EL BIZCOCHO Y EL CORBACHO

Raimundo Randa es conducido por un lóbrego laberinto de pasadizos y escaleras. Están subiendo. Pasan junto a las mazmorras donde los presos, descoyuntados, apenas tienen fuerzas para un gemido de socorro.

Él no puede verlos, ni ellos a él. Un capuchón negro de áspera sarga le cubre la cabeza. Pero sí escucha su rebullir, como de bestias, ahogado por la paja del suelo que tapiza las celdas. También le alcanza la humedad mohosa y el insoportable hedor.

Cuando todo eso va quedando atrás, los guardianes que le sujetan llaman a una puerta, que se abre. Le alzan en volandas, para que no tropiece en el travesaño. El interior se estrecha. Nota las paredes, el retumbar de los pasos en las bóvedas. Al final, un pasillo. Caminan por él largo rato. Se detienen. Oye cerrojos. Un prolijo y laborioso chirrido de cerrojos.

-Hay que engrasar esa cerradura -dice uno.

Le hacen entrar. No le arrojan ni empujan, sino que lo sostienen por los brazos al bajar los peldaños de piedra. Lo desatan y le quitan la caperuza que le cubre el rostro. Se frota los ojos con incredulidad. Mira a su alrededor. Está solo en una extraña habitación. ¿Qué lugar es aquél?

Mientras lo recorre con la mirada, oye cómo cierran al otro lado. El recinto no parece una celda. Alargado, empotrado entre dos recios muros maestros en los laterales, y clausurado al fondo por un tercero no menos imponente. Sus sillares tampoco ofrecen esperanza alguna de escapatoria. En el cuarto muro está la maciza puerta de hierro, gobernada por aquella cerradura. Tan complicada, a juzgar por su largo entrechoque de resortes y muelles. Arriba, muy arriba, se despliega una bóveda de cañón dando forma al techo. En su centro se abre una mínima tronera enrejada, que da al patio de la guardia. La luz entra por ella, cae desde lo alto tomándose su tiempo y se derrama negligente por la estancia.

Husmea el aire. Huele raro, pero no mal. Parece mortero de albañil. Han debido hacer obra para reforzar la puerta.

El único aderezo de la celda es un simple poyo de piedra en el que apenas cabe un hombre tumbado. Y sobre él se acuesta Raimundo Randa. Cansado. De tantos viajes. De aquel absurdo. De aquella ciega maquinaria que le ha llevado de encierro en encierro hasta el que parece ser definitivo. Barrunta que no saldrá de allí con vida o que, si lo hace, será para dar en el potro del tormento o en la hoguera.

Tantea con las manos su rostro escuálido. La barba, el pelo desgreñado y sucio. Le escuecen los ojos. Aprieta los párpados mientras rememora la pesadilla que le ha dejado en semejante estado.

Ahora sólo desea que todo acabe. No teme la ejecución. Ni siquiera los suplicios. No desea vivir. ¿Para qué, después de conocer la muerte de su mujer? Sólo le ata vagamente a este mundo la suerte de su hija, tan muchacha. Pero ella ya tiene quien le cuide.

Lamenta, si acaso, haber pasado tantas fatigas para quedarse, al final, a dos pasos de aquellos terribles misterios y secretos que se esconden en lo más profundo de la ciudad, y que han regido su suerte y la de su familia durante dos generaciones, al menos. Daría cualquier cosa por bajar allí, y conocerlos, aunque le esperen, como supone, peligros sin cuento. Pero ya es demasiado tarde. Y en aquel baile de imágenes, en el que se entrecruzan desiertos y ciudades, montañas y mares, siente cómo le va ganando la modorra...

Le despierta el esforzado trajín de la llave girando en la cerradura. Se alza, inquieto. ¿Cuánto tiempo ha estado durmiendo?

Al abrirse la pesada puerta de hierro, aparece un soldado. Se aparta para que entre una mujer. No puede verle la cara, sumida en contraluz. Cuesta advertir sus formas, porque está vestida con un sayal basto, una estameña parda.

Raimundo Randa se pone en pie y sigue con atención los movimientos de la mujer al bajar los peldaños. Es muy joven. Cree reconocerla mientras camina hacia él.

-¡No puede ser!,-dice entre dientes.

Al pasar bajo el rayo de luz que cae de lo alto de la bóveda, distingue primero la larga melena rubia que se desparrama sobre los hombros. Después, los rasgos de su rostro adolescente, endurecidos por la luz cenital.

-¡Ruth! -exclama el cautivo.

La muchacha corre hacia él y le abraza. Se estremece al sentirlo rígido como un leño.

-Padre, ¿qué os han hecho?

El guardián que vigila la entrada se retira para ceder el paso a una vieja que baja las escaleras, se aproxima al poyo de piedra y eja en él una jofaina con una jarra de agua, una toalla y ropa limpia.

Entonces, al alzar la vista hacia la puerta, Randa advierte por primera vez allí arriba la presencia de aquel hombre embozado, su amenazadora silueta recortada contra el umbral. A un gesto suyo, se retiran los soldados, dejando al prisionero a solas con su hija. Chirrían los goznes.

-No os olvidéis de engrasar esa cerradura -se oye afuera, amortiguado el sonido por la gruesa barrera de hierro.

Cuando se apagan sus voces y pasos, el silencio se apodera del lugar.

-Venid, padre, sentaos -le dice la muchacha llevándole con tiento hasta el poyo.

Ruth busca su mirada, el contacto con sus ojos opacos. Aquel hombre prematuramente envejecido continúa ausente, vuelto hacia adentro, ido. No hay brusquedad en sus gestos. Pero nota que algo se ha roto dentro de él. Siente la sorda desesperación que le inunda, la resistencia y tensión de los rasgos del rostro cuando le acaricia. La joven llega junto a la jarra. Se agacha para cogerla y verter el agua en la palangana. Toma la toalla, la humedece y comienza a lavar a su padre. Este parece reaccionar cuando ella le pide que sujete la jofaina. Quizá sea por el frío. Quizá porque al sostener el recipiente y acercárselo a su propia cara, torpe y lentamente, Raimundo ve su reflejo en el agua. Se le ensombrece aún más el gesto. Luego, se deja hacer.

-¿Y Rafael...? -pregunta, al fin, Randa-. ¿Dónde está tu marido?

La muchacha le sonríe. Trata de mostrarse alegre.

-No os preocupéis por él. Está bien, aunque oculto, por precaución... Daos la vuelta.

Ruth desviste a su padre hasta la cintura y limpia sus hombros, el torso, la espalda.

-¿Por qué te han dejado entrar? -pregunta él volviendo la cabeza, mientras ella le levanta el brazo para lavárselo.

