LA AGENCIA

Llovía a cántaros sobre el aeropuerto internacional de Baltimore-Washington cuando la tarde del viernes John Bielefeld, Raquel Toledano y David Calderón bajaron del avión que les había traído desde Newark. Un enviado de la Agencia de Seguridad Nacional esperaba con un coche a pie de pista para conducir al comisario hasta la zona de helicópteros. No disimuló su sorpresa al comprobar que venía acompañado.

-La visita a la Agencia estaba prevista sólo para usted. Y aquí hay tres personas -dijo a Bielefeld, al ver entrar en el automóvil a Raquel y a David.

-¿Lo ve? Ya se lo advertí -murmuró el criptógrafo, mientras intentaba salir-. Yo me voy directamente a la base de Andrews y les espero allí.

-Usted se queda -se opuso Bielefeld-. Es el único que puede autentificar esos documentos.

Y bloqueó la puerta con su corpachón, empujando a David contra Raquel, y embutiéndole entre ambos.

«Bastante trabajo tengo con que no se me peleen estos dos, como para que encima vengan fastidiando los de la Agencia» -pensó el comisario recordando lo que le había costado convencer al criptógrafo para que les acompañara-. ¡Y usted, marque el número de su jefe y pásemelo! -ordenó al funcionario, señalando el sistema de comunicación con manos libres del salpicadero.

Mientras el conductor sorteaba los charcos que inundaban la pista, Bielefeld forcejeó con su interlocutor telefónico. Hubo varios tiras y aflojas, hasta que llegaron a la vista del helicóptero. En ese momento, el comisario zanjó la cuestión:

-Está bien, yo asumo toda la responsabilidad. Firmaré ese formulario.

El enviado de la Agencia detuvo el coche, sacó una hoja de la guantera, la rellenó y señaló al comisario dónde debía firmar. Después, les acompañó hasta el helicóptero y entregó una copia al piloto.

Tan pronto ganó altura, el aparato giró y puso rumbo a la autopista 295, sobrevolando el reguero de vehículos que discurría bajo sus pies en dirección a Washington. La lluvia complicaba todavía más el agobiante tráfico habitual, hasta producir un enorme embotellamiento en el cruce de Annapolis Junction. Una vez allí, el piloto se inclinó hacia la izquierda, alejándose de aquel caos de bocinas que les llegaban amortiguadas y se internó en la emboscada área de Fort Meade.

Cuando descendieron sobre la pista asfaltada, había dejado de llover. El aire, fresco y limpio tras la tormenta, estaba cargado de un tonificante olor a pino y tierra mojada que asaltó a David junto a un cúmulo de recuerdos. Y esa primera sensación le trajo otras, rebotando en la memoria. Había pasado en aquel lugar días interminables, encerrado en despachos claustrofóbicos. Y, de pronto, parecía el escenario de una excursión campestre.

Un nuevo automóvil les estaba esperando para conducirlos al Cuartel General. Mientras bordeaban la discreta valla de hierro, deslizándose por entre los árboles, el paisaje que se ofreció ante sus ojos podría haberse confundido con el de un apacible parque. Hasta que apareció uno de los carteles murales con la insignia de la Agencia de Seguridad Nacional. David limpió el vaho del cristal con un pañuelo de papel, para ver mejor el águila dorada sobre fondo azul cobalto que sostenía en sus garras una llave plateada. Aquella imagen le trajo el recuerdo del primer día en que se la mostraron, al ingresar en la Escuela de Criptografía: «La clave para la mayor masa de información del planeta», había dicho el director, señalándola. Y añadió: «Algún día serán dignos de tenerla en sus manos».

El paisaje cambió bruscamente. Cesaron los árboles, arreció el cemento e irrumpieron los bloques de edificios. Al pasar junto a una torre erizada de antenas, Bielefeld se volvió hacia él para señalársela.

-Son los enlaces por microondas -le explicó David.

-No resulta muy impresionante.

-No lo es. Ya irá viendo el resto de las instalaciones. La Agencia es discreta, pero no se engañe. Son capaces de succionar las comunicaciones de países enteros como una aspiradora. Cuando yo trabajaba aquí teníamos ciento veinte satélites enviando información sin parar y procesábamos unos dos mil millones de comunicaciones al día.

-¿Ha dicho dos mil millones?

-Cada diez horas procesábamos el equivalente a toda la Biblioteca del Congreso. ¿Se acuerda de lo que dice en el reverso de los billetes de dólar?

-«En Dios confiamos».

-Eso lo cumplimos a rajatabla: en Él, confiamos; pero al resto, los interceptamos.

Se aproximaban a la primera valla de seguridad. A lo largo de ella se distribuían los avisos sobre la entrada en un área militar restringida y la prohibición de fotografiar, tomar notas o simplemente hacer cualquier croquis o plano, bajo la amenaza de aplicar a los infractores el Acta de Seguridad Interna.

-Aún estamos a tiempo de dar la vuelta -previno David a Bielefeld-. Pero, si a pesar de todo, han decidido seguir, déjenme aquí. Yo les espero fuera y luego me recogen.

-David, le necesitamos para esa autentificación, ya se lo he dicho -le rogó el comisario.

-Pero ¿es que no se da cuenta? No sólo lo digo por mí. Si mete a la Agencia en esto ya no se la podrá quitar de encima. Con esta solicitud oficial se lo está poniendo usted en bandeja. Además, en cuanto me vea James Minspert no habrá ningún documento que autentificar, porque no les entregará nada.

-Tendrá que hacerlo en cuanto vea la autorización de mi madre -intervino Raquel-. Minspert será todo lo que usted quiera, pero cumple las leyes escrupulosamente.

El criptógrafo se sentía incapaz de discutir con la joven estando literalmente pegado a ella. Pero aún alcanzó a rebullir:

-Sí, sí... Ya verá lo que hace James con su autorización...

El conductor redujo la velocidad al llegar a unas sólidas barreras de hormigón reforzadas con antitanques hidráulicos, que obligaban a conducir en zigzag, hasta desembocar en una cabina rodeada de cámaras de video. El oficial que se encontraba en la garita comprobó la matrícula y examinó la documentación que le tendía el enviado de la Agencia:

-Nos está esperando James Minspert, del Servicio Central de Seguridad -le informó Bielefeld.

Tras una breve consulta por teléfono, el oficial levantó la barrera y les indicó que siguieran adelante.

Comandos de la policía especial, vestidos de negro, patrullaban con perros. Detectores de movimiento y cámaras de video rotaban en sus pértigas, barriendo los alrededores con potentes teleobjetivos. A medida que se acercaban al edificio central, David pudo comprobar que la gran torre de refrigeración había aumentado en dotación y tamaño, lo cual significaba nuevos ordenadores, la gran obsesión de la casa: tener los mejores, los mayores, los más rápidos.

Ante ellos se alzaba la mole del Cuartel General, la llamada Caja Negra. Un inescrutable paralelepípedo de cristal ahumado, en el que se reflejaban, distorsionados, los coches del inmenso parking. Unos ojos desprevenidos hubieran podido tomarlo por un bloque administrativo más. Pero David sabía lo que ocultaba esa oscura piel de cristal reflectante tensada en torno al edificio. Tras ella se encontraba la verdadera guarida, con su barrera protectora, que impedía la irradiación al exterior de cualquier señal, onda, voz o vibración.

A su alrededor, docenas, cientos de edificios se extendían a lo largo de millas y millas, hasta configurar una población en sí misma.

-¿Todo esto que vemos pertenece a la Agencia? -preguntó Bielefeld, asombrado.

-La ciudad de los criptógrafos -asintió David-. Conejeras y más conejeras atiborradas de funcionarios. Más de cincuenta millas de calles y carreteras. Ya me había olvidado de lo siniestro que es esto.

Acababan de entrar en el centro de control de visitantes, donde fueron inspeccionadas sus pertenencias. Bielefeld depositó la pistola y el teléfono móvil en la bolsa que le tendían. Pero insistió en retener su vieja cartera de cuero, en la que llevaba los documentos acreditativos. Se lo permitieron, tras un minucioso registro.

Una vez cumplidos estos trámites, David comprobó cómo entregaban al comisario una tarjeta con las siglas VP, de Visitante Privilegiado. Raquel tuvo que conformarse con la V de simple Visitante. Y se indignó cuando a él le colocaron una tarjeta roja. En la Agencia se la conocía como «la letra escarlata». Quizá fuera impecable según los reglamentos: él era un antiguo empleado de la casa. Pero aquel distintivo infamante le degradaba al nivel de los trabajadores externos, los de las áreas administrativas: el banco, la peluquería o la pizzería... Era como recordarle su ignominiosa salida.

-Creo adivinar de quién ha sido tan brillante idea -masculló mientras se la colgaba al cuello.

Un hombre se acercaba hacia ellos a grandes zancadas. David previno al comisario:

-Atención, ahí viene James Minspert echando vapor por todas las junturas.

El hombre que atravesaba el vestíbulo pasaría de los sesenta años y, a pesar de ir muy vestido y peinado, distaba de resultar elegante. Había algo de perdiguero en su mirada glauca, en las serviciales mejillas de color cerúleo y en la fofa papada, contrariando la amenazante autoridad que intentaba imprimir a sus gestos. Dio órdenes al agente de seguridad para que sólo dejara pasar a Bielefeld por el primer control. Y tan pronto como llegó junto a él, le saludó sin ocultar su contrariedad:

-Comisario, creía que la cita era con usted. Para que me entregase en mano un sobre de Sara Toledano.

-Bielefeld abrió la boca para replicar, pero Minspert continuó con su perorata, manoteando como un molino-: ¿Y qué me encuentro? ¡Aparece con dos acompañantes!

Calló y se cruzó de brazos, esperando su explicación. Bielefeld se rascó el ralo pelo del cogote.

-Ya se lo acabo de decir por teléfono -admitió, bajando la cabeza-. Ha habido novedades que nos obligan a contar con la presencia de David Calderón yRaquel Toledano. Él conoce nuevos detalles que afectan a los fondos depositados aquí por la familia de la chica. Y en cuanto a ella, o mucho me equivoco, o este sobre que traigo aquí con su nombre contiene la autorización de Sara para que su hija pueda retirarlos.

