor Santini, apretando el hombro con cariño a su hijo—. Buen trabajo, hijo.
—Esa es la panadería de la familia de Jenny —le explicó Joey—. Y la madre de Nina dirige la cocina del comedor.
—Y hay que reconocer que te están alimentando muy bien —contestó el señor Santini sonriendo de oreja a oreja—. Mi madre solía decir que una buena comida es más importante que una vida larga.
Rourke estaba muy callado, manteniéndose ligeramente al margen. Él miraba a Joey no con envidia, sino con un afecto sincero. Jenny sabía que apreciaba a Joey tanto como ella a Nina. Pero de pronto, bajo la atenta mirada de Jenny, la expresión de Rourke cambió, sus ojos se tornaron duros y fríos. Siguió la dirección de su mirada y se fijó en la atractiva pareja que se dirigía hacia ellos. Eran sus padres, seguro. Su padre era un hombre alto y delgado, con el pelo ligeramente canoso a la altura de las sienes. La madre llevaba un vestido de color caqui y unos zapatos inconfundiblemente caros. Rourke tenía el pelo y los ojos idénticos a los de su madre.
Hicieron las presentaciones, mucho más formales en aquella ocasión. Jenny apenas abrió la boca, pero Nina bombardeó a los McKnight con todo tipo de preguntas. Así era ella, una chica curiosa y valiente. Quiso saber dónde vivían y en qué trabajaban el señor Santini y el señor McKnight. Cuando el padre de Rourke contestó que en la asamblea estatal, Nina se llevó la mano a la frente.
—Pero si es el senador Drayton McKnight, ¡claro! —exclamó.
Jenny jamás había oído hablar de Drayton McKnight. ¿Quién, sino Nina, podía saber una cosa así? Nina estaba obsesionada con la política y aspiraba a convertirse ella misma en política algún día. Conocía a todos los cargos del gobierno, desde el último funcionario al presidente de los Estados Unidos.
Pero era evidente que a Rourke no le hacía ninguna gracia la perspectiva de ser hijo de un senador.
—Será mejor que nos vayamos.
Jenny y Joey intercambiaron una mirada y no hizo falta que se dijeran nada más. Los dos eran iguales, los dos descendían de una familia de inmigrantes. Los ojos de Joey brillaron al despedirse de ella. Después de que aquellos chicos hubieran intentando besarla, Jenny se había jurado no querer saber nada de besos, pero al mirar a Joey y a Rourke, estaba dispuesta a reconsiderar su decisión.
Uno de los monitores tocó un silbato y Rourke le dio un codazo a su amigo.
—Vamos.
—Nos veremos por aquí —les dijo Joey.
Cuando sus padres se los llevaron, Nina soltó un grito de alegría y se llevó la mano al corazón.
—Dios mío, tenías razón. Es guapísimo.
—¿Cuál de los dos?
—Buena pregunta. Los dos son muy guapos, pero Joey se parece demasiado a mis hermanos.
Era verdad. Joey podría haberse hecho pasar por un miembro de la familia Romano. En cambio, Rourke era tan rubio y aristocrático como un príncipe encantado.
—De todas formas no importa —añadió Nina—, porque la que le gustas eres tú.
Jenny se puso roja como la grana.
—Estás loca.
—No lo niegues, ya sé que lo sabes. Y a eso habría que añadir que también Joey está loco por ti.
Jenny sentía una inmensa alegría por dentro, pero estaba avergonzada. Todo ese asunto de los chicos era maravilloso y terrible a la vez.
—En primer lugar, te equivocas. Y, en segundo lugar, como les digas una sola palabra a cualquiera de ellos, diré en la panadería que eres diabética y jamás en tu vida volverán a darte nada.
—No te atreverías —replicó Nina, muy digna.
Jenny puso los brazos en jarras.
—Ponme a prueba.
—Ese chico está loco por ti —insistió su amiga.
Jenny volvió a ruborizarse. Le gustaban los dos, Rourke y Joey. Joey porque era guapo y sociable y se parecía mucho a ella, y Rourke porque era un chico atractivo, misterioso y quizá también un poco problemático.
Cuando lo miraba sentía que algo le apretaba en el corazón. Todo ese asunto de los chicos era bastante complejo, decidió. A lo mejor era hasta una suerte que los dos vivieran en otra parte. En cuanto se acabara el verano, se marcharían y ya no tendría que preocuparse por cuál de ellos le gustaba.
Después de aquel verano, Jenny esperaba ansiosa la llegada de los campistas cada año, para ver si Rourke McKnight iba al campamento una vez más. Y Rourke repetía cada año su visita, siempre más alto y rubio que el año anterior. Joey apenas cambiaba. Siempre estaba riéndose y miraba a Jenny de una forma que, aunque le resultaba un tanto embarazosa, también le hacía sentirse muy especial. Rourke era más callado y cuando la miraba, Jenny no se sentía especial, sino que se sentía... inquieta.
