Veinticuatro
JENNY tenía el estómago hecho un nudo cuando los frenos del tren chirriaron para hacer la parada en Avalon. Se dijo a sí misma que no debería sentirse mal. No tenía por qué estar nerviosa. Estaba llegando a su casa.
Debería alegrarse. Debería alegrarse de volver a casa.
Sin embargo, se sentía derrotada. Un mes atrás, había ido a Nueva York esperando... ¿esperando qué, exactamente? ¿Que su vida se convirtiera en un episodio de Sexo en Nueva York? ¿Descubrir lo maravillosa que era? ¿Encontrarse rodeada de pronto de amigos interesantes? Debería haber pensado las cosas con más calma. Si lo hubiera hecho, se habría dado cuenta de que no podía huir de sí misma. Estar en Nueva York y conocer a un agente literario que había señalado todo el trabajo que le quedaba por hacer sólo había servido para magnificar aquella terrible verdad. Ella era como su libro, algo inacabado, un trabajo pendiente. Además, había descubierto que la vida en la ciudad no era lo que ella quería.
Con cansancio, bajó sus pertenencias de la estantería del tren y se dirigió hacia la salida. Bajó a la plataforma y notó inmediatamente una ráfaga de aire frío en la que se mezclaban el olor de la carbonilla con el del combustible del motor. Cuando aquella nube de polvo y nieve se aclaró, vio a Rourke frente a ella, como si fuera una figura aparecida de un sueño. Muy Casablanca aquel ceño fruncido, pensó.
Se descubrió a sí misma recordando el día que se había comprometido con Joey. Rourke había estado a punto de decirle algo y, si se lo hubiera permitido, seguramente todo habría sido diferente. Aunque viviera más de cien años, Jenny nunca olvidaría la mirada que le había dirigido Rourke aquel día. Cuando le había dicho que Joey le había pedido que se casara con él, sus ojos se habían vuelto duros, fríos. Por un instante, pensó Jenny, sólo por un instante, había permitido que sus verdaderos sentimientos vacilaran. Un solo instante de duda había servido para que le abriera la puerta a Joey. Un solo segundo, y había destrozado tres vidas.
—No te atrevas a decir «ya te lo dije» —le advirtió a Rourke.
Se preguntó si su rostro estaría mostrando sus recuerdos.
—Creo que no hace falta que te lo diga —replicó Rourke, sin la más mínima satisfacción en la voz.
Jenny permanecía frente a él como una idiota. ¿Se suponía que tenía que abrazarle? ¿Darle un beso en la mejilla? ¿Qué esperaba él que hiciera?
—No sabía que ibas a venir a buscarme —dijo Jenny por fin.
Rourke agarró la maleta más pesada y se dirigió con ella hacia la salida. No hubo abrazo, ni siquiera un «eh, hola». Esperar una sonrisa era esperar demasiado. En cuanto al beso de despedida que ella recordaba, cualquiera diría que lo había imaginado.
—Gracias, Rourke.
—No me des las gracias. He venido aquí para interceptarte.
—¿Qué?
—Para impedir que vayas al campamento Kioga.
Jenny clavó las botas en la superficie helada del aparcamiento.
—Entonces, estás perdiendo el tiempo —respondió—, porque ya he tomado una decisión. A partir de ahora, ésa será mi nueva dirección.
Rourke metió las maletas en el maletero.
—Está en medio de la nada.
—Eso es precisamente lo que más me atrae, sobre todo después de mi experiencia en Nueva York —le dijo mientras se sentaba en el asiento de pasajeros.
—Vas a quedarte en mi casa —replicó Rourke mientras ponía el motor en marcha.
Jenny se echó a reír.
—Me gustan los hombres dispuestos a dar órdenes a todos los que tienen a su alrededor.
—Estoy hablando en serio, Jenny.
Jenny dejó de reír.
—Oh, Dios mío, por supuesto.
—No me parece una buena idea vivir en un lugar tan alejado en medio del invierno.
—Así que no renuncias a darme órdenes.
—Esto no tiene nada que ver con dar órdenes a nadie. Hay muchas razones por las que no deberías vivir allí.
—Ésas son tus razones, no las mías.
