CAPÍTULO XXII
LOS DOS CAMINOS
CRAIGENGELT partió en cumplimiento de su misión tan pronto como se hubo equipado, prosiguió su viaje con toda diligencia, y cumplió su encargo con la habilidad que Bucklaw esperaba de él. Las damas lo acogieron excelentemente cuando se presentó con las credenciales de Mr. Hayston de Bucklaw, y quienes se hallan predispuestos en favor de una persona recién conocida, da cubren méritos hasta en sus mismas faltas, y perfecciones en sus deficiencias. Aunque acostumbradas a la buena sociedad, ambas señoras tenían el prejuicio de que el amigo de Mr. Hayston había de ser un caballero agradable y sabiendo conducirse, por lo cual les fue muy fácil convencerse a sí mismas. Es cierto que Craigengelt se presentaba ahora muy bien vestido, y éste era un extremo importante. Pero, aparte de su apariencia, su descaro se les antojaba honrada franqueza, que parecía convenir su condición militar, sus baladronadas pasaban por valor y sus insolencias por ingenio. Para que esto resulte verosímil, hemos de añadir en descargo de las damas, que su discernimiento habíase ofuscado en gran parte y su favor se mostró propicio por haber llegado Craigengelt en el preciso momento en que echaban de menos a una tercera persona para completarles el tresillo. Y sabemos que en este juego, así como en todos los demás —ya fueran de suerte o de destreza— era este notable individuo un gran experto.
Cuando vio que pisaba terreno firme, estudió la manera de aprovechar su buena posición en provecho de los fines de su protector. Halló a Lady Ashton muy inclinada en favor de lo propuesto por Lady Blenkensop (a ésta la movía, en parte, el interés hacia su pariente y en parte su afán casamentero). La tarea era, pues, fácil. Bucklaw, corregido de su mala vida, era justamente la clase de marido que ella deseaba para su Pastora de Lammermoor, pues Lady Ashton creía colmada ja ventura de su hija con una fortuna saneada y un noble rural por marido. Además, Bucklaw contaba, entre sus recientes adquisiciones, con una pequeña influencia política en un condado vecino donde la familia de los Douglas tuvo en tiempos grandes posesiones. Una de sus más ardientes esperanzas era que su hijo mayor, Sholto, representara a este condado en el Parlamento británico, y consideró la alianza con Bucklaw como una circunstancia que podía ser muy favorable para sus designios.
En cuanto Craigengelt —a quien, a su manera, no faltaba sagacidad— descubrió de dónde soplaban los deseos de Lady Ashton, orientó su actividad en el mismo sentido. «Bucklaw necesitaba muy poco para sentarse en el Parlamento en representación del condado. Pero no le interesaba eso. Era una lástima que no lo aconsejaran bien…».
Esto lo escuchaba Lady Ashton con oídos atentos, resolviéndose en su fuero interno constituirse en la directora política de su futuro yerno en beneficio de su primogénito, Sholto, y demás partes interesadas.
Ganada así la voluntad de la señora, dedicóse el capitán —para emplear la expresión de su patrón— a hincarle las espuelas, aludiendo al estado de cosas en el castillo de Ravenswood, la prolongada residencia del heredero de aquella familia junto al Lord Keeper y los rumores propalados por la vecindad (aunque él —que se condenara si mentía— nunca les dio crédito). No entraba en los planes del capitán mostrarse intranquilo por estos rumores, pero observó las encendidas mejillas, la voz vacilante y los ojos centelleantes, signos evidentes de haber prendido en la señora la alarma que él quería comunicarle. Su marido no le había escrito tan a menudo como ella le creía obligado a hacerlo; había sido capaz de no informar a su mujer de algo tan importante como la visita a la torre del Despeñadero, y el huésped recibida con tal cordialidad en el castillo de Ravenswood, y ahora había de enterarse por un extraño.
Ella calificaba mentalmente esto de ocultación punible, por lo menos, si no de rebelión contra su autoridad matrimonial. En sus adentros juró vengarse del Lord Keeper, como de un súbdito descubierto tramando una conjura. Su indignación era mucho más violenta por tener que reprimirla en presencia de Lady Blenkensop y de Craigengelt, pariente la una y amigo confidente el otro de Bucklaw, cuya alianza deseaba ahora el triple, por habérsele ocurrido a su imaginación alarmada que su esposo podía preferir, por táctica o por timidez, la de Ravenswood.
