Capítulo 12

Aquella noche Sarah estaba sentada en el porche, mirando las estrellas. El cielo era una mezcla de rosas y malvas, sesgada por un retazo de oro. Era como un incendio en el cielo. Y en su corazón.

Si pudiera ayudar a Adam... pero no había podido hablar con él. El conserje del hotel le dijo que había cambiado de habitación, pero que no contestaba al teléfono.

¿Debería ir allí? Quizá no era buena idea. Quizá necesitaba estar solo.

Su padre salió al porche en ese momento con un plato en la mano.

—Arroz con champiñones. Tu plato favorito cuando eras pequeña.

—Es verdad —murmuró Sarah, sorprendida—. ¿Tú no vas a cenar?

—Yo me he hecho una hamburguesa —sonrió el hombre.

Unos segundos después, volvía con su plato y una lata de refresco. Mientras cenaban, Sarah se maravillaba del cambio. Había vuelto a ser el hombre que ella admiraba, el que tanto había querido de pequeña.

—Ya sé que no has vuelto a beber, papá. Y estoy muy orgullosa de ti.

—Gracias —sonrió él, limpiándose con la servilleta—. Ha sido un camino muy largo y no pienso recorrerlo de nuevo.

—Debería haberme quedado contigo, como hizo mamá.

—No. Tú hiciste lo que tenías que hacer. Eras muy joven y yo no tenía derecho a cargarte con mis problemas —dijo William entonces—. Ahora voy a las reuniones de Alcohólicos Anónimos dos veces por semana. Y supongo que seguiré yendo siempre.

—Adam bebía cuando era un adolescente. Pero lleva once años sin probar el alcohol.

Su padre levantó la mirada, atónito.

—Me sorprende que estés con un hombre que ha bebido.

—Estuve a punto de no hacerlo. Pero confío en él —dijo Sarah, mirando al cielo—. Lo quiero mucho, papá.

—Lo sé, pero... ¿estás segura de que no volverá a beber? Está pasando un momento muy duro, hija.

Sarah lo recordó entonces tumbado en el suelo, con la mano ensangrentada. Quizá quería estar solo para buscar refugio en la bebida, pensó. No, no podía ser. Adam era un hombre muy fuerte.

—Pensaba que podría recaer pero creo que, pase lo que pase, no se refugiará en el alcohol.

—¿Lo crees de verdad? Es una adicción muy poderosa.

—Once años son muchos años. ¿No te parece?

—Es posible, pero... Deberíamos intentar convencerlo de que viniera a casa. En este momento, necesita una familia.

Una familia. Eso era lo que necesitaba, pensó ella.

—¿Tú has hablado con Cynthia Youngwolf?

—No. Margaret habló con ella.

—Pero tienes su teléfono, ¿no?

—Está en mi agenda... pero, ¿para qué lo quieres?

—Voy a llamarla —dijo Sarah, levantándose de golpe.

Rezaba para que la otra mujer quisiera hablar con ella.

Adam miraba la botella de whisky sobre la cómoda. No le había quitado el tapón. La deseaba con todas sus fuerzas, pero no se atrevía a abrirla.

Por Sarah. Porque le había prometido no volver a beber nunca. La dulce Sarah, que le había dejado cuatro mensajes desesperados.

Tenía que llamarla. Tenía que contarle la verdad.

Adam marcó el número, apoyándose en la pared. No quería ver su cara en el espejo.

—¿Dígame?

—Hola. Soy yo. Perdona que no te haya llamado antes.

—Adam, tengo tantas cosas que decirte —dijo ella entonces, emocionada—. ¿Puedo ir al hotel?

—Es muy tarde. Prefiero ir yo a casa de tu padre.

Iría allí y le diría en persona la verdad, que había estado a punto de beber, que había estado a punto de convertirse en un alcohólico de nuevo, en su más horrible pesadilla.

—Vale. Te quiero.

