CAPÍTULO XX
EN LA FUENTE DE LA SIRENA
LAS meditaciones de Ravenswood eran muy complejas.
Se veía ahora en el mismo dilema en que temía encontrarse desde hacía algún tiempo. El placer que le proporcionaba la compañía de Lucy llegaba ya a fascinarlo, pero no había podido conseguir sobreponerse del todo a su repulsa interna a casarse con la hija del enemigo de su padre; y ni siquiera perdonando a Sir William Ashton las ofensas inferidas a su familia y creyendo en la buena fe de las atenciones de éste para con él, ni aún así podía decidirse a admitir la posibilidad de una unión entre ambas casas. Comprendía que Alice tenía razón, y que su honor le exigía marcharse del Castillo de Ravenswood o convertirse en pretendiente de Lucy Ashton. Además, la visibilidad de verse rechazado en el caso de solicitarla a su rico y poderoso padre —pedir la mano de una Ashton y serle negada— sería ya demasiado humillación. «Deseo su felicidad», se dijo, «por ella perdono a su padre el daño que hizo a mi casa, pero nunca, no, nunca volveré a verla».
Con dolorosa angustia adoptó esta resolución, en el preciso momento de llegar al lugar donde el sendero se dividía en dos: uno a la Fuente de la Sirena, en la cual sabía que lo esperaba Lucy; el otro, dando rodeos, al castillo. Detúvose un instante cuando iba a tomar por la segunda dirección, pensando en las excusas que daría por una conducta que había de parecer extraordinaria, y acababa de decirse a sí mismo: «Noticias inesperadas de Edimburgo… cualquier pretexto puede servir… Lo que importa es no quedarme aquí más tiempo», cuando el joven Henry llegó como una flecha, casi sin respiración: «¡Master, Master! Debéis ofrecer vuestro brazo a Lucy para volver al castillo, pues yo no puedo darle el mío porque Norman me está esperando, y voy a acompañarlo a dar su vuelta de todos los días; no me lo perdería ni por un jacobo de oro, y a Lucy le da miedo volver sola, aunque ya han matado todo el ganado salvaje, de modo que debéis ir en seguida».
En una balanza cuyos dos platillos estén cargados por igual, basta el peso de una pluma para inclinar uno de ellos.
«Me es imposible dejar sola en el bosque a la muchacha», pensó Ravenswood; «verla una vez más no puede importar, después del tiempo que hemos estado juntos. Además, es elemental hacerle saber mi intención de partir».
Y habiéndose convencido a sí mismo de estar dando un paso, no sólo conveniente sino absolutamente necesario, tomó la senda que conducía a la fuente fatal. En cuanto Henry lo vio encaminarse hacia donde estaba su hermana, salió como un rayo en otra dirección, para divertirse con el guardabosque. Ravenswood, sin permitirse la menor revisión de la conveniencia de su conducta, dirigióse con paso rápido hacia la fuente, en la cual halló a Lucy sola sentada entre las ruinas.
Parecía estar contemplando el fluir del agua, a medida que surgía borbotando a la luz del día, en alegre y reluciente abundancia, bajo la sombra de la oscura bóveda con que la veneración, o quizá el remordimiento, había endoselado su manantial. A un espectador supersticioso, hubiera podido sugerirle Lucy Ashton —envuelta en su manto a cuadros, con su largo cabello escapándose en parte del cintillo y cayendo sobre su níveo cuello— la imagen de la Ninfa que murió en la fuente. Pero Ravenswood sólo vio una mujer de exquisita belleza, y más se lo parecía por saber ahora que había puesto en él su cariño. Conforme la miraba, sentía derretirse su decisión comal la cera al sol, y se apresuró a salir del matorral que lo ocultaba. Ella lo saludó, pero no se levantó de la piedra donde estaba sentada.
—El locuelo de mi hermano —dijo— me ha abandonado; pero volverá dentro de unos minutos, pues, afortunadamente, como todo le gusta para un minuto, nada lo retiene mucho.