-No lo sé -responde Ruth con aquella voz limpia y clara, heredada de su madre-. El hombre que me trajo sólo me ha dicho: «Quizá logres convencer a tu padre para que hable. Será su última oportunidad. Tendréis doce días en que no se practicarán las diligencias ordinarias, por el cambio del calendario. Sólo es una tregua que todos, del rey abajo, debemos respetar. Después, comenzarán los procedimientos inquisitoriales y ya no podrás verle, hasta que sea llevado a la plaza pública para ser quemado en la hoguera».

-¿Qué cambio del calendario es ése?

-Se han de suprimir los doce días que sobran para un nuevo modo de contar los meses. Y así, hoy y los once que siguen habrá sido como si no existieran. Pero, decidme, padre, ¿qué es lo que debéis confesar?

-Es historia muy larga -se escabulle él, fatigada la voz y el gesto-. Háblame de cómo te han traído aquí.

-Esto es el Alcázar, lleno de soldados. Me han obligado a dejar mis ropas y ponerme este sayal.

-Para que no puedas introducir o sacar nada de la celda. ¿Por qué no me han llevado a una cárcel ordinaria?

-Rafael sospecha que es para que nadie pueda sobornar al alcaide o los guardianes y dejaros escapar, como sucede con harta frecuencia.

-Creo que tu marido lleva razón. Por eso han puesto esa puerta de hierro, con semejante cerradura.

Ruth deja la jofaina sobre el poyo de piedra, se aparta a un lado y se lleva la mano al vientre.

-¿Qué te pasa?

-Son náuseas. Estoy embarazada.

-Ven, hija, siéntate aquí y descansa.

Por primera vez reconoce Ruth a aquel hombre que la cuidaba de niña. Cuando aún parecía capaz de caricias. Quizá aliente todavía en él algún rescoldo que le empuje a vivir. Pero, ¿cómo atizarlo antes de que se apague para siempre?

-No tenemos mucho tiempo -le previene la joven tomando asiento a su lado-. No podéis guardar dentro de vos toda esa amargura. Os hará bien contarme a mí lo que no pudisteis decir a mi madre. Debo saber lo que os ha sucedido. La razón de vuestras largas ausencias y viajes. Por qué os han perseguido y encerrado. Por qué molestaron a mi madre hasta su lecho de muerte y por qué arruinaron al padre de mi marido. Y qué es lo que nos espera a nosotros, y a nuestro hijo...

-Ya veo... -Randa mueve la cabeza contrariado-. Por eso te han dejado entrar aquí. Para que me ablande. Saben que a mí no lograrán sonsacarme nada.

-Pero ¿qué es lo que quieren saber? -insiste Ruth.

-Si te lo contara, sólo conseguiría poner en peligro tu vida. Por eso tu madre no te quiso decir nada.

-A mí no me llevarán al potro del tormento. No lo hacen con una mujer embarazada. Pero sí que estará en peligro Rafael si no conocemos de dónde nos puede venir el daño. Y no quiero que mi marido y mi hijo se pasen la vida huyendo de aquí para allá, como vos. Ni deseo verme como mi madre, siempre pendiente del camino por donde nunca os vio regresar.

Raimundo Randa esconde el rostro entre las manos y guarda silencio largo rato. Cuando lo descubre, su voz acusa los más encontrados sentimientos:

-No sé si podré contarte ciertas cosas. Ni si estaré preparado para ello. O tú para escucharlo... Y mi memoria flaqueará a menudo.

-Yo puedo irlo poniendo por escrito.

Hay una chispa de luz esperanzada en los ojos de Randa cuando le pregunta:

-¿Harías eso?

-Tengo buena letra. Y mejor memoria.

-¿Y podrías mantener lo escrito a buen recaudo?

-No temáis. Rafael y yo contamos con un buen escondrijo a través del cual nos comunicamos.

-Tienes que estar segura, hija mía. Se trata de secretos que vienen de muy atrás y no deben perderse. Pero sería mucho peor que cayeran en manos inadecuadas. Algunos de ellos ni siquiera alcanzo a entenderlos. Sin embargo, quizá os sirvan a vosotros, o a vuestros descendientes. Por eso has de recogerlo todo con fidelidad, hasta en sus menores detalles, porque esas minucias pueden tener una importancia que no sospechamos.

-También quiero saber cosas de mi madre que ella nos ocultó para que el pasado no cegara nuestro futuro... Además, os hará bien descargar vuestra conciencia. Y quién sabe si podremos atar cabos, averiguar cómo burlar a vuestros perseguidores y haceros salir con vida de aquí.

-Sobre eso no abrigo ninguna esperanza -dice Randa, sombrío, secándose con la toalla.

Mientras su hija se da la vuelta, empieza a despojarse de los andrajos. Queda desnudo. Se coloca la ropa limpia. Suspira con alivio al sentirla sobre la piel.

Y comienza su narración.

-Todo empezó en esta ciudad de Antigua, hace ya muchos años. Cuando vivíamos en el palacio que está junto a la Casa de la Estanca.

-¿La misma Casa de la Estanca donde mi madre y yo hemos vivido hasta hace poco con Rafael y su padre?

-Sí. No hay otra. Ni la podría haber. Por lo singular. Ya entonces, cuando mi familia la habitaba, era un lugar extraño. A los niños nunca nos dejaron entrar en aquellos subterráneos...

Se detiene. Le cuesta hablar. Ruth echa mano del jarro de agua que hay junto al poyo y le da de beber.

-¿Por qué no os dejaban entrar?

-Nos amenazaban diciéndonos que por ellos se llegaba hasta las entrañas de la tierra, guardadas por un dragón. Supongo que lo hacían para asustarnos.

Pero lo cierto es que por las noches brotaban de allá abajo ruidos espantosos. Nunca supe si eran reales o formaban parte de mis pesadillas.

-¿Qué clase de ruidos?

-Rugidos como de fiera, sobre un fondo de agua cayendo de gran altura. Cuando tenía miedo y no podía dormir, iba a refugiarme a la cama de mis padres. Después, al nacer las gemelas, eran ellas las que venían a la mía, y aunque yo estaba temblando, disimulaba para que ellas se tranquilizaran... Así transcurría nuestra vida, hasta que un día, cuando yo apenas había cumplido los diez años, llegó a nuestra casa un correo de palacio. Con una carta de don Felipe.

-¿Ya era rey Felipe II?