El capitán era lo bastante ingenioso para descubría que la mecha empezaba a arder. Por eso no le causó sorpresa alguna oír, el mismo día, que Lady Ashton había decidido abreviar su visita a Lady Blenkensop, y partir para Escocia al apuntar el alba, a toda la velocidad consentida por el estado de las carreteras y los medios de viaje.
¡Infeliz Lord Keeper! ¡Cuán ajeno estaba a que una tormenta se dirigía hacia él a toda la velocidad de que es capaz un coche anticuado de seis caballos! Él, como Don Gaiteros, «había olvidado a su hermosa y fiel dama» y sólo le inquietaba la visita del Marqués de A… Noticias fidedignas le habían hecho saber que este aristócrata iba por fin a honrarlo con su visita —esta vez era seguro— a la una de la tarde. Y el ajetreo era grande como resultado del aviso. El Lord Keeper recorría la casa, consultaba al despensero en la bodega y hasta se atrevía a asomarse a la cocina a riesgo de un démelé con un cocinero de espíritu tan altivo que se atrevía a discutir hasta con la misma Lady Ashton. Finalmente, satisfecho de que todo estuviera lo mejor posible, mandó pasear por la terraza a Ravenswood y a Lucy, para que vigilasen desde aquella dominante posición los primeros indicios de la llegada de su señoría. Él también subió y, con paso lento y ocioso, se puso a recorrer la terraza, la cual, flanqueada por un fortísimo muro almenado, de piedra, se extendía a lo largo del frontispicio del castillo al nivel del primer piso. Los visitantes entraban patio por una puerta saliente, a cuyo techo —una especie de parapeto— tenía acceso la terraza por un traído de bajos y anchos escalones. El conjunto ofrecía semejanza, por una parte, con un castillo y, por otra, con una residencia señorial, y, aunque calculado en algunos aspectos para la defensa, evidenciaba haber sido construido bajo la sensación de poder y seguridad característica de los antiguos Lores de Ravenswood.
Desde la terraza se dominaba un hermoso y dilatado panorama. Se veían desde ella dos caminos, uno por el este y otro por el oeste, los cuales cruzaban en ángulos distanciados una cadena de montañas —situadas frente al promontorio donde se elevaba el castillo— y convergían luego hasta unirse no lejos de la entrada de la avenida. El Lord Keeper, con afanosa ansiedad, su hija, por serle grata, y Ravenswood —aunque con síntomas de impaciencia— por agradar a la hija, concentraban su atención en el camino del oeste, para descubrir la aparición de los precursores del Marqués.
No tardaron éstos en aparecer. Dos corredores, vestidos de blanco, con gorras negras de postillón y unos largos bastones en la mano, encabezaban la comitiva, y su agilidad era tal que no les era difícil preceder al coche y a los jinetes a la distancia requerida por la etiqueta. Las antiguas comedias aluden con frecuencia a estos corredores y quizás los recuerden algunas personas de edad avanzada en Escocia, como parte constitutiva del tren de la antigua nobleza cuando viajaba con toda pompa. Detrás de estos centelleantes meteoros, veíase una nube de polvo levantada por los jinetes que precedían, acompañaban o seguían el coche del marqués.
Los privilegios de los nobles eran entonces impresionantes para la imaginación. Los trajes y libreas, el número de acompañantes, su estilo de viajar, el aire imponente y casi belicoso de los hombres armados que rodeaban la comitiva, los situaba muy por encima del laird, el cual viajaba con su par de lacayos. Ahora es diferente; y yo mismo, Peter Pattieson, tuve el honor, en un reciente viaje a Edimburgo, de irme codeando con un Par del Reino. No sucedía esto en los tiempos sobre los cuales escribo, y la llegada del marqués, tanto tiempo esperada en vano, se verificaba en aquel momento con toda la pompa de la antigua aristocracia, Sir William Ashton estaba tan interesado en lo que veía, y en pensar si no se le había olvidado ningún detalle del ceremonial de la recepción, que apenas si oyó a su hijo Henry exclamar: «Papá, coche de seis caballos que se acerca por el otro camino… ¿Serán los dos del marqués de A…?».
