CAPÍTULO IV
CON LA VISITA A UNA EXTRAÑA ANCIANA
LUCY conducía a su padre, pues éste estaba siempre demasiado ocupado con sus asuntos políticos o su vida social para conocer bien sus extensas propiedades. Además, habitaba siempre en Edimburgo, y la joven, en cambio, pasaba todo el verano en Ravenswood y, en parte por afición, en parte a falta de otras distracciones, había llegado a conocer, en sus frecuentes paseos, todas las alamedas, cañadas, sendas, matorrales…
Hemos dicho que Lord Keeper no era insensible para las bellezas naturales; y, para hacerle justicia, hay que añadir que las sentía doblemente cuando se las hacía ver esta hermosa muchacha, tan sencilla, que, apoyándose en su brazo con filial cariño, le señalaba una vez el gran tamaño de un viejo roble, y otra algún paisaje grandioso, aparecido inesperadamente al doblar el recodo de un sendero.
Al detenerse en uno de esos puntos de vista que dominaban grandes planicies, dijo Lucy a su padre que estaban cerca de donde vivía la anciana ciega. Una senda gastada por los pasos diarios de la inválida, los llevó a ver ya la cabaña recogida en un barranco oscuro y profundo, como si estuviera allí para no desentonar con el tenebroso estado de su moradora.
La modesta vivienda estaba situada bajo una elevada roca, la cual se cernía sobre ella, como si fuera a dejar caer algún pedazo de sí sobre la frágil construcción. La cabaña era de piedra y hojarasca, y el basto techo de paja estaba muy deteriorado ya. Salía de él una fina columna de humo azul, que se rizaba sobre la blancura de la roca, dando a esta escena un tono de exquisita suavidad. En un pequeño y rústico jardín —rodeado por arbustos diseminados, unos saúcos que formaban un seto rudimentario— se hallaba sentada, cerca de las colmenas de cuyo producto vivía, la anciana a quien Lucy y su padre venían a visitar.
Por muy desastroso que hubiera sido su destino, por miserable que fuera su vivienda, era fácil darse cuenta a primera vista de que ni los años, ni la pobreza, ni las calamidades habían amilanado el ánimo de esta notable mujer. Ofrecía un aspecto impresionante; su figura era alta y poco encorvada por las dolencias de una edad avanzada. Vestía, dentro de la sencillez campesina, con una pulcritud nada frecuente en su clase. Pero lo que más sorprendía en ella era su continente, haciendo que casi todos le hablasen con un grado de consideración y cortesía desproporcionado a la miserable condición de su morada, pero que ella recibía con naturalidad, como algo a que era acreedora. Había sido hermosa, pero de una belleza de tipo fuerte y masculino que no suele perdurar pasada la primera juventud, aunque sus facciones seguían reflejando un carácter enérgico y reflexivo y una contenida ambición. Apenas parecía posible que su rostro ciego pudiera expresar tan intensamente un carácter. Entraron en el jardín y Lucy se dirigió a la anciana:
—Alice, mi padre ha venido a veros.
—Bienvenido sea, Miss Ashton, y vos también —contestó la anciana, volviendo la cabeza hacia sus visitantes, e inclinándola.
—Buena mañana para vuestras abejas, madre —dijo el Lord Keeper, quien, impresionado por el aspecto de Alice, sentía ya curiosidad por ver si su conversación no contradecía ese primer efecto.
—Así lo creo, mi lord. El aire es ahora más agradable.
—Me figuro que no cuidaréis vos misma de esas abejas. ¿Cómo os arregláis? —le preguntó el estadista.
—Por delegación, como los reyes con sus súbditos. Y he tenido suerte en el primer ministro… Ven aquí, Babie.
Silbó en un pequeño silbato de plata, que pendía de su cuello —en aquel tiempo solía emplearse para usos domésticos— y Babie, una muchacha de quince años, salió de la choza, no tan aseada como lo hubiera estado de haber gozado Alice de sus ojos, pero más de lo que podía esperarse.
