CAPÍTULO XXVI

UNA ALDEA AGRADECIDA

LAS últimas escenas del capítulo anterior, nos explica el porqué de la magnífica recepción que hizo el pueblo de Wolf’s-hope al Marqués de A…, y al Master de Ravenswood. En cuanto Caleb anunció el incendio de la torre, toda la aldea se precipitó como un solo hombre para apagar el fuego. Como quiera que el fiel criado los hizo retroceder revelándoles el contenido de los sótanos, esto sirvió para que desviaran su actividad en otro sentido. Nunca se había visto en Wolf’s-hope tal matanza de capones, y de gansos bien cebados, y de aves de toda clase; nunca hirvieron en sus ollas caldos tan suculentos, ni se hicieron en sus hornos tan deliciosos dulces. Nunca se descorcharon botellas de tan exquisitos licores, ni se abrieron tantos barriles. Las casas de la gente humilde abrieron sus puertas para alojar a los criados del Marqués, a los cuales se veía llegar como precursores de una lluvia de colocaciones codiciables que habría de dejar seco al resto de Escocia, para regar con las sustancias más ricas el pueblo de Wolf’s-hope, cercano al Lammermoor. El pastor, que ambicionaba un ascenso, reclamó el honor de alojar en el presbiterio a los huéspedes principales, pero Mr. Balderstone destinaba esta distinción al tonelero, su mujer y su suegra, que bailaron de alegría ante semejante preferencia, viendo aumentada su importancia en el lugar.

La casa del tonelero era tan espaciosa que cada invitado pudo descansar en una habitación separada, a las que fueron acompañados con la debida ceremonia, mientras se servía la abundante comida.

Ravenswood, apenas se quedó solo, abandonó el cuarto impulsado por mil sentimientos, salió de la casa, y subió a la colina que ocultaba la torre del pueblo. Quería presenciar el final de la casa de sus padres. Algunos chicos de la aldea, después de haber contemplado la llegada de la comitiva, fueron a seguir viendo el incendio. El Master se indignó al ver a los rapaces alborotando tras él, camino del puesto de observación. «Y estos son los hijos de los vasallos de mi padre —pensó—, de hombres obligados por la ley y la gratitud a seguir nuestros pasos a través del fuego y de las batallas. ¡Y ahora la destrucción de la casa de su señor es una fiesta para ellos!».

Estas exasperantes reflexiones se tradujeron en la acritud con que exclamó, al sentir que le tiraban de la capa.

—¿Qué quieres, perro?

—Sí, soy un perro; un perro viejo —contestó Caleb, pues era él quien se había tomado aquella libertad— y comprendo que se me trate como a tal; pero da lo mismo, porque soy un perro demasiado viejo para aprender nuevos trucos, o para buscar nuevo amo.

En esto llegaron a lo alto de la colina desde donde se divisaba el Despeñadero del Lobo. Con gran sorpresa de Ravenswood, las llamas habían desaparecido y sólo quedaba un reflejo enrojecido en las nubes bajas situadas sobre el castillo, como el rescoldo de un fuego extinguido.

—No puede haber habido ninguna explosión —dijo el Master—; lo habríamos sabido. Si una cuarta parte de la pólvora almacenada allí, según me has dicho, hubiera hecho explosión, ésta se habría oído en veinte millas a la redonda.

—Es muy probable que sí —dijo Balderstone tranquilamente.

—Entonces, el fuego no habrá llegado a los sótanos.

—No debe de haber llegado —respondió Caleb con la misma impenetrable reserva.

—Oye, Caleb. Esto me impacienta ya demasiado, tengo que acercarme y examinar el estado de la torre.

—Vuestra señoría no hará eso —dijo Caleb con firmeza.

—Y ¿por qué no? ¿Quién o qué me lo va a impedir?

—Yo mismo.

—¡Tú, Balderstone! —replicó el Master—. Me parece que no te das cuenta de lo que dices…

—Sí me doy, señor. Es que os puedo explicar todo cuanto pasa en el castillo como si estuvierais dentro de él.

—Dime ya, estúpido. Quiero saber en seguida toda la verdad.

—Toda la verdad es que la torre está de pie como siempre, tan indemne y tan vacía como cuando salisteis de ella.

—¡Cómo! ¿Y el fuego?

—Nada de fuego, a no ser un poco de turba para encender el fogón y quizá algo de yesca para la pipa de Mysie.

—Pero ¿y las llamas? Ese resplandor que se habrá visto a diez millas a la redonda, ¿qué lo ha motivado?

—Hay un dicho muy verdadero:

Pequeñita es la luz,

Pero desde lejos se verá

En una noche tenebrosa.