-Regente. Por ausencia de su padre, el emperador Carlos V, que estaba lejos de España. Aquel correo no traía buenas noticias. Oí discutir a mis padres. Luego, él tomó su capa, salió a la calle y no volvió hasta la noche. Venía un poco bebido. Hubo nueva disputa. Gritos. Se despertaron las gemelas, vinieron a mi cuarto llorando. Fui a buscar a mi madre y le pregunté qué sucedía. «Nada, hijo, acuéstate tú también». Fingí obedecer, pero no tardé en bajar junto a mi padre, que se calentaba en la chimenea, rehuyendo subir a la alcoba. Le pregunté qué pasaba. Me sentó en su regazo y contestó: «Que me destinan a Andalucía». Le dije: «¿Y tú quieres ir?». Él suspiró: «He de obedecer». Le pregunté: «¿Por qué, si no quieres?». Me respondió: «Mi hermano, el fraile, necesita soldados. Y por disciplina. Algún día te sucederá lo mismo y lo entenderás...». Porque yo era el primogénito de la familia. El único varón. Quería que fuese militar como él, y por eso me enseñaba a montar a caballo, pues pasaba por ser el mejor jinete del reino, y así me familiaricé con estos animales desde muy niño. También me adiestró en el manejo de las armas. Y me llevaba a cazar. Se me daba bien, pero no estaba seguro de que fueran ésas mis verdaderas inclinaciones.

-¿Cuáles eran, entonces? -le pregunta Ruth.

-Ya lo irás viendo, si hay lugar para ello. ¿Hasta cuándo te van a dejar estar aquí, conmigo?

-No me recogerán hasta la tarde. Tenemos tiempo. Continuad, os lo ruego.

-La nueva guarnición encomendada a mi padre estaba en las montañas de Granada, donde vivían los moriscos más belicosos. Fuimos primero a ver a su hermano menor, que era el abad de un monasterio misionero, encargado de preparar a quienes habían de evangelizar a aquellos musulmanes. Estuvimos allí unas dos semanas, y al ver mi buena disposición para los estudios, mi tío pidió a su hermano que me dejara con él, para ocuparse de mi instrucción. Pero éste le contestó: «Con un fraile en la familia ya tenemos bastante. Diego será militar, como yo».

-¿Diego?

-Sí. Mi verdadero nombre no es Raimundo Randa, sino Diego de Castro, hijo de Álvaro de Castro y de Clara Toledano, que así se llamaba mi madre. Si me escuchas con atención, verás por qué hube de cambiármelo.

Los primeros tiempos de nuestra estancia en la sierra de Granada fueron buenos. Mi padre suavizó el trato y las cautelas con los moriscos. Pero ya no podía ocuparse de mí como lo hacía en Antigua, ni yo jugar con las gemelas. Y viéndome vagar solitario por el castillo que ocupábamos, decidió darme una sorpresa. El día en que yo cumplía los trece años, entró al galope en el patio de la fortaleza, gritando mi nombre. Cuando acudí, le vi montado en su caballo, junto a un muchacho de una edad algo mayor que la mía, oscuro de piel. Un soldado intentó ayudar al chico a desmontar, pero él bajó por sí mismo de un salto. Parecía buen jinete.

-Es tuyo, lo he comprado para ti -me dijo mi padre tomándolo por el hombro.

El muchacho de tez oscura se desasió de mi padre, dio un paso adelante, se acercó a mí y se quedó mirándome frente a frente. Tenía una mirada negrísima y desafiante.

-¿Cómo te llamas? -le pregunté.

-Ishaq ben al Kundhur -contestó alzando la cabeza con orgullo.

Terminé llamándole Alcuzcuz, por la mucha afición que tenía a esta comida. Mi padre lo había comprado para regalármelo como esclavo, al saber que era huérfano de una noble familia morisca, emparentada con el último rey de Granada. Sabía leer y escribir, y muy bien, por cierto, de manera que él podría enseñarme el árabe. Cuando hablaba su lengua, aquel muchacho se transformaba, como si detrás de él se agolparan muchas tribus y gentes. Su voz parecía remitirse a otro tiempo, cuando sus antepasados vivían en la Alhambra y habitaban en una maraña de historias, tan fantásticas como sus entrelazos de yeso. Por aquel entonces, yo no podía saber hasta qué punto me iban calando, descubriéndome un mundo que estaba dormido en mi interior. Mucho más tarde descubrí que el ansia de viajar que me embargaba como una enfermedad no era sino el modo de conocer esos parajes agazapados dentro de mí. Todo aquello me empezó a atraer de un modo irresistible, marcando mi vida para siempre. Ishaq y yo nos convertimos en inseparables. Durante tres años crecimos juntos, casi como hermanos. Hasta que un día sucedió algo que resultaría trágico.

Nos peleamos. Lo hacíamos a menudo. Formaba parte de nuestros juegos. Pero esta vez Alcuzcuz me arrojó al suelo y caí por un barranco donde me di un golpe tan fuerte que perdí el conocimiento.

Debió de verme desde lo alto de la hondonada, creyó haberme dejado malherido, quizá muerto. Tuvo miedo, y se escapó. Lo mío no fue nada. Al recobrar el sentido, me lavé la sangre en un arroyo y pude regresar al castillo por mi propio pie.

Cuando conoció lo sucedido a su único hijo varón, mi padre ordenó la búsqueda y captura de Ishaq. Yo le hice ver que había sido sin querer, cosas de muchachos, y me ofrecí a encontrarlo, para evitar males mayores. Lo hallé en un lugar donde solíamos ir, un patio en el que se juntaban las hilanderas moriscas a trenzar sus consejas. Alcuzcuz no quería regresar, porque temía las represalias. Yo le dije que no sufriría ningún castigo. Se lo prometí, y respondí por ello. Nos sirvió de testigo una vieja que nos quería bien y nos regalaba con Julurs. Tenía fama de ser algo bruja, y cuando supo la historia nos pidió que colocáramos las cabezas junto a una rueca. Nos situamos uno a cada lado y ella la hizo girar, mientras recitaba algunas palabras en árabe. «Esto avivará vuestro entendimiento», dijo.

A continuación, nos mandó sostener a cada uno varios hilos de Colores, que se fueron entretejiendo en nuestras manos mientras por el otro extremo los embutía en una filigrana de la alfombra que estaba urdiendo y que, según ella, encerraba en su diseño conocimientos ancestrales. Luego cortó los cabos con unas tijeras y nos entregó la mitad a cada uno: «Esto os hará inseparables», sentenció.

-Todavía lo llevo -y Randa señala a su hija unos hilos descoloridos que cuelgan de su cuello.

Tranquilizado por estas ceremonias, y por mis promesas, Ishaq accedió a venir conmigo. Cuando volvimos al castillo, expliqué a mi padre lo sucedido, y el compromiso adquirido. Él lo aceptó: «Ya te lo dije, no habrá ningún castigo. Pero va siendo hora de que lo marquemos». Yo sabía que los esclavos eran herrados a fuego en la cara. Sin embargo, había esperado que se hiciera una excepción con Alcuzcuz.

-Padre, le he prometido que no sufriría ningún castigo -insistí.

-No es un castigo -respondió él-. Tiene edad más que sobrada para ser marcado. Si vuelve a escaparse, cualquiera podría quedárselo, y si yo lo reclamara me preguntarían: «¿Dónde está vuestra marca?». Además, ¿con qué autoridad voy a gobernar a los demás moriscos si no pongo orden en mi propia casa?