Llegaron a la parte trasera de la panadería, donde Jenny había dejado su coche aparcado en un cobertizo. Jenny se descubrió presa de todo tipo de sentimientos contradictorios. A su pesar, se alegraba de verle. Y, le emocionaba saber que estaba preocupado por ella. Pero, al mismo tiempo, le enfadaba.
—Mira lo que vamos a hacer —le dijo—. Te llamaré todas las noches para decirte que el asesino del hacha me ha dejado vivir un día más.
—Para mí no es suficiente.
—Para mí sí, así que tendrás que conformarte con eso.
Rourke permaneció en silencio mientras pasaba el equipaje del maletero de su coche al de Jenny.
Muy bien, pensó Jenny. Que se enfadara todo lo que quisiera. Ella no tenía la culpa de que estuviera tan preocupado.
—Sé cuidar de mí misma —le aseguró—. Lo he hecho durante toda mi vida y puedo seguir haciéndolo ahora. Vamos a pasar un momento por la panadería. Quiero darte un Napoleón.
Entraron por la puerta trasera y fueron recibidos por una cacofonía de ruidos: el estruendo de las bandejas, el zumbido del molinillo eléctrico, las notas de jazz del aparato de música...
Jenny tomó aire y el olor a levadura invadió hasta la última célula de su cuerpo. Estaba en casa. Había tenido que irse para ser consciente de hasta qué punto aquel lugar formaba parte de ella. Le gustara o no, llevaba la panadería en la sangre, en cada uno de sus huesos. Era algo íntimamente unido a su alma.
—Aquí tenemos a nuestra urbanita —Laura salió del despacho y la envolvió en un abrazo—. Esta panadería no ha sido lo mismo sin ti. Pero quiero que sepas que nos las hemos arreglado bastante bien —miró a Rourke—, por lo menos la mayoría de nosotros.
Rourke la miró con el ceño fruncido.
—Estoy intentando convencerla de que no se vaya a la cabaña.
—¿Por qué no? —preguntó Laura—. Es un lugar perfecto, está alejado de todo. El lugar ideal para escribir un libro.
—He oído decir que te vas a mudar a la cabaña de invierno —Daisy Bellamy entró en aquel momento desde la tienda—. Vas a estar genial allí —dijo, con el rostro resplandeciente de alegría—. Te encantará. Nosotros pasamos el verano pasado en el campamento Kioga y fue fantástico.
—Gracias —les dijo Jenny enfáticamente a Daisy y a Laura—. Me alegro de que por lo menos a alguien le parezca una buena idea.
Subió al piso de arriba. Quería ir a su despacho para llevarse unos archivadores. Daisy la siguió.
—Tengo que decirte algo.
—Muy bien.
—En privado —Daisy miró por encima del hombro y entró en el despacho.
—¿Estás bien?
—Sí.
Pero su rostro había pasado de estar resplandeciente a adquirir el tono de una tortilla fría. Tenía gotas de sudor en la frente y en el labio superior. Al verla, Jenny sintió una punzada de preocupación.
Daisy se frotó las manos en el delantal.
—Tengo náuseas de vez en cuando, pero no estoy enferma. Estoy embarazada.
Aquella declaración tuvo en Jenny el mismo efecto que un puñetazo en el estómago. Daisy embarazada. Era sólo una niña.
«Muy bien», se dijo, «respira hondo». Intentó imaginarse lo que estaba sintiendo Daisy. Aquello era algo enorme. Y Daisy no era ninguna estúpida. Seguro que era consciente de lo que aquel embarazo representaba para su vida.
Daisy cerró la puerta tras ella y se sentó enfrente de Jenny. Le temblaba la barbilla y respiraba con fuerza, pero no tardó en recobrar la compostura y mirar a Jenny con expresión firme.
—No sé por dónde empezar —le dijo.
—¿Qué tal si empiezas contándome cualquier cosa que te apetezca? Es posible que no tenga respuestas, pero te aseguro que no voy a juzgarte, y tampoco voy a enfadarme contigo.
Daisy dejó caer ligeramente los hombros.
—Gracias.