Por fin, cuando el jovenzuelo le hubo tirado de la manga para obligarle a atender,
«Volvió los ojos, y, al volverlos,
Contempló una visión horrorosa».
Desde luego, otro carruaje de seis caballos, con cuatro lacayos cabalgando a sus lados, descendía la colina desde el este, a una velocidad que hacía dudar cuál de los dos coches llegaría antes a la puerta situada al extremo de la avenida. Un carruaje era verde; azul el otro, y no despertaron más emoción los carros verdes y azules en el Circo de Roma o de Constantinopla entre los ciudadanos que ocasionó en la mente del Lord Keeper la doble aparición. Todos recordamos la terrible exclamación del libertino moribundo cuando un amigo suyo, para desvanecer lo que él suponía una idea hipocondríaca, de un espectro que el enfermo decía aparecérsele en determinada forma y a una hora fija, colocó ante él una persona vestida tal como éste la había descrito. —¡Mon Dieu! —dijo el pecador agonizante, quien según parece, veía la aparición real y la poligráfica—, «il y en a deux».
La sorpresa del Lord Keeper no fue menos desagradable con la duplicación de la esperada llegada. Su mente era un mar de confusiones. Nadie podía haberse acercado con tal desprecio por las ceremonias, en un momento en que las ceremonias eran lo más importante, su conciencia le decía: «Debe de ser Lady Ashton», pensó angustiosamente en los motivos de un regreso tan súbito y no anunciado. Comprendió que la compañía con la cual iba a sorprenderlo en tan mala hora, tenía todas las probabilidades de disgustar profundamente a su esposa; esto no admitía duda. La única esperanza que le quedaba era el sentido de las conveniencias sociales que poseía ella en alto grado; esto podría evitar una explosión ante la gente. Pero sus dudas y temores eran tan intensos que llegó a trastornar el ceremonial preparado con tanto cuidado para la recepción del Marqués.
Estos sentimientos de aprensión no los experimentaba sólo Sir William Ashton.
—¡Es mi madre! ¡Es mi madre! —exclamó Lucy poniéndose tan pálida como la ceniza, y uniendo las manos a la vez que miraba a Ravenswood.
—Y si es Lady Ashton —le dijo su novio en voz baja—. ¿Por qué ese temor? Me parece que la vuelta de una dama a su familia de la cual lleva tanto tiempo separada, habría de despertar sensaciones diferentes a las del miedo y el abatimiento.
—No conocéis a mi madre —dijo miss Ashton en un tono casi ahogado por el terror—, ¿qué dirá cuando os vea aquí?
—Mi estancia debe de haberse prolongado demasiado —dijo Ravenswood con cierta altanería—, si su disgusto al verme va a ser tan grande. —Y luego prosiguió en un tono suave—: Eres una niña teniéndole ese miedo a Lady Ashton. Es una madre, una dama de sociedad, una persona que debe de conocer el mundo y lo que merecen su esposo y los huéspedes de su esposo.
Lucy movió la cabeza; y, como si su madre pudiera estarla observando a la distancia de una milla, apartóse de Ravenswood, y, tomando del brazo a su hermano Henry, lo condujo a otro sitio de la terraza. El Keeper descendió al portal de la entrada principal, sin invitar a Ravenswood a acompañarlo, y éste quedó solo, de pie en la terraza, como si todos los de la casa le rehuyeran.
Esto no se avenía con el temperamento de un hombre cuyo orgullo era proporcionado a su pobreza, y le hizo pensar que, al sacrificar su resentimiento —tan profundamente arraigado— hasta el punto de convertirse en huésped de Sir William, había concedido un favor sin recibir ninguno a cambio. «Puedo perdonar a Lucy», se dijo, «es joven, tímida y le asusta haber contraído un compromiso serio sin el beneplácito de su madre; sin embargo, debería recordar con quién lo contrajo, y no darme motivo para pensar que se avergüenza de su elección. En cuanto al Keeper, parece haber perdido el ánimo, el discernimiento y hasta la expresión de su rostro a la primera vista del coche de Lady Ashton. He de ver cómo termina todo esto, y si me dan pie para creerme un huésped importuno, marcharé al instante».
