Capítulo 8

Sarah aceptó pasar el domingo por la tarde con él. Era su día libre y el sol brillaba como siempre al sur de California. Adam no le había dicho cuáles eran sus planes, solo que irían de excursión.

Iba sentada a su lado en el jeep y él conducía como la mayoría de los hombres, rápido y de forma agresiva. Cuando llegó a Los Ángeles, a Sarah le asustaban las autopistas, pero había llegado a acostumbrarse.

Una hora más tarde, Adam tomó una salida que llevaba hacia una zona de picaderos y pequeños ranchos.

—¿Dónde vamos?

—A ver el caballo que acabo de comprar —sonrió él.

—¿Sabes montar? —preguntó Sarah.

Pero era una pregunta absurda. Con aquel pelo y su piel cobriza parecía un antiguo guerrero cherokee, de los que vivían sobre el caballo.

—Llevo montando desde que era pequeño. Mi padre me regaló un caballo cuando cumplí diez años.

—¿Y dónde lo teníais?

—En una cuadra, no lejos de aquí.

—¿Y allí es donde vas a guardar a tu nuevo caballo?

—Solo durante un tiempo, hasta que haya ahorrado lo suficiente para comprar una casita. Siempre he querido vivir rodeado de caballos.

En ese momento pasaban por delante de una enorme casa, con corral, establos y granero. Era un rancho lujoso, de los que debían valer millones de dólares.

—No pensarás comprarla por aquí, ¿no?

—Claro que no —rió él—. No soy millonario. Mis padres me dejaron cierto capital, pero tendré que comprar algo más modesto.

—¿Dónde, aquí en California?

—En Oklahoma.

A Sarah se le hizo un nudo en la garganta.

—Pero si nunca has estado allí.

Adam frenó delante de una casa y se volvió para mirarla.

—Lo sé, pero California no es mi casa. Me he quedado aquí porque no sabía dónde ir.

—¿Y tu trabajo?

—Puedo encontrar trabajo en cualquier parte —contestó él, encogiéndose de hombros—. Seguro que en Oklahoma hay una clínica de medicina natural. Lo que sé es que no puedo quedarme aquí.

Porque había nacido en Tahlequah, pensó ella. Porque tenía familia allí.

—Supongo que ir allí de vacaciones te ayudará a decidir.

—Ojala vinieras conmigo, Sarah. Para mí sería una gran ayuda.

—Yo... —empezó a decir ella, nerviosa—. No quiero hablar de eso ahora.

—De acuerdo. Aún queda un mes y no voy a insistir.

Sarah apartó la mirada, incómoda.

—¿Por qué hemos parado? ¿Es aquí donde está tu caballo?

—Aquí está.

La mujer que los recibió era alta y delgada, con un rostro aristocrático, pero un poco ajado por el sol y el aire libre.

Se llamaba Carol y parecía muy interesada por Adam. ¿Y quién no?, pensó Sarah, irónica. Era imposible no sentirse atraída por un hombre de metro noventa, hombros anchísimos y cabello largo.

Había comprado una yegua castaña de ojos tiernos. Alta y fibrosa, era un animal hermosísimo.

—Se llama Cee-Cee —dijo Carol.

La yegua, por lo visto, era de una de sus hijas, pero como estaba en la universidad y no podía ocuparse de ella, habían decidido venderla.

Cuando Sarah se volvió, encontró a Cee-Cee acariciando el cuello de su nuevo amo como si fuera una amante. Incluso la yegua se había enamorado de él.

En tres semanas, los gatitos se habían convertido en preciosas bolitas de pelo. Y el favorito de Sarah era, por supuesto, el más travieso de todos. Lo llamó Groucho porque tenía dos rayas negras sobre los ojos que le recordaban las enormes cejas de Groucho Marx.

