Atendiendo sus indicaciones, llega junto al olivo milenario de anchas y hondas raíces, a cuyo resguardo está Raimundo Randa. A su vera, el sol dora la uva moscatel entre un revoloteo de avispas. En la pared que hay tras él, el quicio de una ventana le sirve de improvisada estantería. Allí tiene a mano los libros que consulta, ayudando su cansada vista con unos anteojos. En una tosca mesa de arenisca ha dispuesto la salvadera y el tintero, en el que moja la pluma para tomar sus notas.
Randa es un hombre ya muy entrado en años, con las manos membrudas, de dedos largos, que se manejan aún con agilidad por entre las hojas del libro que consulta. Parece feliz. Viste un jubón de ajado terciopelo granate y un chaleco de cuero, desceñido en el cuello, con la gorguera suelta. Alza la vista cuando se le acerca, al oír el relincho del caballo. Se levanta, cortés, y el correo trata de retenerle en su asiento con un gesto:
-Sólo vengo a traeros un mensaje -le advierte tendiéndole la carta.
-Sentaos -le responde Randa señalando una banqueta de madera-. Sé bien lo dura que es la vida de un correo. ¿Desde cuándo no coméis caliente?
Y vuelve la cabeza hacia la ventana abierta. La de la cocina, donde se adivina un trajín de pucheros.
-Gracias, huele que da gloria-responde el mensajero-. Pero, ¿no leéis la carta?
-Más tarde. Si he esperado casi dos años desde la última, bien puedo hacerlo ahora, hasta haber almorzado. ¿Qué os parece bajo este olivo?
Despejan la mesa. Su hija Ruth acude con los platos, una garrafa de vino y una hogaza de pan. Da un grito y no tarda en sumárseles Rafael Calderón, que trae con él dos niños. Sus dos hijos, a los que se añade una muchacha más crecida. Entre los tres disponen, con graciosas reverencias, agua y unos paños para que se laven las manos.
Y mientras dan cuenta de unos tiernísimos capones cocidos, con su carnero y sopa, Randa se las arregla para poner orden en mesa tan nutrida y encaminar la conversación de tal modo que el correo le ponga al día de lo que sucede en la lejana Antigua.
Con la misma llaneza, cuando observa que su invitado ha dado buena cuenta de las viandas, pide a Ruth que les saque una mistela para acompañar los postres, a base de gileas de membrillos, orejones y naranjas dulces.
-Espléndidas conservas -celebra el correo-, ¿dónde las conseguís?
-Yo mismo las preparo. ¿Veis aquel manzano? Pues tengo comprobado que las frutas que se arriman al pequeño destilatorio con el que cuento en la pieza de arriba maduran más y mejor que las de otras ramas.
-Y añade, tras una pausa-: Debéis de estar rendido. ¿Por qué no echáis una siesta mientras yo leo esta carta y escribo la respuesta?
El correo va a protestar, pero Raimundo le ataja:
-Me llevará su tiempo. Y no os preocupéis por vuestro caballo. Rafael se hará cargo de él.
Randa se cala los anteojos y se dispone a leer la larga carta que Juan de Herrera le envía de tarde en tarde, crónica puntual de cuanto le interesa en la distante España. Para su sorpresa, comprueba que esta vez no es del arquitecto, sino del prior del monasterio de El Escorial, fray José de Sigüenza:
Os envío esta carta por indicación de Juan de Herrera, quien me lo encomendó antes de morir. No he tenido tiempo de poner en orden mis cosas hasta ahora, en que me dispongo a escribir la verdadera crónica de la fundación del monasterio de El Escorial. Pues también murieron Benito Arias Montano y el rey Felipe II. Y lo hicieron los tres en tan corto plazo de tiempo el uno del otro que se dirían sus destinos muy acordes.
Dejó concluida Herrera la Plaza Mayor de Antigua, en la que no escatimó esfuerzos, y que hoy es el orgullo de la villa, amén de salvaguarda contra sucesos como los que siguieron a vuestra desaparición. Y su fallecimiento fue seguido con gran sentimiento por todos. Felipe II, que había perdido cuatro mujeres y muchos hijos pequeños, sintió la muerte de su arquitecto más que ninguna otra, pues fue entre sus súbditos quien más satisfacciones le dio con sus empresas de edificación, muy por encima de las militares, como ya dejó dicho en su día el maestro Montano.