Tan pronto oyó mencionar aquellos fondos, James Minspert alzó la mirada contra su interlocutor.

-Prefiero que sea usted quien me cuente esas novedades, ¿O es que ha olvidado que ella es periodista y él un antiguo empleado? Y que los dos nos han creado problemas. Es mejor que primero lea yo esa supuesta autorización de Sara Toledano, y luego hablemos nosotros. Sus acompañantes esperarán aquí. Ya les llamaremos, llegado el caso...

Desde el otro lado del cristal, David y Raquel observaban a los dos hombres.

-¿Ve lo que les decía? No nos dejarán entrar -aseguró el criptógrafo.

-No sea usted aguafiestas. Tendrá que hacerlo. Minspert conoce sus obligaciones.

-Bueno, quizá a usted sí la deje pasar. Pero lo que es a mí... Esta observación de David tuvo la virtud de encrespar los ánimos de Raquel, que seguía tomando las cosas por donde más quemaban:

-Si lo que está sugiriendo es que apruebo el comportamiento de Minspert, o que trato de justificar el mío en el pasado, está usted muy equivocado. Y si es una excusa para evitarse problemas, no se escude en los demás.

David no quiso echar más leña al fuego. Pero se preguntaba de qué lado estaría la joven si las cosas se ponían crudas con James. Dudaba mucho que alguien como Raquel Toledano se enfrentara abiertamente con un alto cargo de la Agencia. Eso sería tanto como tener en contra a la institución, y ella sabía muy bien lo peligroso que podía llegar a ser. Por el contrario, con la Agencia y Minspert de su lado todo serían facilidades para buscar a Sara. Mientras que la presencia de él no haría sino complicar las cosas.

Desde detrás del grueso cristal que le separaba de él, el criptógrafo observó cómo Bielefeld echaba mano a la cartera de cuero y sacaba el tercer sobre. Vio cómo lo abría James, se calaba las gafas y empezaba a leer la carta de Sara. Se ajustó dos veces las lentes a la nariz, como si no diera crédito a sus ojos, y cuando hubo terminado movió la cabeza enérgicamente para decir no.

Aunque le era imposible escuchar la réplica del comisario, David estudiaba ahora su rostro, y en particular su frente. Acababan de aparecer en ella unas arrugas que no pronosticaban nada bueno. Estaban atravesadas por una abultada vena, como un relámpago que se abriera paso entre nubes cargadas de electricidad. Sin duda alguna, su paciencia estaba siendo sometida a una dura prueba. Por eso no se sorprendió cuando le vio apretar los dientes y subir el tono de voz, sin importarle que le oyeran, para decir con toda firmeza:

-¡Ya lo creo que nos entregará esos documentos! Y ellos vienen conmigo señaló reiteradamente hacia el lugar donde se encontraban David y Raquel-. El señor Calderón debe autentificarlos, y la señorita Toledano retirar ese depósito que hizo su familia. O vienen conmigo, o aquí tiene su jodida acreditación.

Se descolgó del cuello la tarjeta de Visitante Privilegiado y se la puso en la mano.

Minspert reaccionó de inmediato, pidiéndole en voz baja:

-¡Maldita sea, comisario...! No me monte aquí una escena. Ni yo, ni usted, ni nadie puede saltarse las normas. Esto -esgrimió el sobre con la autorización de Sara- tiene todos los defectos de forma imaginables. Y esta casa no es una comisaría de pueblo donde los vecinos vienen a que les quiten las multas.

-Ya le explicará usted esas normas a la Casa Blanca, cuando le llamen -le replicó secamente Bielefeld encaminándose hacia la salida. James Minspert le sujetó por el brazo, e intentó no perder la calma, al proponerle:

-De acuerdo, ellos vienen con nosotros -le devolvió la tarjeta con gesto que pretendía ser conciliador-. Ahora bien, dado que considero esta situación irregular, nos acompañará en todo momento un responsable de seguridad. Él nos servirá de testigo, y así estaremos todos más tranquilos.

Desapareció tras una puerta. Tardó lo suyo en regresar. Y lo hizo acompañado de un oficial con cara de baldosa, que llevaba en la mano un grueso libro.

Bielefeld se había reunido con Raquel y David. Este último se creyó en el deber de explicarles:

-La guía de teléfonos que lleva ese tipo en la mano es el reglamento. Si se lo aplica estrictamente, estarán aquí todo el día, y perderemos ese avión a España.

-No lo perderemos si usted viene con nosotros y nos ayuda. ¿Cuándo va a haber otra oportunidad de tener esos documentos en sus manos? -le retó el comisario.

David se debatía en un mar de dudas. Eran las peores condiciones imaginables para regresar a la Agencia. Pero había algo en lo que Bielefeld llevaba toda la razón: no las habría mejores. Y la insistencia de James por negarle el paso constituía un acicate suplementario. De manera que decidió sumarse a la comitiva.

Tras saludar a la joven, su antiguo jefe se rezagó junto a él, para decirle:

-Ya has conseguido volver a esta casa, muy a mi pesar. ¿A qué debemos el honor?

Atravesaban en ese momento el vestíbulo. El suelo estaba adornado con el enorme escudo de la Agencia y su inevitable águila dorada. David detuvo sus pasos sobre la cresta del ave, para devolverle el cumplido:

-Quería comprobar qué tal estáis tú y tu úlcera.

-Los dos estamos encantados de verte. Creía que no te llevabas bien con la prensa -y señaló con la cabeza hacia Raquel.

-Ah, es eso lo que te preocupa. Tranquilo, ha venido por su madre, no como periodista. Además, creo que está en barbecho. Ahora no ejerce, y debe de ser de las pocas personas que tiene buena opinión de ti.

El oficial de seguridad se adelantó para mostrar a Bielefeld y Raquel cómo debían insertar la tarjeta en el torniquete de control. David rechazó el ofrecimiento de ayuda y se volvió para reanudar la conversación con su antiguo jefe, intentando hurtarse al juego de provocaciones que el otro había iniciado:

-Créeme, James, ella aceptará un arreglo civilizado. Está en juego la vida de su madre. Seguro que será discreta.

En realidad, pensó David, Raquel estaba siendo demasiado discreta. Apenas había abierto la boca desde que bajaron del helicóptero. Aun así, le perturbaba su presencia, saberla allí, en los mismos lugares donde él había pasado tantos años, en circunstancias tan distintas.

Se unieron al grupo. Estaban llegando al Gran Corredor. Era como entrar en el vientre de la ballena. Un opaco zumbido de colmena irradiaba de aquel maremágnum de pantallas gigantes, computadoras y conexiones. Su longitud solía impresionar a los visitantes, y Minspert lo sabía.

-Es el corredor más largo de mundo, superior a tres campos de fútbol -explicó-. Aquí clasificamos más documentos que todas las demás agencias del Gobierno juntas: más que el Ejército de Tierra, la Armada, las Fuerzas Aéreas, la CIA, el Departamento de Estado...

-¡Demonios! ¿Cuántos ordenadores tienen? -preguntó Bielefeld.

-No los contamos por unidades, sino por acres. La Agencia es el primer usuario de computadoras del mundo.

El oficial de seguridad les franqueó una puerta vigilada por dos marines del servicio especial. Varios carteles con el aviso de «Área Restringida» les condujeron hasta una rampa por la que descendieron dos plantas. Una vez en los sótanos, fueron interceptados por un portal de alta seguridad.

Cuando hubo obtenido luz verde, el oficial que les acompañaba empezó a acreditar a los presentes en el ordenador de acceso, introduciendo sus respectivas tarjetas. Al llegar a la de David, el oficial tuvo sus dudas: la tarjeta roja no permitía traspasar un portal de alta seguridad. Miró a James, y éste asintió con la cabeza, en un gesto que no pasó desapercibido al criptógrafo.

Entraron en un estrecho pasillo, por el que caminaron hasta que les cerró el paso una cámara acorazada, protegida por una gigantesca puerta de acero con un dial de combinaciones.

-Necesito la llave -les explicó James.

Había que solicitarla en una expendedora automática. Minspert introdujo su tarjeta magnética y su número de identificación personal. La máquina hizo parpadear el cartel de «Comprobando la lista de acceso». Tras un «O.K.», hizo girar su carrusel de llaves y dispensó una de ellas mediante un brazo robotizado. Era su llave personal, y desde ese mismo momento, todo lo que sucediera en aquella cámara quedaba bajo su responsabilidad.

Chirriaron los goznes de la gruesa puerta de la cámara acorazada, y James se adentró en ella, mientras el oficial de seguridad se interponía, reteniendo a sus acompañantes.

En el interior de la amplia habitación abundaban los letreros rojos que advertían sobre el «Área de Exclusión», y recordaban las precauciones que debían observarse con los documentos sensibles. Una vez. que Minspert localizó los fondos depositados por los Toledano, los colocó sobre una mesa y corrió una cortina de color negro alrededor de ella. Sólo cuando hubo extraído los documentos solicitados indicó al oficial que permitiera el paso a Raquel y a David, para que procedieran a identificarlos. En realidad, fue David quien lo hizo, revisando cuidadosamente los papeles. Al terminar, movió la cabeza, contrariado:

-No veo por ningún lado los documentos que nos interesan.

-Hay material que sigue estando clasificado como secreto -se justificó su antiguo jefe.

-No tiene nada que ver, James. Secreto o no, debería estar aquí.

-¿Qué ha pasado con esos papeles, señor Minspert? -intervino Bielefeld.

-No se lo puedo decir.

-¿Tampoco a mí, que represento a sus propietarios? -preguntó Raquel.

-Creo que debería leer las condiciones del depósito, señorita Toledano. Si los fondos se ven implicados en un proyecto clasificado, la confidencialidad les alcanza también a ellos.

-Conozco esas condiciones. Y entre ellas está la posibilidad de recuperar cualquier documento cuando medie causa grave. ¿La vida de mi madre no lo es?

-Claro que lo es. Pero no tenemos ninguna prueba de que la supuesta desaparición de su madre guarde relación alguna con esos fondos...