Sarah y Adam estaban sentados en el suelo de la habitación, jugando con ellos, bajo la mirada atenta de Carneo, que no parecía fiarse del todo. Sobre todo de Groucho, al que tenía que tomar del cuello para colocarlo en la caja cada vez que intentaba irse de excursión.

—Groucho podría ser una chica, ¿sabes?

—No puede ser.

—Hasta dentro de unas semanas no sabremos el sexo de cada uno.

—Pero no puede ser una chica. Tiene cara de malo.

—No tiene nada que ver con la cara, cielo. Hay que mirar el otro lado —rió Adam.

—Es verdad —sonrió ella, acariciando la tripita del animal—. ¿Por qué no miras en el libro? Tiene que haber alguna forma de saberlo.

Adam tomó un libro de la mesilla y buscó un capítulo: Cómo determinar el sexo de tu gatito.

Después de leer unos párrafos, miró a Groucho con expresión de perplejidad.

—Tenemos que levantarle la cola. Se supone que deberíamos poder tocar sus... —Adam puso una cara de vergüenza tan graciosa que Sarah soltó una carcajada— testículos.

—Hazlo tú.

—¿Yo? Qué graciosa.

A Groucho no parecía molestarle el examen. Todo lo contrario. Sarah hubiera podido jurar que levantaba las cejas, encantado.

—¡Qué cara pone!

—Yo aquí, buscándole los testículos y tú muerta de la risa.

—Lo siento. No he podido evitarlo.

—Ya, claro. Pues yo no encuentro nada. Quizá sea mejor tocar a otro a ver.

Por fin, después de muchos intentos vanos y muchas risas, descubrieron que Groucho era definitivamente un macho.

—Ya te lo dije —rió Sarah, besando la cabeza del gatito—. Es un pedazo de macho.

—Sí, ya.

Carneo acababa de decidir que la visita se había alargado demasiado y lanzó un maullido de protesta. Obedientes, Sarah y Adam salieron de la habitación y la dejaron a cargo de sus asuntos.

—Tengo hambre.

—Entonces, vamos a comer algo —sonrió él—. Pan frito, por ejemplo.

—¿Cómo? —exclamó ella, atónita.

El pan frito era una receta india. Su madre solía hacerlo. Y no le apetecía enfrentarse con recuerdos tristes.

—Tengo la receta.

—Pues el pan frito es una receta apache. Así que, si estás buscando tu herencia cherokee, te has equivocado.

—¿Ah, sí? Pues yo la he sacado de un periódico cherokee. Venga, Sarah, yo no sé cocinar. ¿Por qué no me ayudas?

No tenía sentido discutir porque Adam ya estaba reuniendo los ingredientes. Sarah se lavó las manos, diciéndose a sí misma que solo era una merienda. No tenía por qué recordar a su madre. Podía separar el presente del pasado.

Un gato empezó a maullar en el porche y mientras Adam buscaba una sartén, ella salió con un plato de comida en la mano. Era un gato peleón que no se dejaba tocar por nadie, pero que olvidaba el orgullo para aceptar un plato de comida.

Sarah se preguntó si sería el padre de los gatitos de Carneo. Tenía el pelo gris, atigrado, como Groucho. Tenía alguna herida, pero no se dejaría curar. Había elegido la vida en solitario, en lugar de la responsabilidad de una familia. Sarah decidió llamarlo Ermitaño.

El gato la miraba con sus inteligentes ojos verdes y ella sonrió. Parecía respetarla por mantener las distancias, por no intentar atraerlo con promesas.

Ella misma debería haber sido un gato, pensó.

Cuando volvió a la cocina, Adam la estaba esperando.

—¿Quién era?

—El gato gris.

—¿Qué tal estaba?

—Mal, como siempre. Ha debido tener otra pelea.

—Los gatos son independientes, pero ese me preocupa —murmuró él.

—Es un solitario.