Se le hizo un nudo en la garganta. Él también la quería. Más que a nada en el mundo.

—Llegaré en cuanto pueda.

Mientras se ponía los zapatos, notó que le temblaban las manos. ¿Nervios o temblores del alcohólico?, se preguntó. Cuando tenía diecisiete años le temblaban las manos si no tomaba una copa.

Adam guardó el resto de las cosas de Sarah y las metió en el capó del coche, junto con la botella de whisky. La llevaría para probarle que él no merecía la pena, que amarlo era un error.

Cuando llegó, ella estaba esperándolo en el porche, con vaqueros y una camiseta demasiado grande. Parecía una niña.

—No sabes cuánto me alegro de que hayas venido. He hablado con tu madre, Adam.

Él se quedó inmóvil.

—¿Cómo?

—Que he hablado con tu madre. No te enfades. Solo quería ayudar.

—No estoy enfadado. ¿Qué te ha dicho?

—No quería hablar de eso por teléfono. Supongo que su hija estaba con ella.

—¿Su hija?

—Tiene una niña de diez años —explicó ella. Una niña de diez años. Su hermana pequeña, pensó Adam—. Pero ha aceptado verse conmigo mañana. Voy a hablarle de ti, Adam. Voy a decirle lo maravilloso que eres.

Hubiera querido tocarla, decirle cuánto la quería, pero sus buenas intenciones no cambiaban nada.

—¿Maravilloso? He comprado una botella de whisky, Sarah.

Ella lo miró, incrédula. Su padre le había advertido, pero no quiso creerlo. Necesitaba su fantasía, su cuento de hadas, la mentira de que aquel hombre era perfecto.

—¿Has bebido?

—Quería hacerlo. Con toda mi alma. Pero no la he abierto.

No había bebido. Seguía siendo fiel a su promesa. El guerrero en Adam seguía luchando contra aquella terrible adicción.

—No has bebido, mi amor. Y conseguirás superarlo. Yo te ayudaré.

—¿Cómo? No puedes hacer que el deseo de beber desaparezca. Tú no sabes lo que es. No sabes cómo he querido abrir esa botella.

Sarah respiró profundamente. Todos aquellos años con su padre no la habían preparado para aquel momento. ¿Qué podía decir para borrar el dolor de aquel hombre? Adam parecía tan perdido, tan roto...

—Deberías buscar ayuda. Mi padre va a las reuniones de Alcohólicos Anónimos.

—Yo no puedo hacer eso.

—¿No quieres buscar ayuda? Tú sabes que la terapia, del tipo que sea, es buena.

Adam se pasó una mano por el pelo.

—Esta vez es diferente.

—¿Por qué?

—Porque sí.

Por sus padres. Si hacía terapia, tendría que hablar de ellos, admitir en voz alta por qué deseaba beber. Su padre había violado a su madre y ella lo rechazaba. Nada fácil de contar en público.

Sarah pensó en Cynthia. La mujer no le había hecho ninguna promesa por teléfono, no había aceptado conocer a su hijo, pero aceptó hablar con ella. Y, fuera como fuese, intentaría convencerla de que le diera una oportunidad. Le hablaría del dolor de su hijo, un dolor que solo ella podía curar.

—¿Tienes hambre? Puede calentar algo.

—Gracias, pero no quiero nada. Solo necesito dormir.

—Puedes dormir aquí.

—No —dijo él, sin mirarla—. Te prometiste a ti misma no estar nunca con un alcohólico y eso es lo que soy, Sarah.

Ella se obligó a sí misma a respirar, a llenar sus pulmones de oxígeno. No podía perderlo. Adam se lo merecía todo.

—No pienso abandonar, mi amor. No pienso abandonar —dijo, con los ojos llenos de lágrimas.

Él acarició su cara, entristecido.

—Entonces, ¿vas a ver a mi madre? ¿Vas a decirle que soy un tío estupendo?