Total, un montón de helechos y unas yacijas de caballo que he quemado en el patio, en cuanto despedí al tunante del lacayo; y, para decir la verdad, la próxima vez que enviéis o traigáis alguien al castillo, que sean sólo caballeros, sin criados como ese Lockhard, que andaba husmeándolo todo —para descrédito de la familia— y obligándome a condenar mi alma diciendo una mentira tras otra en menos tiempo que se emplea para contarlas. Incendiaría en serio la torre y metería en el fuego mi cabeza antes que tolerar ese deshonor de la familia.

—Palabra de honor, te estoy infinitamente reconocido por tu proyecto, Caleb —dijo su amo conteniendo a duras penas la risa, aunque enfadado al mismo tiempo—. Pero ¿y la pólvora? ¿Es cierto que hay pólvora en la torre? El Marqués parecía conocer su existencia.

Caleb le explicó con gran misterio que, en efecto, con motivo de un levantamiento en que estuvieron complicados todos los grandes señores del Norte, entre ellos el Marqués, almacenaron en la torre —protegidos por las sombras de la noche— una gran cantidad de armas y pólvora. «Pero ya os lo contaré con detalles, mientras volvemos».

—Y estos golfillos, ¿vas a dejarlos ahí sentados toda la noche, esperando la explosión de una torre que ni siquiera está ardiendo?

—Como quiera Vuestra Excelencia, aunque no les vendría mal quedarse sin dormir hasta mañana. Pero como queráis.

Y, acercándose a los rapazuelos les informó Caleb, en tono autoritario, que Sus Excelencias, Lord Ravenswood y el Marqués de A… habían ordenado que la torre no hiciera explosión hasta el día siguiente a las doce. Ante esta tranquilizadora seguridad, los chicos se dispersaron.

Reanudaron la conversación mientras se dirigían de nuevo al pueblo.

—Las armas —dijo Caleb— se dispersaron, «unas al este, otras al oeste, y algunas al nido del cuervo», como dice la canción. La pólvora la fui cambiando por ginebra y aguardiente a los patronos de los barcos franceses.

El viejo servidor estaba entusiasmado por las consecuencias que se derivarían de su gran idea. El incendio —porque aquello había sido un incendio— lo libraría de tener que inventar veinte mentiras diarias. Cuando le preguntaran: «¿Dónde están los cuadros valiosos?» él contestaría: «El gran incendio del Despeñadero». «¿Dónde está la vajilla de esta familia?». «El gran incendio —diré yo—. ¿Quién iba a pensar en la vajilla, cuando estaba la vida en peligro?». «¿Dónde están los trajes y la ropa blanca? ¿Dónde los tapices y los ornamentos? ¿Las camas lujosas, los bordados, los manteles?». El fuego… el fuego… el fuego… Administrad bien el fuego y os servirá para todo lo que deberíais tener y no tenéis. Y, en cierto modo, una buena excusa es mejor que las cosas mismas; porque éstas se rompen y se gastan, el tiempo las consume, mientras que una buena disculpa bien manejada, puede servir para toda la vida."

Ravenswood conocía demasiado bien la tozudez de su criado para discutir con él estas peregrinas teorías. Así, dejando a Caleb, volvió a la aldea, donde halló al Marqués y a las buenas mujeres de la casa con alguna intranquilidad, el primero por su tardanza, y ellas por el descrédito que se derivaría para su arte culinario si la comida había de esperar, lista ya, sin servirse. Volvió la tranquilidad con la llegada del Master, y todos oyeron con satisfacción que el fuego se había extinguido por sí mismo sin llegar a los sótanos, única información que Ravenswood creyó conveniente dar en público sobre el desenlace de la estratagema de su mayordomo.

La cena fue excelente. Mr. y Mrs. Girder no accedieron a las reiteradas invitaciones de sus huéspedes para que se sentaran con ellos a la mesa y se quedaron de pie cuidando de que nada faltase. Tales eran los modales de la época. La suegra, con la confianza de su edad y de su antigua relación con la familia de Ravenswood, no se mostraba tan escrupulosamente ceremoniosa. Representaba un papel intermedio entre una posadera y la señora de una casa particular que ha recibido huéspedes de condición social superior a la de ella.

El Marqués ocupó la cámara de honor. El moderno recubrimiento de yeso no se conocía entonces, y la tapicería se limitaba a las casas de la aristocracia y personas de alto rango. Sin embargo, el tonelero, algo vanidoso, imitó la moda que seguían los terratenientes y el clero, los cuales solían recubrir sus habitaciones de respeto con colgaduras de una especie de cuero estampado, fabricado en los Países Bajos, adornado con árboles y animales ejecutados en repujado, y con muchas y eficaces sentencias morales, redactadas en holandés. El conjunto tenía un aspecto más bien severo. Pero la chimenea despedía el alegre resplandor de un fuego alimentado con duelas inservibles de barriles embreados. La cama luda unas sábanas de deslumbrante blancura, que nunca habían sido usadas, ni se hubieran usado quizá a no ser por esta ocasión. En el tocador veíase un anticuado espejo, con un marco afiligranado, procedente de la dispersión de los objetos valiosos del vecino castillo. A su lado, una botella de alargado gollete, llena con vino de Florencia, y junto a ella un vaso casi tan alto, recordando por su forma al que Teniers suele colocar en las manos de su autorretrato, cuando se pinta rodeado de campesinos jaraneros. Para equilibrar estos centinelas extranjeros, montaban la guardia al otro lado del espejo dos robustos representantes del linaje escocés: una jarra de cerveza, capaz de contener una pinta escocesa, y una copa de marfil y ébano con aros de plata, obra del mismo John Girder y orgullo de su corazón. Además de estos remedios contra la sed, había una espléndida y apetitosa tarta. Con tales preparativos, el aposento podía resistir un asedio de dos o tres días.