Ravenswood no se sintió con ánimos para informar a Lucy de que su hermano planeaba una excursión larga y tardaría en volver. Sentóse en la hierba, a alguna distancia de Miss Ashton, y ambos callaron durante unos momentos.
—Me gusta este sitio —dijo Lucy, como encontrando el silencio embarazoso—; el murmullo de la fuente tan clara, el ondular de los árboles, la abundancia de hierba y de flores silvestres nacidas entre las ruinas, todo ello forma una escena de novela. Además, he oído decir que es un lugar relacionado con las leyendas que me atraen tanto.
—Se ha supuesto —contestó Ravenswood— que es un lugar fatal para mi familia; y yo debo creerlo así, puesto que fue aquí donde por primera vez vi a Miss Ashton, y aquí es donde tengo que despedirme de ella para siempre.
La sangre que había afluido a las mejillas de Lucy con las palabras anteriores, se retiró de ellas al oír las últimas.
—¡Despediros de nosotros, Master! —exclamó—. ¿Qué puede haber ocurrido para apresuraros de ese modo? Sé que Alice odia… quiero decir, que no quiere a mi padre, y apenas comprendí su misteriosa actitud de hoy. Pero, estoy segura, mi padre os agradece sinceramente el gran servicio que nos prestasteis. Dejadme confiar en que, habiéndonos sido tan difícil ganar vuestra amistad, no vamos a perderla tan fácilmente.
—¡Perderla, Miss Ashton! No; donde quiera me llame mi sino… y me tenga reservado lo que fuere…, es siempre vuestro amigo… vuestro sincero amigo… quien goza o padece. Pero hay una fatalidad sobre mí, y he de marcharme, o añadiré a mi desgracia la de otros.
—Sin embargo, no nos dejéis, Master —dijo Lucy; y apoyó su mano, con toda sencillez y afectuosidad, en el vuelo de la capa de aquél, como para retenerlo—. No os iréis, ¿verdad? Mi padre es influyente; tiene amigos que lo 6on más que él… No os vayáis hasta tanto podáis ver cuánto hará por vos su gratitud. Creedme, ya está ocupándose en vuestro provecho en el Consejo.
—Puede ser —repuso el Master con orgullo—; pero el éxito en la carrera en la cual voy a entrar no quiero deberlo a vuestro padre, sido a mí mismo. Ya tengo hechos mis preparativos: una espada y una capa, un corazón audaz y una mano decidida.
Lucy se cubrió el rostro con las manos, y, a pesan suyo, las lágrimas se abrieron paso entre los dedos. «Perdonadme», le dijo Ravenswood tomándole la mano derecha, que ella le cedió después de una leve resistencia, ocultando aún el rostro con la izquierda; «soy demasiado rudo, demasiado huraño para tratar a un ser tan suave y gentil como vos. Olvidad que una visión tan sombría haya cruzado la senda de vuestra vida; dejadme proseguir la: mía, y estad segura de que no podré hallar una mayor desgracia después de haberme separado de vos».
Lucy lloró, pero su lágrimas no eran ya tan amargas. Cada intento que hizo el Master para justificar su propósito de marchar, no era sino otra prueba de que deseaba quedarse; hasta que, al fin, en vez de despedirse de ella para siempre, le prometió amor eterno y recibió de ella idéntica promesa. Todo ocurrió con tal rapidez, obedeciendo de tal modo al impulso del momento, que antes de poder el Master reflexionar sobre las consecuencias del paso que había dado, se unieron los labios y las manos de los jóvenes, sellando así la sinceridad de su afecto.
—Y ahora —dijo el Master, pasados unos momentos—, es preciso que hable a Sir William Ashton; debe de conocer nuestro noviazgo. Ravenswood no puede dar la impresión de prolongar su estancia en el castillo para solicitar clandestinamente el afecto de su hija.
—¿Hablarle a mi padre de esto? —dijo Lucy dudosa; y después, con ardor—. ¡Oh, no, no le habléis! Es mejor que logréis una posición en la vida antes de dirigiros a mi padre. Estoy segura de que os ama… Creo que consentirá… pero ¡está luego mi madre…!