De nada sirvieron mis ruegos. Mientras le acercaban el hierro candente a las dos mejillas, oí a Ishaq recitar en árabe: La taqabbahu al-wajha, fa-inna allaha khalaqa adama ála surdtihi. Sólo yo entendí aquellas palabras del Corán: «No desfiguréis el rostro, pues Dios creó a Adán a su propia imagen».

Por lo demás, no dio un solo grito de dolor, ni lloró. Quien lloraba era yo. Pero desde aquel día, Alcuzcuz tartamudeó. Nunca volvió a compartir conmigo aquellas historias de sus antepasados. Ni a mirarme de la misma manera. Ni a comportarse de igual modo. Pude ver cómo su orgullo había quedado herido en lo más hondo y sentir cómo crecía el odio en su interior. Me veía como un traidor, un enemigo más.

Tampoco me volvió a hablar en árabe, excepto para recitar con rabia una especie de letanía, blandiéndola como una amenaza, y que en romance viene a decir: «Cuando la trompeta suene, ya no habrá lazos de amistad ni de parentesco... La nodriza dejará caer al niño que amamante; toda mujer embarazada abortará; los hombres andarán como ebrios y locos... Llegará un día en que la tierra será profundamente agitada; las montañas, hechas polvo, serán juguete de los vientos».

Me las recitaba cada vez que yo le proponía jugar, negando con la cabeza, para concluir:

-No soy tu amigo, sino tu esclavo -y señalaba la marca que llevaba en el rostro.

Me sentía más solo que nunca. No volví a ver a mi padre del mismo modo. Empecé a rehuirle. Tampoco podía volver ahora con mi madre y mis hermanitas. Era ya un hombre. Iba a cumplir los dieciocho años.

Luego lo lamenté. Si hubiera sabido que apenas les quedaban unos meses de vida, me habría comportado de otro modo. Pero no lo sabía. No podía sospechar lo que se nos venía encima.

Aquella había sido zona de escaramuzas, desórdenes, saqueos, intrigas, emboscadas, degollinas, perfidias, deslealtades y felonías sin cuento. Aparentemente, mi padre había logrado pacificarla. Pero no era sino una tregua. Y durante ella los moriscos habían venido fabricando armas en fraguas clandestinas. Hasta que un buen día cayeron sobre nosotros con gran erizar de lanzas y espadas.

No habrían podido tomar nuestra fortaleza de no contar con ayuda desde dentro. Fue Alcuzcuz quien les proporcionó la información y les guió por el pasadizo que bajaba hasta el río. Para cuando la guardia se quiso dar cuenta, ya estaban dentro. Y el propio Ishaq les ayudó abriendo la puerta principal. Yo estaba en el granero situado sobre el establo y, alertado por los gritos, me asomé y pude verlo todo, cuando ya era demasiado tarde. Me quedé mirándole desde lo alto de mi observatorio, mientras él descorría tranca y cerrojos y bajaba el puente levadizo para que entrasen los moriscos emboscados en los alrededores. El también me vio. Alzó el rostro hacia mí, torció sus labios con una mueca torva, y les franqueó el paso. Pero no denunció mi presencia. Me sorprendió, de nuevo, el control que podía tener de sí mismo.

Los asaltantes entraron en tromba, matando todo lo que se movía. Recuerdo el patio de armas. El graznido alborotado de los cuervos en el tejado. Los gritos, el estruendo, la sangre, los cuerpos pasados a cuchillo. Cuando apresaron a mi padre, vi cómo Alcuzcuz lo señalaba. respetaron su vida, dejándolo aparte. Y encerraron a mi madre y a las gemelas en una de las estancias. Pensé que querían protegerlas, pero pronto tuve que desechar esta idea. Temí que en cualquier momento Alcuzcuz también señalara mi escondrijo, haciéndome bajar junto a mi padre, al que habían maniatado. Pero no fue así. Ishaq retiró la escalera de madera que conducía hasta el lugar donde yo estaba, y que habría delatado mi presencia. Y yo permanecí oculto en lo alto del establo, aterrorizado.

Desde allí vi cómo Alcuzcuz cuchicheaba con el cabecilla de la rebelión. Parecían esperar a alguien. Al cabo de un rato, se oyó el galope de un caballo sobre la madera del puente levadizo y un jinete entró en el patio. Los moriscos se apartaron para abrirle paso. A juzgar por su vestimenta, no era musulmán, sino cristiano. Cuando se bajó del caballo y se dio la vuelta, intenté verle la cara. Pero la ocultaba con un embozo negro.

Se encaró con mi padre y me pareció que le interrogaba. Desde donde yo estaba no podía oír las preguntas del recién llegado, porque me daba la espalda. Sin embargo, cuando empezó a golpearle, sí que pude ver el rostro de mi padre. Se lo había destrozado. Me asusté de tal modo, que no alcanzaba a entender cómo sangraba tanto. Hasta que vi con qué le golpeaba. Aquel hombre se sacó el guante derecho, y durante un momento brilló al sol su mano metálica. Pensé entonces que era de hierro. Supe, más tarde, que estaba hecha de plata.

Cuando se calmó, el embozado limpió la sangre de su mano postiza y la volvió a cubrir con el guante. Comprendí que aquello significaba la sentencia de muerte para mi padre. Lo que nunca pude imaginar fue el modo en que la ejecutaron.

El hombre de la mano metálica se dirigió al cabecilla de los rebeldes y pareció darle órdenes. Éste gritó un nombre y apareció un moro gigantesco. El embozado le señaló un viejo carro desvencijado que había en un rincón del patio. El gigante se dirigió hasta él, forcejeó con una de sus ruedas, y regresó alzándola sobre su cabeza. Mientras se abría paso entre los asaltantes, estallaron los gritos de alborozo de aquella chusma. Llegó hasta el brocal de la cisterna que había en medio del patio y colocó la rueda tumbada sobre él, tapando el pozo. Desnudaron a mi padre a zarpazos, lo alzaron hasta tumbarlo sobre ella, boca arriba, en forma de aspa, con los miembros muy estirados. Las articulaciones de su cuerpo quedaban entre los radios de madera.

Inclinó sobre el prisionero y volvió a interrogarle. No obtuvo ninguna respuesta. Acercó su rostro al de mi padre y alzó la voz, amenazándole con gritos terribles. La respuesta de mi padre fue escupirle a los ojos. El embozado se apartó, limpiándose el rostro, e hizo un gesto al gigante. Éste tomó una maciza y pesada barra de hierro, la alzó con ambas manos y le asestó un violentísimo golpe en uno de los pies, que sobresalía de la rueda. Se oyó el chasquido del hueso al romperse, y quedó colgando, inerte, apenas sujeto por los tendones y la piel. Las uñas habían saltado y la sangre goteaba de cada dedo.

