Nota del autor

La llave maestra es una novela escrita a lo largo de los últimos diez años, y cuya génesis se remonta todavía más atrás. De manera que ha seguido su propia evolución, al margen de las circunstancias más coyunturales que puedan haberse producido durante ese tiempo. En consecuencia, cualquier parecido con personas, instituciones y sucesos reales o con otras obras de ficción- es pura coincidencia, salvados los personajes o situaciones históricos y las excepciones que se irán indicando.

El sistema más convencional y aséptico para acreditar las fuentes de un libro suelen ser las bibliografías. Pero no es el más adecuado para una obra como ésta, construida con materiales de tan variada procedencia. Y que no pretende demostrar ninguna tesis, sino recuperar la magia del género de aventuras, aquellos fascinados ojos infantiles con los que leíamos los tebeos del Capitán Trueno, el Príncipe Valiente o Flash Gordon y las novelas de Julio Verne, Rudyard Kipling o H. G. Wells. El mismo espíritu que más tarde reconoceríamos en películas como Tron, Alien, El hombre que pudo reinar o los seriales de Indiana Jones y La guerra de las galaxias (tras los cuales alienta ese proceso de maduración al que se refiere Robert Louis Stevenson), edificado sobre aquella seriedad que de niños teníamos al jugar.

Quizá lo que más haya nutrido este libro sean los viajes. Por ejemplo, ninguna otra experiencia podría suplir lo que siente un español de a pie al descubrir en pleno desierto de la actual Jordania la efigie de don Rodrigo. Allí, en el pabellón de caza de Qusayr `Amra -en el que se inspira el Qasarra de la novela- está representado el último rey godo de la famosa lista de nuestros años escolares. Aparece como tributario del califa Al Walid I, cuyos subordinados -los moros Tariq y Muza- acababan de conquistar la lejana Al Ándalus. Y basta con visitar Toledo para impregnarse de las leyendas que lamentan la pérdida de España, en un reflejo simétrico de lo celebrado al otro extremo del Mediterráneo.

Sin esas reverberaciones no existiría esta novela, pues constituyen su misma razón de ser. Ahora bien, tampoco tiene sentido pormenorizar aquí los incontables lugares recorridos para «localizar» sus escenarios, en busca de esa vivencia física y arquitectónica de la que surgen sus principales asuntos y secuencias. Pero sí debo hacer constar la procedencia del laberinto en escritura cúfica. Está tomado de la mezquita del Sultán Al Muayad en El Cairo, donde tuve ocasión de admirar por vez primera esta obra maestra de la caligrafía. He introducido en ella algunas variantes necesarias para la trama, inspirándome en los trabajos por ordenador de Mamoun Sakkal. Y he de agradecer a mi colega Federico Corriente, catedrático de Filología Arabe de la Universidad de Zaragoza, su ayuda para transcribir la aleya del Trono. Aunque -al igual que a otras personas que iré citando-, para nada deben endosársele otras responsabilidades o incursiones en el terreno de la ficción, que asumo en exclusiva. Son muchos los excelentes profesionales a los que he consultado detalles concretos, y su bien ganado prestigio no tiene por qué verse involucrado en mis personales delirios.

Me he valido también de las relaciones escritas por algunos infatigables viajeros que frecuentaron las tierras, gentes y culturas protagonistas de este libro, desde Benjamín de Tudela o Ibn Batuta hasta don Juan de Persia o Wilfred Thesinguer. Y he de destacar por encima de cualquier otro a Domingo Badía, que adoptó el nombre de Alí Bey, y cuyos Viajes son una de las guías que inspiran las peripecias de Raimundo Randa. Tampoco quiero olvidar la magnífica biografía novelada que le dedicó Ramón Mayrata. Ahora bien, dado que algunos de los citados son anteriores a Felipe II y que AIí Bey fue un espía posterior, de la época de Godoy, he contextualizado a Randa con toda una serie de testimonios rigurosamente contemporáneos. Entre ellos me ha sido de particular utilidad la «Descripción de África» de León el Africano y el Viaje a La Meca del Peregrino de Puey Mongon, cuyo conocimiento debo a mi colega de Literatura Española y buen amigo José Luis Calvo Carilla. Conmueve leer esta peregrinación de un morisco que vive en un remoto pueblo aragonés y afronta incontables riesgos para cumplir con el precepto musulmán de venerar la piedra negra de la Kaaba. Sus ojos han sido a menudo los míos para entender lo que debió de sentir al acometer ese empeño en pleno siglo XVI.