Sarah miró los ojos del hombre. Aquellos ojos castaños hubieran derretido el corazón de cualquier mujer. Sabía que no había querido hacerle daño, pero también que no podía arriesgarse. Mantener una relación amorosa con él la asustaba.

—¿Le has puesto un nombre?

Ella se apartó el pelo de la cara.

—No —mintió, un poco cortada—. ¿Y tú?

—Tampoco. Pero si supiera dónde vives, iría a verte, seguro. Todos los gatos irían a verte.

—Voy a quedarme con Groucho, ¿recuerdas?

Groucho era hijo de Ermitaño, casi seguro. Eso lo conectaba con el gato solitario. Y con Adam. El gato, Adam y ella.

—Bueno, vamos a hacer el pan.

La receta era muy sencilla: pan, sal, agua, harina, leche y azúcar. Mientras trabajaban, se miraban de reojo, sonriendo. Adam se manchó la nariz de harina y ella le limpió. Él hizo una mueca. Parecía disfrutar teniéndola allí, compartiendo su cocina.

El pan frito, suponía, lo hacía sentir un poco más indio. Adam quería pertenecer a algún sitio desesperadamente, ser aceptado en una cultura que no conocía. Ni siquiera tenía documentos que lo reconocieran como parte de la nación cherokee, solo un viejo papel con el nombre de su madre.

—Ya casi está.

Sarah se concentró en la tarea. Habían conseguido casi dos docenas de panecillos fritos, con un aspecto delicioso. Recubiertos de azúcar eran la merienda perfecta.

Esos panecillos y la cara de alegría de Adam se le metían en el corazón.

Al domingo siguiente fueron al rancho Masón, donde Adam guardaría su yegua.

Los ancianos robles que daban sombra al establo parecían el último vestigio del viejo Oeste. Y Adam era la imagen perfecta del guerrero indio. Solo con mirar a aquel hombre de pantalones vaqueros y pelo largo, el corazón de Adam latía con violencia.

Cee-Cee lo saludó coceando y moviendo la cabeza.

—Parece que ya te conoce.

—La monto todas las mañanas —dijo Adam.

—¿Vienes aquí antes de ir a trabajar?

—Deberías ver este sitio al amanecer, Sarah. Es increíble.

—Ya me imagino —sonrió ella, imaginando las colinas iluminadas por una bola de fuego—. ¿Y no encuentras atasco a la vuelta?

—Un poco. Pero merece la pena —dijo él, acariciando el cuello del animal—. Además, algún día tendremos nuestra propia casa, ¿verdad, chica?

Una casa en Oklahoma, pensó Sarah. Adam quería vivir en su viejo mundo, donde ella no volvería jamás.

—Pero no te irás enseguida, ¿no?

—Puede que encuentre un sitio este verano. He hablado con una agente de la propiedad para que tenga un par de sitios preparados en agosto. De verdad me encantaría que vinieras conmigo.

Sarah no quería hablar de ello y salió del establo sin decir nada. Adam sacó a Cee-Cee, que parecía muy cómoda con él, tirando de las riendas.

—Es una buena yegua.

—Pero está muy sucia —sonrió él—. ¿Hace mucho que no montas?

—Desde que era pequeña.

—¿Y no lo echas de menos?

Sarah acarició el cuello de Cee-Cee.

—Supongo que sí.

Había dejado de montar cuando murió su madre y, a veces, añoraba la sensación del viento en la cara. Pero eso fue en otro tiempo, en otro mundo.

Adam abrió la manguera y entre los dos le dieron un buen lavado a la yegua que, en lugar de asustarse, parecía encantada, moviendo la cabeza arriba y abajo en señal de aprobación.

Adam sonreía, encantado. Con un sombrero tejano y aquel cinturón de hebilla ancha, era más sexy que un pecado. Todo músculo y todo fuerza. Era un milagro que Sarah pudiera contenerse y no arrancarle los vaqueros allí mismo.

—¿Adam Paige? —escucharon una voz entonces.

