Capítulo 4
Adam llegó al apartamento de Sarah el domingo por la tarde. Había llamado antes, de modo que ella estaba esperándolo, pero seguía sintiéndose un poco aprensivo.
Estaba haciendo lo imposible para mantener el acuerdo de ser solo amigos. Pero le costaba un esfuerzo sobrehumano.
—¿Qué traes? —preguntó Sarah, al ver el paquete que llevaba en las manos.
—Unas cosas que quiero enseñarte.
Adam dejó la caja en el suelo y le ofreció la violeta africana que había dejado al lado de la puerta.
—¿Para mí?
—Claro.
—Gracias. Es preciosa.
—Las cultiva mi vecina.
Y su exótica belleza le recordaba a ella. Pero eso no se lo dijo.
Sarah llevaba camiseta blanca y vaqueros cortos. Tenía unas piernas torneadas y su piel era de color cobrizo. Iba descalza, algo que a Adam le encantaba en una mujer, y tenía las uñitas de los pies pintadas de rosa.
—Entra. Voy a poner esto en el alféizar.
Mientras llevaba la planta en la cocina, Adam no podía dejar de mirarla. Con aquellos pantalones cortos, la larga melena cayendo como una cascada por su espalda...
Pero sería mejor mirar el apartamento, se dijo. Era moderno, con una moqueta de color almendra y techos altos. Los muebles eran de madera clara y los cuadros, marinas o paisajes tranquilos.
Sobre la mesa de café había una colección de caracolas y, al verlas, tuvo que sonreír. Sabía que era su forma de conectar con la naturaleza, de respirar el océano en su casa y dejar que fluyera por sus venas...
De repente, se sintió invadido por el deseo. Estaba duro, tenso, excitado. Pero tenía que dejar de desear aquello que había prometido evitar.
Cuando Sarah volvió de la cocina, Adam deseó ser la clase de hombre que puede acostarse con cualquier mujer. Muchos hombres alivian sus frustraciones yéndose a la cama con cualquier chica dispuesta a ofrecer un buen rato.
Pero sabía que eso no funcionaría. Deseaba a Sarah, solo a Sarah.
—Perdona. No te he ofrecido un refresco.
—No hace falta, gracias. Estoy bien.
Estaría bien en cuanto pudiera dejar de pensar en ella en esos términos, pensó entonces, con un nudo en la garganta. Pero eso no iba a ocurrir. Allí estaba, a punto de pedirle que se fuera con él de vacaciones. A una mujer que era prácticamente una desconocida.
—¿Qué querías enseñarme, Adam?
—El material que estoy investigando. Hay periódicos, información de Internet y copias de artículos.
—¿Sobre tu adopción? —preguntó ella, sentándose en el sofá.
Adam negó con la cabeza.
—Temas sobre la nación cherokee. Y también hay alguna información sobre Tahlequah. Llamé a la Cámara de Comercio de Oklahoma y esto es lo que me enviaron —explicó, sacando una caja en cuya cubierta había dos plumas dibujadas, una blanca, la otra negra.
Eran mapas, datos históricos e información sobre hoteles, cafeterías y lugares de ocio.
—¿Para qué me lo has traído?
—Voy a Tahlequah en agosto, Sarah. Y quiero que vengas conmigo.
Ella lo miró, atónita.
—No puedo.
—¿Por qué?
—Porque... ¿Piensas buscar a tu madre?
—Sí. Puede que ella ya no viva allí, pero quizá encuentre a alguien de su familia. Además, yo nací en Tahlequah y quiero saber cómo es —contestó Adam, mirando un folleto del Centro Cultural Cherokee—. Tú eres de allí, Sarah. Podrías ser mi guía.
—No creo que sea buena idea.
—Yo pagaré el viaje y el alojamiento. Por supuesto, cada uno en una habitación —dijo él entonces, mirándola a los ojos.
—El problema no es ese —murmuró Sarah, poniéndose colorada.
Adam se dio cuenta de lo inocente que era. Inocentemente sensual.
Pero aquel viaje no era un capricho ni una trampa. Realmente creía que podría ser un nuevo principio para los dos. Él podría encontrar a su madre y ella, reencontrarse con sus raíces. Tenía que ver a su padre de nuevo e insistir en que buscara ayuda para dejar el alcohol.