En otras ocasiones, la documentación procede de exposiciones temáticas. Podría citar muchas, porque soy un adicto a ellas. Pero sólo mencionaré tres: la que se celebró en 1998 en el Pabellón Villanueva del Jardín Botánico de Madrid sobre Los ingenios y las máquinas en la época de Felipe II; la dedicada a las relaciones entre arte y ciencia en el Grand Palais de París en octubre de 1993, con el título de L'dme au corps; y sobre todo, la que en 1992 se organizó en Bruselas sobre el servicio de correo de los Taxis, De post van Thurn und Taxis. Ver allí sus itinerarios, desplegados por toda Europa, vertebrando sus comunicaciones como un sistema nervioso, cambió de modo radical mi percepción espacial del continente, del mismo modo que lo hizo con el mar El Mediterráneo y el mundo Mediterráneo en la época de Felipe II de Fernand Braudel.

Otra fuente inagotable de inspiración han sido los debates científicos, y en particular los relacionados con la conciencia, el cerebro, los fundamentos genéticos del lenguaje, los sueños, la teoría unificada de la información, la criptografía, la cibernética y la inteligencia artificial. Resultó impagable poder escuchar en vivo y en directo las discusiones de Roger Penrose, Murray Gell-Mann o Lynn Margulis, durante el congreso sobre Cajal y la consciencia organizado en 1999 por Pedro C. Marijuán. A Pedro he de agradecerle, asimismo, que me incluyera en las listas de Foundations of Information Science. Mientras escribía esta novela me he desayunado a menudo con el intercambio de opiniones en Internet de científicos de los cuatro rincones del planeta y de las más variadas disciplinas, tratando de establecer el papel que desempeña la Información en el Cosmos. Y ello ha ampliado las perspectivas que en su día me abrió la lectura del visionario libro de Tom Stonier Information and the Internal Structure of the Universe.

A los citados debates sobre la conciencia tendría que añadir el libro de Terrence Deacon The Symbolic Species. The co-evolution of Language and the Human Brain. Y también las teorías de Julian Jaynes, que tuve ocasión de conocer en 1987 durante mi estancia como profesor visitante en la universidad estadounidense de Princeton, donde él era una figura muy respetada. De su libro Yhe Origin of consciousness in the Breakdown of the Bicameral Mind y del número monográfico que en 1986 le dedicó la revista Canadian Psychology he tomado los farfullos en glosolalia de la novela, la comparación con los textos homéricos y el trono vacío de Etemenanki.

En cuanto a los sueños, he tenido en cuenta todo lo que me ha sido accesible, desde las anotaciones en tabletas de arcilla babilonias hasta el tratado que les dedicó Girolamo Cardano. Pero también muchos otros testimonios. Si tuviera que elegir un autor, me quedaría con el francés Michel Jouvet. Sus libros científicos son apasionantes, muy preferibles a su novela El caballero de los sueños, decididamente menor, sobre todo si se compara con esas grandes epopeyas oníricas que son Peter Ibbetson de George du Maurier y los diarios de Hervey de SaintDenys titulados Les Réves et les rraoyens de les diriger. Observations pratiques, que constituyen lo que su nombre indica: una bitácora o manual para dirigir los sueños, escrito por un profesional de los mismos, dedicado a ellos casi en exclusiva durante veinticinco años.

Y al referirme a estas cuestiones he de citar al doctor Vergara, el único personaje moderno que se interpreta a sí mismo, como neurofisiólogo que es. Porque el doctor Txema Vergara existe, y él me ha mostrado cómo funcionan las actuales unidades del sueño. Algunas de las palabras que pronuncia le pertenecen. Otras no, como sus explicaciones sobre los Túneles de la Mente, mezcla de las investigaciones de los psicólogos cognitivos Amos Tversky y Daniel Kahneman con las de Massimo Piatelli Palmarini y el conocido test de Gregory. He estudiado este último con detenimiento, pero la descripción que hago se inspira en la puesta en escena de dicho test dentro del parque tecnológico de La Villette, en París.