Se interrumpió, avergonzada de haber expresado la duda que sentía sobre la autoridad doméstica de su padre.
—¿Vuestra madre, Lucy mía? Es de la casa de los Douglas, una casa que ha emparentado con la mía; incluso cuando estaba en su mayor gloria y poder… ¿Por qué habría de oponerse vuestra madre a nuestra unión?
—No he dicho oponerse, pero está celosa de sus derechos y quiere ser consultada en primer lugar.
—Bien, sea; Londres está lejos, pero una carta llegará allá y puede recibirse la contestación a los quince días. No instaré al Lord Keeper para que responda inmediatamente.
—Pero —dijo Lucy vacilante—, ¿no sería mejor esperar unas cuantas semanas? Si mi madre os conociera, as estimaría… Tengo la seguridad de que estaría conforme; pero a vos personalmente no os conoce y las viejas rencillas entre las dos familias…
Ravenswood la miró fijamente con sus penetrantes ojos negros, como queriendo ahondar en su alma. Y le dijo:
—Lucy, he sacrificado por vos los proyectos de venganza que he alimentado durante tanto tiempo, y sobre los cuales hice juramentos casi paganos; los he sacrificado a vuestra imagen, incluso antes de conocer lo que ibais a ser para mí. En la tarde siguiente al funeral de mi padre, corté un mechón de cabellos y, mientras se consumían en el fuego, juré que mi odio y mi venganza perseguirían a sus enemigos, hasta que se retorcieran ante mí como aquel símbolo de aniquilación.
—Fue un pecado mortal —dijo Lucy, palideciendo— hacer un juramento tan fatídico.
—Lo reconozco —dijo Ravenswood—, y mayor crimen hubiera sido mantenerlo. Por vos abjuré de esos propósitos de venganza, aunque sin saberlo hasta ahora, en que al veros de nuevo, he comprendido claramente la influencia que teníais sobre mí.
—Y ¿por qué recordáis ahora unos sentimientos tan terribles… tan contrarios e incompatibles con los que me profesáis?
—Porque deseo dejaros bien grabado el precio a que adquirí vuestro amor… el derecho que tengo a esperar vuestra constancia. No digo que lo haya pagado con el honor de mi casa, nuestra última posesión, pero aunque digo que no, y a pesar de creerlo así, sé que la gente podrá pensarlo y decirlo.
—Si son esos vuestros sentimientos, habéis jugado cruelmente conmigo. Pero no es tarde para dejarlo. Os devuelvo vuestra palabra que no podríais cumplir sin humillar vuestro honor; no tengamos en cuenta lo ocurrido… Olvidadme. Yo también procuraré olvidar.
—Me hacéis una gran injusticia. Si mencioné el precio al cual compré vuestro amor, es sólo para mostraros cuánto lo valoro; para ligar nuestro compromiso con lazos aún más firmes, y para haceros ver cómo sufriría si algún día lo rompierais.
—Y, ¿por qué creéis eso posible, Ravenswood? ¿Cómo podéis ni aludir siquiera a la infidelidad? ¿Porque os pedí que aplazaseis un poco el pedirme a mi padre? Ligadme con los juramentos que deseéis. Si los juramentos son innecesarios para asegurar la constancia, por lo menos evitan las sospechas.
Ravenswood se disculpó, suplicó, y hasta se arrodilló ante ella para calmarla; y Lucy perdonó en seguida la ofensa que implicaban las dudas de él. Esta discusión terminó entre los enamorados con la simbólica ceremonia de sus esponsales, de la que aún se conservan huella entre la gente del pueblo. Partieron entre ellos la delgada moneda de oro que Alice se había negado a recibir de Ravenswood.
—Nunca saldrá de mi pecho —dijo Lucy colgando de su cuello la moneda de oro y ocultándola con un pañuelo— hasta que vos, Edgar Ravenswood, me pidáis os la devuelva; y, mientras la lleve, no reconocerá mi corazón más amor que el vuestro.