Repitió aquel hombre la pregunta, con el mismo resultado. A una señal suya, el verdugo golpeó de nuevo con la barra, destrozando el otro pie. Los gritos de la morisma me impedían oír los de mi padre, mientras continuaba el interrogatorio. Siguió después con las piernas, que partió en dos, dejando asomar el hueso astillado. La sangre salía aguada, amarillenta, mezclada con grasa. Paralizado por el espanto, pude ver el tuétano que caía sobre las losas del patio.

Aquel gigante hacía su trabajo a conciencia. A lo largo de un tiempo interminable, sin prisas, fue machacando hueso tras hueso y articulación tras articulación: rodillas, muslos, caderas, hombros, brazos, codos, muñecas... Su diabólica habilidad consistía en asestar golpes dolorosísimos, pero que no llegaban a matar.

Lo que quedaba de mi padre estaba allí, colgando entre los radios de la rueda. Un amasijo de carne sin forma, que aullaba de un modo insoportable, retorciéndose como un gran pulpo de cuatro tentáculos, entre sangre, sebo y astillas de huesos rotos...

Randa calla. Está agotado, y el sudor gotea por su frente. En voz muy baja, concluye:

-Aún sigo oyendo sus gritos después de todos estos años, en medio de mis pesadillas. Es la agonía más larga y atroz con la que se puede atormentar a un ser humano.

-Calmaos -le dice Ruth mientras le enjuaga las sienes con un paño húmedo-. ¿Qué pasó después?

Antes de marcharse, el embozado señaló las habitaciones donde estaba encerrada mi madre con las niñas, y ordenó a los moriscos que les prendieran fuego. No quería testigos. Llamó luego a Alcuzcuz, y supuse que le preguntaría por mí. Podía haberme denunciado. Pero no lo hizo. Supe luego que aseguró hallarme yo en el monte. Más hizo, mi antiguo esclavo. Cuando comprendió que las llamas no tardarían en alcanzar los establos donde me escondía, fue hasta allí.

Y, con el pretexto de soltar a los animales, aprovechó para colocar la escalera en la parte de atrás, de modo que yo pudiera bajar fuera de la vista de todos. De ese modo, me salvó la vida.

Me oculté en uno de los aljibes, metido en el agua, para protegerme de las llamas. No sé cuánto tiempo estuve así, encerrado en la oscuridad, tiritando y hambriento. Hasta que oí voces que ordenaban dar a los muertos «cristiana sepultura». Grité para que me sacaran.

Retiraron los escombros que taponaban la entrada. Y al salir, entumecido y medio cegado por el sol, me encontré ante un grupo de monjes. Uno de ellos me llamó por mi nombre, y a pesar del aturdimiento comprendí que era Víctor de Castro, el hermano de mi padre.

-Ya pasó todo, no llores -dijo mientras yo trataba de contarle lo sucedido-. Vendrás conmigo al monasterio.

Randa calla de nuevo al recordar su despedida de aquel lugar, mientras el caballo de su tío tanteaba el camino pedregoso al bajar de la sierra y él se sujetó a la silla para mirar hacia atrás por última vez.

Lo que vio le parecía ahora irreal. Acababa de perder a su familia y, sin embargo, la primavera estallaba por todos lados, entre el canto de los pájaros que se perseguían de rama en rama y los regueros de amapolas que zigzagueaban hiriendo los trigales. No podía quitarse de la cabeza a Alcuzcuz abriendo la puerta para que entraran los asaltantes. Esa imagen borraba las que tenía de él durante todos aquellos años: mientras jugaban; cuando le enseñaba a hablar y escribir su idioma; los momentos en que guardaban silencio, con los ojos muy abiertos, junto a los juncos del río, para no espantar a los peces que se acercaban al anzuelo; la vieja morisca trenzando los hilos en la rueca; la mirada de odio del muchacho mientras era marcado en las mejillas por el hierro al rojo...

Repara Raimundo, entonces, en la mirada expectante de su hija, y vuelve a la realidad de la celda para continuar su relato:

-Mi tío, el abad, dio por hecho que él se ocuparía de completar mi educación y de darme refugio. Así me lo hizo saber al cabo de algunos días. También me previno sobre lo ocurrido, advirtiéndome:

«Fuera de este monasterio, nadie sabe tu paradero, ni que eres el único testigo. Es mejor así, por tu seguridad. Tienes que dejar pasar el tiempo, hasta que se olvide. Llegado el momento, aquí podrás profesar, si ése es tu deseo. Y deberás cambiar tu nombre. Con Diego de Castro no llegarás muy lejos».

Pensó unos momentos, paseó por la celda un pequeño trecho, ojeó los libros de su biblioteca, y dijo al cabo:

-¿Qué te parece Raimundo Randa

-¿Por qué lo has elegido? -le pregunté.

-Algún día lo entenderás -contestó con una sonrisa enigmática.

Me convertí en su secretario, y le ayudaba a ordenar los libros y papeles del monasterio. Fue allí donde descubrí que lo mío eran las lenguas, para las que tenía una gran facilidad. Mi tío había estudiado en el Colegio Trilingüe, y al saber que me desempeñaba en árabe, insistió en que aprendiera el hebreo, el latín y el griego. Un día, mientras me escuchaba recitar La Odisea, de la que llegué a saber pasajes enteros de memoria, me dijo:

-Lo tuyo es un don. Y con un bagaje así, nunca te faltará trabajo. Ni amigos.

-Me gustaría perfeccionar el árabe -le respondí.

-Eso no será ningún problema. Hay un joven morisco converso que me ayuda a recoger y ordenar los manuscritos en ese idioma y a revisar las inscripciones musulmanas que pueblan estos territorios, para que no ofendan la fe cristiana.

Se llamaba aquel joven Alonso del Castillo, y era algo mayor que yo. Había nacido de padres ya bautizados, una de aquellas familias aristocráticas moras que auxiliaron a los Reyes Católicos durante la conquista de Granada. También conocía a Alcuzcuz y, aunque me cuidé muy mucho de hablar de mi relación con él, supe que -como tantos de los suyos- mi antiguo esclavo había huido a África tras el asalto a nuestra fortaleza.

Pasaron los años. Le correspondió un día a Alonso del Castillo traducir las inscripciones del palacio de la Alhambra. Fiado de la tranquilidad observada y el tiempo transcurrido -tan en calma-, solicité permiso a mi tío para ir con él.

Había oído hablar a Alcuzcuz de aquel lugar en unos términos tales que ardía en deseos de verlo. No pensaba que fuera tan hermoso como él solía pintarlo en sus peroratas cargadas de nostalgia, que yo tomaba por exageraciones de su obstinado orgullo. Sin embargo, hube de admitir que se quedaba corto. Me deslumbraron sus salones. Y mientras caminaba embobado por ellos experimenté un deseo irresistible de saber más, mucho más, sobre aquellas gentes capaces de concebir el mundo de semejante forma.