A Txema Vergara he de agradecerle, además, que me instigase a pronunciar la conferencia inaugural de la XI Reunión de la Asociación Ibérica de Patología del Sueño. Fue muy enriquecedor poder contrastar mis conocimientos con los mejores especialistas de nuestro país. Su respuesta fue tan generosa que me pidieron el texto para publicarlo en su revista, proporcionándome la tranquilidad de que no andaba del todo extraviado.

Por el contrario, tuve que excusarme con mi colega José Pastor por no haber podido hacer lo mismo en el Congreso Internacional de Criptografía al que me invitó, pues no me sentía en absoluto pre parado para hablar ante las máximas autoridades mundiales en la materia. José Pastor está hoy felizmente jubilado y sigue siendo una fi gura señera dentro del mundo de la (;riptogratla. Por aquel entonces era el primer catedrático de esta especialidad en la universidad española, tras una experiencia de treinta años de trabajo en Estados Unidos. Justamente por ello, deseo insistir una vez más en que ni a él ni a ninguno de los aquí acreditados deben transferírseles mis ficciones y opiniones, que ellos no tienen por qué compartir.

Y como seguir pormenorizando tales detalles haría este apartado interminable, diré que a menudo se han proporcionado en el texto de la novela los indicios para localizar algunas de las procedencias de sus materiales o, al menos, de su inspiración. Se han indicado en clave, claro, y quienes las descifren y se internen en ellas podrán acceder a niveles de lectura que les sorprenderán, ya que constituyen una subtrama paralela. Suelen aparecer como meros indicios laterales, para que no estorben la fluidez de la acción.

Dichas claves son muy variables. Por ejemplo, el nombre del ímpresor alemán Meltges Rinckauwer es un anagrama de Miguel de Cervantes, por la inspiración para algunos ingredientes arguméntales y ambientales en la historia del cautivo del Quijote u otras obras cervantinas como La Gran Sultana o Los baños de Argel. Sin ir más lejos, el título del capítulo «El bizcocho y el corbacho» se toma prestado de la frase con la que Maese Pedro -es decir, Ginés de Pasamonte- se refiere a su vida en galeras. Aunque me apresuro a añadir que para los capítulos de Estambul el libro que más he tenido en cuenta ha sido el viaje de Turquía, que algunos han atribuido a Andrés Laguna.

En otros casos el texto proporciona varias claves, pero hurta la más esencial. Y no para despistar, sino para no cerrar en exceso las equivalencias, cayendo en mecanismos poco menos que alegóricos, siempre enojosos. Así sucede con el nombre adoptado por el protagonista de las historias antiguas, Raimundo Randa, de cuyo apellido se indican todas las acepciones menos la decisiva: el monte Randa, de Mallorca, en el que Raimundo Lulio -o sea, Ramon Llull- tuvo su particular iluminación, que le llevó a predicar a los musulmanes y a descubrir en Argel las ruedas combinatorias de su Ars Magna, en las que se ha querido ver un precedente de la cibernética.

Las obras de mayor entidad inspiradas en las doctrinas lulistas supongo que siguen siendo El Escorial y el Discurso sobre la figura cúbica de su arquitecto, Juan de Herrera. Ahora bien, a partir de ellas, quien esté familiarizado con la relación que guardan con la informática podrá desarrollar una serie de lecturas que no dejarán de inquietarle. Por el contrario, los interesados por la vertiente que conecta a Ramon Llull con las artes de la memoria y las investigaciones de Francés A. Yates o Paolo Rossi se encaminarán por otros derroteros.