-Sí que la tenemos -Bielefeld echó mano a su vieja cartera de cuero y extrajo la cinta de video-. Aquí está la prueba.

-¿Qué es eso?

-La grabación del discurso del Papa.

-Mi gente ya ha examinado esa cinta.

-Pero no tiene los datos que le vamos a proporcionar nosotros.

Minspert empezaba a impacientarse.

-Este lugar no es el más adecuado para discutirlo. Vamos a mi despacho -y se dirigió a Raquel para preguntarle-: ¿Desea retirar estos fondos, tal y como están, o no?

-Desde luego que sí.

Minspert ordenó al oficial de seguridad:

-Proceda con la valija -y se volvió hacia el comisario para explicarle-. Eso evitará que seamos inspeccionados en todos y cada uno de los controles que nos encontremos, incluidos los volantes.

El oficial pidió a Raquel que firmara un «conforme», introdujo los documentos en un contenedor que recordaba las carteras de los repartidores de pizzas, y lo selló.

-Cuando quiera, señor.

Tras desandar el camino, Minspert les condujo a un ascensor privado. Lo accionó valiéndose de una llave, y subieron directamente a la octava planta. Al salir, tomó la valija de manos del oficial y le indicó un asiento en la sala de espera:

-Le llamaré si le necesito.

El despacho de James estaba presidido por un atril. David recordaba que solía empezar su jornada de trabajo con una reunión. Sólo con sus colaboradores más inmediatos, lo que él llamaba su guardia pretoriana. Y quería algo muy rápido. Los «titulares del día», los llamaba. En esas ocasiones, todo el mundo permanecía de pie. Incluido él; aunque, eso sí, atrincherado tras aquel atril.

-Estaremos más cómodos aquí -Minspert se quitó la chaqueta y señaló a sus visitantes una mesa redonda con varias sillas. Bielefeld le alargó la casete del video con el discurso del Papa, y pidió a David:

-Señor Calderón, ¿podría explicar las novedades que hay?

-Verás, James. Sara acaba de mandarnos a la señorita Toledano y a mí unos sobres como ése que tienes tú. Y en ellos incluye una rejilla criptográfica del siglo XVI que al aplicarla sobre un texto de esa misma época nos da esta palabra. Creo que es una clave. Compruébala tú mismo.

Y le mostró el texto y, sobre él, la cartulina perforada que permitía leer la palabra ETEMENANKI.

Minspert examinó con detenimiento la amarillenta cuartilla y miró a David para preguntarle:

-¿Por qué piensas que esto es una clave? Bielefeld empujó la casete hacia James e insistió:

-Lo entenderá mejor cuando vea el video.

James encendió el televisor, pulsó el mando a distancia, y de nuevo desfiló por la pantalla la imagen del Papa, con el final de su discurso y aquel farfullo. Minspert lo oyó, lo miró sin apenas parpadear, y preguntó, fríamente:

-¿Y bien?

-La primera palabra que dice el Papa es esa clave, ETEMENANKI -intervino David-. Es el nombre original de la Torre de Babel. Y luego habla de Nabopolasar y Nabucodonosor, los dos reyes de Babilonia que la restauraron.

-¡Por Dios, Calderón! Ya sé que piensas que en la Agencia somos los últimos en enterarnos de lo que pasa por ahí, en el mundo, pero tenía entendido que el Papa sigue siendo católico. No tratarás de hacerme creer que está hablando en babilonio...

-Yo sólo te hago notar que Sara conocía bien esa clave, porque le dedica todo un capítulo del libro que estaba escribiendo. ¿Se lo podría enseñar, señor Bielefeld?

Se refería a los apuntes que se habían llevado de la Fundación y que ahora traía el comisario en su cartera. James los examinó, displicente, antes de sentenciar:

-Peor me lo pones. O sea, que ahora pretendes que es Sara quien se manifiesta en esa cinta. Si ésas son todas las pruebas que tienes...

-No es sólo eso, James -le replicó David, poniendo cara de mucha paciencia-. Esos farfullos coinciden con la forma de hablar de mi padre poco antes de desaparecer en los mismos lugares que Sara. Y tú lo sabes. Vuelve a pasar el video y lo comprobarás. Súbele el volumen. Fíjate en el final, antes de que se hunda la plaza.

Así lo hizo. Se oía al Papa decir:

Ar ia ari ar isa ve na a mir ia i sa, ve na a mir ia a sar ia.

E inmediatamente se producía una inmensa interferencia, que saturaba los altavoces.

-Dices que tu gente ha examinado esta cinta, ¿no? -le preguntó David-. ¿Qué opinan ellos?

-La están analizando en la sección de Señales Especiales -respondió James.

-Muy bien. Pues diles que le apliquen un programa de traducción universal.

-¿Aplicar un traductor a eso? No es más que ruido...

-James... -David intentaba ser persuasivo-. Hazme caso por una vez. Di a tu gente que lo procesen como si fuese un lenguaje articulado. No te cuesta nada probar...

Minspert se levantó para pulsar el interfono y pedir a su secretaria que llamara al oficial de seguridad. No tardó en aparecer. James escribió una nota, se la entregó y le dio instrucciones muy precisas.

Mientras el comisario explicaba a Minspert la desaparición de Sara Toledano, David escrutó a su antiguo jefe, con la distancia que le otorgaban algunas de sus más aceradas convicciones. Era alguien a quien convenía no desdeñar. Nadie como James a la hora de trabajarse a los políticos y a la prensa. Sabía jugar el juego, proporcionar información privilegiada, chantajear, hacer favores... y cobrárselos. Un hueso duro de roer. Tenía más conchas que un galápago, y una mente tan tortuosa que todos le llamaban «James, el jabonoso», por lo escurridizo que resultaba a la hora de comprometerse. «Casi nunca dice NO -se afirmaba de él-. Tiene otras doscientas maneras de negarte algo». Se preguntaba cómo se las arreglaría ahora para darles esquinazo, sin que pareciese que obstaculizaba la investigación.

Y, sin embargo, a Bielefeld le había espetado un rotundo NO. Era evidente que el comisario le ponía nervioso. David lo veía enfrente, con su aspecto bonachón, sus transparentes ojos azules y sus muchos kilos de estoica tranquilidad. Las manos grandes, apacibles, peludas, dormitaban sobre la sobada cartera de cuero a la espera de que su dueño les encomendara una tarea mejor. Pero el criptógrafo empezaba a conocerlo y a advertir que bajo su conciliadora fisionomía se agazapaba un formidable adversario. No disponía de una retórica brillante. Sin embargo, tampoco se dejaba impresionar fácilmente. No parecía un hombre ambicioso y tenía la rara virtud de pensar por su cuenta e ir al grano.

¿Y Raquel? ¿De qué lado se pondría ella? La joven estaba extrañamente callada. La preocupación por su madre la obligaba a extremar la prudencia, sin duda. Y, quizá también, lo embarazoso de la situación. «La vuelta al lugar del crimen», pensó David con ironía acordándose del lío que había organizado su reportaje sobre el Programa AC-110. Por otro lado, debía reprimir su instinto profesional de periodista, lo que la despojaba de algunas de sus reacciones mejor entrenadas. Y, para colmo de males, representaba a los Toledano en todo aquel asunto. Se la veía un tanto perdida.

Pero el comisario no parecía haberse olvidado de su principal objetivo. Él y Raquel le estaban dejando hacer, tal y como habían acordado en el avión, mientras venían. Y ahora Bielefeld se dedicaba a explicar a James la situación, proporcionándole los detalles que les interesaban a ellos tres. Al término de lo cual, le apremió:

-Ya ve por qué necesitamos esos documentos...

-Comisario... -se excusó Minspert-. Una parte de ellos está clasificada hasta el año 2012.

-Lo que te ha contado Bielefeld cambia las cosas, James, ¿es que no te das cuenta? -insistió David.

Minspert parecía dudar. Miró a David y en los ojos de éste leyó lo inevitable del paso que tarde o temprano tendría que dar.

-Todo esto es muy delicado y reabrirá heridas que apenas habían empezado a cerrarse -dijo consternado-. Se llevarán muchas sorpresas desagradables. No saben dónde se están metiendo.

-Eso es lo que pretendemos: averiguarlo -insistió David.

-Créeme, Calderón. La verdad es mucho peor. En ese momento sonó el teléfono. Minspert se dirigió a su mesa y lo descolgó.

-Pásemelo -comenzó diciendo-... Sí... ¿Cuándo ha sido eso? -su voz denotaba alarma-... Sí... Declare una emergencia... Voy para ahí. Volvió junto a sus interlocutores y les informó:

-Es la sección de Señales Especiales. Hay problemas con esa cinta de video.

-¿Qué tipo de problemas? -preguntó Bielefeld.

-Se ha bloqueado el sistema informático. Vengan conmigo -les indicó la puerta, mientras se ponía la chaqueta. Ya en el ascensor, James se dirigió a David. Por primera vez lo hizo con el tono de los viejos tiempos, apeándose del aire oficialista tras el que venía escudándose.

-¿Podrás echarnos una mano?

-Ni idea -contestó el criptógrafo- ¿Quiénes están en esa sección?

-No los conoces. Ha entrado un montón de gente nueva.

-No te estoy pidiendo los nombres. ¿Qué tipo de gente?

-Expertos en acústica, ingenieros, matemáticos, informáticos... Un poco de todo. Aquello es ahora lo más extraño que tenemos.

-Pero antes esa sección se dedicaba a analizar las señales de radar, la telemetría de misiles y cosas así, ¿no?

-Eso era antes. Últimamente se ha ampliado a zonas poco habituales del espectro radioeléctrico. Hay mucha paranoia.

-¿Qué zonas?

-Pues las que limitan con el ruido estático o las interferencias. Y sobre todo las señales que brincan de frecuencia con gran rapidez, porque ese cambio puede estar hecho a propósito, para no ser identificadas. Rastrean y graban toda señal detrás de la cual se sospecha que pueda haber un ser inteligente.

-¿Y qué hacéis luego con ellas? Quiero decir, ¿cómo las procesáis?

