CAPÍTULO XXXIII
DECISIVO EN EL DESARROLLO DE ESTA HISTORIA
LA puerta se abrió y el Master de Ravenswood entró en el salón.
Lockhard y otro criado, que en vano trataron de impedirle el paso, quedaron en el umbral estupefactos, sorpresa que se comunicó a todos los reunidos en la estancia. El coronel Ashton expresaba además un hondo resentimiento; Bucklaw, una afectada y altiva indiferencia; los demás, incluso Lady Ashton, daban muestras de miedo, y Lucy quedó petrificada por la inesperada aparición. Así podía llamarse, aparición, pues Ravenswood tenía más aspecto de volver de entre los muertos que de ser un visitante vivo.
Se plantó en medio del salón, frente a la mesa junto a la cual estaba Lucy sentada. Se la quedó mirando como si sólo ella hubiese estado presente, con una expresión mezcla de profunda pena y de intensa indignación. Su capa de montar, caída de uno de los hombros, le colgaba a un lado con los amplios pliegues de la capa española. El resto de su lujoso traje, en desorden y polvoriento, testimoniaba una carrera forzada. Llevaba una espada y dos pistolas al cinto. El sombrero, con el ala caída sobre los ojos, no se lo quitó al entrar, lo cual contribuía a dar un aspecto más sombrío a sus morenas facciones. El dolor impreso en su rostro y la mirada fantasmal, resultado de una larga enfermedad, hacían más severo y huraño su continente de lo que ya era. Los mechones alborotados de su cabello, que asomaban bajo el sombrero, junto con la inmovilidad de su postura, lo hacían parecer un busto de mármol más que un ser viviente. No dijo ni una palabra y durante dos minutos se produjo en la estancia un silencio absoluto.
Lo rompió Lady Ashton, la cual había recobrado en ese tiempo su audacia habitual. Preguntó a qué se debía esta intrusión.
—Esa pregunta, señora —le advirtió su hijo— me corresponde a mí hacerla. He de pedir al Master de Ravenswood que me siga adonde pueda contestarme con más libertad.
Bucklaw se interpuso, diciendo:
—Nadie en el mundo puede quitarme la precedencia para pedirle una explicación al Master. Craigengelt —añadió en voz baja—, condenado, ¿por qué lo estás mirando como si fuera un fantasma? Tráeme la espada… Ahí, en la galería.
—No cederé a nadie —dijo el coronel Ashton—, mi derecho a pedirle una satisfacción por esta inconcebible ofensa inferida a mi familia.
—Tened paciencia, caballeros —dijo Ravenswood, mirándolos severamente, y levantando la mano para imponer silencio en aquel altercado—. Si estáis tan cansados como yo de la vida, hallaré hora y lugar propicio para jugarme la mía contra cualquiera de los tres; ahora no tengo tiempo que dedicar a rencillas de necios.
—¡Necios! —repitió el coronel Ashton, desenvainando a medias su espada, mientras Bucklaw se llevaba la mano al puño de la suya, que Craigengelt acababa de traerle.
Sir William Ashton, temiendo por su hijo, se interpuso entre los jóvenes y Ravenswood, exclamando:
—¡Hijo mío, te ordeno!… ¡Bucklaw, os suplico!… ¡Teneos en paz en nombre de la Reina y de la Ley!
—En nombre de la ley de Dios —dijo Bide-the-bent, colocándose también con los brazos levantados entre Bucklaw, el coronel y el enemigo de ambos— en nombre de Aquel que trajo la paz a la tierra, y la buena voluntad a los humanos, ¡os imploro… os mando que no recurráis a la violencia! Dios condena a los sedientos de sangre; quien mate por la espada, por la espada morirá.
—¿Me tomáis por un perro, señor —dijo el coronel Ashton, volviéndose hacia él airadamente—, o por algo peor, creyéndome capaz de soportar este insulto en la casa de mi padre? ¡Dejadme, Bucklaw! ¡Me dará cuenta de esto, por el Cielo que lo mataré aquí mismo!
—Aquí no lo habéis de tocar —dijo Bucklaw—; una vez me perdonó la vida, y aunque fuera el diablo en persona, se le tratará caballerosamente.
