Capítulo 13

El martes por la tarde, Sarah llamó a la puerta de la habitación.

—Hola —la saludó él.

—Hola.

—Aún no estoy listo.

Era evidente. Llevaba pantalones, pero iba sin camisa y aún no se había hecho la coleta. Adam solía vestirse con rapidez porque no prestaba mucha atención a su atuendo. Pero aquel día sí.

Aquel día iba a conocer a su madre.

—No pasa nada. Hay tiempo.

Hubiera querido besarla, estrecharla entre sus brazos como solía hacer. Pero no podía. Sarah estaba guapísima con el pelo suelto y unos aros de plata en las orejas. Tan guapa, tan pura. Al contrario que él.

—¿Cómo estás?

—Mejor —contestó Adam.

Pero no estaba curado del todo. Había subestimado su adicción al alcohol.

Después de ponerse una camisa, se colocó frente al espejo para hacerse la coleta. Al mover la mano, no pudo evitar un gesto de dolor. ¿Cómo podía haberse hecho daño a sí mismo? Él no era así. ¿Qué le estaba pasando?

Cuando la coleta estuvo hecha, se miró de nuevo al espejo y le pareció ver el rostro de un desconocido. ¿Y si su madre lo miraba con aprensión? ¿Y si, después de unos minutos, quería que se fuera?

Sería soportable.

—No puedo hacerlo.

—¿Por qué no? —preguntó Sarah.

—Puede que me parezca a él. Puede que mi madre me mire y... lo vea a él.

—No —murmuró ella, tocando su brazo.

—¿Cómo lo sabes?

—Porque te pareces mucho a Cindy. Y eres más cherokee que blanco, Adam.

—Gracias.

Pero, por mucho que dijera, sabía que Johnny estaba dentro de él.

¿Lo vería su madre? Si ella odiaba a aquel hombre, ¿cómo iba a aceptar al hijo que llevaba su sangre? ¿Y cómo podría aceptarlo Sarah?

Sospechaba que ella sabía más sobre su padre de lo que le había contado, pero no quería preguntar.

Después de ponerse los zapatos, decidió cambiar de camisa, incómodo.

—Esta me pica.

Pero sabía que no era la tela. Ya no se sentía cómodo en su propia piel.

Adam eligió una camisa blanca, pura, quizá para sentirse limpio por dentro.

Una hora más tarde estaban en Tulsa y él intentaba controlar los latidos de su corazón.

La mujer que abrió la puerta era morena de piel y de pelo, esbelta, elegante. Le recordaba un poco a su madre adoptiva. Y, en ese momento, se dio cuenta de cómo echaba de menos a sus padres.

—Hola. Tú debes ser Adam.

Adam asintió, esperando que ella le ofreciera su mano. Pero no lo hizo. Se quedó mirándolo, estudiando sus rasgos sin decir nada.

Él hubiera querido decir algo, cualquier cosa para romper el hielo, pero era incapaz. Se parecía a aquella mujer, era cierto. La única diferencia era la altura. Su metro noventa. Seguramente, su padre había sido un hombre muy alto. Y le habría gustado disculparse por parecerse a él.

—Siento mucho lo que te pasó —dijo por fin, con voz estrangulada.

—Fue hace una eternidad —suspiró Cindy, tocando su cara con los dedos—. ¿Tus padres fueron buenos contigo, Adam?

—Sí. Los quise mucho.

—Me alegro. Eso era lo que yo quería para ti —dijo ella entonces—. Entrad, por favor. Perdona Sarah, ni siquiera te he saludado.

—Hola, Cindy.

El salón estaba muy bien decorado. Incluso tenía una chimenea francesa sobre la que había un retrato suyo. Era un hogar de clase media, bonito, limpio y agradable.

—¿Os apetece un café?

—Sí, gracias.

—Enseguida vengo —dijo su madre, desapareciendo por el pasillo.