El ayuda de cámara del Marqués desplegó la camisa de brocado que había de usar su amo por la noche y el lujoso gorro de terciopelo bordado, sobre el enorme sillón de cuero vuelto hacia el fuego.

El cuarto reservado al Master era el ocupado habitualmente por el matrimonio. Estaba confortablemente recubierto por una especie de estambre de colores vivos fabricado en Escocia. Adornaba el dormitorio un retrato de John Girder pintado por un francés medio muerto de hambre, que había ido a parar a Wolf’s-hope, sabe Dios por qué motivo, a bordo de un dogre contrabandista procedente de Flushing o Dunkirk. Eran desde luego las facciones del testarudo artesano, pero a Monsieur se le había ocurrido matizarlas con cierta gracia francesa, tan incompatible con la ceñuda severidad del original que era imposible mirar el cuadro sin reír. Sin embargo, John y su familia se sentían orgullosos de él, cosa que les llevaban muy mal sus vecinos. Opinaban que el tonelero se había extralimitado en sus privilegios de hombre más rico del pueblo, posando ante el pintor y atreviéndose a colgar el cuadro en su cuarto. Era un acto de vanidad y presunción. He tratado este punto con cierta extensión por respeto a la memoria de mi difunto amigo Richard Tinto, pero evitaré al lector las prolijas observaciones de éste —muy curiosas, por otra parte— sobre las características de la escuela francesa, y sobre el estado del arte pictórico en Escocia a comienzos del siglo XVIII.

Los demás preparativos del dormitorio del Master eran iguales a los de la cámara de honor.

A la mañana siguiente muy temprano, el Marqués de A… y su pariente se dispusieron a proseguir su viaje. Antes desayunaron opíparamente: carne fiambre y carne caliente, gachas de harina de avena, vino, licores además de leche preparada de varias maneras. Wolf’s-hope resonó con el bullicio de la despedida: pago de cuentas, apretones de manos, la tarea de ensillar los caballos, y reparto de propinas por doquier. El Marqués gratificó con una moneda de las grandes a la servidumbre de John Girder. A éste le pareció oportuno hacerse con ese dinero, pues, según Dingwall el escribiente, la cosa era perfectamente lícita, ya que el tonelero había dado motivo con los gastos realizados a esa gratificación Pero a pesar de esa justificación legal, John Girder no tenía corazón para meterse una propina en el bolsillo, Se limitó, pues, a advertir a sus servidores que los consideraría como un hatajo de condenados egoístas si le compraban el aguardiente a otro, estando allí él. Y como de este modo, el dinero iría a parar a su bolsa, sin desdoro para él, Mr. Girder se quedó tan contento.

Mientras se realizaban los preparativos para la marcha, Ravenswood alegró el corazón de su viejo criado informándole —con precaución, pues conocía la acalorada imaginación de Caleb— del probable cambio de fortuna que se le avecinaba. Depositó en manos de Balderstone la mayor parte de su escaso dinero, reiterándole que no lo necesitaba ya. Asimismo, le instó a que desistiera de ejecutar más «operaciones» entre los habitantes de Wolf’s-hope y sus bodegas, gallineros y demás. El viejo fámulo asintió más pronto de lo que su amo esperaba, expresando su convicción de que debía dárseles a las pobres gentes algún respiro mientras las cosas marchaban bien. Así estarían mejor dispuestos si se volvía a ofrecer la ocasión de utilizarlos.

Después de haberse despedido afectuosamente de Caleb, el Master volvió a reunirse con su familiar, que se disponía en aquel momento a subir al coche. Las dos mujeres, la vieja y la joven, recibieron un beso de cada uno de los nobles huéspedes, y permanecieron en la puerta de su casa sonriendo con afectación, mientras el carruaje, seguido por el séquito de jinetes, emprendía veloz carrera hacia la salida del pueblo. John Girder también estaba en su umbral contemplándose la mano derecha, que poco ha fuera estrechada por un marqués y un lord, echando, al propio tiempo, una ojeada al interior de su casa —que mostraba el desarreglo del festín— como calculando si la distinción lograda merecía los gastos que le había supuesto.