Tuvo el monarca habitaciones repletas de diseños de templos y todo tipo de edificios, realizados por los más hábiles constructores del mundo. Todo lo leía, todo lo veía en lo tocante a estas materias, para conocer en su integridad tanto las construcciones de su tiempo como las de los antiguos. Y algo de lo que buscaba se colige de un libro que publicaron dos jesuitas en Roma, donde muestran muy por extenso cómo era el verdadero Templo de Salomón, y cómo se siguió su esencia y ejemplo en esta obra de El Escorial.
Fueron las muertes de Herrera y Montano sosegadas, como sus vidas. Pero no la del rey, larga y terrible. Durante ella tuvo tiempo de rememorar sucesos en que vos os visteis implicado. Y, por encima de todos esos acontecimientos, vuestra fuga, que le costó la cabeza a Artal de Mendoza. Se ha venido a saber más tarde que fue estrangulado en vuestra misma celda, con una mala cuerda y un trozo de madera para hacer el garrote vil. Mientras le estrechaban el cuello protestó por no ser esta muerte de gentes nobles, como él se pretendía. Pero le contestó el verdugo que apenas si llegaba a bastardo, condición que bien había mostrado en su conducta.
No sé si sabéis cómo recibió Felipe II la noticia de vuestra desaparición. Que más furia no creo que tuviera el Minotauro en su laberinto. Yo bien le vi a horas extrañas con aquella llave maestra que sólo valía para algunas de las cerraduras que llegaron a instalarse en ciertas puertas de El Escorial, probándolas, como si no diese crédito a lo que le habían contado de vos. Creía yo que todo eso lo había olvidado. Pero nunca se sabe lo que de veras importa a un hombre, por muy rey que sea, hasta que le llega la hora postrera.
Y os digo esto porque, con ser tantas y de tanto rango aquellas reliquias que a lo largo de su vida fue acopiando, ninguna acababa de contentarle en aquel trance. Y mucho tuve que averiguar hasta saber qué buscaba. Era aquel trozo de pergamino donde decía ETEMENANKI, y él había escrito de su puño y letra La llave maestra. Pues con él en la mano tenía para sí que le sería más cierto y propicio el tránsito final...
Estaba ya por entonces don Felipe en lo más penoso de su enfermedad...
Continúa largo trecho la carta, en la que Sigüenza le informa de la atroz agonía de Felipe II, de su obsesión por morir con aquel trozo de pergamino entre las manos. Hasta concluir:
... Os pido que me digáis si tras la desaparición de Montano y Herrera siguen siendo de vuestro interés estas noticias. Pues con esas dos muertes y la del rey ya no quedan quienes estén en vuestros secretos. Y pienso que a pocos importará ya negocio que en su día armó tanto revuelo, y que tantos desvelos causó a don Felipe. Aunque yo ahora, con el transcurso de los años, voy recogiendo papeles que antes estuvieron a buen recaudo y que en este momento importan menos y andan más accesibles, pues me propongo escribir la crónica de cuanto sucedió en este monasterio, declarando unas cosas y callando otras, pero procurando entenderlas todas.
Y remata con aquel piadoso epitafio para con el rey ya difunto:
«Estuvo, en fin, su vida llena de cuidados. Siempre trabajó con manos, pies y ojos. Con las manos, escribiendo; con los pies, caminando; con los ojos, como un tejedor que tiene la tela repartida en diversos hilos. Que así tenía él el corazón. Y su muerte fue como cuando se corta la tela del telar».
-El poder y la podre... Descansemos en paz -suspira Randa. Cuando despierta el correo y se sienta junto a él, repara en aquellos garfios de metal que penden de un clavo, detrás de Raimundo. Es costumbre que, en su trotar de aquí para allá, ha visto en otros desterrados de España. Guardan éstos, y tienen a la vista, la llave de la casa de sus antepasados, ganados por la nostalgia de Sefarad y la esperanza del retorno. Pero nunca ha visto una tan extraña como aquélla, que más parece ganzúa.
-¿Pensáis regresar? -le pregunta el correo, señalándola.
-Nunca se sabe -responde Randa-. Sólo espero no hacerlo para volver tras la puerta que guardaba esa llave de plata.