—Babie —le dijo su ama—, trae pan con miel al Lord Keeper y a Miss Ashton.
Babie cumplió el encargo, moviéndose de un lado para otro con actitudes de langosta. Mientras sus pies y sus piernas tendían hacia un lado, la cabeza giraba en otra dirección, para extasiarse mirando al laird, al que su renteros y dependencia conocían más de oídos que personalmente. A pesar de la poca gracia de la sirviente, fue aceptado el pan con miel con toda cortesía. El Lord Keeper, todavía sentado en un tronco derribado, parecía querer prolongar la entrevista, pero no sabía exactamente en qué direcciones era conveniente orientar la conversación.
—¿Hace mucho tiempo que residís en esta propiedad? —dijo tras una pausa.
—Ahora hace cerca de sesenta años que conocí a Ravenswood —contestó la anciana, cuyas palabras, aunque respetuosas, se limitaban cautamente a la inevitable obligación de responder a Sir William.
—A juzgar por vuestro acento, no parecéis de esta región —añadió el Lord Keeper.
—No, he nacido en Inglaterra.
—Pero tenéis tanto apego a este país como si fuera el vuestro.
—Aquí he pasado —replicó la anciana— las penas y alegrías que el Cielo me destinó. Aquí fui la esposa, durante más de veinte años, de un hombre íntegro y afectuoso. Fue aquí donde nacieron mis seis hijos, que tanto prometían. Aquí también me privó Dios de ellos. Murieron aquí y están enterrados allá lejos, en aquella capilla en ruinas. No tuve más país que el de ellos mientras vivieron. Ahora que ya no existen, no tengo más país que el suyo.
—Esta casa se halla en estado ruinoso —observó el Lord Keeper.
—Padre —dijo Lucy, con vehemencia y timidez a un tiempo—, ordenad que la reparen… esto es… si os parece conveniente.
—Durará lo que me resta de vida, mi querida Miss Lucy —repuso la ciega—. No querría que mi Lord se molestara en esto…
—Pero —dijo Lucy— en tiempos vivíais en un sitio mucho mejor y erais rica. ¡Y ahora, en vuestra vejez, venir a parar a esta choza!
—No merezco más, Miss Lucy. Si mi corazón no se ha roto con lo que he sufrido y visto sufrir a otros, es porque soy muy resistente; y no tengo derecho a considerarme débil ni aun hoy.
—Habréis presenciado muchos cambios —dijo el Lord Keeper—, pero vuestra experiencia debe haberos enseñado a esperarlo.
—Me ha enseñado a soportarlo, mi lord —fue la respuesta.
—¿Pero no teníais la seguridad de que habían de llegar con el transcurso de los años? —insistió el estadista.
—Sí, la misma certeza tuve de que un cierto árbol poderoso —del que procede ese tronco sobre el cual, o cerca del cual estáis sentado— había de caer necesariamente por consunción o por obra del hacha; y, sin embargo, ansiaba no conocer en mis días la caída del árbol que cubrió mi morada de tantos años.
—No creáis —dijo el Lord Keeper— que os llevo a mal el añorar los tiempos en los cuales otra familia poseía mis tierras. Tenéis razón amándolos, y respeto vuestra gratitud. Ordenaré que reparen vuestra casita y confío en que seremos amigos cuando nos conozcamos mejor.
—La gente de mi edad —replicó Alice— no renueva sus amistades. Os agradezco vuestra bondad. Sin duda es bien intencionada, pero tengo cuanto necesito, y no puedo aceptar más de manos de su señoría.
—Bueno, entonces, dejadme decir por lo menos que os considero una mujer de entendimiento y educación superiores a vuestra apariencia, y que espero continuéis residiendo en esta propiedad mía, sin pagar renta alguna, durante toda vuestra vida.