En cualquier caso, la máquina combinatoria que se atribuye a Girolamo Cardano no es un diseño suyo -aunque bien podría serlo-, sino que se ha tomado de los Viajes de Gulliver de Jonathan Swift, donde éste la emplea para caricaturizar el Ars Magna de Llull. De modo que, al rescatarla y ponerla aquí en manos del relojero e ingeniero Juanelo Turriano, se propone una reivindicación en toda regla de ese artefacto, capaz de cifrar y descifrar la ciencia y la fe, hasta conseguir una lengua universal que ponga concordia entre las tres religiones monoteístas que pleiteaban el Mediterráneo.

Por lo demás, quizá convenga decir que tanto Turriano como el matemático, criptógrafo, médico y tratadista de los sueños Cardano son personajes históricos y que Juanelo hizo casi todo lo que se le atribuye en esta novela, como el famoso Artificio que lleva su nombre y cuyo mecanismo puede verse en una maqueta que se exhibe en la Diputación de Toledo.

A estas alturas, quizá haya quien se cuestione qué hay, entonces, de real en este libro y qué de inventado. Una pregunta difícil de contestar, porque en ningún momento me he propuesto escribir ni un libro de divulgación científica ni una novela histórica, sino un relato de intriga y aventuras. Y a menudo lo que puede parecer más inverosímil es rigurosamente cierto, mientras que muchos detalles de apariencia nada dudosa pertenecen de lleno al terreno de la ficción.

En términos generales, los datos científicos e históricos suelen ser bastante exactos, por más que se hayan novelado para ponerlos al estricto servicio de la trama que los arropa. Cualquier lector puede comprobar por sí mismo que la descripción actual de El Escorial se atiene a los hechos, y reconocerá sin demasiados problemas toda una serie de personajes y sus circunstancias, tales como los califas Al Walid I y A1 Hakam II, el emperador Carlos V el rey Felipe II, el militar y arquitecto Juan de Herrera o el erudito biblista Benito Arias Montano. Pero también son reales muchos otros, tales como el canciller Ibn Saprut, el morisco Alonso del Castillo, el corsario Alí Fartax y su anciana madre Pippa del Chico, los secretarios Martín de Gaztelu o Van Male e incluso las lavanderas Hipólita e Isabel que aparecen brevemente camino del monasterio de Yuste. E histórico es el proyecto de estado judío patrocinado por potentados sefardíes desde Estambul, con su asentamiento en Tiberíades, que ha reconstruido con todo pormenor Cecil Roth en sus dos libros sobre la Casa de Nasi.

Del mismo modo, resultan ciertos en su práctica totalidad los ingredientes científicos manejados, como los Autómatas Celulares. Y también la existencia de un programa del ejército americano sobre este modelo computacional, cuyos detalles se mantienen hasta la fecha clasificados como alto secreto. O el proyecto militar estadounidense para señalar los residuos nucleares con un lenguaje universal que pudiera ser entendido en un hipotético futuro, así como el mensaje enviado al espacio exterior en las naves Uoyager I y II y desde el radiotelescopio de Arecibo, en Puerto Rico.

Varios de los Autómatas Celulares, como los números 30 y 110, proceden de A New Kind of Science de Stephen Wolfram, un extraordinario libro donde se reescribe el paradigma científico de un modo tan radical que sólo puede equipararse con lo que en su día supusieron las teorías de Newton, Darwin o Einstein. Sus ilustraciones se incluyen aquí a modo de homenaje, y he de agradecer a Wolfram Research Inc. su cesión desinteresada de los derechos de reproducción. A petición suya hago constar expresamente que eso no implica que suscriban o avalen esta novela, ya que ni siquiera conocen su contenido.

No quiero terminar estas palabras sin evocar lo que debe el capítulo «Los caminos no tomados» al aguerrido y temerario grupo de espeleología que tuve la suerte de integrar junto con Luis Vicente Elías, Javier Cordón, Vicente Martínez Sánchez y, ocasionalmente, Lorenzo Izquierdo. Todos ellos vivos, a excepción de Vicente Martínez, cuya muerte, al despeñarse, supuso la disolución del grupo. In memoriam.

Este libro se acabó de imprmir en los talleres gráficos de Unigraf S. L. (Móstoles, Madrid) en el mes de abril de 2005.