-Aunque parezcan ruidos, las desmodulamos y analizamos, para ver si tienen alguna estructura, algún patrón, alguna secuencia... Por si hubiera algún código, para intentar aislarlo y descifrarlo. El problema que ha surgido ahora se debe a tu maldita idea de aplicar a esa grabación el traductor universal en el que trabajaste. Por eso quiero que nos eches una mano.

El ascensor les acababa de dejar en un pasillo que James recorrió con pasos rápidos, hasta entrar en una amplia sala. Estaba llena de circuitos que salían de una caja de registros sujeta a la pared y se esparcían en todas direcciones. Docenas de ingenieros se afanaban separando aquella maraña de cables de distintos colores, inclinados sobre planos y diagramas que habían colocado en el suelo, las paredes, las mesas y cualquier espacio libre. A medida que comprobaban los circuitos, iban poniendo en ellos marcadores fosforescentes: verdes para los que funcionaban, amarillos para los que presentaban anomalías, y rojos para los bloqueados.

-¿Qué es lo que ha pasado? -preguntó Minspert al jefe de la unidad.

-Todo el sistema informático ha entrado en coma. Se ha quedado colgado. Absolutamente todo... Hemos formado una unidad especial con toda la gente que pensamos que podría ayudar a resolverlo.

Se abrieron paso con dificultad hasta llegar al fondo. En un rincón habían agrupado los tabiques móviles de los cubículos prefabricados, creando un módulo a salvo del caos. Tres hombres y una mujer se apretujaban en su interior.

Al acercarse, David observó la imagen del Papa en uno de los monitores de televisión. Por los altavoces se oían extrañas versiones alteradas de sus farfullos, que traducía visualmente un oscilógrafo. Pero lo que más le llamó la atención fue el equipamiento informático. Era un cubo negro y hermético, un diseño futurista que no había visto en su vida.

-¿Qué clase de ordenador es éste?

-Un modelo holográfico -le contestó Minspert.

-Vaya, por fin lo habéis conseguido.

-Es un prototipo. Lo llamamos El Cubo, porque funciona en tres dimensiones. Graba en capas, mediante dos haces de láser, y eso le permite almacenar muchísima más información.

-¿A qué velocidad trabaja?

-Brutal. Diez veces mayor que la del procesador comercial más rápido. El problema es que cuando surge un contratiempo no tenemos a quién pedir ayuda. Nunca lo habíamos sometido a este trote. Es un lío.

-¿A qué clase de lío te refieres?

Minspert le pasó el testigo al más joven de los informáticos, que era quien parecía llevar la iniciativa.

-Es como si se hubiera abierto un agujero que no cesara de crecer, tragándoselo todo -explicó el ingeniero.

-¿Qué información estaban procesando?

-El sonido de esa cinta de video.

-¿Las palabras del Papa?

-Más que sus palabras, esos farfullos ininteligibles que dice o emite al final, y el ruido de fondo de la plaza antes de hundirse. Al llegar ahí, la cinta se satura y el único registro es un zumbido agudísimo que hace daño al oído.

Mientras hablaban, David se había fijado detenidamente en los códigos de programación informática colgados en la pantalla que el ingeniero intentaba desbloquear. Conocía esos códigos. Los había escrito él cuando intentó actualizar el trabajo de su padre en el Programa AC-110. Un código que alguien había alterado, a su vez. Allí sucedía algo extraño, muy extraño. Tuvo una primera sospecha.

-¿Dónde están los programas originales? -preguntó al joven.

Este abrió un cajón y mostró una carpeta que había en su interior.

David la reconoció de inmediato, pero no hizo ningún amago de cogerla. Antes, observó por el rabillo del ojo para localizar a Minspert. Sólo la sacó del cajón cuando le vio alejarse junto al comisario, para hablar con el jefe de la unidad. Entonces sí, abrió la carpeta y pidió al ingeniero que le hiciera un hueco junto a su asiento.

-Quizá se trate de un virus -aventuró David.

-Funciona como un virus, pero no puede serlo.

-¿Cómo está tan seguro?

-Este ordenador es un prototipo. Nadie puede haber fabricado un virus para un sistema operativo que ni siquiera conoce.

Por el rabillo del ojo, David comprobó que Minspert y el resto del equipo seguían revisando las instalaciones. El comisario Bielefeld había regresado a su lado. Ahora estaba detrás de él, y hablaba con el oficial de seguridad.

A quien no localizaba era a Raquel. Se volvió un instante y pudo verla fugazmente: se había acercado a Minspert, que estaba de espaldas, y estaba haciendo un aparte con él, discutiendo algo. Veía desde la distancia el rostro de la joven, a la que tenía de frente, y cómo Minspert se encogía de hombros, sin poder verle la cara.

Una idea empezó a germinar en la cabeza del criptógrafo. Pero tenía que estar seguro de que la joven no le observara, porque su reacción ante lo que planeaba era imprevisible, y no sabía de parte de quién se pondría. Era demasiado estricta y legalista para prestarse a aquello. Y el problema es que ella estaba de cara a él, y no paraba de observarle.

Todo esto pensaba, mientras seguía dando conversación al ingeniero, para preguntarle:

-Entonces ¿de dónde puede venir ese virus, o esa cosa?

-Hay dos fuentes posibles: el programa o la banda sonora de esta cinta de video.

«O del acoplamiento de los dos», pensó David. Pero en lugar de decir eso, se limitó a preguntar:

-¿De la voz del Papa?

-No estamos seguros de que se trate sólo de la voz del Papa.

-¿Qué quiere decir?

-Que quizá haya otras.

-Una voz de mujer -sugirió David.

-Quizá. Pero no creo que sea eso lo más importante. Hay una pauta común a toda la grabación de la banda sonora. Algo así como un ruido de fondo que mantiene el mismo ritmo en todo momento, incluso con esas palabras en la lengua que sea, o el farfullo que viene después. Y creo que es esa pauta de fondo lo que bloquea el sistema informático.

-No me estará contando que todo este barullo lo ha causado un simple sonido.

-No es sólo un sonido. Puede ser algún tipo de lenguaje, un patrón de información...

-... un patrón binario...

-Quizá sea binario cuando se dirige a un ordenador y se quiere comunicar con él en su propio lenguaje. Pero quizá mute y adopte otras formas en otro contexto y con otro interlocutor.

-¿Existe eso? ¿Un virus que funcione tanto en un contexto biológico como informático?

-No teníamos constancia. Pero ahí está...

Un nuevo y disimulado vistazo a sus espaldas, mirando por encima del hombro, permitió a David comprobar que Minspert se hallaba en el otro extremo de la habitación, y que Raquel, el comisario y el oficial de seguridad se encontraban detrás de él y del ingeniero, observándoles. David pretendía hacerse con aquella carpeta que contenía el programa. Pero primero necesitaba comprobar que allí dentro estaban los tres gajos del pergamino.

Continuó su cháchara con el ingeniero, señalando la carpeta:

-En cualquier caso, este programa informático para analizar las señales tiene que ser capaz de unificar los farfullos del Papa con ese patrón de información.

-Ese trabajo ya me lo encontré hecho. En esa carpeta había un traductor universal, el Programa AC-110, que llaman ahí Babel. David lo sabía sobradamente: lo había escrito él. Pero aparentó no enterarse de qué iba aquello y siguió dándole conversación. Al verles tan amartelados en sus coloquios informáticos, el oficial de seguridad se alejó hacia el fondo de la sala. Era el momento que esperaba.

-¿Me permite? -le preguntó con la mejor de sus sonrisas, refiriéndose a la carpeta.

El ingeniero se la pasó y al abrirla, David comprobó lo que ya había sospechado al observar los códigos en el ordenador. Se trataba de sus propios informes sobre el Programa Babel. Y allí estaban los documentos de su padre y de Abraham Toledano. Llevaban una orden de traslado interno desde la cámara acorazada, firmada por Minspert. «Por eso no los hemos encontrado allí antes», pensó.

Miró de nuevo a su alrededor con disimulo y al comprobar que nadie le observaba, hojeó los documentos levantando levemente las esquinas de los folios. Hasta que encontró los tres gajos del pergamino. Respiró aliviado. Allí estaban, por fin, y eso quería decir que se trataba de la documentación original. No podía dejar pasar aquella oportunidad, que años atrás le habían arrebatado de las manos primero a su padre, y luego a él.

Le empezaron a entrar sudores fríos al calcular sus posibilidades. Se encontraba en una mesa corrida, una consola en realidad, que le permitía muy escasa capacidad de movimientos. De modo que colocó la carpeta a un lado, en el extremo de la consola, y la cerró. Si luego se levantaba, podría irla orillando, hasta llevarla detrás del mueble, y una vez allí guardarla en un lugar seguro. Por ejemplo, en un contenedor ya registrado, como la vieja cartera de cuero de Bielefeld, que era quien representaba allí la máxima autoridad y quien despertaría menos sospechas. Pero ¿se prestaría al juego el comisario? Era una gravísima responsabilidad.

«Tengo que arriesgarme -pensó el criptógrafo-. Espero que, al menos, no me denuncie».

Aun así, estaba el problema de cómo avisarle de sus propósitos, para que se mantuviese al quite.

Y quedaba Raquel. No la veía. Quizá siguiera en conversación con Minspert, o quizá la tapase Bielefeld, que estaba detrás de él. Pero no podía contar con ella, dados los antecedentes.

De momento, tenía que tantear y prevenir al comisario. Se levantó y le miró de un modo intencionado. Una mirada que él entendió de inmediato, acercándose.

-¿Cansado? -le preguntó Bielefeld.

-Esto es un verdadero lío. Y no creo que nos ayude en nuestras investigaciones.

David aprovechó para cogerle por el brazo, como si fuera a hacerle una confidencia, de modo que el corpachón del comisario se interpusiera entre él y el programador.

-Mire con disimulo detrás de mí -le susurró David al oído-. ¿Puede ver esa carpeta? Bielefeld se inclinó levemente y le preguntó, a su vez:

-¿Qué carpeta? David se volvió y comprobó, asombrado, que el comisario llevaba razón: la carpeta había desaparecido.