Sarah y él se miraron. Ella sonrió y Adam deseó que las cosas hubieran sido de otra forma. En lugar de darle alegría, la obligaba a compartir con él todo su dolor.

Cindy volvió poco después con una bandeja.

—¿Sarah te ha dicho que tengo tres hijos más?

—Sí —contestó él, nervioso.

—Tengo dos en la universidad, pero Rachel solo tiene diez años.

Rachel. Su hermana pequeña.

—No saben nada sobre mí, ¿verdad?

—No.

—No tienes que decírselo. Yo no quiero complicarte la vida.

—Pero deberían saberlo. Debería habérselo contado hace tiempo —suspiró ella—. Quiero que los conozcas, Adam. Son tus hermanos.

Era lo más bonito que podía haberle dicho.

Dos horas más tarde, después de hablar largo y tendido sobre sus vidas, se despidieron. Su madre lo abrazó en la puerta y Adam se emocionó, pero en ese momento solo podía pensar en cuánto odiaba al hombre que le había dado la vida.

Dos días más tarde, Adam entraba en el garaje en el que trabajaba el padre de Sarah. Había tomado una decisión y tenía que comunicársela.

William llevaba un mono azul y al verlo, se acercó, limpiándose las manos con un paño.

—Me alegro de verte, Adam.

—Gracias. Yo también. ¿Tiene un minuto?

—Sí, claro.

—Me gustaría saber si puedo ir con usted a una de las reuniones de Alcohólicos Anónimos.

—Claro que sí —sonrió William—. ¿Has vuelto a beber?

—No. Pero necesito ayuda. Todo esto me está destrozando.

—Me parece muy bien, hijo. Ese es el primer paso para recuperarse.

—No puedo esconderme más.

—Nadie puede esconderse para siempre —suspiró el hombre—. ¿Se lo has dicho a mi hija?

—No, pero voy a pasarme por su casa ahora mismo.

Y entonces le diría a Sarah que no podía casarse con ella. No habían roto el compromiso y temía que siguiera aferrada a una fantasía, a un nombre que no era real. Adam había cambiado, había entrado en un túnel del que no sabía salir. Cindy era una buena mujer, pero también era hijo de aquel hombre.

—¿William?

—Dime.

—Pase lo que pase, quiero que sepa que amo a Sarah. Y que nunca le haría daño.

—Ella también te quiere. Como me quiso su madre. Y esa clase de amor es muy raro, hijo. No se encuentra fácilmente.

Era cierto. Y por eso precisamente no se lo merecía.

Adam y Sarah estaban sentados en el porche, dejándose acariciar por la brisa.

—Nuestro avión sale el martes.

—Yo no voy, Sarah —dijo él entonces.

—¿Cómo?

—Mi madre me ha pedido que me quede unos días más —explicó Adam, poniendo en su mano una florecilla silvestre que acababa de arrancar—. Quiere que nos conozcamos mejor antes de presentarme a sus otros hijos.

Sarah estaba perpleja, pero intentó disimular.

—¿Has hablado con la clínica?

Se decía a sí misma que nada iba a cambiar.

Que cuando volviera a Los Ángeles, estaría curado. Que podrían hacer planes: cuándo iban a casarse, dónde iban a vivir, cuántos hijos tendrían.

—No volveré a la clínica. Quiero encontrar un sitio aquí. Cuando vuelva a California será solo para traer mis cosas.

—Pero... ¿y nosotros, Adam?

—No puedo casarme contigo, Sarah. Tú lo sabes tan bien como yo.

El hombre al que amaba la estaba dejando. Para siempre. Era increíble. No podía estar pasando.

—¿Por qué? ¿Porque sentiste la tentación de beber?

—En parte. Esta noche voy con tu padre a una reunión de Alcohólicos Anónimos. He sido un idiota al pensar que estaba curado.

—Yo confío en ti, Adam. Sé que superarás este mal momento.

