Capítulo 2

Sarah echó un vistazo a la carta del restaurante chino, intentando encontrar algo que decir. No se le daba bien hablar de cualquier cosa y menos con un desconocido. ¿Cómo iba a concentrarse en la carta con Adam Paige mirándola de esa forma? Seguramente, él estaba acostumbrado a salir cada noche con una chica diferente.

Y era lógico. Menudo hombre. Llevaba una simple camisa rosa y unos vaqueros, pero era de escándalo. No se vestía para llamar la atención. Simplemente, la llamaba.

—¿Sabes que en China no hay galletas de la suerte?

Ella lo miró, sorprendida.

—¿Ah, no?

—Las inventaron aquí. En China no existen.

—¿Has estado allí?

—No. Lo he leído en una guía de Internet. Me paso la mitad del día conectado.

Sarah respiró profundamente. Ella jamás había subido a un avión.

—Pues yo me alegro de que aquí las sirvan. Las galletas de la suerte son lo que más me gusta de los restaurantes chinos.

—A mí también —sonrió él.

El rostro del hombre estaba iluminado por la luz de una vela. Sarah ya había tocado su rostro y no quería recordar cada detalle, pero la proximidad lo hacía imposible.

—Si te parece, pedimos un par de arroces y alguna otra cosa para empezar. Podemos compartir, si quieres.

—Vale —sonrió ella—. Pero yo prefiero pollo y verduras. No me gusta la carne.

—A mí tampoco —dijo Adam—, Creo que vamos a llevarnos muy bien.

Sí, pensó ella. Si lograba controlar sus nervios.

Cuando llegó el camarero para tomar el pedido, Adam le dijo unas palabras en chino y Sarah se quedó atónita. ¿Lo habría aprendido en Internet?

—Veo que sabes mucho sobre China.

—Las culturas antiguas me fascinan —explicó él—. He estudiado algo de medicina china. Es una parte importante de su filosofía y su religión. Como en las culturas nativas americanas. He estado leyendo sobre los cherokees.

Sarah frunció el ceño. No quería hablar de eso.

Pero en la boca de Adam, lo de las «culturas nativas americanas» sonaba tan profundo... Nada que ver con lo que ella conocía.

—¿Dónde has estudiado? —preguntó, intentando cambiar de tema.

—Primero en California y después en Londres.

—¿Has estudiado en Inglaterra?

—Hice la carrera allí.

—¿Te gustaba vivir en Londres?

—Mucho. Inglaterra es un país precioso y la universidad de Westminster tiene una excelente escuela de naturopatía.

—Estudiar la carrera allí debe costar mucho dinero.

—Mi padre era uno de esos hombres que ahorran dinero para la educación de sus hijos. No éramos ricos, pero en casa no faltaba de nada.

—Qué suerte.

Su padre adoptivo debía ser una buena persona, pensó Sarah, sintiendo una punzada de envidia. El suyo no había ahorrado ni un céntimo y ella tuvo que pagarse los estudios sin ayuda de nadie.

Cenaron en silencio, pero había algo que los conectaba, como un hilo invisible. Sarah intentaba no mirarlo, pero la conexión era imposible de ignorar.

Cuando Adam se inclinó hacia ella, tontamente deseó que la mesa no los separase.

—¿Sarah?

—¿Sí?

—¿Estás disfrutando de la cena?

—Mucho. Está todo muy rico.

Adam sonrió y ella respiró profundamente, intentando controlar las mariposas que sentía en el estómago.

Después de cenar, Sarah y Adam paseaban por Chinatown, entrando y saliendo de las tiendas. A él le encantaba el barrio y varias personas lo saludaron por la calle. Por lo visto, pasaba mucho tiempo allí, comprando hierbas para su consulta.

Pero nunca antes había llevado a una chica.

Le hubiera gustado tomar a Sarah de la mano, pero no le pareció apropiado. Si ocurría algo entre ellos, tendría que ser de forma natural, cuando los dos quisieran.

—¿Habías estado alguna vez en Chinatown?

—Una vez. Cuando llegué a Los Ángeles.

—¿Cuándo fue eso?

—Hace seis años. Entonces, tenía dieciocho.

Adam podía imaginarla con dieciocho años. Sola y perdida en una gran ciudad. Sin saber por qué, sentía deseos de protegerla, pero no estaba seguro de que ella quisiera protección. Parecía una chica muy independiente. Independiente, pero vulnerable. Como los gatos callejeros que se acercaban a su puerta. Él les daba de comer y, si alguno necesitaba calor, siempre encontraba un sitio en su cama.

¿Querría Sarah compartir su cama? ¿Emitiría un ronroneo de placer cuando la acariciase, se apretaría contra él...?

Pero Sarah no era un gato callejero. Y él estaba pensando con la entrepierna, no con la cabeza.

—¿Qué es lo que más te gusta de California?

—Las playas. Me encantan el sol y la arena. Y me gusta mucho ir al atardecer, cuando no hay nadie.

—Seguro que coleccionas caracolas —sonrió Adam, imaginándola en una playa desierta, la melena oscura movida por el viento...

—¿Cómo lo sabes?