Estuvo a punto de lanzar una maldición. Pero se contuvo a tiempo. No pudo hacer más averiguaciones. Sonó el teléfono móvil de Minspert y éste se acercó hasta ellos para advertirles:

-Llaman desde el avión... Tienen que estar allí en veinte minutos, o despegarán sin ustedes.

-¿Y esos documentos? -preguntó Bielefeld. -El jefe de la unidad me dice que esto va para largo. En estas condiciones, comprenderán que no puedo autorizar la salida de ningún papel relacionado con el caso. Los necesitamos para revisar la avería. Espero que lo entiendan.

-¡Qué avería más oportuna! -dijo Raquel con retintín-. ¿Y qué propone, entonces?

-Podríamos enviarles esos documentos con un correo especial, en cuanto hayamos arreglado esto.

-¿Cuánto les llevará? -intervino Bielefeld.

-Un día o dos, como mucho -aseguró Minspert.

-Si nos vamos de aquí sin ellos, nunca los volveremos a ver -advirtió David.

-Gracias por tu ayuda, una vez más, Calderón, no esperaba menos de ti murmuró James-. Ahora tenéis que iros.

David observó, consternado, que Bielefeld accedía: -Nos están esperando -confirmó el comisario, tomando a David por el brazo con firmeza.

Al escuchar sus palabras, el oficial de seguridad hizo un amago de proceder al registro de salida, pero Minspert lo atajó con un gesto: -Yo les acompañaré.

Por el camino, aprovechó para darles algunas instrucciones: -Si necesitan comunicarse con nosotros cuando estén en Antigua tendrán cobertura a través de nuestra línea de alta seguridad -dijo, y se dirigió a David para recordarle-: Tú sabes cómo funciona. Si el encargado de las transmisiones tiene alguna duda, nos lo dices. Pero no creo que haya problemas. Con los nuevos maletines de comunicación los códigos son tan sencillos de manejar que hasta un niño podría hacerlo.

David refunfuñó, entrando en el coche: -Un niño es muy posible; pero un burócrata, lo dudo. Le molestaba aquel tono de falsa camaradería que James empleaba ahora, para contrarrestar la impresión de haberse puesto excesivamente oficioso. Sobre todo cuando, a modo de despedida, añadió dirigiéndose a él:

-¡Cuídate, Weekly!

-¿Por qué le llama Weekly? -preguntó el comisario a David.

-Oh, una tontería -intentó zafarse el criptógrafo.

-¿No se lo ha dicho? -remachó James-. Es el apodo que le pusieron en la Escuela de Criptografía. David trabajaba en siete idiomas, y para practicar, cada día de la semana, desde que se levantaba hasta que se acostaba, pensaba, hablaba y escribía en un idioma distinto: los lunes en uno, los martes en otro, etcétera. Por eso lo llamaban Weekly -concluyó alzando la voz para que le oyeran mientras el coche se alejaba.

Mientras Minspert quedaba atrás, Raquel se volvió hacia el asiento que ocupaba David, y le preguntó: -¿Habla usted siete idiomas?

-Es operativo en siete idiomas -matizó el comisario.

-¿Qué quiere decir operativo? -insistió Raquel.

-Que está entrenado para descifrar mensajes cifrados en esos siete idiomas -le informó Bielefeld.

David torció el gesto y se encerró en su mutismo. Visitar la Agencia no parecía sentarle especialmente bien. Ni acordarse de aquellos tristes y duros años en la Escuela de Criptografía, ni los enormes sacrificios que le había costado. Todo para estar a la altura de aquel desafío. Para no decepcionar a quienes tanto le exigían. A los profesores, antiguos colegas de su padre, que inevitablemente le comparaban con él.

Algo de todo eso debió de barruntar Raquel, cuando volvió a la carga para preguntarle:

-¿Cómo puede permitirse la Agencia desdeñar unos conocimientos así?

-No los desdeñan. Por supuesto que les interesan mis conocimientos. Soy yo quien no les interesa.

El rostro de David se había ensombrecido, y por eso Raquel no quiso insistir cuando él cerró el tema, taciturno:

-Su madre lo sabe bien. Lo que me fastidia es que siguen utilizando nuestro trabajo, después de haberlo desautorizado públicamente. Está claro que Minspert ha registrado a su nombre el Programa AC-110, y por eso le estorbábamos los Calderón. La historia de siempre: primero nos fusilaron, pero luego rebuscaron en nuestros bolsillos.

Cuando su helicóptero aterrizó en la base de Andrews, el avión ya estaba a punto de despegar. Era un transporte C-17 acondicionado como oficina móvil, y tan pronto entraron en él, David se dejó caer en el asiento, decepcionado y derrengado. Se volvió hacia Raquel y el comisario y les confesó:

-Por poco consigo esos documentos. Estaban en la carpeta que le señalé a usted, Bielefeld. Pero cuando me volví, había desaparecido. El criptógrafo notó que el comisario y Raquel se reían con una extraña complicidad.

-¡No tiene ninguna gracia! ¿Qué vamos a hacer ahora? Raquel alargó el brazo hacia Bielefeld, y éste le pasó su vieja cartera de cuero. La joven sacó una carpeta y le preguntó:

-¿Se refiere a esto?

O sea que había sido ella. No se lo podía creer.

-¿Y la legalidad? -le preguntó.

-Esto es la legalidad -contestó ella-. James dejó muy claro que no estaba dispuesto a ceder estos documentos, y no sabemos si todo lo que nos enseñó no era un montaje para negárnoslos. Yo lo único que hice fue sacar las consecuencias para que se cumpliera lo que es de justicia. Como usted esta mañana en la Fundación.

El criptógrafo estaba perplejo con la extraña lógica de la joven. O mucho había cambiado, o no calibraba el alcance de lo que acababa de hacer.

-Esto es muchísimo más grave -le advirtió David-. No sólo ha robado en la Agencia más protegida del Gobierno, sino que se dispone a sacar del país su botín. Los programas criptográficos son contrabando penalizado al más alto nivel. Tienen la misma consideración que el armamento no exportable.

-Yo no veo que hayamos pasado ninguna aduana.

-Está bien... Déjeme esa carpeta antes de que sea demasiado tarde. En ella están los tres gajos del pergamino que consiguió su abuelo. Quiero ver si encajan con los que nos ha mandado su madre.

Usando la propia carpeta como soporte, y guiándose por los patrones de los que ya había logrado ensamblar en la Fundación, ensayó distintas combinaciones, hasta lograr acoplarlos de dos en dos, formando cuatro triángulos equiláteros.

-Esto es. Ya contamos con una pauta, que son los triángulos. Sin embargo, no sabemos si los cuatro equiláteros encajan entre sí, o no. Desconocemos si eran diseños independientes, o iban juntos, o faltan otras piezas, y cuántas... Veamos qué más hay en la carpeta.

Había varios bloques de tarjetas perforadas de ordenador IBM, que David conocía bien, porque las había utilizado para actualizar el programa de su padre. Y seguían pliegos y pliegos de papel milimetrado. Se quedó muy sorprendido. Aquello era nuevo para él. Algunas retículas estaban rellenas de tinta, formando variaciones geométricas. Más parecían juegos o tramas de tapices que un proyecto ultrasecreto. También había alguna fotografía de conchas de moluscos, flores, animales y cosas así. Pero, ¿y el Programa AC110?

Estudió largo rato aquellos documentos, los miró y volvió a mirar, pero seguía sin entender su valor. Bielefeld y Raquel advirtieron la decepción que le provocaba aquel fiasco, aunque fueron lo suficientemente discretos como para no decir nada. Tampoco él hizo más comentarios.

Y, sin embargo, las preguntas y sospechas bullían en su mente: «Ahora entiendo por qué no hemos tenido dificultades para sacar esto de la Agencia pensó-. Carece de cualquier valor. Excepto los fragmentos de pergamino, que considerarán una antigualla de museo».

Y se preguntó de nuevo de qué lado estaba Raquel. ¿Se había prestado a una comedia, o lo había hecho de buena fe? En este caso, ¿no estaría Minspert jugando de nuevo con ella, utilizándola contra él, como la vez anterior?

De manera que se: limitó a asentir cuando oyó decir al comisario, quitándole hierro a todo aquello:

-Quizá haya que mirarlo con más calma. Ahora no es el mejor momento, estamos cansados. Vamos a cenar algo y luego trataremos de dormir un poco. Nos espera un día muy duro en Antigua.

Tras tomar unos bocadillos, David fue el primero en quedarse dormido. Bielefeld miraba a los dos jóvenes con el barrunto de que algo muy doloroso seguía pesando como una losa sobre los Calderón y los Toledano. Si le había costado convencer al criptógrafo para que fuese a la Agencia, el problema ahora con Raquel era su regreso a Antigua. Rezaba por que los viejos agravios no volvieran a enturbiarlo todo. Bastantes problemas iban a tener a su llegada como para encima dedicarse a enmendar el pasado.

-Raquel, ¿por qué te asusta volver a Antigua? -se atrevió a preguntarle.

-¿Tanto se me nota? -se ruborizó ella-. No sé si es miedo, créeme. Es que mi madre siempre ha tratado de mantenerme alejada de allí. Dice que esa ciudad tiene algo así como una «maldición de los Toledano».

-Alguna vez tendrás que enfrentarte...

Esperó su respuesta, pero no hubo más confidencias. Y al comprobar la incomodidad que parecían provocarle aquellas cuestiones, prefirió no insistir.

-Yo también voy a echar una cabezada. Buenas noches, Raquel, que descanses.

-John...

-¿Sí?

-¿Te importa dejarme la carpeta? Me cuesta dormir en los aviones... Si me desvelo, me dedicaré a ojear esos documentos.

Cuando David abrió los ojos, en una de sus vueltas para cambiar de posición en el asiento, se quedó sorprendido al ver encendida la luz de Raquel. Y al observarla estudiando atentamente aquellos papeles, se dijo:

«¿Por qué tanta prisa? Ojalá no se confirmen mis peores temores».

Pacheco ¿Qué nuevas me traes de Juan de Herrera? -saluda Randa a su hija.

-Pocas y malas -contesta Ruth, desalentada.

-¿Pues cómo?