—No tienes que tomar la decisión ahora mismo. Pero prométeme que lo pensarás.
—No voy a cambiar de opinión, Adam.
Él se encogió de hombros, sonriendo.
—Entonces, iré solo.
—Deberías olvidar lo de la adopción.
—No puedo.
Necesitaba encontrar a sus verdaderos padres. Saber si tenía los ojos de su madre, si había heredado algo de sus abuelos...
—¿Por qué?
—Sé que no lo entiendes, pero después de perder a mis padres adoptivos, estoy solo. Y necesito respuestas.
—¿Y si no te gusta lo que encuentres?
—Tendré que soportarlo. La vida está llena de retos y los seres humanos tenemos fallos. Nadie es perfecto.
—Tú sí.
Adam la miró, sorprendido.
—¿Por qué dices eso?
—Eres alto, guapo, inteligente. Es difícil encontrarte defectos.
—Pues tendrás que mirar más de cerca, Sarah. Yo soy como todo el mundo.
—Pero tienes un buen corazón. Eso es lo más importante.
Un corazón bueno, pero engañoso. No le había hablado de los litros de alcohol que bebió cuando estaba en el instituto.
—Sarah, yo...
Pero no podía decirle la verdad. Porque sabía que eso rompería el lazo que había entre ellos.
—Soy un tío normal y corriente.
—Para mí no. Yo nunca he conocido a nadie como tú.
Después de eso, los dos se quedaron en silenció. Ella se mordía los labios y él estudiaba el suelo, nervioso. Hubiera querido tocarla, sentir aquella hermosa piel bajo sus dedos.
Pero en lugar de eso, se dedicó a sacar el contenido de la caja.
—«Guía del Tahlequah histórico» —leyó ella.
Adam quería que fuera su guía durante dos semanas. Quería que volviera a su casa, a la que no había vuelto en seis años.
Pero no podía volver. Especialmente, con él.
Adam Paige confundía sus emociones, recordándole las noches estrelladas de Tahlequah y los guerreros cherokee de los que su madre solía hablar.
Siempre llevaba coleta, pero podía imaginar cómo sería con el largo pelo suelto sobre los hombros. Un guerrero, desde luego.
—¿Dónde estaba tu casa?
Sarah apartó la mirada de aquel pelo largo y sedoso. Pero estaban tan cerca que podía oler su jabón. Lo había visto en su casa; era un jabón natural, con un aroma muy peculiar. Y muy masculino.
—Por aquí —dijo, señalando en el mapa un barrio de clase media en el que solían hacer barbacoas los fines de semana, con los niños corriendo por todas partes—. Solía venir mucha gente a casa para pedirle opinión a mi padre.
—¿Sobre qué?
—Mi padre era mecánico y los chicos venían para hablarle de un motor que se les había estropeado o para que el tubo de escape hiciera más ruido.
Tiempos felices, antes de que su madre muriera, antes de que su padre se metiera en el agujero negro que es el alcohol.
—Debía ser un buen mecánico.
—Supongo que lo era.
«Lo era». Lo fue durante mucho tiempo. Pero tras la muerte de su mujer, a William Cloud dejó de importarle todo.
—Tengo muchas ganas de ir a Tahlequah —dijo Adam entonces—. ¿Conoces el Centro Cultural Cherokee?
Sarah asintió. Adam tenía tantas ganas de saber... Sinceramente, esperaba que la búsqueda no acabase rompiéndole el corazón, pero lo dudaba. Las reuniones de padres e hijos biológicos solían ser imposibles; extraños que no tenían nada en común más que la sangre que corría por sus venas.
—Mi madre solía llevarme allí.
—Debes echarla mucho de menos.
—Sí, pero he aprendido a seguir viviendo.
—¿Y a tu padre?
Ella se encogió de hombros.
—Echo de menos al padre que tuve cuando era pequeña. Pero me he dado cuenta de que ese no era él. Mi padre era un auténtico cherokee, hablaba el dialecto perfectamente y vivía según sus costumbres hasta que se casó.
Adam la miró durante unos segundos, en silencio.