—Lo sé. Y por eso es más difícil —murmuró él, sin mirarla—. Tú te mereces algo mejor, Sarah. Te mereces estabilidad, un hogar. Hijos.

¿No quería tener hijos? Habían hablado mucho sobre ello y era una de sus grandes ilusiones. ¿Cómo podía haber cambiado tanto? ¿Cómo podía dejarla?

Quizá ya no formaba parte de su mundo. Tenía una nueva familia y no había sitio para ella.

—Entiendo —murmuró, intentando contener las lágrimas.

Adam se metió las manos en los bolsillos, nervioso.

—¿Tú qué vas a hacer?

—Volver a Los Ángeles.

—¿Te he dado las gracias?

—Un par de veces —contestó Sarah.

Cuando lo miró a los ojos, se dio cuenta de que seguían estando vacíos. Pero algún día volverían a llenarse de vida, estaba segura. Su nueva familia lo ayudaría.

En ese momento, escucharon pasos.

—Hola, Sarah —la saludó un niño—. Traigo unas cosas que tu padre le encargó a mi mamá.

—Gracias, Dillon.

Dillon era un niño de siete años que vivía en la casa de al lado. Además de la bolsa, llevaba de la mano a su hermana pequeña, como un hombrecito.

—Hola, señor —saludó a Adam.

—Hola, chaval.

La niña soltó la mano de su hermano y se acercó a él, sonriente.

—Es mi hermana Rebecca. Solo tiene tres años.

Los dos niños eran preciosos. Mestizos, como él.

Unos minutos después, su madre los llamó para cenar y se despidieron a toda prisa, corriendo por el camino como dos cervatillos.

—Son los vecinos de los que me habías hablado, ¿no?

—Sí. Su madre está embarazada. Creo que quieren tener un montón de niños ahora que están juntos otra vez.

—¿Otra vez?

—Se separaron cuando nació Rebecca.

Sarah dejó la bolsa en el suelo. La brisa les llevaba el olor del verano. Olía a caballos, a heno, a flores silvestres como la que tenía en la mano, una florecilla de color rojo que le había regalado el hombre al que amaba. Al que amaría siempre.

—¿Sarah?

—¿Sí?

—Me alegro que entiendas por qué no podemos estar juntos. Por qué debes tener hijos con otro hombre.

El corazón de Sarah dio un vuelco dentro de su pecho. De repente, todo tenía sentido. Todo, cada detalle. La estaba dejando ir por Johnny. Adam seguía pensando que estaba maldito. Conocer a Cindy no había aliviado sus miedos.

—Es Johnny, ¿verdad? Él es la razón por la que no quieres casarte y tener hijos.

—Era mi padre, Sarah.

—Tu padre biológico. No un padre de verdad. Hay una gran diferencia.

—Pero yo he heredado cosas de él. Mi altura, mi constitución. No soy solo el hijo de Cindy. Johnny también está dentro de mí.

—No sabes nada de él, Adam. Quizá era un niño maltratado... quién sabe. Quizá lamentó lo que le hizo a Cindy durante toda su vida.

—¿Cómo puedes perdonarlo?

—No lo estoy perdonando. Se mató en un accidente mientras hacía carreras con sus amigos, borracho como una cuba. ¿Quién sabe lo que tendría en la cabeza? Quizá se odiaba a sí mismo. Quizá en el fondo quería morir.

La expresión del hombre seguía siendo reservada.

—Y quizá era un bastardo egoísta.

—Es posible. Pero a mí me da igual. Tú eres el mismo hombre que antes, el mismo hombre honrado y bueno. Tu sangre es pura, Adam —dijo Sarah entonces, levantándose—. Y quiero tener hijos contigo.

—¿Sabes lo que estás diciendo? —preguntó él, su voz llena de emoción.

—Los hijos no deben pagar las culpas de sus padres, mi amor. Tú no tienes la culpa de nada.