Era extrañamente gratificante saberse depositaría de las confidencias de una prima. Pero se sentía al mismo tiempo muy impotente. ¿Qué podía decirle a aquella chica, qué podía hacer por ella para ayudarla?
Daisy comenzó a hablar de forma muy controlada.
—Todo ocurrió antes de que mi madre se fuera a Europa. Entre eso y lo del divorcio, yo estaba hecha polvo. Y después comenzaron a presionarme con todo lo de la universidad, ¿sabes?
—Lo siento, la verdad es que no lo sé —le explicó Jenny—. Yo crecí en un ambiente muy diferente al tuyo. Aunque supongo que podría decir que sé lo que es sentirte obligada a hacer algo que no quieres. A lo mejor eso es algo que tenemos en común. Entonces, ¿tú no quieres ir a la universidad?
—No, algo que, en mi antiguo colegio, equivalía a decir que no quieres respirar. Era algo completamente inusitado.
Jenny imaginaba perfectamente lo triste que debía estar Daisy en aquel momento, anhelando una vida completamente diferente. Philip le había hablado de la situación de su hermano Greg. Por lo visto, aquel divorcio había sido una tortura para los padres de Daisy y, probablemente, para Max y ella también.
Jenny rodeó el escritorio y tomó las manos de su prima. Tenía todas las uñas mordidas.
—Dime cómo puedo ayudarte.
Daisy alzó sus maravillosos ojos hacia Jenny.
—Tú ya me estás ayudando... —Daisy bajó la mirada—. Es todo muy extraño. Voy al colegio, salgo con mis amigos y tengo la sensación de estar haciendo una vida normal. Y de pronto, ¡zas! Me acuerdo de que estoy embarazada. Y eso me hace sentirme como si fuera de otro planeta.
Jenny todavía recordaba lo asustada que estaba Nina cuando se había quedado embarazada. Recordaba cómo había ido evolucionando su embarazo, cómo había ido cambiando su amiga. Al ver recorrer los pasillos del instituto a una adolescente embarazada, daba la sensación de que ésta vivía al margen del resto del mundo, como si sólo existiera en una especie de burbuja privada a la que nadie se acercaba. ¿Continuarían siendo las cosas así?
—No puedo decir que tenga mucha experiencia en ese tipo de cosas —le dijo—, pero sí en ser adulta. Cuando estás creciendo, vives deseando que llegue el día en el que nadie te diga lo que tienes que hacer. Sin embargo, cuando llega ese momento, a veces desearías tener a alguien que pudiera darte algún consejo.
Daisy dejó escapar un trémulo suspiro.
—Lo dices en serio...
—Cuando yo tenía tu edad, sentía lo mismo que tú. Estaba deseando graduarme en el instituto para marcharme de Avalon.
—¿Y qué ocurrió?
—Murió mi abuelo, y mi abuela y yo tuvimos que hacernos cargo de la panadería. Aun así, todo podría haber salido como lo había previsto, porque la abuela podía contar con la ayuda de Laura y todo el pueblo la adoraba. Pero después tuvo un derrame cerebral. Nunca me pidió que me quedara, pero yo supe que tenía que hacerlo. Seguramente, mi abuela habría encontrado la manera de arreglárselas sola. ¿Pero cómo iba a hacerle una cosa así? No podía marcharme.
Se interrumpió, atravesada por el recuerdo de todos los planes que había hecho, por el recuerdo de cómo se había visto obligada a abandonarlos.
—Terminé llevando la casa y la panadería y ocupándome de mi abuela, y los años fueron pasando sin que apenas me diera cuenta.
—¿Te habría gustado que las cosas fueran diferentes?
Antes del viaje a Nueva York, le habría dicho que sí inmediatamente. Pero después de aquella experiencia, era consciente de que su vida no había estado tan mal. Aunque no hubiera sido una vida glamurosa o excitante, había vivido en un lugar que sentía como suyo y había dirigido una panadería estando rodeada de gente que la quería.