Porque la imaginaba en la playa buscándolas. Sarah Cloud parecía una mujer que disfrutaba de los placeres sencillos de la vida.

—Me lo he imaginado. ¿Quieres entrar en esta tienda?

—Vale.

Echaron un vistazo a los accesorios y pendientes que tenían cerca del escaparate para llamar la atención de los transeúntes y, después, Sarah se acercó a las perchas para mirar algo de ropa.

—¿Te gusta? —preguntó Adam, al ver que se fijaba en un típico vestido chino de raso rojo.

—Sí.

La propietaria, una diminuta mujer de rasgos orientales, se acercó a ellos.

—Pruébeselo.

—Oh, no. Gracias, pero...

—Puede entrar en el probador.

—No, solo estaba mirando. Gracias de todas formas —sonrió Sarah, dejando la prenda donde estaba.

Adam la miró, perplejo. Había estado mirando el vestido con cara de admiración. ¿Por qué no había querido probárselo? Sarah Cloud era un misterio: una princesa de ojos negros que llevaba ropa informal y buscaba caracolas en la playa. Lo confundía y lo fascinaba.

—¿Por qué no te lo pruebas?

—Es demasiado... llamativo.

—Yo creo que te quedaría muy bien.

—No, qué va.

¿No sabía lo preciosa que era? Las californianas estaban acostumbradas a llamar la atención, pero Sarah no parecía darse cuenta de lo guapa que era.

Adam había estudiado en Europa, pero conocía muy bien a las mujeres de su país. Cuando Sarah le preguntó por sus estudios en Londres, le había contestado sin dar detalles, pero la verdad era que sus padres murieron cuando él estaba allí. Había vuelto para el funeral, pero después retomó sus estudios, sabiendo que su carrera era lo único que le quedaba. Pero eso no era algo de lo que pudiera hablar durante la primera cita. Era demasiado triste.

—Vamos a comprar algo —dijo entonces—. Tú eliges algo para mí y yo algo para ti.

—¿Lo dices en serio?

—Sí. Venga, busca algo que podría gustarme.

Sorprendida, Sarah empezó a buscar por la tienda, pero no sabía qué comprar. Sin embargo, le gustaba aquel hombre. Le gustaba mucho.

Sentía curiosidad por su vida y hubiera querido preguntarle por su madre, a la que quería reemplazar por una mujer que lo había abandonado, pero sabía que el tema era demasiado serio como para hablarlo en una primera cita.

Quizá sentía curiosidad sobre la madre de Adam porque echaba de menos a la suya. No conservaba nada suyo porque su padre lo quemó todo; una antigua tradición cherokee. Una tradición que ya no tenía nada que ver con ella.

Sarah volvió a mirar a Adam, al otro lado de la tienda. También la estaba mirando. Había algo en él, algo que no había visto en ningún otro hombre.

Poco después encontró una tetera, pero no una tetera normal, sino una de diseño chino con un dragón en el asa. Un hombre como Adam apreciaría un objeto así. Un guerrero como él, que mataría dragones por una doncella... Los ojos de la serpiente eran rojos y lanzaban destellos a la luz de las lámparas.

—Mira, ¿te gusta esto?

Él parpadeó, sorprendido.

—Es una tetera.

—Con un dragón.

—Sí, pero es una tetera.

—¿No te gusta el té?

—Sí, pero... no pensé que elegirías eso.

Sarah tocó el dragón de ojos rojos como la sangre.

—Parece peligroso, como si estuviera a punto de atacar.

—De acuerdo. Me quedo con la tetera —sonrió Adam—. Pero tú tienes que probarte el vestido.

—¿El vestido?

—Sí. Me gustaría ver cómo te queda.

—No me quedará bien. Es demasiado llamativo —protestó ella.

—No lo sabrás si no te lo pruebas.

—De acuerdo —suspiró Sarah. No perdía nada por probar. Aunque ella no se pondría nunca ese vestido.

En el probador, se quitó la blusa y la falda vaquera que llevaba. Cuando se puso el vestido de raso, le pareció frío, raro al contacto con su piel.

No podía abrocharse la cremallera, pero cuando se miró al espejo le parecía estar viendo una mujer diferente. Su larga melena negra caía sobre el raso rojo dándole el aspecto de una princesa exótica.

Sarah se pasó las manos por las caderas. Incluso con la cremallera desabrochada, el vestido se pegaba a sus curvas.

Decadente. Sensual. El vestido que le gustaría a un guerrero...

Inmediatamente, interrumpió aquellos absurdos pensamientos. Esa no era ella.

Con el corazón acelerado, respiró profundamente antes de salir del probador.

Pero una mirada a la expresión del hombre le dijo que no se había equivocado. Adam la miraba con admiración, como si de verdad fuera una princesa. Como si él fuera, de verdad, un guerrero cherokee.

—Es demasiado llamativo.

—Es perfecto, Sarah. Deja que te lo regale.

—No, de verdad...

—Por favor. Déjatelo puesto. Póntelo para mí.

¿Cómo podía decirle que no?

—Yo... no puedo abrochar la cremallera. ¿Te importa llamar a la dueña?

