Capítulo 6
Vicki volvió a las nueve de la noche, con aspecto de mujer de negocios agotada. Llevaba el rizado pelo sujeto en un elegante moño, pero tenía ojeras y parecía agotada.
—¿Qué tal el seminario? —preguntó Sarah.
Vicki se dejó caer en el sofá.
—Interminable. Menos mal que solo ha durado un día.
—Las niñas ya están dormidas.
—Espero que no os hayan dado muchos problemas —sonrió su amiga, quitándose los zapatos.
—Son dos angelitos —intervino Adam, que estaba en medio de la habitación, incómodo.
Sarah lo entendía. Desde que las niñas se fueron a la cama, no sabían qué hacer, dónde mirar, de qué hablar.
—Eso es justo lo que una madre quiere oír.
—Es la verdad —sonrió él—. Bueno... me marcho.
—Muchísimas gracias por ayudar. Te debo una.
—No me debes nada. Dale un abrazo a las niñas de mi parte.
—Lo haré —sonrió Vicki.
—Adiós, Sarah —se despidió Adam, mirándola a los ojos.
Ella se apartó una pelusa inexistente de la camiseta. ¿Por qué no podía permanecer tranquila cuando él la miraba? ¿Por qué no podía sonreír, como una sofisticada chica californiana?
—Adiós.
Cuando Adam cerró la puerta, Vicki la miró con los ojos como platos.
—Cuéntamelo todo.
—No hay nada que contar.
—¿Ah, no? Tú no te vas de aquí hasta que me cuentes qué pasa con Adam Paige.
—No pasa nada. Somos amigos.
—Ya, y yo soy la reina de Saba. Venga, Sarah. Si Adam llega a quedarse cinco minutos más, las ventanas se habrían llenado de vaho.
Sarah apartó la mirada. La ponía nerviosa hablar de aquello.
—¿Te importa si salimos al balcón? Necesito un poco de aire fresco.
—Claro —sonrió Vicki, quitándose las horquillas del moño—. Espérame allí. Yo saldré en cuanto me quite este traje.
Sarah se quedó mirando las luces del valle. ¿Cuál de ellas sería la casa de Adam? ¿Habría llegado ya? ¿Estaría dándole de comer a sus gatos?
Angustiada, cerró los ojos, dejando que la brisa acariciase su cara.
Quizá hablar con Vicki la ayudaría.
Su vecina salió cinco minutos después, con un pantalón de deporte y una camiseta.
—¿Y bien? —sonrió, sentándose a su lado.
—Adam ha dicho que le gusto.
—¿Y eso es malo?
—No. Yo le he dicho que también... me gusta.
—Entonces, ¿por qué os portáis de una forma tan rara?
—Es culpa mía —contestó Sarah—. Es que nunca le había dicho eso a nadie.
—¿En serio?
—En serio. Adam es el primer hombre por el que siento... eso. Soy virgen, Vicki.
—¿No me digas? La mayoría de las chicas de tu edad... ¿por qué has esperado tanto?
—Me educaron de una forma muy tradicional. Mi madre me pidió que me guardara para el hombre de mi vida.
—¿Y crees que puede ser Adam?
—Sí, pero... En parte, he esperado para evitar comprometerme con nadie —le confesó a su amiga.
Adam Paige parecía el hombre perfecto, pero podría no serlo. Seguramente, cuando sus padres se casaron, su madre pensó que era el hombre perfecto. Y, al final...
—¿Por qué?
—Porque me da miedo equivocarme. Y una vez que dé ese pasó, no puedo volverme atrás.
—¿Por qué no? La virginidad no es tan importante, Sarah. Además, cuando una mujer se acuesta con un hombre es porque es especial. Las mujeres somos así. Pero si te equivocas, te equivocas. No pasa nada.
—¿Tú crees que he esperado demasiado tiempo?
—No, pero no puedes proteger tu corazón para siempre. Al final, tendrás que arriesgarte. Si no, estarás sola toda la vida.