—Es curioso —intentó explicarle a Daisy—, pero al final las cosas tienden a salir bien, aunque no tengan nada que ver con lo que nosotros teníamos en mente. Recuerdo que cuando estaba en el hospital, en la sala de espera, y los médicos me pidieron que decidiera lo que iba a ser de mi abuela, me quedé paralizada. Habría dado cualquier cosa para que otro tomara esa decisión por mí. Pero no tenía a nadie. Tuve que tomar una decisión y asumir las consecuencias. No es tan terrible como puede parecer —se precipitó a añadir, y posó la mano en el hombro de su prima—: Decidas lo que decidas, la experiencia te enseña y te ayuda a crecer de una forma que uno ni siquiera habría sido capaz de imaginar.
—Espero que tengas razón porque yo... he decidido tener el bebé. Mis padres lo saben y están de acuerdo conmigo. Bueno, todo lo de acuerdo que pueden estar en estas circunstancias. No sé si es la mejor decisión o no, pero no sería capaz de abortar. Ahora mismo mi familia está rota, pero supongo que mi bebé y yo también seremos una familia.
—Ya veo. Vaya, felicidades —dijo Jenny, aunque sentía que se encogía por dentro.
Daisy era muy joven y tener un hijo entrañaba una gran responsabilidad.
—¿Entonces estoy despedida? —preguntó Daisy, metiendo la mano en el bolsillo.
Jenny se rió con incredulidad.
—No puedes estar hablando en serio. Claro que no estás despedida. En primer lugar, me encanta que trabajes aquí y, en segundo lugar, es ilegal despedir a alguien porque esté embarazada.
—Muy bien —Daisy se levantó y dejó escapar un suspiro de alivio—. Será mejor que vuelva al trabajo. Esto es una locura. Tan pronto estoy asustada como absolutamente ilusionada.
—No te culpo. Creo que todas las futuras madres sienten algo parecido. Pero todo saldrá bien.
No tenía la menor idea de si era o no cierto, pero quería que lo fuera. Y sabía que Daisy también. Ser madre a tan tierna edad era una de las cosas más difíciles a las que podía enfrentarse una mujer. Algunas superaban con éxito aquella dura prueba, como Nina. Otras, sin embargo, fracasaban. Y la madre de Jenny era el mejor ejemplo.
Daisy abrió la puerta y se detuvo un instante.
—¿Y tú? ¿Quieres tener hijos algún día?
—Antes tendré que empezar a salir con alguien.
—¿Pero tú y McKnight no...?
—No —contestó Jenny rápidamente—. ¿Por qué todo el mundo me lo pregunta?
—Simple curiosidad —respondió Daisy y bajó a la cafetería.
Cuando minutos después bajó Jenny, no había ningún cliente. Zach le estaba enseñando algo a Rourke en el ordenador.
—¿De quién son esas fotografías? —preguntó Jenny, mirando por encima del hombro de Rourke.
—Las ha hecho Daisy —contestó Zach.
Daisy le tendió a Jenny una taza de café.
—Las he descargado en el ordenador como salvapantallas. Espero que no te importe.
Rourke se apartó para que Jenny pudiera ver las fotografías. Todas estaban hechas en la panadería, pero no eran únicamente fotografías documentales. Había algo inesperadamente cálido en aquellas imágenes: un primer plano de las manos de Laura amasando la masa, el rostro resplandeciente de un niño contemplando las bandejas de dulces del mostrador. Una bandeja recién salida del horno con las hogazas alineadas con precisión geométrica.
—Son increíbles —dijo Jenny—. Eres una gran fotógrafa, Daisy.
Zach le dio un codazo a Daisy.
—Te lo dije.
Daisy se aclaró la garganta.
—Me preguntaba si me dejarías colgarlas en la cafetería.
A Jenny le pareció una gran idea.
—Sí, pero tendrás que prometerme que las firmarás y me dejarás enmarcarlas.
—Vaya, claro —Daisy pareció sorprendida y Zach sonrió con orgullo.
—Ha sido un gesto muy generoso —comentó Rourke mientras salía de la panadería.
—En realidad, nos beneficiará a las dos. Daisy ha hecho un gran trabajo y tengo ganas de cambiar la decoración de la cafetería. Cuando me fui, no estaba completamente convencida de que la panadería pudiera funcionar sin mí.
—¿Y ahora?