El tercer verano, Rourke le dijo que aquél sería el último que irían Joey y él al campamento. Era la víspera del Cuatro de Julio. Ella había ido a repartir el pan al campamento y se había escapado con Rourke al verlo. Cuando éste le dio la noticia, Jenny reaccionó de una forma extraña. Por una parte, sentía una inmensa desilusión al saber que no volvería a verlo, pero, por otra, el corazón le dio un vuelco porque lo primero que pensó fue que si quería que Rourke le diera un beso, sería mejor que actuara rápido porque se le estaba acabando el tiempo.
Llevaba dos veranos esperando aquel momento.
Miró a su alrededor. Estaban solos porque estaba lloviendo y la mayor parte de los campistas estaban en las cabañas o en el pabellón principal, haciendo trabajos manuales o jugando a juegos de mesa. Ellos se refugiaron de la lluvia bajo la terraza del pabellón.
—No me puedo creer que éste sea el último verano que vienes al campamento —dijo Jenny.
Dio un paso hacia él y fijó la mirada en su boca, utilizando el lenguaje no verbal que explicaban en la revista Adolescente.
Rourke se movió incómodo sobre sus pies. Sí, pensó Jenny, lo sabía. Jenny dio otro paso, cerrando el espacio que los separaba. Intentó algo más: se humedeció los labios con la punta de la lengua, otra de las pistas que daban en la revista.
—Sí —dijo Rourke, adorablemente sonrojado—, pero volveremos. Como monitores. El señor Bellamy nos ha invitado a trabajar en el campamento el verano que viene.
Oh. A lo mejor había llegado el momento de retroceder. No lo hizo, pero Rourke parecía tan ajeno a sus intenciones que no sabía cómo proceder, así que se limitó a darle un abrazo.
—Me alegro mucho, Rourke. Me alegro mucho de saber que vas a volver.
Durante un instante mágico, que duró menos incluso que un latido del corazón, Rourke le devolvió el abrazo y durante esa décima de segundo, Jenny se sintió como si estuviera tocando el cielo. Rourke se separó rápidamente de ella.
—De todas formas —continuó diciendo en un tono que indicaba que no le había afectado en absoluto el abrazo—, estoy seguro de que mi padre se pondrá hecho una furia y no me dejará venir. Querrá que dedique mi tiempo a algo más productivo, como le gusta decir a él.
—¿Eso significa que no vas a volver?
—No, eso significa que tendré que pelearme con él para salirme con la mía. Siempre es igual —fijó la mirada en la cortina de lluvia que caía sobre el lago.
—¿Discutís mucho? —le preguntó ella.
Rourke se encogió de hombros.
—Intento plantarle cara. Es un hombre muy mezquino.
Jenny intentó adaptar aquella respuesta a la imagen que tenía de la familia McKnight. Al igual que todo el mundo, consideraba que encarnaba la imagen perfecta del sueño americano.
—Tienes suerte de tener padre —le dijo.
—Sí, claro —se burló él.
—A veces, yo deseo tener un padre con todas mis fuerzas, aunque sea un hombre mezquino —replicó.
—Entonces es que estás loca.
—No, no es verdad. Una vez me mordió un perro, y la razón por la que era tan agresivo era que lo maltrataban.
—Un perro no sabe lo que hace.
—Lo único que estoy diciendo es que a lo mejor hay alguna razón para que tu padre sea como es. Cuando a la gente le hacen daño, a veces se vuelve mala.
O, sencillamente, se asusta y sale corriendo. Ella pensaba que quizá era eso lo que le había pasado a su madre.
Rourke la miró y Jenny vio en sus ojos la llama del genio que a veces exhibía. Era una pena, pensó. Así no iba a conseguir nada.
—¿Cómo hemos llegado a este tema? —le preguntó—. Yo, lo único que quería era... —vaciló. ¿Podría decirlo? ¿Sería capaz de decírselo?—. Quiero que me beses. Sigo queriendo que me beses.
De la garganta de Rourke escapó una especie de gemido.
—No, no quieres que te bese —y se alejó de allí a grandes zancadas, caminando bajo la lluvia sin inclinar siquiera la cabeza.
Jenny se sintió estúpida. Los ojos se le llenaron de lágrimas. Odiaba a Rourke McKnight. Lo odiaría siempre. Con aquella idea en la cabeza, esperó a que cesara la lluvia y fue después a ayudar a su abuelo. Cuando terminaron el reparto, el sol había vuelto a salir y un arco iris cruzaba el lago Willow.