—Claro que sí. Pero quiero que tires esa botella de whisky. Que te deshagas de ella inmediatamente.

—Puedo dártela a ti. Está en el coche —dijo Adam entonces, abriendo el capó.

¿Querría Cynthia Youngwolf hablar sobre su hijo? ¿Le daría una oportunidad?

Quizá estaba dándole demasiada importancia a esa mujer. Cindy podía curar gran parte de su dolor, pero no podría evitar que volviese a beber. Solo Adam podría cortar con esa terrible adicción.

—Te llamaré mañana. Después de ver a tu madre.

—Gracias —dijo él, mirándola a los ojos—. ¿No tienes miedo de que compre otra botella?

—Confío en ti.

Quizá más de lo que él confiaba en sí mismo. Porque si se dejaba llevar por el miedo, Adam perdería la esperanza.

Al día siguiente, Sarah aparcaba el jeep frente al parque en el que había quedado con Cynthia Youngwolf, en la ciudad de Tulsa. ¿Estaría cerca de su casa o todo lo contrario, lo más lejos posible para que nadie pudiera verlas juntas?

Cinco minutos después, una mujer se dirigió hacia ella. Supo que era la madre de Adam porque llevaba una blusa amarilla, como le había dicho el día anterior.

—Hola —la saludó, nerviosa—. Yo soy Sarah Cloud.

Cindy también estaba nerviosa. Era una mujer esbelta, con el pelo negro cortado a media melena. Tenía un gran parecido con Adam. Sí, desde luego era su madre.

—Hola —dijo la mujer.

—¿Quiere que nos sentemos en ese banco?

—De acuerdo.

Unos minutos después estaban sentadas en un banco de madera, rodeadas de nogales y castaños. A su alrededor, los gritos de los niños que jugaban en los columpios.

—Así que tú eres la novia de... mi hijo.

—Sí, pero Adam se está alejando de mí.

—Siento mucho que no se esté tomando esto bien, pero tampoco ha sido fácil para mí. Mis hijos no saben nada de él, como nunca lo supo mi marido. He querido verla para... —empezó a decir Cindy, jugando con su alianza— para explicarle por qué no quiero hablar con él.

—Muy bien.

—Dar al niño en adopción fue muy duro para mí, pero era lo que debía hacer. Quería que tuviese una vida mejor de la que yo podía darle.

—¿Esa es la única razón?

—No. También lo hice por lo que pasó con su padre —dijo entonces Cindy, pensativa—. Se llamaba Johnny y era el chico más guapo que había visto nunca. Yo tonteaba con él, pero igual que muchas otras chicas.

El cielo era de un azul brillante y los niños jugaban a su alrededor. Nadie imaginaría que aquellas dos mujeres estaban hablando de una violación que tuvo lugar treinta años atrás.

—Una noche, fue a buscarme a la cafetería en la que trabajaba para pagarme los estudios y me invitó a salir. Yo estaba encantada porque era tan simpático, tan guapo... pero una vez en el coche me llevó a un sitio oscuro. Creí que iba a besarme, pero de repente todo cambió... se volvió loco, se puso como un animal.

—Lo siento mucho —dijo Sarah, tomando su mano. La expresión de la mujer era de tremendo dolor al recordar aquello.

—Cuando terminó, yo estaba llorando y él me decía que me callara, que no había pasado nada. Más tarde, cuando llegué a casa, descubrí que tenía moretones en las piernas y una herida en la cabeza.

—¿Se lo contó a alguien?

—No. Debería haberlo hecho, pero me daba vergüenza. Entré en casa sin que me oyeran y me di un baño. Cuando por fin reuní valor para contárselo a mi madre, los moretones habían desaparecido.

—Y era demasiado tarde —murmuró Sarah.

—Así es. La policía dijo que sería mi palabra contra la de Johnny y que él era un chico blanco de buena familia. Al final, mis padres decidieron no presentar cargos porque sabían que no había nada que hacer.