—Ahora estoy gratamente sorprendida —abrió el coche y apartó la nieve del parabrisas. En la acera de enfrente, un grupo le llamó la atención. Miró hacia allí y vio a Olivia saliendo de una tienda de ropa—. Oh, Dios mío —musitó.
—¿Qué pasa?
—Son la madre de Olivia y sus abuelos. Olivia me advirtió que vendrían para ayudarla a organizar la boda. ¿Crees que todavía estoy a tiempo de esconderme?
—Estoy seguro de que ya te han visto.
Efectivamente. Olivia alzó en aquel momento la mano para saludarla. Sólo por un instante, Jenny sintió cierto resentimiento. Allí estaba Olivia, rodeada de sus padres y abuelos, sonriendo como si le hubiera tocado la lotería. Y le había tocado, por supuesto. Había nacido en el seno de la familia Bellamy, todavía conservaba a sus padres y a todos sus abuelos y estaba planeando una boda con el hombre de sus sueños. Era más joven que Jenny, había recibido una educación mejor. Era difícil no hacer comparaciones. Y más difícil todavía no estar resentida con su hermana.
Esperaba que ninguno de aquellos sentimientos se reflejara en su rostro mientras cruzaba la calle junto a Rourke para ir a saludar a su familia. Aquello sería tan embarazoso para ellos como para ella. Obligándose a sonreír, saludó a la madre de Olivia, Pamela Lightsey y a sus abuelos, Samuel y Gwen Lightsey. Pamela parecía ser la quinta esencia de la alta sociedad de Manhattan, una belleza que resplandecía, literalmente, de la cabeza a los pies. Los pendientes de brillantes destellaban bajo un sombrero de piel de aspecto carísimo. A pesar del frío, tenía hasta la última pestaña en su lugar y sonreía con una amabilidad exquisita.
—¿Cómo estás? —le preguntó a Jenny.
Pero su mirada parecía estar diciendo algo diferente. Algo así como, «así que ésta es la hija de la amante de mi marido».
Gwen y Samuel eran una pareja de aspecto adinerado de unos setenta años. Advirtió en la mirada de Gwen una fría desaprobación que le resultaba absolutamente comprensible. Treinta años atrás, los Lightsey tenían un futuro perfectamente planeado para su hija. Pamela iba a casarse con el hijo de sus mejores amigos y todos formarían una gran familia feliz. Pero Philip había conocido a Mariska Majesky. Aquella aventura sólo había durado un verano y al final, Philip se había casado con Pamela, pero, evidentemente, no había sido un matrimonio feliz. Jenny tenía la sensación de que culpaban a Mariska de aquel fracaso. Si no la hubiera conocido, a lo mejor aquel matrimonio habría durado para siempre.
Los Lightsey saludaron a Rourke con calor y mencionaron que conocían a su padre.
Jenny y Olivia intercambiaron una mirada y esta última le dijo a su hermana moviendo los labios «lo siento».
Jenny le dirigió una sonrisa conciliadora.
—¿Cómo van los planes de boda? —le preguntó.
—Bastante bien. Y me gustaría pedirte algo. Me encantaría que fueras mi dama de honor.
Pamela se tensó como si alguien hubiera deslizado un cubito de hielo por su espalda y Jenny comprendió que era la primera noticia que la madre de Olivia tenía al respecto. Vio que Pamela apretaba los labios con un gesto de desaprobación. Era evidente que estaba haciendo un gran esfuerzo para no decir nada.
Aunque Jenny tuvo la tentación de aceptar inmediatamente, se recordó a sí misma que el día de su boda tenía que ser un día muy especial para Olivia y que se merecía algo mejor que ver a su madre sufriendo.
—Olivia, me siento muy halagada, pero...
—Nada de peros. Eres mi única hermana. Me encantaría que participaras en la ceremonia.
—Me gustaría pensármelo —le pidió Jenny—. Cuando haya tomado una decisión, te avisaré.
Samuel Lightsey la estaba estudiando con atención.
—Te pareces mucho a tu madre. El parecido es extraordinario.
Gwen le agarró entonces del brazo. Jenny sospechó que lo hizo para que dejara de hablar. Le sonrió educadamente.
—No sabía que había conocido personalmente a mi madre.
Samuel se aclaró la garganta.