—Te agradezco que me lo cuentes. Sé que no es fácil para ti. Pero yo sé tan poco sobre todo esto... Ni siquiera sé si debo llamarme «nativo» o «indio».
Adam Paige estaba intentando encontrar su sitio en el mundo. Aquel hombre tan hermoso...
—Puedes llamarte como quieras.
—Tú dices «india».
—Es a lo que estoy acostumbrada.
—Pero yo no quiero ofender a nadie.
—No lo harás —sonrió ella—. Los cherokees, como los comanches o los apaches podemos llamarnos como queramos. Son los blancos los que deben tener cuidado con lo que dicen para no ofender.
Adam sonrió, con sus preciosos dientes blancos.
No, él no podía ofender. Solo enamorar.
—Pero en mi caso es diferente. Yo crecí en Los Ángeles.
—Ya nadie crece en un entorno natural. Y de las reservas, ni hablamos. Muchos indios han crecido con el estigma de serlo y algunos pensaron que era mejor no enseñar a sus hijos las tradiciones para que no se sintieran diferentes. De modo que, cuanto más pasa el tiempo, más importante es conocer la cultura de tu pueblo.
—Creo que ahora los dialectos indios se estudian en algunas universidades. Las cosas han cambiado.
—Depende para quién —suspiró ella.
Adam la miró, pensativo. Hubiera dado cualquier cosa por borrar la tristeza de sus ojos.
—Ojala pudiera hacer algo —murmuró, apretando su mano.
Sarah sintió un escalofrío. Aquel simple roce hacía que deseara echarse en sus brazos. Podría hacer algo, desde luego. Solo con besarla, borraría parte de su pena. Y, sin pensar, se apoyó sobre su hombro. Él la miraba, como pidiendo permiso y ella quería dárselo.
—Sí —murmuró.
Adam la tomó por la cintura, con cuidado, casi con reverencia. Sarah no quería cerrar los ojos, pero las manos del hombre la hicieron rendirse.
Iba muy despacio, acariciando su espalda, haciéndola sentir su calor. Excitada, enredó un brazo alrededor de su cuello mientras él rozaba sus labios suavemente. Pero un segundo después, el deseo los tomó a los dos por sorpresa.
Sin darse cuenta, tiraron la caja al suelo y los papeles volaron por todas partes. Ninguno de los dos se dio cuenta. Adam la obligó a abrir la boca con su lengua y Sarah lo hizo, apretándose contra él, sujetándose a las solapas de su camisa.
La habitación parecía dar vueltas, pero no le importaba. Solo le importaba él. Aquel hombre. Aquel hombre maravilloso.
—Adam... —murmuró.
¿Cómo sería desabrocharle la camisa, sentir su piel bajo los dedos? ¿Sería tan cálida como prometía? Seguía preguntándose cosas imposibles cuando él la tomó por la cintura y la colocó a horcajadas sobre sus rodillas.
Cuando los botones de sus vaqueros rozaron la cremallera del pantalón, Sarah sintió fuego líquido entre las piernas. Se estaban frotando el uno contra el otro, vaquero contra vaquero, piel contra piel, tan cerca... Él deslizó una mano por sus piernas y sus pezones reaccionaron inmediatamente. Quería que la tocara ahí. Quería que la acariciase con la punta de los dedos.
De repente, un ruido la sobresaltó. Era un timbre.
Sarah pensó que era una campana de alarma que sonaba en su cerebro, pero Adam también debía haberla oído porque se apartó.
Los dos estaban jadeando, turbados, sorprendidos por la rapidez con la que se habían dejado vencer por el deseo.
—¿Es el teléfono?
—No lo sé —contestó ella, mirando alrededor. Casi no sabía dónde estaba.
—¿Dónde está el teléfono?
—¡Es el timbre! —dijo Sarah entonces, levantándose—. Están llamando a la puerta.
Entonces lo recordó todo. Adam quería llevarla con él a Tahlequah, a buscar sus raíces.
¿Por qué lo había animado a besarla? ¿Por qué había dejado que la tocase?
Adam se levantó del sofá, con parte de la camisa fuera del pantalón. Aun así, no podía disimular lo que había bajo los vaqueros.
Era tan hermoso, pensaba ella con el corazón acelerado. Una tentación peligrosa...