Pero no pudieron olvidar, sobre todo al descubrir que ella estaba embarazada.

—Y entonces la enviaron a Tahlequah.

—Así fue. Y mientras yo estaba allí, se mudaron a Tulsa para que pudiera empezar de nuevo sin que nadie me señalara con el dedo. Yo hice lo que debía hacer, dar al niño en adopción. Más tarde, cuando me enteré de que Johnny se había matado en un accidente de coche, borracho, mientras hacía carreras con sus amigos... casi me alegré, la verdad. Es terrible decirlo, pero así es. Aunque ya lo he perdonado. Después de tantos años, he conseguido perdonarlo.

Sarah respiró profundamente. Era su turno. Tenía que convencerla para que viera a Adam. Era la tarea más importante de su vida.

—Adam es un hombre decente y honrado. Una persona maravillosa. Pero esto lo está matando. Quería encontrarla para tener algo a qué agarrarse, pero ahora... se está muriendo poco a poco, Cindy. Y yo no sé qué hacer.

Los ojos de la mujer se llenaron de lágrimas.

—Dile que lo siento. Dile que hice lo que tenía que hacer, lo que mi familia esperaba que hiciese.

—Adam necesita que se lo diga usted. Necesita saber que no lo odia.

—He pensado en él muchísimas veces, ¿sabes? Recordaba los dos meses que lo tuve conmigo. Incluso le di el pecho... Mi tía me decía que no lo hiciera, pero yo lo veía tan pequeñito... —la voz de la mujer se rompió.

—Él no lo sabe. No recuerda nada, por supuesto —dijo Sarah, con los ojos llenos de lágrimas.

—Pero tiene otros padres.

—Murieron hace años en un accidente de avión, Cindy. Usted es lo único que le queda en el mundo.

—Oh, no —murmuró ella—. ¿Qué voy a hacer?

—Conozca a su hijo, por favor. Si no lo hace, ninguno de los dos podrá tener paz mientras viva.

Sarah aparcó el jeep frente a la casa de su padre, con el corazón dando saltos dentro de su pecho. Quería ver a Adam, pero antes tenía que llamarlo. No quería aparecer en el hotel como si quisiera pillarlo con la botella. Tenía que demostrarle que confiaba en él.

En cuanto entró en casa, lo llamó por teléfono. Él descolgó enseguida. Debía estar ansioso por recibir noticias de la entrevista.

—Cindy ha aceptado conocerte.

—¿Cuándo? ¿Dónde?

—El martes, en su casa. Sus otros hijos no estarán allí.

—¿Y tú? ¿Vendrás conmigo?

—¿Quieres que vaya?

—Sí. Te lo agradecería mucho.

Estaba nervioso, angustiado. Lo imaginaba paseando por la habitación, sin saber qué hacer.

—Iré contigo, mi amor.

—No se lo has contado, ¿verdad?

—¿A qué te refieres?

—A mis problemas con el alcohol.

—Claro que no —contestó ella, cerrando los ojos.

Rezaba para que no volviera a beber, para que olvidara aquella forma de escape.

—¿Es guapa, Sarah?

—¿Qué?

—¿Mi madre es guapa?

Los ojos de Sarah se llenaron de lágrimas. Quería saber si su madre era guapa, como un niño.

—Es muy guapa, Adam. Te pareces a ella. ¿Sabes que te dio el pecho durante dos meses?

—¿De verdad?

—Me lo ha contado ella misma.

—¿Te ha dicho algo de él? —preguntó entonces Adam. Obviamente, se refería a su padre.

—Se llamaba Johnny y murió en un accidente de coche.

No pensaba decirle nada más. La herida era demasiado reciente. ¿Para qué dar detalles?

—Espero que sufriera.

Sarah no dijo nada. El odio podía destruir el alma de una persona y Adam estaba al borde de la destrucción.