—Es posible que no me haya expresado correctamente. La vi de pasada, hace mucho tiempo.
Rourke se negaba a permitir que Jenny condujera sola hasta el campamento Kioga a menos que hubiera despejado él personalmente la carretera, y Jenny se alegró sinceramente de su ayuda. También insistió en que se llevara a Rufus, uno de sus perros. Rufus iba en el asiento de atrás, llenando el coche de olor a perro mientras miraba ansioso por la ventana. Los afilados alerones del quitanieves iban desplazando la nieve de la carretera y, al mismo tiempo, iba cayendo la sal y la grava desde la parte posterior de la camioneta. Jenny seguía a Rourke lentamente, dejando suficiente espacio entre los vehículos para que no cayera sobre ella la grava. Los árboles que flanqueaban la carretera tenían las ramas cubiertas de nieve. El paisaje era tan hermoso que a Jenny no le importaba verse obligada a conducir tan despacio.
—«No me he expresado bien» —musitó mientras conducía—. Me temo que el abuelo de Olivia me ha mentido —intentó imaginar por qué.
Probablemente, la respuesta se había perdido en el pasado.
La distrajo un conejo blanco que cruzó en aquel momento la carretera. Rufus comenzó a ladrar, llenando de vaho los cristales. Jenny aminoró la marcha para dejar que el conejo cruzara la carretera y lo vio adentrarse en el bosque, hasta que su piel blanca se fundió con el color de la nieve. Rufus se tumbó de nuevo en el asiento, aullando su decepción.
Durante el resto del trayecto, Jenny condujo con más cuidado.
Cuando llegaron al campamento, Rourke utilizó la máquina quitanieves para despejar un espacio en el aparcamiento. Se dirigieron después a inspeccionar la cabaña en la que iba a alojarse Jenny. Rufus corría y ladraba feliz entre la nieve.
—No me parece una buena idea —repitió Rourke por enésima vez.
—Ya me lo has dicho —Jenny caminaba con la nieve hasta las rodillas, una nieve tan ligera como el aire, y rodeada de los copos que continuaban cayendo—. No seas tan aguafiestas —le pidió mientras sacaba la llave que le había dado Jane—. Ven a ver la cabaña conmigo.
Cruzaron el arco de la entrada. Todo el complejo parecía un lugar de cuento. El edificio conocido como el pabellón de invierno era el más antiguo de todo el campamento. Lo habían construido sus fundadores, la familia Gordon, que había emigrado de Escocia en los años veinte. Jenny fijó la mirada en aquel sólido edificio, preguntándose si también Rourke estaría pensando en la última vez que habían estado allí. A lo mejor ni siquiera se acordaba.
—Hogar, dulce hogar —dijo Jenny.
—Esto me recuerda a las novelas de Stephen King.
Evidentemente, no eran muy románticos los recuerdos que tenía asociados a aquel lugar.
—Oh, calla, es perfecto. Si no soy capaz de terminar aquí el libro, es que nunca seré una escritora —abrió la puerta emocionada.
Habían reformado el interior el verano anterior y el resultado era espectacular. La chimenea se elevaba hasta el techo, un techo abuhardillado y con las vigas de madera al descubierto. Cerca de la cocina y de la zona del comedor había una estufa de leña de esmalte rojo. Encima del comedor estaba el dormitorio, al que se accedía por una escalera de madera. Era un espacio decorado con un lujo añejo, con un baño anexo y un rústico escritorio de madera colocado bajo la ventana que daba al lago.
Rourke encendió el calentador del agua y los fuegos de la estufa y la chimenea. Jenny salió del dormitorio con una sonrisa radiante.
—Estoy comenzando a ser una auténtica Bellamy —dijo.
—Sigo pensando que estás loca.
—¿Estás de broma? La gente paga una fortuna por alojarse en lugares como éste. Deberías alegrarte por mí.
—No me hace ninguna gracia dejarte en medio de la nada.