-Me temo que, aparte de mi marido y yo, nadie puede ayudaros.

-¿Qué pasa con Herrera?

-Rafael dice que ese hombre fue quien os denunció.

-¡No puede ser! -Randa se lleva las manos a la cabeza. Siente cómo se desmoronan todos sus planes. Y se niega a aceptarlo-. Ni tú ni tu marido le conocéis como yo. Eso es imposible.

-¿Cómo estáis tan seguro?

-Porque tuvo muchas ocasiones de delatarme, y nunca lo hizo.

-Supongo que os referís a lo que os sucedió con don Manuel Calderón, después de que el emperador Carlos V os dijera en Yuste que era él quien ocupaba la Casa de la Estanca.

-¿Quién te lo ha contado?

-Rafael. Aun siendo tan niño por aquel entonces, se acuerda muy bien. Era su cumpleaños. Y esta vez es Ruth quien evoca aquel día en que su futuro marido, Rafael

Calderón, fue con su padre, don Manuel, hasta la plaza del mercado de

Antigua. No corrían buenos tiempos. Acababan de subir los impuestos, la sequía asolaba la ciudad, y la gente andaba como oveja abarrancada. Cuando no surtían las fuentes, el agua era escasa, había que subirla en cántaros desde el profundo tajo del río, a lomos de asnos, y pagar por ella a los azacanes que la vendían de portal en portal. El descontento alcanzaba en particular al encargado de la Casa de la Estanca, construida para compensar el nivel de pozos y otros manantiales.

Don Manuel Calderón era ese encargado y, con súbditos tan levantiscos como aquellos, sabía bien del peligro de motines en tales casos. El gran concurso de gentes siempre encerraba el riesgo de que se produjeran altercados. En particular, a la vista de un representante regio como él, sobre quien podían cebarse las iras del populacho.

Por eso, no todos los compañeros de Manuel Calderón son tan confiados como él. Prefieren atrincherarse tras los recios muros del Alcázar, donde están a salvo. Y evitan las calles concurridas si no es con escolta, hurtan el bulto cuando hay ferias, y sólo se aventuran en sus aglomeraciones para comprar o vender lo imprescindible. Bastaría que alguien los señalase con el dedo, que hubiera un percance, para desencadenar un tumulto que en más de una ocasión ha desembocado en un baño de sangre.

Don Manuel cree que es un error proceder así, que eso sólo agrava la situación. «¿Quién va a meterse con un viejo como yo?», dice. A él le gusta moverse con libertad, observar a su sabor. Lo contrario sería dar alas a quienes los consideran una casta aparte. Además, es el cumpleaños de su hijo Rafael, día feriado y ocasión para regalarle, como le ha recordado su esposa, doña Blanca.

El niño se ha despertado temprano y anda danzando desde muy de mañana por el palacio de la Casa de la Estanca, pidiéndole que le lleve al mercado. Pero Manuel Calderón ha de despachar primero los asuntos que le esperan. Luego, salen a la calle. Dan un rodeo para evitar la pestilencia de taninos y pieles curtidas que sube desde las tenerías. El calor y la sequía aumentan el hedor de los muladares, y cuando vuelven a calles más principales han de apartarse para dejar paso a las cabalgaduras que cocean en el arroyo, sorteando las casas mal alineadas.

En el pequeño cementerio que rodea la iglesia parroquial dos urracas graznan a su izquierda, lo que considera signo de mal agüero. Poco más allá comienzan los tenderetes de los peleteros, sastres y traperos.

Rafael Calderón examina las camisas, hasta dar con una que le cuadra. Es una hermosa prenda, con el cuello acolchado. Pero don Manuel la desecha, porque le hace ver que con tanto dobladillo se alojarán con más facilidad piojos y pulgas. La cambia por otra de cuello llano, y su padre añade al lote un cinturón ornamentado, a juego.

-Volvamos a casa, hijo.

-¡No! -protesta el niño-. Quiero ver los titiriteros.

Don Manuel se resigna. Piensa: «Los padres ya mayores, más somos abuelos que padres, malcriamos a nuestros hijos y somos incapaces de oponernos, haciendo rostro a sus caprichos».

Se abren paso entre el gentío cada vez más numeroso que se dirige hacia la plaza del mercado. Llegan, por fin, a ella. Bajo los soportales están los cambistas, con sus balanzas para pesar el oro y la plata. Dos artesanos que tejen en un telar discuten con un afilador, por estar demasiado arrimado y salpicarles con una lluvia de chispas. A su lado las mujeres tuercen la lana cruda y trenzan su cháchara con una vecina que barre la puerta de su casa para alejar los restos de carbón de encina dejados por unos leñadores. Junto a un puesto de quesos, una adivina lee la mano de un muchacho ante la mirada escéptica de su padre, que espera turno para el sacamuelas.

Todo esto han ido mirando don Manuel y Rafael Calderón, hasta que les llama la atención un numeroso corro de gente, desplegado en el otro extremo de la plaza. Hay cuchicheos y una gran expectación en el ambiente, pero al acercarse sólo ven a un hombre joven que hace volatines. Ni siquiera cuenta con un mal tablado. Aquel pasatiempo, ya muy visto, discurre en el puro suelo. Padre e hijo se disponen a marcharse de allí, cuando el titiritero da unas palmadas y se dirige a un público que parece conocerle bien, mostrándose de antemano dispuesto a una entrega incondicional. Muchos otros mirones se han sumado ahora, hasta el punto de que no tarda en contar con más oyentes que todos los demás volatineros de la plaza juntos.

El verdadero espectáculo comienza en ese momento.

El joven deja en el suelo todos los bártulos de que se ha venido valiendo y se dirige a un borrico que está tumbado tras él. Es éste un rucio menudo y ágil, de mirada viva, que sale de su aparente letargo y, a una señal de su amo, se levanta y avanza hasta el centro del corro. El titiritero le pasa la mano por el lomo, le tienta la grupa musculosa con fingida admiración y le explica, con voz alta y clara, de modo que todo el mundo le oiga bien:

-Habéis de saber, señor asno, que Su Majestad el rey está ansioso por ver concluidas las obras del Alcázar. Y su intención es hacerlas avanzar empleando a cuantos burros tenga a mano.

Todo el corro que le circunda ríe el gracioso equívoco, y don Manuel Calderón se queda pasmado ante la audacia del titiritero. Pocas obras tan impopulares en Antigua. A ellas se achaca la última subida de impuestos, que han provocado un pleito más sobre la ya muy pleiteada plaza del mercado.

Pero si atrevidas son las palabras del titiritero, más donosa aún es la reacción del borriquillo. El rucio mira al joven con ojos espantados, como si realmente entendiera el panorama que éste le va trazando y el trabajo que le espera a pie de obra, arrastrando los bloques de piedra. El animal simula encontrarse enfermo, se tumba en el suelo cuan largo es, se pone patas arriba con los remos bien estirados, infla el vientre y cierra los ojos como si estuviese muerto. Tan bien lo hace, que ni siquiera mueve sus largas pestañas.

El titiritero rompe en amargos lamentos, llora la pérdida de su pollino, canta ante los asistentes sus virtudes, se descubre y, sombrero en mano, les pide ayuda para comprarse otro.

Una vez terminada la colecta de monedas, da las gracias, guiña un ojo a la concurrencia, y continúa:

-No creáis que mi burro ha muerto. Este glotón conoce bien la pobreza de su amo y finge estar difunto para que le compre alfalfa con lo que me acabáis de dar.

Luego se vuelve hacia él y le ordena que se levante. Pero el borrico sigue tumbado, sin pestañear ni mover un músculo. El titiritero coge su bastón y finge darle una buena tunda. Todo en vano: el pollino no hace el menor movimiento.

Entonces, ya exasperado, se dirige de nuevo a los espectadores, mirando de reojo a su jumento:

-Señores míos, deben saber vuestras mercedes que el municipio ha promulgado un edicto para la festividad del Corpus que se avecina. Acudirán personas muy principales, y es su intención ofrecerles un gran recibimiento, por lo que se dispone que las amas de la buena sociedad y todas las mujeres hermosas de la ciudad monten en burros y les den su buena cebada para comer, a fin de que estén lustrosos en esa jornada.

Tan pronto oye estas palabras, el pollino se levanta de un brinco, y hace alarde de su brío y buena disposición. El público celebra su desfachatez con una nueva salva de risas y aplausos.

Don Manuel y su hijito también son de los que palmotean. Cuando, de pronto, el anciano siente posarse una mano en su hombro. Se vuelve, a tiempo para ver aquel rostro malencarado. Es lo que tanto ha estado temiendo.

Sabe bien quién es aquel hombre que ahora se enfrenta a él. Se apellida Mimbreño, aunque todos le conocen por el apodo de Centurio. Un ex soldado, bravucón, con la cara surcada por una cicatriz, al que han expulsado de la guardia del Alcázar por provocar continuos altercados. Un sujeto truhán y agreste, de malas querencias y peor vino, al que le bastan tres tragos de más para buscar pendencia. Cuando se encuentra en ese estado, todo su programa se reduce a insultar a diestro y siniestro, tirar estocadas a los hombres y quebrar las truelas de las putas.

Se le teme, porque es hombre de muchas injurias y monipodios, que no duda en alquilarse para libelos, cedulones y pasquines esquineros, de ésos que difaman a las gentes. O dar cuchilladas de tantos puntos, de las que dejan las quijadas con sangre y al descubierto, abrir la cara con redomazos de aguafuerte, poner sartas de cuernos infamantes y clavazón de sambenitos a las puertas, y organizar matracas y alborotos contra quien sea menester, si sus enemigos pagan bien.

Centurio le espeta, como si le escupiera a la cara:

-Echaba el judío pan al pato, y tentábale el culo de rato en rato.

Es un viejo refrán con el que se escarnece la impaciencia de los hebreos para sacar provecho de sus inversiones. Le está, pues, provocando, cuestionando su limpieza de sangre. Calderón es consciente de la gravedad de las circunstancias. Ahora lamenta no haberse hecho acompañar de sus criados, como tantas veces le han aconsejado. Le preocupa, sobre todo, la presencia de su hijito, y el daño que aquello pueda acarrearle. Pero ya es demasiado tarde para esos arrepentimientos.