Cuando hubo cesado la música, David Calderón abandonó el corro de los hombres, pasó junto al de las mujeres, atravesó la Plaza Mayor y se detuvo bajo el balcón, engalanado para las fiestas de la patrona. Se cuadró, ceremonioso, mirando hacia arriba a la espera de que asomase Raquel Toledano. La joven se levantó, recogiendo el amplio vuelo del vestido tradicional de las mozas solteras, y se ajustó el corpiño, para inclinarse en señal de reconocimiento. Él le mostró la banderilla con los colores de su divisa, alzándola como un trofeo y solicitando la venia. Raquel se volvió hacia Marina, que se había prestado a asistirla como guardesa, y recogió la llave que le tendía el ama de Juan de Maliaño. Llevaba una cinta con los mismos colores que la divisa. Se la lanzó al criptógrafo, y éste la cogió al vuelo.
Para cuando llegó al lado de Raquel, Marina ya se había retirado discretamente. Sentado junto a la joven, se preguntó por qué siempre había abominado de aquel ritual, sin molestarse siquiera en conocerlo. ¡Qué injusto había sido! Desde allí arriba, el espectáculo resultaba memorable. Las gentes de Antigua se habían volcado como nunca, orgullosas de recuperar su Plaza Mayor, que ahora empezaba a animarse con la presencia de miles de vecinos, uniéndose a las parejas recién formadas durante el cortejo. Y componían de ese modo un bullicioso cuadro, bajo la luna de aquella espléndida noche de verano.
-¿En qué piensas? -preguntó a Raquel, quien se había puesto súbitamente seria.
-En esa vieja foto de este lugar. Y en que estoy aquí, con el mismo vestido que mi madre se puso hace tantos años.
-Lo de Sara ha tenido que ser terrible para ti.
A ella le habría horrorizado morir en la cama, y la suya fue una elección muy consciente. En la carta de despedida que me escribió decía que había venido aquí to join the majority. ¿Cómo se diría en español?
-«Dormir con sus mayores», decimos nosotros.
-No es lo mismo. «Unirse a la mayoría» supone reconocer que nuestros antepasados son muchos más que nosotros, los vivos. Quienes estamos ahora aquí sólo somos una minoría provisional, la punta del iceberg... Mi madre adoraba esta ciudad.
Y ahora comprendo por qué -añadió la joven.
-Es como si cada generación tuviera que descubrirla por sí misma, ¿no? Igual que eso que nos sucedió ahí abajo.
-Quizá la próxima tenga más suerte, o sea menos imprudente. David llenó las copas de vino y le preguntó:
-¿Qué planes tienes?
-De momento, he de ir a Nueva York.
-¿Vas a volver al periódico?
-No creo. Le he dedicado demasiado tiempo y energías.
-¿Regresarás aquí, entonces?
-Sí. Con más calma. Juan de Maliaño decía que cuando desapareciese Sara serías la propietaria del solar más codiciado de la ciudad.
-Esa es una de las razones. Pero antes quiero ver cómo está la Fundación allí, poner un poco de orden. Y después pensar en ese proyecto que quería hacer aquí mi madre. Quizá venga a vivir a Antigua una temporada. Ahora no hay nada que me retenga en Nueva York, ni nada que temer aquí. Y es el mejor modo de que el trabajo de mi abuelo, y el de tu padre y Sara, no caiga en saco roto, retomando ese centro de estudios sobre Oriente Medio... Es sólo una idea. Un granito de arena en este mundo tan desquiciado. La joven le miró directamente, y susurró, cogiéndole de la mano:
-Y tú, ¿qué piensas hacer?
-Tengo que digerir esto. Todo lo que hemos descubierto.
-¿Y por qué no lo digerimos juntos? -le propuso la joven-. Necesitaré ayuda.
-¿Me estás ofreciendo un trabajo? -y en el rostro de David apareció aquel gesto que en otros momentos podía parecer burlón, y ahora sólo buscaba disimular su alegría.
-Si no es mucho rebajarse para un Calderón...
-Empiezo a sospechar que el destino de los Calderón ha sido y será siempre estar bajo la bota de los Toledano. Me lo pensaré...
-Querrás decir que me pensaré yo lo que hago con un criptógrafo.
-La duda ofende. Y Raquel bromeó, imitando aquel tonillo de vieja película de gánsteres que usaba Minspert para darse importancia en su despacho de la Agencia:
-No me fío de usted, señor Calderón.
-Usted, señorita Yoledano, tampoco resulta muy de fiar -le siguió el juego.
-Bueno -rió ella-. Eso parece una buena base para una asociación. David alzó su copa proponiendo un brindis:
-Y ahora, ¿me permites un ruego? Si vas a hacer aquí algo, una fundación o lo que sea, no hables de Oriente Medio, sino de Oriente Próximo.
-Próximo es la clave, ¿verdad? -dijo Raquel.
-La clave maestra.