Salió de la terraza, con esos pensamientos flotándole en el espíritu, y se dirigió a las cuadras del castillo, dando instrucciones para que su caballo estuviera dispuesto, en previsión de una repentina partida.
Entretanto, los conductores de ambos coches, cuya aproximación había causado tanta confusión en el castillo, se vieron el uno al otro, mientras se acercaban a la avenida como a un centro común. El cochero de Lady Ashton y sus postillones recibieron inmediatamente órdenes de adelantar si era posible al otro carruaje, pues la dama deseaba entrevistarse con su marido antes de la llegada de aquellos visitantes, fueran quienes fuesen. Por otra parte, el cochero del marqués, consciente de su dignidad y de la de su amo, al observar que su rival aceleraba la marcha, decidió —como hicieron siempre los verdaderos «hermanos del látigo», antiguos o modernos— disputarle la precedencia. Así, pues, el Lord Keeper vio aumentada su indecisión por la pugna de cocheros, con la cual se acortaba el breve espacio de tiempo que le quedaba para reflexionar. Los conductores, sin perderse de vista ni un instante, y fustigando concienzudamente a sus caballos, comenzaron a precipitarse cuesta abajo con velocidad creciente, mientras los jinetes que los acompañaban habían de mantener el galope.
La única probabilidad que le quedaba a Sir William era la posibilidad de un vuelco, y de que su mujer o el visitante se rompieran la cabeza. No puedo asegurar que se hubiese precisado en él algún deseo concreto en este asunto, pero no tengo motivo para pensar que su pena ante cualquiera de esas dos eventualidades hubiera sido inconsolable. Sin embargo, tampoco cabía ya esa esperanza, pues Lady Ashton —aunque insensible al miedo— empezó a comprender lo ridículo de celebrar una carrera con un visitante de distinción, teniendo como meta la entrada de su propio castillo; ordenó a su cochero moderar la marcha y ceder la precedencia al forastero; orden que aquél obedeció alegremente, pues venía a salvar su honor, ya que los caballos del otro carruaje eran mejores o, por lo menos, estaban menos cansados que los suyos. Por tanto, aflojó la marcha y dejó que el coche verde penetrase en la avenida a la velocidad de un torbellino. Una vez convencido el auriga del marqués de que se le concedía el pas d’avance, moderó el paso, avanzando lentamente la comitiva bajo la sombra de los olmos, mientras el coche de Lady Ashton seguía, aún más despacio, a cierta distancia.
Frente a la fachada principal del castillo, y bajo el portal por donde los invitados pasaban al patio interior, se hallaba Sir William Ashton preocupadísimo, con su hijo y su hija junto a él, y teniendo a sus espaldas un tren de criados de varias categorías, con librea y sin ella. En aquella época, la nobleza y las personas distinguidas de Escocia llegaban a la extravagancia en el número de criados, cuyos servicios lograban fácilmente en un país donde los hombres eran mucho más numerosos que las colocaciones disponibles.
Un hombre como Sir William Ashton está demasiado habituado a dominarse para seguir desconcertado mucho tiempo, ni aun en las circunstancias más adversas. Recibió al marqués, cuando éste descendió del coche, con los acostumbrados cumplimientos de bienvenida y, mientras lo conducía al gran hall, manifestó su esperanza de que el viaje le hubiera sido agradable. El marqués era un hombre alto, de facciones correctas, con un semblante pensativo e inteligente, y unos ojos en los cuales el fuego de la ambición había substituido desde hacía algunos años a la vivacidad de la juventud; un continente audaz y orgulloso, moderado sin embargo Por una prudencia habitual, y por el deseo, natural en él, como jefe de un partido, de adquirir popularidad. Contestó cortésmente a las atentas preguntas de Lord Keeper, y fue presentado a miss Ashton. En el transa curso de esta ceremonia mostró el Lord Keeper el primer síntoma de lo que ocupaba principalmente su pensamiento, al presentar a su hija como «mi mujer, Lady Ashton».