Jenny regresó a la furgoneta y encontró a Joey esperándola con una sonrisa. Pasaron unos minutos hablando y riendo de nada en concreto y Jenny le presentó a su abuelo.
Su abuelo sonrió mostrando su aprobación y Joey le estrechó la mano y dijo todo tipo de cosas que podían gustarle a su abuelo, como que le encantaban los dulces de sirope.
Jenny agradeció inmensamente su actitud. Joey le hacía sentirse feliz, valorada, y jamás parecía a punto de explotar. Se sentía muy cómoda a su lado. Cuando estaba con él, no se sentía torpe o estúpida, nunca le entraban ganas de llorar.
A la noche siguiente, Nina fue al campamento Kioga para ver los fuegos artificiales sobre el lago. Y Joey hizo el primer movimiento. Estaban sentados un grupo de chicos sobre una manta, en la orilla del lago y él presionó su hombro contra el suyo y le susurró al oído:
—Quiero que seas mi novia.
Jenny no supo qué decir. No sabía si quería ser la novia de Joey o no. Y mientras Joey continuaba acercándose a ella, volvió la mirada hacia Rourke. Éste permanecía con los pulgares en las presillas del pantalón, mirándola de forma extraña. Jenny intentó preguntarle con la mirada si había alguna oportunidad para ellos. Pero, o bien Rourke no entendió el mensaje, o no le importó. Entonces, Jenny vio que deslizaba el brazo por la cintura de una chica y le susurraba algo al oído.
Rourke esperaba que hubiera funcionado. Había pasado casi toda la noche con aquella risitas. No podía recordar su nombre, pero la necesitaba. No sabía qué otra cosa podía hacer. Jenny estaba empezando a enamorarse de él. Él se había enamorado de ella mucho tiempo atrás, pero no podía permitir que eso ocurriera. Sabía que a Joey también le gustaba, le había gustado desde el primer día, y Rourke no pensaba hacerle a su amigo una jugada. Así que quería que Jenny pensara que era un mal nacido, algo en lo que su propio padre estaría de acuerdo. De esa forma conseguiría dejar de gustarle y comenzaría a hacer caso a Joey, que era lo que se suponía que tenía que ocurrir. Joey se la merecía, todo lo contrario que él. Él sí sabía cómo tratar a una chica como Jenny, sin embargo, estaba seguro de que Joey no se sentía como si alguien hubiera encendido un fuego dentro de él, un fuego tan intenso que podría consumirlos a los dos.
Durante el resto del verano, se aseguró de que Jenny le viera siempre con alguna chica. Sólo para recordarle que era un auténtico canalla, y que estaría mucho mejor con Joey.
COMIDA PARA PENSAR de Jenny Majesky
Bizcocho feliz
Apuesto a que hay algo en lo que nunca os habéis fijado. Pero en cuanto os lo diga, no volverá a pasaros por alto nunca más. Una panadería es un lugar feliz. Piensa en ello. ¿Cuándo has entrado en una panadería y te has encontrado a una persona de mal humor? Sencillamente, es algo que no ocurre jamás. Las personas que están detrás del mostrador están contentas. Los clientes también. Incluso los olores y los sonidos de una panadería parecen inspirar felicidad. Estoy convencida de que si alguien hiciera un estudio en una panadería, encontraría una gran cantidad de feromonas. Una de las recetas más felices del arsenal de mi abuela es ésta. En realidad es un bizcocho de harina, azúcar y mantequilla, pero mi abuela le inventó un nombre a partir del original, Szczessliwe ciastko. Como ya habréis podido imaginar, significa algo así como «bizcocho feliz». Este bizcocho se distingue por su color amarillo y por el hecho de que es imposible comerte una porción sin sentirte inmensamente feliz.
Bizcocho feliz
3 tazas de harina
½ docena de huevos
½ kilo de mantequilla sin sal
½ kilo de azúcar
2 cucharaditas de vainilla
½ cucharadita de sal
½ taza de leche fermentada
½ cucharada de bicarbonato de soda
Precalentar el horno a ciento setenta grados, engrasar y espolvorear con harina el molde. Batir la mantequilla hasta que adquiera una textura ligera y añadir gradualmente el azúcar, la vainilla y los huevos, uno a uno. Cuando se hayan mezclado todos los ingredientes, añadir la leche fermentada, continuar removiendo e incorporar después los ingredientes secos. Verter la masa en el molde y hornear durante una hora y veinte minutos aproximadamente, hasta que cuando pinchemos el bizcocho con un cuchillo, saquemos la hoja limpia. Dejar que el bizcocho se enfríe durante quince o veinte minutos, sacarlo del molde y servirlo a temperatura ambiente con fruta o crema de limón. Con esta receta se obtienen unas doce raciones.