—¡Dan! ¡Qué sorpresa! ¿Tienes aquí tu caballo?

Los dos hombres se saludaron con un apretón de manos.

—Aquí lo tengo.

Dan era un chico rubio, alto y delgado, con una esposa mexicana, muy guapa y muy embarazada. De la mano, un niño de tres años, de piel morena y de ojos oscuros.

—Hola, Angie —saludó Adam a su esposa.

—Hola, ¿cómo estás? ¿Conoces a Jordán? —preguntó, señalando al niño.

—Hola, Jordán —lo saludó él, poniéndose en cuclillas.

El niño se restregó los ojos, cansado.

—Hola.

—¿Tienes sueño?

—Es que no he dormido mi siesta.

Los cuatro se echaron a reír.

—¿Un niño que quiere dormir la siesta? Qué raro.

—Jordán es un niño muy tranquilo —explicó Angie—. Y anoche no durmió bien porque comió demasiados dulces, ¿no es verdad?

Jordán hizo un puchero.

—Me los regaló el abuelo.

—Ya, claro —rió su madre.

Una vez hechas las presentaciones, Sarah supo que Dan y Adam habían sido compañeros en un equipo de baloncesto seis años atrás.

—¿Esa yegua es tuya? —preguntó su amigo.

—Sí. Se llama Cee-Cee —contestó él—. Acabo de comprarla.

—A ver si venís a casa un fin de semana —sonrió Angie—. Organizaré una barbacoa.

—Sí, estupendo —rió Dan—. Solo que Adam no come carne.

—Ah, es verdad —suspiró su mujer.

Estuvieron charlando un rato y Sarah se involucró en la conversación. El único problema era que la pareja los trataba como si fueran novios.

Pero no lo eran. Solo eran amigos. Nada más.

Unos minutos más tarde, se despidieron con el compromiso de que irían a verlos algún fin de semana.

—Un niño muy guapo, ¿verdad?

—Desde luego —sonrió Sarah.

—Se parece a nosotros.

Ella lo miró, perpleja.

—¿Qué quieres decir?

—Podría ser nuestro hijo.

Aquella era una conversación que Sarah no quería mantener. Los amigos no se imaginaban teniendo hijos. Eso lo hacían las parejas, los novios. Y ellos no lo eran.

—Adam...

Él alargó la mano para tocar su cara y Sarah no pudo decir nada. Solo podía verlo a él. Y la cara de aquel niño moreno y precioso.

Su niño.

—Yo pienso en ello, Sarah. Pienso en tener hijos contigo.

Aquellas románticas palabras le rompían el corazón. Pero no podría funcionar. No podría enfrentarse con una nueva pesadilla.

—Creo que es hora de irnos —murmuró, sin mirarlo—. Estoy cansada y...

No quería hablar allí, bajo un cielo tan azul, bajo unos robles centenarios. No quería estropearle el día.

Adam dio un paso atrás. Debería haberse callado, debería habérselo guardado para sí mismo.

—Voy a guardar a Cee-Cee.

—Te espero aquí.

Suspirando, hombre y animal entraron en el establo.

—¿Qué hago, chica? ¿Cómo me olvido de ella? —le preguntó a la yegua. Cee-Cee movió la cabeza de un lado a otro—. Ah, ¿qué tú quieres ocupar su sitio? —rió Adam entonces.

¿Por qué tenía que gustarle tanto una mujer que no quería saber nada de él?

Cee-Cee empezó a darle golpecitos con la cabeza y Adam se dio cuenta de que quería zanahorias.

—Y yo pensaba que era amor...

Sarah estaba esperándolo en el mismo sitio, con expresión seria. Quizá aquello los separaría para siempre, pensó.

Hijos. La posibilidad de un futuro. Algo mucho más profundo que una amistad.

A mitad de camino, se encontraron en medio de un atasco.