Con protestas semejantes, Ravenswood colocó junto a su corazón la mitad que le correspondía de la moneda. Y por fin se dieron cuenta de que el tiempo había pasado volando durante la entrevista y la ausencia de ambos llamaría la atención en el castillo, y hasta podía ser motivo de alarma. Cuando se levantaban para abandonar la fuente, testigo de sus mutuas promesas, silbó una flecha por el aire y fue a herir a un cuervo posado en una rama seca de un viejo roble cerca del lugar donde estuvieron sentados. El pájaro aleteó algunas yardas y cayó a los pies de Lucy, cuyo vestido se manchó con salpicaduras de sangre.
Miss Ashton se alarmó mucho; y Ravenswood, sorprendido e irritado, miraba a todas partes buscando al tirador, el cual había dado una prueba de habilidad tan inesperada como poco deseada. Al momento se presentó éste, pues no era otro que Henry Ashton, quien llegó con un arco en la mano.
—Ya sabía que os llevarías un susto —dijo—; y ¿sabéis?, parecíais tan ocupados que me imaginaba no veríais al cuervo hasta que os cayera sobre la cabeza… ¿Qué te estaba diciendo el Master, Lucy?
—Le decía a vuestra hermana lo holgazán que sois, teniéndonos aquí esperándoos tanto tiempo —dijo Ravenswood para salvar a Lucy de su turbación.
—¿Esperándome? ¿Cómo, pero no os dije que llevarais a Lucy a casa mientras yo me iba con Norman? Una hora he estado yo con él, mientras vos estabais aquí sentado con Lucy, haciendo el vago.
—Bueno, Mr. Henry —dijo Ravenswood—; pero a ver cómo os justificáis por haber matado al cuervo. ¿Sabéis que todos los cuervos están bajo la protección de los Lores de Ravenswood, y que matar uno en presencia de éstos trae tan mala suerte que merece un buen castigo?
—Eso mismo dijo Norman. Vino conmigo hasta ahí cerca y me dijo que nunca había visto un cuervo posado tan tranquilamente cerca de las personas, y suponía que debía de ser señal de buena suerte porque el cuervo es uno de los pájaros más salvajes, a no ser que esté domesticado. Por eso me acerqué gateando, hasta estar a unas sesenta yardas de él, y entonces… ¡chchch! salió el dardo, ¡y ahí lo tenéis a fe mía! ¿No fue un buen disparo? Y, la verdad, no habré tirado ni diez veces con la ballesta.
—Magnífico disparo, desde luego —dijo Ravenswood—; y, si lo practicáis mucho, seréis un tirador formidable.
—Eso dice Norman. Pero no es culpa mía si no practico más. Si me dejaran no haría otra cosa, pero mi padre y mi ayo se enfadan a veces, y Miss Lucy pone mala cara a mis diversiones cuando es capaz de estarse ahí sentada junto a una fuente un día entero si tiene un caballerito con quien charlar… Ya la he visto hacerlo veinte veces, podéis creerme.
El chico miró a su hermana mientras hablaba y se dio cuenta de estarla hiriendo, aunque sin comprender la verdadera causa.
—Vamos, Lucy —le dijo—, no llores; y si he dicho algo más de la cuenta, estoy dispuesto a negarlo. ¿Y qué le puede importar al Master de Ravenswood, aunque hubieses tenido cien novios? De manera que no merece la pena de ponerse así.
A Ravenswood le agradó muy poco, en un principio, lo que acababa de oír; pero su buen sentido lo consideró, naturalmente, como una ocurrencia de un niño mimado, cuya intención era mortificar a su hermana en lo que más podía dolerle en aquel momento. No obstante, el Master era lento para recibir las impresiones y, obstinado en retenerlas, y la cháchara de Henry le hizo sospechar vagamente que su actual compromiso podía conducirle a ser presentado como un cautivo uncido al carro del vencedor, cuyo único afán fuera saciar su orgullo a expensas de los vencidos. Pero esto era sólo una vaga aprensión, y no pensaba en ello seriamente. En verdad, era imposible mirar los claros ojos azules de Lucy y dudar de su sinceridad. Sin embargo, el orgullo y la consciencia de su pobreza hacían suspicaz su mente que, en circunstancias más afortunadas, hubiera sido ajena a cualquier mezquindad.