Mientras las pasiones de ambos jóvenes se contrarrestaban de este modo, Ravenswood exclamó con voz dura:
—¡Silencio! El que busque de verdad el peligro, lo hallará a su tiempo adecuado. Antes he de cumplir, en unos momentos, lo que me propongo… ¿Es esa vuestra letra, señora? —añadió en un tono más suave, presentando a Miss Ashton la última carta que ésta le había escrito.
Un vacilante «sí» pareció escaparse de los labios de la joven, más que haber sido pronunciado voluntariamente por sus labios.
—Y ¿es también ésta vuestra letra? —y le enseñó el compromiso que habían suscrito ambos enamorados.
Lucy no pronunció ni una sola palabra. El terror y un sentimiento aún más fuerte y más confuso turbaba de tal manera su entendimiento, que casi no acertaba a entender la pregunta.
—Si os proponéis —dijo Sir William— fundar en ese papel alguna reclamación legal, no esperéis obtener ninguna respuesta a vuestras preguntas extrajudiciales.
—Sir William Ashton —dijo Ravenswood—. Os ruego, así como a todos los presentes, que no me interpretéis mal. Si esta señorita, por su libre voluntad, desea la anulación de este contrato —según parece deducirse de su carta— podéis creerme, consideraré este papel tan inútil como una hoja seca de las que arrastra ese viento de otoño. Pero debo y quiero oír la verdad de sus propios labios. No me iré de aquí sin lograr esta satisfacción. Podéis asesinarme entre todos, pero estoy armado… y estoy desesperado… No moriré sin vengarle. Estoy resuelto; tomadlo como queráis. Oiré su decisión de su propia boca… Me lo dirá ella misma, sola, sin testigos… Ahora, escoged —dijo, desenvainando su espada con la mano derecha, mientras con la izquierda sacaba una pistola de su cinturón, amartillándola, pero dirigiendo hacia el suelo la punta de la una y el cañón de la otra— escoged entre ver este salón cubierto de sangre u otorgarme la decisiva entrevista con mi novia, a lo cual estoy autorizado por las leyes de Dios y de nuestro país.
Todos se sobrecogieron ante el tono de su voz, y la decisiva acción que lo acompañó. El sacerdote fue el primero en hablar:
—En nombre de Dios, aceptad un consejo del más indigno de sus siervos. Lo que pide este caballero, aunque con excesiva violencia, tiene alguna parte de razón. Que oiga de la misma Miss Lucy su conformidad con la voluntad de sus padres y su arrepentimiento por haber contraído aquel compromiso con él. En cuanto se haya convencido de esto, se marchará y nos dejará tranquilos. Corresponde a mis funciones rogar a sus señorías que accedan a esto.
—¡Nunca! —contestó Lady Ashton, cuya rabia dominaba ahora la sorpresa y el terror que la invadió en un principio—. ¡Nunca hablará este hombre en privado con mi hija, siendo novia de otro! Que salga de esta sala quien lo desee; yo me quedo aquí. No me asustan su violencia ni sus armas; aunque algunos qué llevan mi nombre —dijo, mirando al coronel— parecen temerlas.
—Por amor de Dios, señora —replicó el digno pastor—, no añadáis aceite al fuego. Al Master de Ravenswood no puede molestarle vuestra presencia, teniendo en cuenta el estado de la señorita y vuestro deber de madre. Yo también me quedaré; quizá mis cabellos grises logren apaciguar la ira.
—Completamente de acuerdo, señor —dijo Ravenswood—; pero que salgan los demás.
—Ravenswood —dijo el coronel Ashton, al pasar junto a él cuando salía—, pronto me daréis razón de esto.
—Cuando gustéis —repuso Ravenswood.
—Pero yo tengo un derecho previo —dijo Bucklaw.
—Poneos de acuerdo —replicó Ravenswood—; pero dejadme hoy en paz, y mañana me encantará daros tanta satisfacción como queráis.
Los demás caballeros salieron de la estancia, pero Sir William se retrasó un poco, diciendo en tono conciliador:
—Master de Ravenswood, no creo haber merecido de vos este escándalo, esta ofensa a mi familia. Si queréis envainar y seguirme a mi despacho, os probaré con los argumentos más satisfactorios, la inutilidad de vuestro proceder.
—Mañana, señor, mañana, mañana os atenderé cuanto queráis —le interrumpió Ravenswood—. Hoy tengo un deber sagrado e inaplazable que cumplir.
Le señaló la puerta, y Sir William salió.