—Espero que sí —dijo la anciana tranquilamente—. Me parece que esta era una de las condiciones de la venta de Ravenswood a su señoría, aunque es cosa muy natural que un detalle de tan poca importancia se os haya olvidado.
—Sí… recuerdo… Sí, sí —dijo su señoría con alguna confusión—. Me doy cuenta de que estáis demasiado ligada por el afecto a vuestros antiguos amigos para aceptar ningún beneficio de su sucesor.
—Nada de eso, mi lord. Agradezco los favores a que renuncio y querría poderos pagar, por ofrecérmelos, con algo mejor que esto que voy a deciros.
El Lord Keeper la miró sorprendido, pero no dijo ni una palabra.
—Mi lord —continuó la ciega, en un tono solemne e impresionante—, tened cuidado con lo que hacéis. Estáis al borde de un precipicio.
—¿De verdad? —dijo el Lord Keeper, pensando en las circunstancias políticas del país—. ¿Habéis sabido algo… alguna conspiración?
—No, no, mi lord; los que se ocupan de esas cosas no comunican sus planes a las viejas ciegas e inválidas. Mi advertencia es de otra clase. Habéis llevado muy duramente vuestros asuntos con la casa Ravenswood. Creedme, es una familia muy decidida, y es peligroso tratar con los que se han visto obligados a solicitar la ayuda de la desesperación.
—¡Cómo! —exclamó el Keeper—. Todos nuestros asuntos se desenvolvieron bajo la ley, y a la ley han de recurrir, si quieren impugnar mi actuación.
—Sí, pero quizás piensen de otra manera, y se tomen la justicia por su mano, si les fallan los demás medios para rehacerse.
—¿Qué queréis decir? —dijo el Lord Keeper—. ¿Recurriría el joven Ravenswood a la violencia?
—¡Dios me libre de afirmarlo! Todo lo que conozco del muchacho es honorable y franco. Más aún: generoso, independiente y noble. Pero, con todo eso, es un Ravenswood y sabe esperar la ocasión. Recordad el destino de Sir George Lockhart[11].
El Lord Keeper se sobresaltó al recordar una tragedia tan honda y tan reciente. La anciana prosiguió:
—El autor de aquello, Chiesley, era pariente de Lord Ravenswood. En el hall de Ravenswood confesó públicamente, en presencia mía y de otros, que había decidido realizar esa acción tan horrible. No pude guardar silencio, aunque no estaba bien que yo hablase; «Estáis tramando un crimen atroz —le dije— del que habréis de dar cuenta ante los jueces». Nunca olvidaré su mirada al responderme: «Debo dar cuenta de tantas cosas, que esta será una más». Por eso puedo deciros: Cuidado con acorralar a un desesperado con vuestra autoridad. En las venas de los Ravenswood hay sangre de Chiesley, y una sola gota de ella sería suficiente para hacerlo saltar, en las condiciones en que se halla. Lo repito, cuidado con él.
La anciana, con intención o sin ella, había agudizado los temores del Lord Keeper. El recurso del asesinato, tan corriente entre los barones escoceses en tiempos pasados, era todavía frecuente en aquella época. Sir William Ashton sabía esto, así como que el joven Ravenswood había recibido las suficientes ofensas para sentirse impulsado a esta clase de venganza, consecuencia frecuente y temible de una administración de justicia parcial. Se esforzó por ocultarle a Alice la índole de los temores que le asaltaban; pero con tan poca ineficacia, que aun una persona menos aguda que la ciega se hubiera dado cuenta de cuánto le afectaba aquel tema. Su voz había cambiado de tono al contestar que el Master de Rasvenswood era un hombre de honor y que, aparte de ello, bastaría la suerte padecida por Chiesley para retener a quien osaba convertirse en vengador de supuestos agravios. Y, después de decir esto apresuradamente, se levantó y salió sin esperar la respuesta.