-Vamos, vamos, que aquí todos somos cristianos viejos -dice conciliador. E intenta zafarse de las garras del soldado.

-¡Eso está por ver! -grita el bravucón.

Consigue con ello que se empiece a formar un corro en torno a él. Algunos le reconocen como habilitado real, el encargado de la Casa de la Estanca, a cuyo mal gobierno achacan ahora la falta de agua y el lucrarse con la que venden los azacanes.

Animado por los insultos que dirigen a don Manuel quienes le circundan, el fanfarrón vuelve a la carga. Calderón y su hijo están atrapados en medio de un círculo de rostros crispados y puños en alto. Ya se ven rodeados, manoteando angustiados, hundiéndose en una pesadilla sin fondo, de la que no consiguen salir. Apenas si logran entender las injurias que les dirigen. Bastará con que alguien lance el primer puñetazo para que su suerte esté echada. Hace un gesto al niño para que se aleje, pero Rafael se abraza a sus piernas, llorando, y le impide moverse. Ha de utilizar sus brazos para proteger al niño, y esto le deja a él al descubierto. Los ánimos están muy exaltados, y les destrozarán sin piedad.

En ese momento, alguien se abre paso hasta el círculo hostil que se ha formado alrededor de los Calderón y el soldado bravucón. Es el volatinero. Apercibiéndose de lo que sucede, da unas vigorosas palmadas para llamar la atención del público, agarra a Centurio de la mano, le arrastra hasta el lugar donde está su asno, sin hacer caso de las protestas y amenazas del fanfarrón, y se dirige de nuevo a la concurrencia:

-Yo me conformaba con un burro, pero ¿qué tenemos aquí? -y señala a Centurio, entre las risas de la multitud-... uno de nuestros más heroicos soldados. Quien, metido entre el enemigo con su espada, es como águila entre pájaros: todos le tiemblan. Tan fiero, que es capaz de rebanarle la cabeza a un enemigo y echarla luego con su espada tan alto, tan alto, que al caer al suelo ya viene medio comida de moscas.

La gente rehace el círculo alrededor del saltimbanqui, celebrando su ingenio.

-Pero nuestro soldado no sólo emplea su espada en tan duros menesteres continúa-. También sabe ser galante, como en aquella ocasión en que, habiendo acompañado a su dama a la iglesia y, como empezara a llover al terminar la misa, desenvainó su arma, y la manejó con tal presteza que fue capaz de detener todas las gotas a mandobles, sin que una sola llegara a mojar a su dueña.

El público ríe de nuevo con ganas, y se olvida de los Calderón. El titiritero dirige a don Manuel una mirada para que aproveche la oportunidad, coja de la mano a su hijito y se aleje de allí.

Centurio se apercibe de ello, e intenta salir en su persecución. Pero el volatinero se le adelanta, cerrándole el paso y recitando esta redondilla:

-Los ciegos desean ver, oír desea el que es sordo, y adelgazar el que es gordo, y el cojo también correr; sólo el necio suele ser en quien remedio no cabe, porque pensando que sabe no cuida de más saber.

Queda el soldado harto corrido, pero nada puede hacer, por no dar a entender que es a él a quien cumplen aquellos versos. Se resigna a escuchar. Antes de que reaccione, el saltimbanqui sujeta al bravucón por el brazo y continúa el espectáculo allí donde lo dejó:

-Señores, no se nos vaya todo el día en dar arcabuzazos en los cielos. Y tú, valeroso soldado, aún no has oído toda la historia que le contaba a mi burro. Este pollino es muy regalado y torreznero, y se relame ante la idea de acudir a la procesión del Corpus montado por una hermosa dama que le dé buen forraje y mejor trato. Pero no todos los que concurran a esa fiesta van a tener la misma suerte. Yo, por ejemplo, ya he comprometido a mi rucio con una viuda vieja, fea y tacaña.

El asno, al escuchar estas palabras, empieza a cojear ostensiblemente, como si estuviese tullido. La gente aplaude su descaro. El charlatán se dirige a su borrico y le pregunta:

-¿Acaso te gustan las muchachas?

El jumento cabecea, asintiendo. Su amo le anima:

-Aquí hay muchas. ¡Dinos cuál es la que más te place!

El animal trota en torno al círculo y señala a una de las jóvenes, que se tapa la cara con las manos, sonrojada. El público celebra la gallardía del pollino y bromea con la suerte que tiene la moza al haber hallado galán tan cumplido.

El titiritero pasa de nuevo su sombrero, recoge las monedas, hace una reverencia, monta sobre su burro y se aleja de allí dejando tras de sí una estela de simpatía.

Para entonces, don Manuel y su hijo Rafael ya se han puesto a salvo. Calderón no olvida lo ocurrido. Ha quedado agradecido sobremanera al volatinero por haberles ayudado a salir indemnes de aquel peligroso trance. Y ha acudido el jueves siguiente al mercado -esta vez sin su hijo y acompañado de sus criados, discretamente armados- con la esperanza de verlo y manifestarle su reconocimiento.

Pero no lo ha encontrado, ni nadie ha sabido darle noticia de su paradero. Le dicen que algunos días entre semana trabaja como azacán con su pollino, subiendo agua desde el río, para venderla por las calles.

Decide buscarlo por ese lado. Hasta que un buen día Rafael entra en casa corriendo:

-¡Padre, venid! ¡Daos prisa!

Sale tras él, y al poco oye gran alboroto en la calle cercana.

Al acudir al lugar y mirar por entre la gente, reconoce al titiritero y a su borrico. El joven está tendido en el suelo polvoriento, y de su vientre mana gran cantidad de sangre. Cuando pregunta lo que ha sucedido, le señalan a un hombre que se aleja a toda prisa, y en el que no le cuesta mucho reconocer a Centurio, el soldado bravucón. Al parecer, éste se ha topado con el azacán, quien le ha ofrecido agua y, al reconocerle, el fanfarrón se la ha arrojado a la cara. El burro ha salido en defensa de su amo, soltando al soldado una coz tal que lo ha arrojado por tierra. Éste se ha levantado del suelo fuera de sí, ha sacado su espada y ha intentado acometer al animal. Y cuando el azacán se ha interpuesto, Centurio le ha tirado a él la cuchillada. Todo ha sucedido en un santiamén.

Manuel Calderón manda a Rafael a casa para que avise a su madre, doña Blanca, y vengan varios criados que lleven a aquel hombre hasta el palacio de la Casa de la Estanca. El titiritero no ha querido que lo muevan sin antes asegurarse de que recogen a su rucio. Luego, se ha desmayado.

La robusta naturaleza del azacán metido a titiritero pronto se sobrepone a las heridas, que no resultan ser tan graves. Dice llamarse Pacheco, y lo que más le preocupa, en su convalecencia, es no poder ganarse la vida con su duro trabajo anterior. Pero doña Blanca, Manuel y Rafael Calderón le animan, asegurándole que en su casa nunca faltará cama y mesa a un hombre que se halla en ese trance por haberles ayudado.

Animado por estas perspectivas, el joven pronto logra levantarse y valerse por sí mismo. Al comprobar que es persona instruida, Calderón le va encargando tareas livianas y, sobre todo, le encomienda la educación de su hijo Rafael, que empieza a estar en la edad de aprender a leer y escribir.

Al cabo de algunas semanas, Pacheco ya se encuentra en condiciones de salir a la calle, y pide a su amo permiso para hacerlo. Don Manuel se lo concede, recomendándole prudencia. Sabe que Centurio no ha vuelto a dar señales de vida desde su fechoría, pero por si acaso pone un criado a su disposición, para que le acompañe y ayude si fuera necesario. Pacheco, sin embargo, ha rechazado la idea de ir escoltado, y ha salido solo.

Desde la casa, desciende hasta el río y cruza el puente para, encaminarse al Barranco del Moro. Rafael Calderón, que está bañándose en la ribera con otros niños, le ve desde la distancia y le llama a gritos. Pero está demasiado lejos, no le oye. Tan pronto se ha secado un poco, Rafael se viste y sale tras él. Sube hasta el puente, lo cruza, enfila el barranco y toma el camino de una de las ermitas que bordean la ciudad, adonde ha visto que se dirige Pacheco. Se llega hasta ella. Rodea el edificio por entre los cañaverales que brotan al amparo del manantial que acoge el santuario. Desde allí, mientras avanza entre las hojas y los tallos, consigue verlo.

Pero no está solo. Se acaba de oír un silbido que parece una señal, y de entre la maleza sale un hombre que le saluda. La sorpresa del niño no conoce límites cuando desde su escondite comprueba que se trata de Centurio.

-Os veo muy recuperado -ríe el soldado-. A punto estuve yo también de creer que era vuestra la sangre que llevabais prevenida bajo el jubón, en aquella vejiga de cerdo. ¿Cómo va nuestro negocio, compadre?

-Aquí tenéis lo prometido -le dice secamente Pacheco, entregándole una bolsa.

Entre las cañas que le ocultan, Rafael observa cómo cuenta el dinero Centurio. No parece contento.

-¿Eso es todo? -pregunta al cabo-. Creía que éramos socios.

-Creísteis mal, Centurio.

-Quizá el equivocado seáis vos. Manuel Calderón tiene un niño de corta edad al que protegía aun a costa de su vida. Por ahí podemos apretarle.

Rafael puede ver cómo sube la ira al rostro de Pacheco, quien toma al matón por el cuello, acerca su rostro al de él, y le dice, descendiendo al tuteo y masticando cada sílaba:

-Escúchame bien, botarate. Si tocas un pelo a ese niño, te mataré. Los fanfarrones como tú nunca me han durado más allá de tres mandobles.

-¿Qué necesidad teníais de llamarme burro delante de tanta gente como me conoce, en la plaza del mercado? -le reprocha Centurio.

-Porque estaba furioso con vos -dice, soltándole-. Al ver que Manuel Calderón venía acompañado de su hijo Rafael os hice señal para que no pasarais adelante con nuestro plan, y no pusierais en peligro la vida del niño. Podíamos haber esperado, pero no me hicisteis caso.