Porque seguía persiguiéndome el recuerdo de mis padres, la visión de su muerte y la incomprensión por el comportamiento de Ishaq. Quería entender cómo la creencia en un Dios distinto podía llegar a separar tanto. Sospechaba que a mi tío le sucedía algo parecido. Y así se lo dije un día que paseábamos por el claustro del monasterio.

-Me hago cargo muy bien de lo que sientes -admitió-. Tus propias razones no valdrán nada si no escuchas las del adversario. Eso demuestra que tu verdadera vocación es el estudio. A mí me sucede lo mismo, pero fuera de aquí no podría hacer lo que hago. Ni siquiera leer los libros que leo. Dentro de estos muros tengo la libertad y la paz.

Y como percibiera alguna reticencia en mi mirada, añadió:

-No creas que es cobardía. He visto correr mucha más sangre de la que puedes imaginar. No es el miedo lo que me retiene aquí, como suponía mi hermano. Sino la convicción de que es inútil combatir a los moriscos sin intentar comprenderles.

-¿Por qué destinaron a mi padre a estas sierras? -me atreví a preguntarle.

-No debes hablar de eso con nadie -respondió, severo-. Te delatarás. Y sabrán que sigues vivo.

-¿Quién, en concreto, no debe saberlo?

Rehuyó la cuestión. Ya entonces me di cuenta de que conocía muchas cosas que callaba. Sobre la Casa de la Estanca en la que habíamos vivido en Antigua. Sobre las razones del traslado de mi padre. Sobre el responsable de su muerte. Y que nunca me las diría. Por su seguridad. Y por la mía.

Empecé a hacer averiguaciones a través de quienes nos visitaban. Pero las noticias de mis preguntas debieron de llegar a los oídos de aquellos a quienes mi tío trataba de evitar. Y, un buen día, Víctor de Castro vino a mi celda y me ordenó:

-Tienes que huir. Tu vida corre peligro.

-Huir ¿a dónde?

-A Nápoles. Te daré una carta para el superior de un convento, amigo mío. Mañana salen unos romeros que se dirigen en peregrinación a ver al Papa. Irás con ellos y te embarcarás en la misma nave que les espera en la costa...

Raimundo Randa parece fatigado. Toma en sus manos el cántaro de agua, bebe un largo trago y pregunta a su hija:

-¿Cuánto rato te queda de estar a mi lado?

-No lo sé, padre. Continuad. Si en este primer día no apuramos el tiempo, quizá se me lleven antes.

-Es que la historia que viene es larga.

-Continuad.

-Como te decía, embarqué con destino a Italia. Pero fuimos capturados por los turcos poco antes de llegar. Sucedió la víspera de Nuestra Señora de las Nieves, que es el cuatro de agosto.

Seis galeras cayeron sobre nosotros, saliendo de detrás de una pequeña isla. Cuando nos condujeron hasta el grueso de su armada, advertimos que eran muchos más, y que traían cerca de un centenar de velas bien en orden.

Subió a nuestra nave un oficial preguntando los oficios, con un renegado que le servía de intérprete. De los nuestros, separaron a los que tenían por útiles, particularmente médicos y barberos, que éstos valen tanto como cirujanos. También carpinteros y otros artesanos: herreros, cerrajeros, armeros o artilleros. Pues les sirven para que los instruyan en nuestras armas y artes de la guerra. Sin embargo, noté que no hicieron este distingo entre los que estaban en edad parecida a la mía, sino que nos echaron a todos al remo, que era tanto como condenarnos a muerte lenta. Algo que entonces no entendí, pero sí más tarde.

A los del remo nos llevaron a una de las galeras turcas y prepararon las cadenas para aherrojarnos. Me pusieron al pie una con doce eslabones y me ataron a un banco junto con otros cuatro cautivos.

Y así empecé a padecer aquella espantosa vida del forzado, tan miserable que a cada hora le es dulce la muerte. Y a padecer el bizcocho y el corbacho; éste, porque es así como llaman al látigo, del que hay mucha ración; y el bizcocho, porque ésa era la comida las más de las veces. O, si acaso, un puñado de mazamorra, que es una pasta de harina recocida sin cernir, con hartas chinches muertas y no pocas motas de paja y estiércol de los ratones, que por allá corretean a caza de migajas. El agua también andaba muy tasada, y medio podrida.

En cuanto al corbacho o látigo, las fatigas eran innumerables. Al cabo de pocas semanas de llevar esta vida supe que no sobreviviría muchos meses en aquella galera, una de ésas que llaman bastardas.

Pertenecía a persona principal, y era nave ágil, muy marinera. Ya podía serlo: cada uno de sus cincuenta remos llevaba amarrados hasta cinco forzados, en vez de los tres que son más frecuentes. Y los galeotes de reserva pasaban de los cuarenta. No sólo por razones de mayor empuje, sino también por la dureza y crueldad del cómitre que, látigo en mano, nos vigilaba para que remásemos hasta dejarnos extenuados y causar a muchos la muerte.

Llevaba al cuello un pequeño silbato, y con él hacía todas las señales para marcar las diferencias en el remar. Y bastaba que te rascaras la oreja para que llovieran sobre ti los palos, con aquella fusta que llevaba, que había untado con pez para que no se le destrenzase. Más de una vez vi a mi lado el cuerpo de un compañero que seguía el ritmo, hacia delante y hacia atrás, subiendo y bajando, arrastrado por la boga, para comprobar -cuando se aquietaban los remos- que hacía rato que era ya cadáver, reventado por el esfuerzo.

De tal modo odiábamos los galeotes a aquel nuestro verdugo, que en una ocasión en que nos quedamos rezagados, cerca de la costa, haciendo aguada, muchos de los forzados vieron llegada la hora de su libertad y su venganza. El cómitre se encontraba sobre el estanterol que soportaba el toldo, dándonos latigazos a diestro y siniestro y gritándonos que remásemos a músculo cumplido, para vencer una corriente y ganar la mar abierta. Por mejor golpear con ella, se sujetaba la fusta al brazo con una ligadura. Y eso fue su perdición. Porque dos de los cautivos más fuertes, puestos de acuerdo, asieron el látigo y tiraron de él, dando con el cómitre de bruces sobre los remos. Lo fueron pasando de banco en banco desde la popa a la proa, dándole tal cantidad de dentelladas, que antes de llegar al mástil ya estaba muerto a bocados.

Yo me hallaba en el centro, en la posición que llaman del tercerol. Quiso la mala suerte que me lo hubieran pasado a mí en el momento de irrumpir la guardia de jenízaros en la sentina, alarmados por sus gritos. Y así fui sorprendido, con el cómitre muerto sobre mi banco y remo. Ambos maderos, como yo mismo, estaban empapados de sangre.