Sarah dejó escapar un suspiro.
—Sé que tienes razón, pero estoy confusa.
—¿Qué piensas hacer?
Sarah miró el cielo. Había luna llena, como una bola de plata sobre el valle.
—No lo sé —contestó, preguntándose cómo sería sentir el cuerpo de Adam sobre el suyo—. No lo sé —repitió, su voz confundiéndose con la tranquilidad de la noche.
Sarah entró en su apartamento y miró alrededor. En aquel momento hubiera deseado tener compañía, un gato por ejemplo; una criatura alegre y cariñosa que se alegrase de verla. Su casa le parecía demasiado tranquila.
Sin saber qué hacer, decidió darse un baño caliente. Normalmente, las burbujas y el aroma de las sales la hacían sentirse cómoda en su soledad.
Pero no podía dejar de pensar en Adam.
Mientras pasaba la esponja por su cuerpo desnudo, imaginó que eran las grandes manos masculinas deslizándose por sus pechos, su vientre, entre las piernas... Lo imaginaba inclinándose sobre ella para besarla, el beso crudo y carnal.
Tierno y apasionado a la vez.
Poco después, salió de la bañera y se envolvió en una toalla. Mientras se secaba frente al espejo de la habitación, miró el armario abierto, lleno de ropa informal y poco llamativa: blancos, beige, algún toque de verde menta, azul... el vestido rojo destacaba como un cartel de neón. Como las cerezas en la nieve. Sexo con un guerrero... un matador de dragones.
Portentoso, abrumador. Prohibido.
Quería que la sedujera, pero si lo hacía, ¿perdería su corazón? ¿Miraría en sus ojos y vería el futuro?
Vicki tenía razón. No podía esconderse toda la vida. Y Adam no le haría daño; él era un hombre decente, honrado, un hombre que respetaba a las mujeres y que deseaba tener una familia.
¿No era eso lo que su madre había querido para ella? Adam Paige tenía todas las cualidades que Sarah admiraba.
Sí, pensó. Iba a hacer el amor con él. Aquella misma noche.
Con manos temblorosas, sacó el vestido del armario. No era un error, se decía a sí misma. Ella no era una virgen victoriana, sino una mujer que, hasta entonces, había mirado a los hombres con ojos especulativos, cautos.
Se puso el vestido, sin nada debajo, y sintió que un erotismo nuevo la invadía. Después se maquilló un poco, muy poco. Polvos transparentes, máscara en las pestañas y carmín brillante en los labios... aquel color rojo era tan pecaminoso como ir desnuda bajo un vestido de raso.
Echó el contenido de su bolso sobre la cama y guardó el monedero y las llaves en un bolsito dorado. Unas simples sandalias de tacón le dieron el toque final.
Tenía un aspecto exótico, diferente, parecía otra mujer. No había podido abrocharse la cremallera del todo, pero no hizo ningún esfuerzo. Al fin y al cabo, iba a quitárselo pronto.
Cerezas en la nieve. La imagen volvía a su cabeza como una tentación. No podía dar marcha atrás. Lo deseaba demasiado.
Aparcó frente a la casa de Adam y se quedó sentada durante unos minutos, respirando profundamente para darse valor. La calle estaba silenciosa, la luna iluminaba el cielo.
Por fin, salió del coche y llamó al timbre, intentando convencerse a sí misma de que no había razón para estar nerviosa.
Él no abrió inmediatamente, pero cuando lo hizo, a Sarah se le puso el corazón en la garganta. Sin camisa, con el pelo suelto cayendo sobre sus hombros y un pantalón de pijama que dejaba ver la línea de vello que iba desde su ombligo hasta...
Lo había sacado de la cama, pensó.
Adam se apartó el pelo de la cara. Aquel pelo largo, tan brillante, tan seductor en un hombre... De repente, Sarah se sintió desnuda bajo el vestido. Y le gustó.
—No puedo creer que estés aquí.
Un gato rozó su pierna. Era Carneo, la gatita que esperaba cachorros.