Lucy se ruborizó; el marqués quedó sorprendida por el aspecto extremadamente juvenil de su huéspeda. Y el Lord Keeper se disculpó con dificultad: «Debí haber dicho mi hija, milord: pero vi el coche de Lady Ashton entrar en la avenida poco después que el de su señoría, y…».
—No os disculpéis, milord —replicó el noble invitado—; me molesta que mi gente se haya adelantado a la señora de la casa en su misma puerta; pero su señoría sabe que suponía aún a Lady Ashton en el sur. Permitidme rogaros que dejéis a un lado las ceremonias, y os apresuréis a darle la bienvenida. Yo cultivaré mientras la amistad de miss Ashton.
El Lord Keeper no deseaba otra cosa, y aprovechó inmediatamente la amable atención del marqués. Ver a Lady Ashton, y resistir en privado la primera explosión de su descontento, podía servir en cierto grado para prepararla a recibir a sus huéspedes con el debido decoro. Por tanto, cuando el carruaje se detuvo, el atento esposo alargó el brazo para ayudar a Lady Ashton a descender. Haciendo ésta como si no lo viera, apartó su brazo y tomó el del capitán Craigengelt, quien estaba junto al coche con su sombrero de encajes bajo el brazo, después de haber actuado como cavaliere servente durante el viaje. Apoyada en el brazo de esta persona respetable, Lady Ashton cruzó el patio, lanzando alguna que otra orden a los criados, pero sin dirigir la palabra a Sir William, el cual trataba en vano de atraer su atención, mientras la iba siguiendo —más que acompañando— hasta el hall. Allí encontraron al marqués en conversación reservada con el Master de Ravenswood. Lucy había aprovechado la primera oportunidad para desaparecer. Todos estaban desconcertados, menos el marqués de A…; pues hasta la desvergüenza de Craigengelt era incapaz de velar el miedo ye le causaba Ravenswood, y los demás sentían lo violento de la situación en que se hallaban.
Después de esperar unos momentos a ser presentado por Sir William Ashton, el marqués decidió presentarse a sí mismo.
—El Lord Keeper —dijo inclinándose ante Lady Ashton— acababa de presentarme a su hija como su mujer; podía ahora presentar a Lady Ashton como hija suya, tan poco difiere de como yo la recuerdo hace algunos años. ¿Concederá a una vieja amistad el privilegio de ser su huésped?
Se inclinó ante la dama con demasiada cortesía para que pudiese temer una negativa. Luego prosiguió:
—Esta visita es para hacer las paces y, por tanto, me atrevo a solicitar para mi primo, el joven Master de Ravenswood, vuestra favorable acogida.
Lady Ashton no tuvo más remedio que inclinarse; pero en su gesto había un aire altanero muy próximo al desprecio. Ravenswood hubo de hacer una reverencia, pero su actitud devolvía de manera explícita el desdén recibido.
—Permitidme —dijo ella— presentar a vuestra señoría mi amigo.
Craigengelt, con el descaro que los hombres de su calaña confunden con la soltura, hizo al marqués una reverencia «resbaladiza», rubricada por un arabesco de su sombrero de encajes dorados. La señora se volvió hacia su esposo.
—Vos y yo, Sir William —y éstas eran las primeras palabras que le dirigía— hemos hecho nuevas amistades desde que nos separamos; dejadme presentar la mía: el capitán Craigengelt.
Otra reverencia y otro floreo con el sombrero. El Lord Keeper correspondió al saludo sin aparentar conocerlo, con ese angustiado apresuramiento que daba a entender su deseo de que se llegase a la paz entre ambas partes contendientes, incluyendo a los auxiliares. Y, dirigiéndose a Craigengelt, dijo: «Os presento al Master de Ravenswood». Pero el Master se estiró en toda su altura y sin mirar siquiera al individuo, dijo en un tono intencionado: «El capitán Craigengelt yo nos conocemos perfectamente».
—Perfectamente… perfectamente —farfulló el capitán, como en un doble eco, y ejecutó con el sombrero un nuevo arabesco, muy reducido, comparado con los dirigidos al marqués y al Lord Keeper.