Ravenswood envainó la espada, desenmartilló la pistola y la volvió al cinto; fue hacia la puerta y la cerró. Quitóse el sombrero, y, mientras echaba hacia atrás sus desmelenadas guedejas, miraba a Lucy con una expresión afligida en los ojos, de los cuales había desaparecido la furiosa expresión de los momentos anteriores, diciendo:
—¿Me conocéis, Miss Ashton? Sigo siendo Edgar Ravenswood.
Ella permaneció silenciosa y él continuó con mayor vehemencia:
—Soy aún aquel Edgar Ravenswood, el cual renunció por vuestro cariño a reivindicar el honor de su familia. Soy aquel Ravenswood que por vos perdonó, más aún, estrechó amistosamente la mano del opresor y saqueador de su casa, el perseguidor y asesino de mi padre.
—Mi hija —contestó Lady Ashton, interrumpiéndole— no va a dudar ahora de vuestra identidad; el veneno de vuestras frases basta para recordarle que está hablando con el enemigo mortal de su padre.
—Por favor, señora, un poco de paciencia —repuso Ravenswood— es ella quien ha de contestarme. Una vez más, Miss Lucy Ashton, yo soy aquel Ravenswood con quien os prometisteis solemnemente, promesa que ahora deseáis retirar.
Los exangües labios de Lucy sólo pudieron balbucear, estas palabras: «Fue mi madre…».
—Dice la verdad —intervino Lady Ashton—; fui yo la que, autorizada por las leyes divinas y humanas, le aconsejé —y coincidí con ella— la conveniencia de anular su desgraciada y precipitada promesa basándome en las Escrituras.
—¡En las Escrituras! —exclamó Ravenswood.
—Que oiga el texto —dijo la señora dirigiéndose al sacerdote— en el que vos mismo os habéis fundado, a pesar de vuestra cauta prevención, para declarar la nulidad de esos pretendidos esponsales.
Mr. Bide-the-bent se sacó la Biblia del bolsillo y leyó estas palabras:
«Cuando alguna hiciere voto al Señor, y se ligare con obligación en casa de su padre, en su mocedad, si su padre oyese su voto y la obligación con que ligó su alma, y su padre callare a ello, todos los votos de ella serán firmes, y toda obligación con que hubiere ligado su alma, firme será».
—Y ¿no es este nuestro caso? —interrumpió Ravenswood.
—Controla tu impaciencia, joven, y escucha cómo continúa el texto sagrado:
«Pero si su padre la vedare el día que oyere todos sus votos, sus obligaciones no serán firmes, y el Señor la perdonará por cuanto su padre le vedó».
—Acaso —dijo Lady Ashton triunfante y ferozmente—, ¿acaso no ha sido nuestra intervención prevista por las Sagradas Escrituras? ¿No hemos desautorizado del modo más expreso el paso dado por nuestra hija, en cuanto lo hemos sabido?
—Y ¿es esto todo? —preguntó Ravenswood a Lucy—. ¿Vais a trocar la felicidad que me jurasteis, vuestra libre voluntad y nuestro mutuo afecto a esta miserable hipocresía? Antes de confirmar lo que hicieron en vuestro nombre, escuchad lo que sacrifiqué por vos. El honor de una antigua familia, y los consejos de mis mejores amigos se han estrellado contra mi fidelidad. Ni los argumentos de la razón ni los portentos de la superstición consiguieron quebrantarla. Hasta los muertos se levantaron para advertirme, y sus advertencias cayeron en el vacío. ¿Seréis capaz de atravesarme el corazón por haberos sido fiel, y precisamente con vuestra infidelidad, con el arma que nunca creí veros manejar?
—Master de Ravenswood —dijo Lady Ashton—, ya habéis preguntado cuánto os pareció oportuno. Habéis visto la absoluta incapacidad de mi hija para contestaros. Pero os responderé por ella, y de manera que no me podréis contradecir. Deseáis saber si Lucy Ashton desea, por libre decisión suya, terminar sus relaciones con vos. Tenéis ahora mismo en la mano la carta en que os lo pide, y, para mayor evidencia, he aquí el contrato de esponsales que acaba de suscribir, en presencia de Mr. Bide-the-bent, con Mr. Hayston de Bucklaw.
Ravenswood miró el documento, petrificado. Volviéndose al sacerdote, le preguntó:
—¿Y Miss Ashton ha firmado esto sin engaño ni violencia?