Sarah no se movió. Tampoco lo hizo él.
—Estás... preciosa.
—Tú también.
Adam cerró la puerta y se quedó parado, sin saber qué hacer.
—¿Quieres sentarte?
—Nunca he hecho esto antes.
—¿Ir a casa de un hombre a medianoche?
—Sí. No. Estoy hablando del... sexo.
—¿Es la primera vez?
—¿Te sorprende?
—Sí —contestó él, levantando una mano para acariciar su cara—. Pero...
—¿Es un problema? —preguntó Sarah, nerviosa. ¿Iba a mandarla a casa? ¿Se negaría a acostarse con ella porque era virgen?
—Es un honor para mí, dulce Sarah, que me desees. Pero...
Ella le puso un dedo en los labios. Aunque no vivía al modo tradicional, había cosas que estaban impresas en su mente. Un hombre cherokee se sentiría honrado si una mujer le ofreciera su virginidad.
—No llevo nada debajo del vestido, Adam —murmuró, notando que sus pezones presionaban contra la tela de raso rojo.
Él apretó los dientes.
—Sarah...
—Háblame de tus fantasías. Dime cómo son.
Adam cerró los ojos, pero los abrió un segundo después.
—No puedo.
—Entonces, hazlo.
Incapaz de contenerse un segundo más, Adam dio un paso hacia ella y le bajó la cremallera del vestido, dejándolo caer al suelo. La brisa que entraba por las ventanas refrescó su ardiente piel. Y entonces sintió las manos del hombre, grandes, fuertes, calientes...
Lenta, muy lentamente, la puso contra la pared. Una excitación desconocida se apoderó de Sarah. Estaba tan cerca que podía sentir el miembro del hombre, fuerte y duro, a través de la fina tela del pijama.
La gata había desaparecido, de modo que el ronroneo que escuchaba salía de su propia garganta.
Sarah no podía describir la sensación de estar atrapada contra la pared, desnuda, la boca del hombre manteniéndola cautiva, chupando uno de sus pezones.
Y siguió hacia abajo, deslizando la lengua por su piel de fuego. Cuando se puso de rodillas y la miró, ella acarició su cara.
No había tiempo para pudores. Adam le dijo que mirase y ella lo hizo, sus ojos clavados en el hermoso rostro masculino.
La amó suave, profundamente, enseñándola a sentirse como una mujer, como una virgen seductora: hermosa, querida, deseada.
Sintió un orgasmo apretada contra la boca del hombre, se rompió... pero no le importaba. Y pronto el placer se convirtió en una ola de fuego líquido.
Sarah sintió que el mundo daba vueltas. Y cuando terminó, solo podía murmurar su nombre, sin saber cómo seguía en pie.
Adam se levantó y la apretó contra su corazón, escondiendo la cara en su pelo.
—Vamos a la cama.
La cama estaba deshecha y a través de la ventana entraba el olor de los árboles y del viento. O quizá era él.
Sarah empezó a acariciar su pecho, deslizando las manos arriba y abajo por la suave piel, por los marcados abdominales... Después, buscó la cinta del pijama y tiró de ella. Cuando estuvo desnudo, metió la mano entre sus muslos.
El sonido que emitió, ronco y desesperado, la hizo sentir poderosa. Adam estaba intentando controlarse, intentando no tirarla sobre la cama y hacerla suya inmediatamente. Su sangre ardía, como la de ella.
—¿Adam?
—Aún no. No tan rápido.
Sarah levantó la mirada y lo que vio hizo que se derritiera.
Ternura. Una ternura inmensa.
—No quiero hacerte daño.
—No me harás daño.
Adam la tumbó suavemente sobre la cama y ella estudió su rostro. Nunca podría cortar el lazo que había entre ellos.
—Me alegro tanto de que hayas esperado —murmuró.
Él era tan fuerte, tan viril... un matador de dragones con el corazón tierno.
Un hombre capaz de capturar el alma solitaria de una mujer.