Lockhard —seguido por tres fámulos— entró con el vino y los refrescos que solían ofrecerse como aperitivos. Una vez servidos a los huéspedes, Lady Ashton se disculpó por privarles de su esposo durante unos minutos para tratar con él de un asunto importante. El marqués rogó a la dama que no se preocupase por ellos; y Craigengelt, apurando rápidamente un segundo vaso de Canarias muy fuerte, se apresuró a salir de la estancia, no gustándole gran cosa la perspectiva de quedar solo con el marqués de A… y el Master de Ravenswood, pues la presencia del primero le infundía un respeto imponente, y la del segundo, un miedo cerval.
El marqués y el Master quedaron así en libertad para comunicarse sus respectivas observaciones sobre la recepción de que habían sido objeto. Mientras, Lady Ashton se dirigía a su cuarto, seguida por su esposo, el cual tenía el aspecto de un criminal condenado.
En cuanto los esposos estuvieron en la habitación, la señora dio salida a su temperamento explosivo, refrenado con tanta dificultad hasta entonces por guardar las apariencias. Cerró la puerta detrás del alarmado Lord Keeper, sacó la llave de la cerradura, y con un semblante al que los años no habían privado de su altanero atractivo, y unos ojos que revelaban decisión y resentimiento a la vez, dirigióse a su consternado esposo con estas palabras:
—Milord, no me han sorprendido mucho las relaciones que os ha placido entablar durante mi ausencia. Son perfectamente adecuadas a vuestro origen y si he llegado a esperar algo mejor, reconozco mi error, y merezco por ello la decepción que me habéis preparado.
—Mi querida Lady Ashton… Mi querida Eleonor, escuchadme un momento, y os convenceré de haber actuado con todo el respeto debido a la dignidad, así como a los intereses de mi familia.
—Al interés de vuestra familia os creo perfectamente capaz de atenderlo —repuso la indignada dama— y hasta a su dignidad; pero como resulta que la mía está inseparablemente unida con ésta, me perdonaréis que me preocupe cor ella.
—¿Qué deseáis, pues, Lady Ashton? ¿Qué os puede molestar en todo esto? ¿Por qué me emplazáis así a vuestro regreso, después de una ausencia tan larga?
—Preguntad a vuestra conciencia, Sir William, para que os diga qué os ha movido a convertiros en un renegado de vuestro partido y de vuestras opiniones, y os ha llevado a estar a punto de casar vuestra única hija con un pobretón jacobita en bancarrota, inveterado enemigo de vuestra familia.
—¿Qué he de hacer, pues? Decídmelo en nombre del sentido común. ¿Me es posible, sin faltar a la más elemental educación, echar de mi casa a un joven distinguido, que salvó la vida de mi hija y la mía el otro día, como quien dice?
—¡Salvó vuestra vida! Ya he oído esta historia. El Lord Keeper se asustó de una vaca parda, y ha tomado al muchacho que la mató por un Guy de Warwick. Cualquier carnicero de Haddington podría alegar los mismos títulos a nuestra hospitalidad.
—Lady Ashton —tartamudeó el Keeper—, esto es intolerable… Y yo estoy dispuesto a tranquilizaros con cualquier sacrificio… sólo con que me digáis qué os proponéis…
—Volved a vuestros huéspedes… —dijo la imperiosa dama— y disculparos con Ravenswood diciéndole que la llegada del capitán Craigengelt y de otros amigos os hace imposible ofrecerle alojamiento en el castillo… Espero al joven míster Hayston de Bucklaw.
—¡Cielos, señora! ¡Ravenswood ha de ceder el sitio a Craigengelt, un tahúr, un espía…! Ya hice bastante conteniendo mis deseos de verlo salir de esta casa, y me sorprendió grandemente verlo en vuestro séquito.
—Si lo habéis visto conmigo —contestó esta apacible compañera—, tened por seguro que es persona respetable. En cuanto a Ravenswood sólo encontrará su Merecido, recibiendo ahora el mismo trato que él infirió a un valioso amigo mío, que tuvo la desgracia de ser su huésped hace algún tiempo. Pero, decidíos; pues si Ravenswood no se va de esta casa me iré yo.