—Puede que haya habido un accidente —murmuró ella.

Desde donde estaban no podían ver nada, pero unos kilómetros después comprobaron que Sarah no se había equivocado. Era un accidente. Había dos coches aplastados en el arcén y cristales por todas partes. Las ambulancias se llevaban a los heridos en camilla.

Adam tuvo que apartar la mirada. Le recordaba el accidente en el que murieron sus padres y hubiera querido apretar la mano de Sarah, agarrarse a ella. La vida era demasiado corta como para perder el tiempo.

—Qué horror.

Cuando llegaron al apartamento de Sarah, buscó un sitio para aparcar.

—¿Quieres subir?

Adam no había esperado una invitación y la miró, sorprendido.

—¿Seguro?

—Tenemos que hablar —suspiró ella.

—De acuerdo.

¿Iba a decirle que su relación empezaba a ser demasiado complicada? ¿Qué no quería tener hijos con un hombre que había tenido problemas con el alcohol?

Una vez dentro, Sarah le ofreció un refresco y Adam se sentó en el sofá, esperando.

Cuanto antes lo dijera, mejor. Cuanto antes pudiera irse a su casa y cerrar los ojos para olvidar, mejor.

—Lo que has dicho antes... —empezó a decir ella, nerviosa—. Ha sido muy bonito.

—¿Ah, sí? Creí que te había molestado.

—Me ha asustado. Y sigue asustándome. Se supone que no deberíamos tener esos sentimientos. Somos amigos, así que no deberíamos pensar en cómo serían nuestros hijos.

—¿Por qué no? Somos jóvenes, nos gustamos. Es normal.

—Pero no funciona, Adam.

—¿Por qué no?

—Hace mucho tiempo me prometí a mí misma que jamás tendría una relación con un alcohólico. No sabes lo que sufrí con mi padre.

—Y yo me prometí a mí mismo no tocar el alcohol, Sarah. Ya no es un problema para mí y no debería serlo para ti.

—Pero tú estás obsesionado con Oklahoma.

—Ah, ahora estamos hablando de otra cosa —dijo Adam entonces, cada vez más perplejo—. Pero no estoy obsesionado. Tengo familia allí y es lógico que quiera conocerla. Y te he pedido que vengas conmigo.

—Pero yo no puedo ir —murmuró ella.

—Claro que puedes. Tienes que volver. Por ti, por nosotros. Por tu padre.

—¿Por mi padre?

Adam se dio cuenta de que había tocado un tema difícil.

—Sí. El hombre con el que no has hablado en seis años. Es hora de enfrentarte con él, ¿no te parece? Hora de decirle cómo ha destrozado tu vida.

—¿Para qué valdría eso?

—Puede que así... consigas hacerle entender. Y puede que recuperes un poco el orgullo de tu raza. Culpas a toda la nación cherokee por los problemas de tu padre, pero no es cierto. Tienes que enfrentarte con él, Sarah —insistió él—. La vida es demasiado corta. Tu madre ha muerto, mis padres también... lo único que me queda es la madre que me dio en adopción y a ti, un padre que te mintió mil veces.

Sarah no respondió. Se quedó mirándolo con los ojos llenos de lágrimas.

—Me manda cartas.

Adam no tenía que preguntar. Sabía que estaba hablando de su padre.

—¿Y qué te dice?

—No lo sé. Nunca las he abierto.

—Oh, Sarah —murmuró él. Dulce, confundida Sarah—. Tienes que leerlas.

—Seguro que están llenas de promesas falsas.

—Da igual. Tienes que leerlas.

—Lo haré. Pero no quiero hacerlo sola. ¿Quieres quedarte conmigo? ¿Te importa estar aquí mientras las leo?

—Me quedaré contigo todo el tiempo que quieras —sonrió él.

Eran dos adultos solitarios luchando para sobrevivir sin una familia, pero se tenían el uno al otro. Al menos, por el momento.