—Lo atestiguo —respondió aquél solemnemente.
—En verdad, señora, es una prueba contundente. Y es innecesario gastar ni una palabra más en inútiles reproches. Ahí tenéis, señora —añadió, dejando ante Lucy el papel firmado y la moneda de oro partida— ahí tenéis las pruebas de vuestros primeros esponsales. Que seáis más fiel a los nuevos que acabáis de celebrar. Devolvedme, por favor, los correspondientes símbolos de mi errónea confianza, mejor diría, de mi inmensa locura.
Lucy respondió a la desdeñosa mirada de su enamorado con otra que parecía de una ciega. Sin embargo, debió de haber comprendido el sentido de sus palabras, porque levantó las manos como para deshacer el nudo del lazo de la cinta azul que llevaba alrededor del cuello. No pudo hacerlo, pero Lady Ashton acudió en su ayuda y, quitándole la cinta, sacó de ella la moneda rota que Miss Ashton llevaba aún oculta en su pecho. El duplicado correspondiente a Lucy del compromiso suscrito por ambos enamorados, lo conservaba la madre desde hacía algún tiempo. Con un gesto arrogante, entregó las dos cosas a Ravenswood, que se enterneció al coger la mitad de la moneda.
—Y podía llevarla en el pecho —pensó— junto a su corazón…, a pesar de… —Y luego, dijo, secándose una lágrima y volviendo a adoptar su severa actitud—: Pero de nada sirve lamentarse.
Se dirigió a la chimenea, y arrojó al fuego el papel y el pedazo de oro, dando unos golpes sobre el carbón con el tacón de su bota, como para asegurarse de la completa destrucción de aquellas pruebas de un amor maltrecho. Después dijo:
—No seré por más tiempo un intruso en esta casa. Corresponderé a vuestros malos deseos y peores oficios, Lady Ashton, deseándoos que sean éstas vuestras últimas maquinaciones contra el honor y la felicidad de vuestra hija. Y a vos, señora —añadió mirando a Lucy— no tengo más que deciros, a no ser que roguéis a Dios no convertiros en asombro del mundo por este acto de perjurio deliberado. —Pronunciadas estas palabras salió violentamente de la estancia.
Sir William Ashton consiguió retener a su hijo y a Bucklaw en un lugar apartado del castillo, para evitar que volvieran a encontrarse con Ravenswood. Pero, cuando éste descendía la escalera principal, Lockhard le entregó un billete, firmado por Sholto Douglas Ashton, solicitando del Master le hiciera saber dónde podría encontrársele de allí a cuatro o cinco días para solventar cierto asunto de extraordinaria gravedad, en cuanto se celebrase un importante acontecimiento familiar.
—Decidle al coronel Ashton —dijo Ravenswood con calma— que me podrá hallar en el Despeñadero del Lobo cuando le sea más cómodo.
Ya fuera, cuando descendía por la escalera que bajaba de la terraza, encontró a Craigengelt, quien le comunicó que Bucklaw esperaba no partiese Ravenswood de Escocia por lo menos en diez días, para saldar una cuenta con él.
—Decidle a vuestro amo —dijo Ravenswood duramente— que se tome el tiempo que desee. Me encontrará en mi torre, si no se le adelantan en sus propósitos.
—¿Mi amo? —replicó Craigengelt, envalentonado al ver de lejos al coronel Ashton y a Bucklaw—. Permitidme deciros que nadie en la tierra es mi amo, ni permitiré a nadie ese lenguaje conmigo.
—¡Entonces, buscaos un amo en el infierno! —exclamó el Master, dando salida a la ira que había reprimido hasta entonces, y empujando a Craigengelt con violencia tal que salió rodando por los escalones para quedar sin sentido al final de ellos—. Soy un loco —añadió— desahogando mi cólera con este miserable.
Después montó en su caballo, que había atado al llegar al pie de la balaustrada. Cabalgó muy despacio detrás de Bucklaw y del coronel Ashton, quitándose el sombrero al adelantarse a ellos y mirándolos fijamente. Ambos devolvieron el saludo con idéntica serenidad. Hasta el final de la avenida siguió con la misma lentitud, como para demostrar que no huía de ellos. Cuando estuvo ya fuera de la finca, volvió el caballo y contempló con fijeza el castillo. Luego, picando espuelas, partió con la velocidad de un demonio expulsado por un exorcista.