Sir William Ashton, agitadísimo, se revolvía en el aposento. El temor, la vergüenza y la ira luchaban en su espíritu contra la deferencia que solía guardar a su esposa. Por fin, como ocurre a los tímidos que se ven en circunstancias semejantes, terminó adoptando un mezzo termine, un término medio.
—Os diré francamente, señora, que no puedo ni quiero hacerme responsable de esa desconsideración hacia el Master de Ravenswood; no la ha merecido de mí. Si podéis ser tan irrazonable como para insultar a un hombre de calidad bajo vuestro propio techo, no puedo impedíroslo; pero, por lo menos, no he de mezclarme en tan descabellado proceder.
—¿No?
—¡No, señora, por el Cielo! Pedidme algo que sea compatible con la caballerosidad; por ejemplo, ir abandonando su amistad gradualmente, o algo así; pero decirle que se marche dé mi casa, esto ni quiero ni puedo hacerlo.
—Entonces caerá sobre mí la tarea de sostener el honor de la familia, como ha ocurrido ya tantas veces —dijo la señora.
Sentóse, y escribió rápidamente unas líneas. El Lord Keeper hizo otro esfuerzo para evitar que diera el paso tan decisivo cuando abría ya la puerta para llamar a su doncella.
—Lady Ashton, pensadlo mejor; os estáis haciendo un mortal enemigo de un joven que va a contar con los medios de perjudicarnos…
—¿Sabéis de algún Douglas que temiese a un enemigo? —contestó la dama desdeñosamente.
—Pero este es tan orgulloso y vengativo como un centenar de Douglas, y otro centenar de diablos además… Pensadlo siquiera de aquí a mañana.
—Ni por un momento más. Míster Patullo, entregad este billete al joven Ravenswood.
—¿Al Master, señora? —dijo míster Patullo.
—Bueno, al Master, si así lo llamáis.
—Me lavo las manos por completo en este asunto —dijo el Keeper—; y mientras, me voy al jardín a ver si cogen la fruta de invierno para el postre.
—Haced lo que gustéis —le contestó su esposa viéndole marchar con una mirada de infinito desprecio—. Y dad gracias a Dios por dejar alguien detrás de vos tan capaz de velar por el honor de la familia, como vos de vigilar los espárragos y las peras.
El Lord Keeper permaneció en el jardín lo bastante para dar tiempo a que su mujer se aplacase, y dejar pasar la primera violencia de la indignación que causaría aquello a Ravenswood. Cuando entró en el hall, halló al marqués de A… dando órdenes a algunos criados suyos. Parecía estar muy enojado, e interrumpió las excusas que Sir William comenzó a darle por haberlo dejado solo.
—Me figuro, Sir William, no desconoceréis ese singular billete con el cual ha honrado vuestra esposa a mi pariente de Ravenswood (y recalcó la palabra mi). Por supuesto, os supongo preparado para recibir mi despedida. Mi primo ha partido ya, creyendo innecesario guardar ninguna consideración a quienes le infligen este insulto.
—Protesto, milord —dijo Sir William, con el billete en la mano—. Desconozco el contenido de esta carta. Lady Asthon es una mujer llena de prejuicios y se acalora con facilidad… Siento sinceramente cualquier agravio que haya podido causar; sin embargo, espero que su señoría tendrá en cuenta que una dama…
—Se debía conducir como tal con personas de cierto rango —acabó el marqués.
—Es verdad, milord. Pero Lady Ashton es, a pesar de todo, una mujer…
—Y como tal, me parece debía de aprender los deberes que corresponden a su estado. Pero aquí viene, y sabré por ella misma la razón de esta inesperada y extraordinaria ofensa inferida a mi pariente cercano, mientras él y yo éramos sus invitados.
En efecto, Lady Ashton entraba en la estancia en ese momento. Su disputa con Lord Ashton y más tarde una entrevista con su hija, no le habían impedido atender a su toilette. Se presentó alegremente ataviada, con el esplendor que correspondía en tales ocasiones a una señora distinguida.
El marqués de A… se inclinó secamente, y ella devolvió el saludo con igual orgullo y sequedad. Entonces tomó el marqués de manos de Sir William el billete que le había dado momentos antes, e iba hablar cuando ella le interrumpió.