—Por si no lo has notado, estamos a muy poca distancia del pueblo. Tengo electricidad y teléfono, así que no hables como si estuviera yendo a la deriva sobre un témpano de hielo —le entraban ganas de acariciarle la frente para borrarle el ceño, pero resistió la tentación—. Necesito hacer esto Rourke, empezar a vivir por mi cuenta. Seguramente es algo que debería haber hecho hace mucho tiempo. Y éste es un lugar completamente seguro. Recuerda que mi abuelo solía venir aquí a pescar todos los inviernos. A lo mejor hasta yo pruebo suerte con la pesca.
—Te juro por Dios que como se te ocurra caminar por el hielo, te sacaré esposada de aquí.
Jenny se echó a reír para disimular la impresión tan agradable que le produjo imaginarse siendo esposada por Rourke.
—Nuevas noticias, Rourke. Soy una mujer adulta, no tienes por qué hacerte cargo de mí.
—A lo mejor no, pero, ¿sabes una cosa? Soy el jefe de policía de Avalon y este lugar pertenece a mi jurisdicción. Así que no te sorprenda si decido patrullar de vez en cuando por aquí.
—No serás capaz.
—Ya lo verás.
—Estás completamente loco.
—Lo que es una locura es que te quedes aquí. Maldita sea, Jenny, ¿por qué estás siendo tan cabezota?
—No es una cuestión de cabezonería —replicó—. Es una declaración de independencia. Lo he perdido todo, Rourke. Y lo único que hace soportable tantas pérdidas es tener la oportunidad de empezar desde cero.
—Esto no es empezar desde cero, es esconderte.
—Piérdete, Rourke.
—Lo he intentado —le espetó—, pero no ha funcionado.
—Por favor, Rourke —le pidió Jenny, a punto de perder la determinación—, vete de aquí. Será mejor que te vayas o...
Rourke se quitó los guantes.
—¿O qué? ¿Llamarás a la policía?
COMIDA PARA PENSAR de Jenny Majesky
Comida para consolarse
La comida casi siempre forma parte de los momentos más felices de nuestras vidas. Quizá no de todos los grandes momentos, como una propuesta de matrimonio o el nacimiento de un niño, pero sí de otros muchos momentos felices, como cuando eres niño y llegas a casa con muy buenas notas. En momentos como ése, casi siempre hay alguien dispuesto a darte una galleta.
Pero también hay otros momentos no tan felices en los que la comida se convierte en el principal consuelo. Mi abuela cuando era pequeña tuvo la escarlatina y contaba que cuando estaba convaleciente en la cama, llegaba hasta ella el olor de la canela de las galletas que horneaba su madre. Desde entonces, para ella, el olor de la canela fue el olor del amor.
La comida también es algo muy importante cuando siendo adolescente te reúnes a hablar con tus amigas. De hecho, me resulta imposible imaginarme hablando con mis amigas sin que haya comida de por medio. Mi abuela siempre horneaba con alegría y sabía que la comida podía ser una fuente de consuelo gracias a las asociaciones que establecemos entre los alimentos y la gente que está a nuestro alrededor o a los sentimientos que los sabores y olores evocan. Especiada con nostalgia, perfumada con amor, a veces, un bocado puede consolarnos tanto como el abrazo de un ser querido.
Tarta de manzana polaca
3 o 4 manzanas peladas y cortadas en rodajas
1 paquete de pasta quebrada
2 cucharadas de mantequilla
30 gramos de nueces con sirope
½ cucharadita de pimienta de jamaica
½ cucharadita de canela
½ cucharadita de cardamomo en grano
3 cucharadas de azúcar integral
3 cucharadas de miel
1 cucharada de maicena
4 cucharadas de pan rayado
Precalentar el horno a ciento noventa grados. Saltear las manzanas en la mantequilla hasta que se ablanden. Añadir las nueces, las especias, el azúcar integral y la miel. Después, añadir la maicena y remover hasta que se disuelva. Dejar que la mezcla se caliente hasta espesar.
Estirar la masa con el rodillo dándole una forma rectangular sobre una hoja de papel de horno. Echar la mezcla en medio del rectángulo y cerrar los bordes. Marcar la parte superior de la masa con el cuchillo para adornar y espolvorear el pan rayado.
Hornear durante 30 minutos, o hasta que adquiera un color dorado oscuro. Dejar enfriar durante por lo menos 10 minutos. Servir sola o con crema agria.