Con estos cargos y tal recomendación, fui conducido a empellones hasta la presencia del almirante, al que llamaban Alí. Había oído hablar de su ferocidad, y supuse que allí mismo me esperaría el peor de los tormentos. Por de pronto, el almirante Alí escuchó impávido la relación de los hechos que le hizo el jefe de la guardia. O eso fue lo que supuse, pues, por entonces, si bien yo hablaba el árabe, no comprendía el turco en que ellos parlamentaban.

El almirante dio una orden al jenízaro y éste se llegó hasta mí. Me sujetó por el cuello y sacó una daga, con la que tuve por seguro que me degollaría. La acercó, en efecto, hasta mi garganta, y soltó un rápido tajo. Pero no fue la carne lo que cortó, sino el entrelazo que la tejedora morisca nos había puesto a Alcuzcuz y a mí a modo de collar.

Se lo entregó al almirante, quien lo examinó brevemente y puso al jenízaro un par de preguntas que éste no pareció capaz de responder.

Vi como le hizo un gesto para que bajara hasta los remos. Vuelto que hubo de allí, contestó a lo que el comandante de la nave le preguntaba, y éste pareció darse por satisfecho.

Me devolvieron el entrelazo -que volví a ponerme al cuello de inmediato, pues parecía haber protegido mi vida de momento- y fui encerrado a buen recaudo, separado de los demás forzados. Pasaron los días, y con ellos fue renaciendo en mí cierta esperanza, al comprobar que se ocupaban de darme agua y algún alimento. Conocí luego que nos dirigíamos a Estambul, y supuse que esperarían a llegar allí para someterme a una ejecución ejemplar.

Más tarde tendría ocasión de saber quién gobernaba aquella nave y la armada toda. Se llamaba Alí y era hombre en extremo severo. Pero justo. Le apodaban Fartax, que en lengua turca quiere decir Tiñoso. Lo era, en efecto, con el cabello ralo y caído por su dolencia, lo que le afeaba el rostro y le daba un aspecto temible. No era turco de nacimiento, sino de oficio. Esto es, renegado de la fe cristiana. Había nacido en Calabria, de orígenes muy humildes. Siendo aún un muchacho, estaba pescando un día en una barca -que así se ganaba la vida-, cuando fue apresado por los turcos junto con su madre viuda. Uno de los más famosos corsarios otomanos, Jeridín Barbarroja, reparó en su habilidad, y lo empleó como cómitre, y luego como capitán de una de sus naves. Pronto fue conocido por su destreza, hasta llegar a ser nombrado almirante por el sultán Solimán el Magnífico.

Éste era Al¡ Fartax, el hombre en cuyas manos estaba mi vida. Me tranquilizó un tanto saber que había sido cristiano. Y averiguar que había sido galeote. Lo malo -pensé a continuación- era que también había sido cómitre. En estos suspiros y temblores se me fueron pasando los días.

Al cabo de ellos, enderezada la ruta por rumbos más seguros, Alí Fartax se vio con calma para dictar sentencia. No se apartó ésta de la fama que tenía de justiciero. Al ver que me acusaban de la muerte del cómitre, había mandado averiguar si los forzados que me precedieron en las dentelladas tenían sangre en la boca. A lo que el jefe de la guardia, tras bajar a la sentina, hubo de contestar que sí. Luego, Fartax hizo notar a su oficial que yo estaba todo lleno de la sangre del cómitre, pero no mi boca. En consecuencia, me declaró inocente y me devolvió al remo.

Es Estambul gran puerto, no lo hay mejor en el Mediterráneo. Allí fuimos recibidos con muchas salvas de saludo. La quinta parte de los esclavos, que siempre corresponden al sultán, fueron encerrados como ovejas en corral. Son los que llaman cautivos del almacén, que sirven en las obras públicas del concejo y tienen muy dificultosa su libertad, pues no hay con quién tratar su rescate. Aquellos desdichados nada valen, y en ellos se ceban. Pues, para dar ejemplo a los demás, a la menor ocasión son desorejados, desnarigados o ahorcados.

No fue ése mi caso, porque Alí Fartax, el Tiñoso, averiguada mi destreza con las lenguas y el cálamo, decidió reservarme para sí como secretario. Me llevaron a su casa y me raparon cabellos y barbas. Repitieron luego esto cada quince días, tanto por la limpieza como por la señal de esclavo que ello significa, con lo que somos fáciles de apresar si nos escapamos.

Toda la suerte de un cautivo está en el amo que le toca. Y el mío no fue malo. Creo que también yo fui un buen servidor, y diligente, por lo que Fartax no tardó en cobrarme gran afición. Así pasaron los meses, en los que fui ascendiendo en su estima, hasta el punto de moverme con gran libertad por todo su palacio.

Algo tuvo que ver en esta privanza el buen crédito que merecí a un hombre ya entrado en años que frecuentaba la casa. Debido a su condición de médico, se tocaba con un bonete rojo. Su nombre era Laguna, y su linaje de los judíos que llaman sefardíes, pues su familia procedía de La Puebla de Montalbán, en tierras toledanas. Y aunque conmigo hablaba en ladino, se congratuló mucho al comprobar que yo sabía el hebreo.

-Vuestra cultura y excelente caligrafía os harán muy apreciado como secretario, creedme -me dijo.

Así fue. Tan adelante pasó la afición de Alí, que me encargó trabajar en sus archivos y biblioteca. Que la tenía, y grande, pues a pesar de su aparente rudeza era hombre muy leído y conseguía libros de los cristianos a través de sus agentes en otros países.

Mantienen los turcos correspondencia con diversos lugares de Europa a través de la estafeta veneciana de los Taxis, donde operan los mejores correos y criptógrafos. Y fue trabajando en la cifra de éstos donde aprendí a leer los más enrevesados documentos, aunque me guardé muy mucho de decírselo a mi amo.

Un día que estaba yo ordenando sus papeles reparé en un documento cifrado en una clave de las llamadas regias, porque sólo se utilizan para asuntos muy principales. Me llevó semanas descifrarlo, al cabo de las cuales pude comprobar que era un aviso para Fartax, en él se le informaba sobre una nave sin escolta ni apenas armas, de la que podría sacar gran provecho. Era la que me había traído desde España hasta Italia. Lo único que pedía el informante a cambio de la noticia es que se echara al remo a los comprendidos entre tal y tal edad, que yo entendí al punto que era la mía. Aunque la nota le había llegado a Fartax desde Italia, bien se echaba de ver que las noticias e instrucciones venían de España, a través de su red de espías. Y de tan arriba, que sólo podía proceder de alguien muy cercano al rey.

Todavía me asombró más advertir que en ella se mencionaba la Casa de la Estanca, donde mi familia había vivido en Antigua. Y se hablaba, en términos más vagos, de un gran botín para repartir.

Parecían referirse a un tesoro, aunque no quedaba claro este punto, pues la redacción estaba llena de sobreentendidos. Pero a partir de entonces volvieron a abrirse en mi interior todas las heridas que creía haber superado: el traslado de mi padre desde la Casa de la Estanca a la sierra de Granada, el cruel interrogatorio al que había sido sometido hasta su muerte, el temor de mi tío el abad a que me descubrieran en el monasterio, mi huida precipitada de este lugar, el apresamiento más que intencionado de nuestra nave...