—Veo, milord, que vais a ocuparos de un tema desagradable. Siento que haya ocurrido algo capaz de interrumpir, aun en el menor grado, la recepción debida a vuestra señoría; pero así es. Míster Edgar Ravenswood, a quien he dirigido el billete que su señoría tiene en la mano, ha abusado de la hospitalidad de esta familia, y de la blandura de carácter de Sir William, para seducir a una joven y hacerla dar su palabra sin contar con el consentimiento de sus padres, que nunca lo hubieran dado.
Ambos caballeros respondieron a un tiempo:
—Mi pariente es incapaz… —dijo el marqués.
—Estoy seguro de que mi hija Lucy es aún más incapaz… —dijo el Lord Keeper.
Lady Ashton interrumpió a ambos:
—Milord Marqués, vuestro pariente, si míster Ravenswood tiene el honor de serlo, ha intentado privadamente ganarse el afecto de esta inexperta muchacha. Sir William Ashton, vuestra hija ha sido lo bastante simple para animar más de lo conveniente a un pretendiente tan poco recomendable.
—Y yo creo, señora —dijo el Lord Keeper, perdiendo su paciencia habitual—, que si no teníais nada mejor que decirnos, podíais haberos reservado este secreto de familia.
—Me perdonaréis, Sir William —dijo la dama con calma—, pero el noble marqués tiene derecho a conocer la causa del trato que me he visto obligada a dar a un caballero que él llama pariente suyo.
—Una causa que ha surgido después del efecto —murmuró el Lord Keeper—. Y, caso de existir, seguro estoy de que no la conocía cuando escribió la carta.
—Es la primera vez que oigo hablar de esto —dijo el marqués—; pero ya que vuestra señoría ha planteado un tema tan delicado, permítaseme decir que la estirpe y las relaciones de mi deudo lo hacen digno de ser escuchado con paciencia o, por lo menos, de una negativa cortés, incluso en el caso de que su ambición lo lleve a poner los ojos en la hija de Sir William Ashton.
—Recordaréis, milord, de qué sangre procede miss Lucy por parte de su madre —dijo la señora.
—Recuerdo que descendéis de una rama joven de la casa de Angus. Y vuestra señoría —perdonadme, señora— no debía olvidar que los Ravenswood han emparentado tres veces, por matrimonio, con la rama principal. No nos engañemos, señora… Comprendo cuán difícil es vencer prejuicios tan arraigados… Los comprendo, y por eso he consentido que mi primo partiese como expulsado de esta casa; pero esperaba servir de mediador. Aun ahora me resisto a dejaros irritada, y no partiré hasta la tarde para reunirme con el Master de Ravenswood en la carretera a pocas millas de aquí. Hablaremos de este asunto más serenamente.
—Es lo que deseo de todo corazón, milord —dijo Sir William con ansiedad—. Lady Ashton, no podemos permitir que milord de A… marche disgustado. Hemos de rogarle se quede a comer en el castillo.
—El castillo —dijo la dama— y cuanto contiene está a disposición del marqués, por todo el tiempo que se digne permanecer en él; pero en lo referente a ese desagradable asunto…
—Perdonadme, señora —dijo el marqués— pero no puedo consentir que decidáis tan a la ligera una cuestión tan importante. Veo que llegan otras personas; y ya que tengo la dicha de renovar mi antigua relación con lady Ashton, espero que no me dejará arriesgar algo que estimo tanto con una discusión desagradable… por lo menos, hasta haber hablado sobre temas de mayor amenidad.
La dama sonrió, hizo una reverencia, y dio la mano al marqués, el cual la acompañó hasta el comedor, pero sin ofrecerle el brazo, pues la galantería formalista de la época no permitía al huésped llevar a la señora de la, casa como lleva el rústico a su novia en una romería.
Allí se les unieron Bucklaw, Craigengelt y otros vecinos, invitados previamente por el Keeper para que coincidieran con el marqués de A… La ausencia de miss Ashton quedó disculpada con el pretexto de una ligera indisposición, y el sitio de la joven estuvo desocupado. La comida fue espléndida y se prolongó hasta muy tarde.