-Está bien, está bien -recula el bravucón-. No os pongáis así. Siempre os hará papel un hombre bien dispuesto, como yo. Si cambiáis de opinión, y reconsideráis mis honorarios, enviadme recado a la Taberna del Cuervo. Allí hay una mesonera que suspira por mis huesos y sabrá hacerme llegar la noticia.

-Te prevengo, Centurio. Deja en paz a ese niño. Me ha costado mucho ganarme su confianza, y no voy a dejar que interfieras en mis planes.

-Allá cada cual. Como reza el dicho, poco importa con quien naces, sino con quien paces.

Y el ex soldado se ha encogido de hombros. Sin embargo, cuando Pacheco le da la espalda y se aleja, Rafael puede ver desde su escondite cómo alza el puño y le amenaza:

-¡Maldito titiritero, o lo que seas! No sabes lo que te espera.

Ruth ha ido desgranando estas evocaciones con delectación, celebrándolas de tanto en tanto con sonrisas que le devuelve su padre. Pero ahora, la curiosidad puede más que ella. Y pregunta a Raimundo Randa:

-¿Por qué os disfrazasteis de titiritero y cambiasteis de nuevo de nombre?

-Porque ése es el oficio del correo y espía: tomar el de los otros, y nombres fingidos, para no declarar los suyos o los propósitos que trae. Necesitaba ganarme la confianza de don Manuel Calderón de un modo rápido, poder moverme con libertad por su palacio, averiguar qué había tras la Casa de la Estanca, que todos parecían codiciar. Y no podía decirle que me enviaba el emperador Carlos, o que venía desde Estambul. Mi mensaje y misión eran confidenciales, y yo no sabía de parte de quién estaba don Manuel.

-Durante el viaje de Yuste a Antigua di muchas vueltas a aquel asunto, y no le hallaba solución. Hasta que en Talavera, donde me detuve a hacer posada, vi a unos gitanos con su burro amaestrado, haciendo lo mismo que luego imité yo. Me dijeron que estaban de paso para la feria de Antigua. Les convidé a cenar, les pregunté cuánto solían ganar con aquel espectáculo, y les doblé la cantidad, con la promesa de restituirles después el pollino. Así es como pude aparecer en la plaza del mercado de Antigua. Fueron ellos quienes me indicaron, también, el nombre de Centurio, que les cobraba un diezrno a cambio de protección.

-Con quien no contaba era con Rafael Calderón -continúa Randa-. Enseguida me di cuenta de que él lo iba a complicar todo, para bien y para mal. Y tanto lo ha complicado que ahora tú eres su mujer y llevas en el vientre un hijo suyo. A decir verdad, cuando me hospedaron doña Blanca y don Manuel en el palacio de la Estanca, yo esperaba reencontrarme con mi pasado, con la casa de mi niñez y de mis padres. Al principio, todo fue derribarme en nostalgias y melancolías. Se me hacía raro ver a unos extraños ocupando las mismas habitaciones en las que habíamos dormido o comido nosotros, mientras ahora yo andaba relegado a las de los criados. Me sentía forastero en mi propio hogar, y otro ocupaba el lugar del niño mimado que fui yo. Pero Rafaelillo era tan cariñoso y bien dispuesto que pronto se me aflojaron estos corajes, y comencé a cobrarle gran afecto.

-E hicisteis bien, puesto que él nunca quiso contarle a don Manuel ni a doña Blanca lo que había visto en la ermita donde os encontrasteis con Centurio, por no entender del todo lo allí oído, ni cuadrarle que vos fuerais su cómplice.

-También a don Manuel terminé estimándole, cuando me hube convencido de que nada había tenido que ver con el traslado de mi padre a Andalucía. El ni siquiera parecía especialmente afecto a la Casa de la Estanca, sino que la guardaba y atendía como un servicio a Su Majestad. Lo mismo le sucedía a mi padre. En realidad, no eran sus habitantes quienes la codiciaban, sino los que no vivían allí.

-¿Y por qué?

-Muchas veces me lo pregunté, recordando los ruidos que debajo de ella escuchaba durante mi niñez. De manera que empecé a recorrerla con mucho tiento por las noches, bien entrados en el sueño los demás criados y los Calderón. Guardaba en el cuarto un candil, que encendía con las ascuas de un braserillo y amortiguando su luz con el capirote de una alcuza, me llegaba hasta los sótanos donde nunca me había dejado entrar mi padre cuando niño. Fue tarea ardua, pues no podía hacer ningún ruido ni infundir sospechas. Iba recorriendo aquellas estancias despacio, en noches sucesivas. Pero nada encontré. El último lugar que me quedaba por examinar era la bodega, el más espacioso de los sótanos, por haber en ella grandes toneles de vino, que don Manuel nutría de sus viñas y de otros vinos que compraba, pues era aquélla su fuente de ingresos regular cuando se retrasaban los pagos del rey. Aún no había bajado, como digo, a la bodega, ni encontrado nada digno de mención, cuando sucedió algo por completo inesperado.

Estaba yo una mañana repasando la intendencia del día, haciendo inventario de despensas y alacenas. Acababa de dejar la cocina para bajar a las caballerizas, y allí me encontraba comprobando el almacén del establo, cuando vino a buscarme uno de los criados para anunciarme que don Manuel me reclamaba.

Subí al aposento que me indicaron, y al entrar advertí el gesto, serio, de Calderón. Estaba de pie, despidiéndose ya de dos hombres, que me daban la espalda cuando entré. Abultado y ancho el uno, más delgado y tieso el otro. Me detuve un momento en el umbral, confuso, pues yo solía despachar a solas con el amo. Pero como don Manuel advirtiera mis dudas, me ordenó acercarme. Ellos se volvieron entonces hacia mí, y pude ver al más grande y viejo de los dos. No cabía duda. Era el relojero e ingeniero Juanelo Turriano, a quien había conocido en Yuste. Y aún no estaba repuesto de mi sorpresa, cuando comprobé que su acompañante no era otro que Juan de Herrera, el arcabucero que me había escoltado desde Laredo.

No tuve tiempo para reaccionar. Calderón ya me estaba presentando a sus visitantes:

-Pacheco es persona de mi confianza -dijo don Manuel-. Él os acompañará.

Herrera fue el primero en darse cuenta:

-¿Pacheco? -preguntó con un visaje de extrañeza.

También fue el primero en hacerse cargo de la situación cuando esbocé un gesto para que me guardase el secreto. Y tan deprisa, que el propio arcabucero cogió del brazo a Juanelo para sacarlo de allí, antes de que dijera nada.

En la calle, a plena luz, el relojero no tardó en reconocerme.

-Pero... Pero... -balbuceó-. ¿Qué hacéis aquí?

-Es una larga historia... ¿Y vos?

-Hay problemas con la Casa de la Estanca. No ceba bien -y ante mi rostro de desconocimiento, explicó el ingeniero-. Cuando la sequía es grande, no surten las fuentes de la ciudad, se secan. Y Su Majestad el rey quiere saber si podría subirse agua desde el río para asegurar el suministro, cuando no hay otro.

-Es condición indispensable para fijar aquí la corte y capital, llegado el caso continuó Herrera-. De ahí la importancia de este asunto.

-¿Y cómo pensáis subir el agua desde el río? Es mucho trecho, y muy empinado -les pregunté.

-Con un artificio. Un ingenio mecánico que alentaría la propia corriente, moviendo unos cazos de abajo arriba, para levantar el agua.

Con esta respuesta me di por satisfecho, pero noté por sus rostros que ellos no habían quedado conformes con la mía.

-Os preguntaréis que hago aquí, en esta guisa -comencé-. Pues debéis saber que yo viví aquí de niño, y quise visitarla de nuevo.

-En Yuste parecíais con prisas por volver a Estambul -intervino Herrera-. El emperador os supuso preocupado por la enfermedad de José Toledano.

-¿Qué enfermedad es ésa? -pregunté sorprendido.

-La que acaba de matarle.

-¿Muerto es don José? ¿Estáis seguro?

-El otro día llegó un correo a Yuste para prevenir a don Carlos y pedirle que se detuviese cualquier negocio hecho en nombre del tal Toledano. Se le contestó que nada había que detener, puesto que la respuesta que iba con vos era negativa.

Vi en ello la mano de Noah Askenazi. Sólo Poca Sangre tenía poderes para tal cosa, como administrador de José Toledano. Y aun barrunté la de Artal de Mendoza, pues sólo Mano de Plata, como Espía Mayor de Felipe II, podía disponer de correos con tal celeridad. Askenazi no se fiaba del rumbo que hubiera podido seguir mi misión, una vez escapado de la celada que me había tendido en Ragusa, por lo que se había conchabado con Artal. Y todo aquello tenía que ver, de un modo que yo seguía ignorando, con la Casa de la Estanca. Por la que, ahora mismo, también parecían interesarse Juanelo y Herrera. ¿En nombre propio? ¿En nombre del rey? ¿O en nombre de quién?

Me pregunté qué decisión debía tomar. Tras tantas fatigas, allí estaba al alcance de mi mano la posibilidad de conocer los motivos por los que habían trasladado y muerto a mi familia. Y las razones por las que también intentaban acabar conmigo. Pero la vida de Rebeca se hallaría en grave peligro si yo no regresaba de inmediato a Estambul para advertirle de las asechanzas de Askenazi y ayudarle a desbaratarlas.

Era éste muy gran dilema. Juanelo y Herrera debieron notar la angustia que me acometía, al pensar en la suerte que podía correr Rebeca sin el apoyo y salvaguarda de su padre. Por eso no hicieron objeción cuando les anuncié que tenía que volver a Estambul a toda prisa y les pedí que guardaran el secreto de mi presencia en aquella Casa de la Estanca.

-¿Entiendes ahora por qué no puedo creer que Herrera me denunciara? pregunta Randa a su hija-. Si eso fuera así, significaría que Mano de Plata se habría salido al final con la suya, y que tanto vosotros como yo estamos perdidos.

-¿Siempre os guardó Herrera ese secreto?

-Ese y otros muchos, como irás viendo. Tienes que encontrarle y hablar con él.