—Pero, ¿cómo puedo olvidar esas horribles imágenes?

—No lo sé. Pero tienes que dejar de castigarte a ti mismo —susurró ella, mirando la flor que tenía en la mano. Era tan frágil como el espíritu humano—. Si una mujer a la que tú quisieras tuviera un hijo fruto de una violación, ¿odiarías a ese niño?

—Claro que no.

—Entonces, ¿por qué te odias a ti mismo?

Adam se miró la mano vendada, inseguro. ¿Podría ser tan sencillo?

Tenía que hacer un esfuerzo para controlar las lágrimas. No había llorado desde que era un crío y no pensaba hacer el ridículo delante de ella.

—Me has engañado. Yo pensaba que eras un ángel solitario, un ángel perdido y... eres mucho más fuerte que yo.

—Tú me haces fuerte, mi amor —murmuró Sarah, tomando su mano.

—No sé si algún día podré perdonar a Johnny.

—Lo harás. Tienes un corazón generoso.

Adam la abrazó con todas sus fuerzas. Necesitaba sentir el calor de aquella mujer, los latidos de su corazón.

—Te quiero, dulce Sarah.

—Y yo a ti —murmuró ella—. Ven. Entra conmigo.

Sabía lo que le estaba ofreciendo. Concebir un niño, sellar su unión para siempre. Y él también quería hacerlo. Más de lo que había querido nada en toda su vida.

Sarah sonrió mientras cerraba la puerta de la habitación. Sin decir nada, le quitó la camisa y le bajó los vaqueros. En la cama, se acariciaron en silencio, besándose como amigos, como amantes, unos besos llenos de promesas.

Adam se colocó entre sus piernas, con un brillo en los ojos que ella no olvidaría nunca.

—Di que te casarás conmigo.

—Me casaré contigo —dijo Sarah, levantando las caderas para recibir la invasión del hombre—. Me casaré contigo, mi amor.

Juntaron sus manos y bailaron una danza de fertilidad tan antigua como el mundo. Adam casi podía sentir la vida que estaban creando. Ansiosa y excitada, ella apretaba sus hombros, urgiéndolo a incrementar el ritmo. Y cuando él se derramó en su interior, sus almas se unieron para siempre.

Después, Adam se dejó caer sobre ella y la besó en el pelo. Olía como el viento y la hierba.

—Quiero que tengamos dos ceremonias: una religiosa y otra, la tradicional cherokee.

—Cada región tiene sus prácticas. No hay una ceremonia única para toda la nación cherokee.

—¿Ah, no? Cuéntame.

—A veces dependía del hechicero. Si prohibía la unión de una pareja, tenían que separarse.

—Yo no pienso dejar que nadie te separe de mí —sonrió él.

—También existe la tradición de pedir permiso a la madre. Si ella lo daba, el hombre podía compartir la cama de la doncella.

—Yo ya estoy compartiendo tu cama.

—Y me has declarado tu amor delante de la tumba de mi madre. Eso significa mucho para mí, cariño.

—Quería que ella lo supiera —murmuró Adam, besando aquella frente tan querida.

—Podríamos intercambiar regalos. Pero eso tienen que hacerlo los padres. Tu madre debe darte algo simbólico para mí y mi padre debe darme algo para ti.

Sería un principio, un puente que los uniría. Adam había encontrado a su madre, Sarah había hecho las paces con su padre... y nueve meses más tarde, pensó, deslizando la mano por el vientre de su amada, habría un niño que uniría a las dos familias.

—Gracias por creer en mí. Por estar a mi lado en los malos momentos. Me habría perdido sin ti, Sarah.

—Yo también —susurró ella, con los ojos llenos de lágrimas.

Pero eran lágrimas de felicidad. Desde aquel momento, se tenían el uno al otro, pasara lo que pasara.

Como dirían los cherokees, Sarah Cloud había entrado en su alma y Adam Paige, en la de ella.