Dieciocho
—ESTÁS cometiendo un gran error —le advirtió Rourke—. Estás huyendo, en vez de quedarte aquí a esperar.
Jenny no se atrevía a mirarlo mientras se movía alrededor del dormitorio, haciendo la maleta.
—¿Qué es lo que tengo que esperar? —preguntó, incómoda por la forma en que la miraba—. ¿Esperar a saber qué va a ser de nosotros?
Rourke no contestó, pero Jenny no esperaba que lo hiciera. Y tampoco quería insistir en esa cuestión. Una cosa era fantasear con Rourke, eso no le hacía ningún daño. Pero cuando comenzaba a pensar en lo que se había convertido su vida, se daba cuenta de que había llegado el momento de irse de su casa. No tenía muchas cosas que guardar, por supuesto, algo que encontraba en aquel momento curiosamente satisfactorio.
—Ya llevo aquí demasiado tiempo.
—¿Demasiado tiempo para qué? —Rourke se reclinó contra la pared y se cruzó de brazos.
Jenny se preguntó si no echaría de menos dormir en su propia cama, pero, por supuesto, no se lo preguntó.
—Demasiado tiempo como para no haber superado el impacto inicial. Tengo que empezar a hacerme cargo de mi vida —tomó una blusa y la metió en la maleta—. Es una suerte que nunca haya tenido un cariño especial a mi ropa. Apenas echo nada de menos —dobló el pijama y también lo guardó.
—¿Qué echas de menos?
—Exactamente, lo que cualquiera podría imaginar: mis diarios, la información que tenía en el disco duro, las fotografías, los recuerdos. Los objetos que pertenecían a mis abuelos en general. Esto no es un error, Rourke. Tengo que seguir haciendo mi vida.
Rourke tomó la maleta.
—En ese caso, no dejes que yo te lo impida.
Él era el único que podría hacerlo, pensó Jenny con el corazón palpitante. Rourke era el único que podía retenerla allí. Bastaría con que dijera «te necesito» o «hay algo especial entre nosotros», para que ella se planteara la posibilidad de deshacer las maletas. Y no era fácil tener que admitir que bastarían dos palabras de Rourke para que no se fuera.
Sin embargo, Rourke no dijo nada. No lo haría nunca. Y tampoco hablarían de Joey. Rourke se había quedado atrapado en la culpa y Jenny sabía que tanto él como ella tenían la sensación de que aquello era algo que jamás conseguirían resolver. No había nada que hacer. Si Rourke le pidiera que se quedara, se quedaría, sí, y terminarían envueltos en una especie de drama que acabaría en desastre y arruinaría su recién renovada amistad.
Salieron juntos al frío de la mañana. Jenny se despidió de los perros y la gata. Al acariciarles la cabeza por última vez, sintió una inesperada tristeza. Rourke ya tenía el motor del coche en marcha. Mientras recorrían la escasa distancia que los separaba de la estación, Jenny alzó la mirada hacia las casas cubiertas de nieve y los árboles desnudos, contempló también el puente cubierto sobre el río, las iglesias y las tiendas. Todo aquello le resultaba tan familiar... Mentalmente hizo una fotografía de aquel lugar, con la que intentaría reemplazar todas las fotografías perdidas en el incendio.
Rourke dejó el coche en el aparcamiento de la estación. Salieron y le llevó la maleta hasta la puerta. Allí permanecieron el uno frente al otro, bajo la nieve.
—Bueno, al final me voy —dijo Jenny.
—Espero que tengas mucha suerte.
—Gracias, Rourke. Gracias por todo.
—¿Puedo decir algo? —preguntó Rourke.
—Claro, puedes decir lo que quieras.
—Voy a echarte mucho de menos.
Jenny se echó a reír, intentando disimular sus verdaderos sentimientos.
—Por lo menos ahora podrás recuperar tu cama.
—Eh, le tengo mucho cariño a mi sofá.
—Bueno, pero podrás recuperar tu vida amorosa.
—Yo no tengo vida amorosa.
—¿Y qué me dices de todas esas mujeres tan atractivas con las que sales?
Rourke se echó a reír.
—Eso no tiene nada que ver con el amor.
—¿Entonces por qué lo haces?
Rourke volvió a reír.
—No pienso contestar a eso.
—Tienes que hacerlo. En una ocasión, me dijiste que estarías dispuesto a contarme cualquier cosa —algo que era completamente falso. Eran muchas las cosas que Rourke escondía sobre sí mismo—. ¿Qué me dices de todas esas supermodelos con las que sales, jefe?
—No tengo nada que decir. Vienen, se van y fin de la historia. Nunca han significado nada más que un poco de diversión en mis noches libres.
—¿Y eso cómo puedes saberlo? ¿Alguna vez le has dado a alguna de esas chicas una oportunidad?
—¿Que cómo puedo saberlo? —repitió.
Dio un paso hacia ella y la tomó por la barbilla para que alzara el rostro hacia él.
—Creo que los dos lo sabemos —y, sin más, le dio un casto, aunque no por ello menos devastador, beso en los labios—. Que tengas un buen viaje —añadió, y se alejó de ella.