—Tengo que abrir.
—Vale, yo guardaré los papeles.
Sarah se dio la vuelta. No podía mirarlo. No quería quedarse hipnotizada de nuevo. Su voz era tortura suficiente. Seguía sintiendo en los labios el sabor del hombre y sus pezones seguían presionando contra la tela del sujetador.
Antes de abrir, respiró con fuerza para recuperar la compostura. Quizá era alguna amiga, alguien a quien podría invitar a entrar para evitar que aquello volviera a ocurrir.
—Ah, menos mal que estás en casa.
Vicki Lester, su vecina y amiga. Llevaba una bolsa de viaje al hombro y parecía muy nerviosa.
—¿Ocurre algo?
—No. Bueno, sí, es que mi niñera acaba de llamar para decir que no puede venir porque está enferma.
—¿Dónde están las niñas?
—En casa de Holly, ya sabes, la chica del tercero... —contestó Vicki, percatándose en ese momento de que no estaba sola—. Adam, no sabía que estabas aquí.
Se conocían, claro. Vicki era la paciente que le había hablado de ella. Cuando Adam se acercó Sarah comprobó, aliviada, que había vuelto a meterse la camisa dentro del pantalón.
Apartando la mirada de donde no debía, decidió concentrarse en su amiga. No quería recordar que había estado frotándose contra Adam Paige como si fuera uno de sus gatos.
Y tampoco quería que su vecina empezara a imaginar cosas. Vicki era una romántica.
—Sarah me ha invitado a tomar un café —explicó Adam—. ¿Qué pasa con tu niñera?
Vicki se apartó un rizo de la cara.
—Que está enferma y no puede cuidar de mis hijas. Y yo tengo que estar en Arizona mañana. Debo acudir a un seminario y mi vuelo sale esta tarde —explicó, nerviosa—. Acaban de darme un ascenso y mi jefe se subirá por las paredes si no puedo ir.
Sarah apreciaba mucho a Vicki, una mujer de treinta y cinco años que tenía que apechugar con todos los gastos de las niñas porque su ex marido, un canalla que no podía mantener un trabajo durante más de un mes, llevaba un año sin pasarle un céntimo. Y si había algo que ella odiase era a los hombres que huyen de sus responsabilidades.
—Yo puedo quedarme con las niñas. Ya sabes que los domingos y los lunes no trabajo.
—No sabes cómo te lo agradezco —suspiró Vicki—. De verdad, no te lo pediría si no fuera una emergencia.
—A mí tampoco me importa echar una mano. Si no te molesta que un tío de un metro noventa duerma en tu sofá...
—¿En serio? —sonrió ella, encantada—. Cuantos más adultos tengan mis hijas para torturar, más se divierten. Y estoy segura de que mi sofá aguantará.
«¿Cómo voy a dormir bajo el mismo techo que Adam?», se preguntó Sarah, recordando que cinco minutos antes prácticamente se habían comido el uno al otro.
Pero no estarían solos, estarían con las hijas de Vicki.
—¿A qué hora debemos ir a buscarlas?
—A las seis —contestó su vecina, colocándose la bolsa de viaje al hombro—. He dejado la cena en el horno, así que no tenéis que hacer nada. Las niñas deberían acostarse a las nueve, pero no sé si querrán.
—No te preocupes —le aseguró Sarah—. Todo irá bien.
—Muchas gracias. De verdad.
Cuando estuvieron solos de nuevo, la presencia de Adam le resultaba abrumadora. No podía dejar de mirar sus grandes manos, los músculos que se marcaban bajo la camisa...
—¿Conoces a las niñas de Vicki? —preguntó, antes de que el silencio la volviera loca.
—No, pero me ha hablado de ellas.
—Ah, claro.
Sarah movió los pies, incómoda. No sabía dónde mirar.
—Tengo que irme. Nos vemos aquí a las seis. ¿De acuerdo? —preguntó él, tomando la caja.
—De acuerdo.
—Adiós, dulce Sarah.
El apelativo se le clavó directamente en el corazón. Cada vez que la llamaba así, volvía a sentirse como la niña feliz e inocente que había sido.
—Adiós, Adam.
Sarah cerró la puerta y se apoyó en ella, con los ojos cerrados.