—¿Eso significa que vas a ponértelo? —preguntó él, con una sonrisa de triunfo.

Sarah lo pensó un momento.

—De acuerdo. Pero nunca he tenido algo tan... provocador.

—A mí me parece precioso. Yo mismo puedo abrocharlo.

—Pero es que tiene unos automáticos muy pequeños —protestó ella, rezando para que no se acercara.

—Podré hacerlo, no te preocupes —sonrió Adam, colocándose a su espalda—. Levántate el pelo.

Decadente. Sensual. Peligroso. Todas esas palabras daban vueltas en su cabeza, mareándola.

Sarah se apartó el pelo y él abrochó la cremallera y los automáticos del cuello. Sus manos eran firmes, cálidas. Demasiado cálidas.

—Ya está.

—Gracias.

Adam se pasó la punta de la lengua por los labios y ella tragó saliva. ¿Iba a besarla? Deseaba que lo hiciera, pero no podía ser. En una tienda, delante de todo el mundo...

Sarah levantó un brazo, señalando la etiqueta.

—Hay que cortar esto.

Adam estaba mirándola sin decir nada, muy serio. Cuando llegaron al mostrador, pagó el vestido con su tarjeta de crédito; ella la tetera en efectivo. La dueña de la tienda cortó la etiqueta, diciéndole lo guapa que estaba, y guardó su ropa en una bolsa.

Habían quedado para cenar y, de repente, la noche empezaba a convertirse en una experiencia... extraña.

Poco después estaban de nuevo en la calle y Sarah respiró el aire fresco de la noche, intentando calmarse. En Chinatown había una mezcla caótica de edificios modernos y antiguos y un ruido atronador por todas partes.

—¿Dónde aprendiste a hablar chino?

—Cantones —explicó Adam—. Viniendo aquí y hablando con la gente —añadió, señalando un banco de madera ligeramente apartado—. Pero solo sé decir unas cuantas frases. Hablar un idioma es muy difícil a menos que lo practiques continuamente.

Sarah asintió. Ella solo recordaba algunas frases del dialecto cherokee que su madre le había enseñado. Pero le parecía como si hubieran transcurrido siglos desde entonces.

Estuvieron sentados en silencio durante un rato, mirando las estrellas. De vez en cuando, notaba que Adam la miraba y, nerviosa, cruzaba y descruzaba las piernas. Estaba mareada, con una sensación de cosquilleo por todo el cuerpo.

¿Era así la atracción sexual?, se preguntó. Marearse, sentir escalofríos... Sarah era virgen. Seguía viviendo a la sombra de una educación anticuada y se mantenía pura para el hombre de su vida.

¿O era una mentira? ¿Se estaba guardando para el hombre de su vida o usando su virginidad como excusa para proteger su corazón?

—¿En qué estás pensando?

—Nada importante —contestó ella, nerviosa.

—Yo estaba pensando en dragones.

—¿Cómo?

—El bordado del vestido. No me había dado cuenta, pero es un dragón.

—¿Ah, sí?

Sarah bajó la mirada y comprobó que el intrincado diseño era, efectivamente, un dragón. La cabeza estaba en el pecho y la cola, en sus caderas. Y Adam seguía el dibujo con la mirada, sus ojos llenos de un deseo que no podía disimular.

Sin decir nada, se movieron en perfecta armonía, como si estuvieran sincronizados. Ella se humedeció los labios, él empezó a acariciar su pelo. Ella ahogó un gemido y él la besó.

El placer que le producían los labios del hombre despertó cada célula, cada nervio de su cuerpo. Sarah se puso colorada cuando sus pezones despertaron a la vida. Quería que la acariciase por todas partes, que matara al dragón que la estaba quemando.

Y él lo hizo. La tocó, la acarició por todo el cuerpo. Nunca se había sentido tan viva y tan asustada a la vez.

Estaban en medio de la gente, pero le daba igual. Adam introdujo la lengua en su boca y la besó, copiando los movimientos del acto sexual. Y eso era lo que ella quería.

Sentía deseos que la abrumaban. Él no rompería su corazón. El sexo no era amor. Podía acostarse con Adam Paige.

¿Acostarse con él? ¿Era eso lo que quería? ¿Perder la virginidad con un hombre al que apenas conocía? ¿Un hombre obsesionado con sus recién descubiertas raíces cherokees? ¿Un hombre que romantizaba una cultura que no entendía?

Sarah se apartó.

La hacía experimentar sensaciones que nunca antes había experimentado, pero no podía estar con él. Los caballeros ya no existían. Y las princesas, tampoco.

—Sarah, ¿qué pasa?

—Es hora de irme —contestó ella, apartando la mirada.

—¿Por qué?

—Quiero irme a casa.

No podía explicarlo. Él no la había ofendido, no se había aprovechado. Pero la hacía sentir... cosas que no entendía.

—Te acompaño al coche.

—No hace falta, de verdad. Gracias por la cena... y por el vestido.

Algo que nunca debería haber aceptado. Tomando la bolsa con su ropa, Sarah prácticamente salió corriendo.

Y Adam se quedó confuso, mareado por las luces de Chinatown y por aquel beso.