Llegaron al castillo, donde Sir William Ashton —alarmado por tan prolongada tardanza— los recibió en el hall.
—Si no hubiera estado Lucy —dijo— en compañía de alguien que ha demostrado ser tan capaz de protegerla, habría estado intranquilísimo y hubiera enviado algunos de mis hombres a buscaros. Pero en compañía del Master de Ravenswood mi hija nada tiene que temer.
Lucy comenzó a disculparse, pero, con la conciencia intranquila, se turbó y no pudo proseguir; y, cuando Ravenswood, que acudió en su ayuda, trató de terminar la explicación, se hizo el mismo enredo, como quien trata de salvar a un compañero de un lodazal y se ve también hundido en él. No puede pensarse que la confusión de ambos jóvenes escapara a la observación del sutil abogado, acostumbrado por su profesión a desenmarañar la naturaleza humana. Pero su táctica no era, por lo pronto, darse por enterado de sus observaciones. Se proponía tener bien atado al Master de Ravenswood, deseando a la vez que su persona conservase la libertad de movimientos, y no se le ocurría pensar que su plan pudiese desbaratarse por corresponder Lucy a la pasión que inspiraba. Si la muchacha experimentaba sentimientos románticos, y las circunstancias, o bien una oposición inconmovible por parte de Lady Ashton, aconsejaran no favorecerlos, daba por seguro el Lord Keeper que podrían desaparecer fácilmente mediante un viaje a Edimburgo, o incluso a Londres, un nuevo surtido de encajes de Bruselas, y los tiernos cuchicheos de media docena de pretendientes deseosos de sustituir a aquel a quien debía renunciar. Esto era lo previsto para el peor de los casos. Pero, según la solución más probable, había que animar cualquier favor pasajero de Lucy para Ravenswood.
Abonaba esta probabilidad una carta recibida por Sir William Ashton aquella misma mañana, cuando los jóvenes estaban en el campo, y cuyo contenido se apresuró a comunicar al Master. Había llegado un correo con un sobre para el Lord Keeper de aquel amigo —ya lo hemos mencionado— que trabajaba clandestinamente para consolidar una facción de patriotas, a cuya cabeza se hallaba el terror de Sir William, el activo y ambicioso marqués de A… El éxito del amigo intermediario había sido tal, que logró obtener del Keeper, si no una respuesta francamente favorable, por lo menos la promesa de escucharlo con más atención. Le había comunicado esto a su jefe, el cual le había respondido con el antiguo adagio francés: «Château qui parle, et femme qui écoute, l’un et l’autre va se rendre»[24]. Según el Marqués, un estadista que os escucha proponerle un cambio de situación sin replicar, se encontraba en la misma situación que la fortaleza que parlamenta y la dama que escucha. Por tanto, decidió estrechar el cerco al Lord Keeper.
El sobre contenía dos cartas para el Lord Keeper, una del Marqués, y otra del amigo ofreciendo a aquél una entrevista sin cumplidos. Iban a pasar en dirección al sur, las posadas eran detestables, él conocía desde hacía tiempo al Lord Keeper y el Marqués, aunque menos, tenía la suficiente relación con él para que la visita pasara por natural ante los que pudieran atribuirla a una intriga política. Aceptó inmediatamente la visita ofrecida, aunque estaba dispuesto a no comprometer ni un ápice más de lo que la razón (esto es, su propio interés) le aconsejara.
La satisfacían dos circunstancias: la presencia de Ravenswood, y la ausencia de Lady Ashton. Instó al Master para que esperase a su pariente, y el joven, claro está, accedió en seguida, pues con el éclaircissement que tuvo lugar en la fuente de la Sirena desaparecieron sus prisas. Lucy y Lockhard tomaron todas las disposiciones necesarias para recibir a los huéspedes con un despliegue de lujo y una pompa muy poco frecuente en Escocia en aquel remoto período.