¿Qué secreto era aquél que parecía perseguir a mi familia? ¿O no éramos nosotros, sino la Casa de la Estanca? ¿Tan grande era como para que mi padre prefiriese morir en un tormento horrible, poniendo en peligro la vida de los suyos?

Mucho me hizo pensar todo aquello, ya que de no averiguarlo pesarían sobre mí amenazas de las que mal podría guarecerme. Busqué y rebusqué en el archivo de Fartax para tratar de encontrar más detalles. Pero todo resultó en vano. Y fue este descubrimiento lo que me impulsó a escaparme. O a intentarlo. Porque, con la precipitación, me sorprendieron en una de las puertas de la ciudad y, al no llevar salvoconducto, fui devuelto a mi amo.

Me había disfrazado para la fuga con camisa y zaragüelles de arnaute, que así llaman a los albaneses. Mientras me conducían a su presencia me sentía ridículo en aquellas trazas, que tan sin argumentos me dejaban. Y me hacía a la idea de que el castigo sería doblemente terrible, por haber burlado la confianza y generosidad de Alí Fartax.

Atravesamos el patio, entramos en el corredor que conducía hasta la habitación en la que despachaba públicamente y llegamos, por fin, ante él. El Tiñoso parecía sumido en sus pensamientos. Al oírme entrar, alzó aquel rostro suyo, feroz y desmadejado, y me miró de tal modo que no necesitó decir nada. Vino el verdugo con un hierro tu¡ente y me sujetaron para marcarme.

En ese momento, uno de los consejeros alzó la voz y dijo:

-La taqdbbahu al-wajha, fa-inna alluha khalaqa adama ála suIwtihi.

Eran unas palabras del Corán que yo conocía bien. Las había Hicho Alcuzcuz cuando mi padre le había herrado la cara: «No desfiguréis el rostro, pues Dios creó a Adán a su propia imagen».

Alí Fartax llamó a uno de sus lugartenientes y vi -pero no oí-cómo le hablaba, mientras el verdugo esperaba con el hierro al rojo, a pocos dedos de distancia de mi cara.

Así pues, era cierto lo que decía Alcuzcuz. A diferencia de nosotros, que marcamos a nuestros esclavos en la cara, entre los turcos no está bien vista esta costumbre. Dicen algunos que no por piedad, sino porque bajan de valor. Sólo lo hacen con los falsos testigos, para que nunca puedan volver a alzar testimonio.

-Le trataré como un falso testigo -dijo el Tiñoso-. Marcadle en la mano izquierda, que la derecha bien diestra la tiene para escribir.

Randa muestra a Ruth la señal, ya desvaída, que aún lleva en el dorso de la mano izquierda.

-Ésa es mi marca, y todo el mundo la conoce -me advirtió Fartax-. Con ella, no habrá lugar donde puedas esconderte de mi cólera. Cualquiera que la vea te entregará a la primera galera turca, que te traerá hasta mí, porque saben que pagaré una fuerte recompensa.

Mandó retirarse al verdugo y después, muy tranquilo y sin alzar la voz, me dijo: «Puedes estar seguro de que si intentas escapar otra vez te haré empalar».

-¿Es empalar lo que supongo? -le interrumpe Ruth.

-Es muerte terrible. Toman un palo grande, lo afilan muy agudamente en una de sus puntas, como se hace con los espetones en los que se pone un asado, apoyan en tierra uno de los extremos, dejándolo derecho, y al condenado lo sientan sobre él y lo espetan por el fundamento, atravesándole todo el vientre y el pecho hasta que le salga por la boca. Y lo dejan así vivo, que suele durar dos y hasta tres días.

Con este coscorrón de la suerte, anduve sosegado durante una buena temporada, observando un comportamiento ejemplar. Pero la escasa libertad de que había gozado se ¡¡le había metido dentro como un veneno, y las averiguaciones que había hecho me inquietaban sobremanera.

Pasaron los meses, y un buen día vino al palacio un comerciante griego, gran viajero. Le hablaron de mi intento de fuga, me preguntó por lo sucedido, y yo se lo conté. Me miró un largo trecho, y aseguró que él me facilitaría la huida. Trabajo me costó prestarle oídos, escarmentado como estaba. El griego me aseguró que mi error había consistido en intentar la fuga solo, sin experiencia ni ayuda, y que esta vez no habría fallos. Él se dedicaba a esos menesteres, entre otros muchos. Formaba parte de su negocio.

-Nunca se me ha descabalado una evasión. Y llevo más de treinta -añadió-. Lo principal es asegurarse un barco donde primero podáis refugiaros, y luego huir. Yo os apalabraré sitio en uno, que estará esperandoos en tal lugar del muelle, tal día y a tal hora.

Me pidió una sustanciosa cantidad como adelanto. Le dije que le daría ahora la mitad, y la otra parte cuando estuviésemos en lugar seguro. Rechazó el trato:

-Si no os fiáis de mí, no hay nada más que hablar -dijo muy digno.

Accedí. Satisfice la cantidad apalabrada empeñando mis ahorros y sisas, y quedó todo concertado para la fuga.

El día estipulado salí de casa de mi amo sin ser notado, y me dirigí a la marina, con el corazón golpeándome en el pecho. La recorrí de cabo a rabo, pero en el muelle no estaba el barco convenido. Decidí esconderme entre las mercancías y esperar. Transcurrió toda la tarde, luego la noche... Al cabo de muchas horas, cada vez más angustiado, empezó a abrirse paso en mí la idea de que había sido engañado.

Para entonces, Alí Fartax ya me habría echado de menos y sus hombres estarían buscándome para empalarme. Cuando amaneció, pude ver desde mi escondite, entre las mercancías del embarcadero, que allí abundaba su gente. Pues ese verano se había quedado sin ir al corso por despalmar y dar carena a su galera, que tenía en astillero. No podía salir, porque me reconocerían de inmediato.

Con las horas, me apretaban la sed y el hambre, y crecía en mí la zozobra. No me atrevía a moverme del escondrijo. Pero éste no iba a durar mucho. Con el amanecer, el puerto empezó a cobrar vida, y vi con auténtico terror que un capataz se dirigía hasta el lugar en el que yo me encontraba y, cuando estuvo cerca, empezó a dar órdenes a sus hombres para que hiciesen entrega de los fardos entre los que me escondía.

Uno tras otro, fueron retirando los bultos. Avanzaban hacia mi, y sólo quedaban unos pocos para que fuera descubierto... Randa se interrumpe, porque oye los pasos de los carceleros que se acercan hasta la puerta de la celda. De nuevo suena la llave en la cerradura, y aparecen los hombres armados.

-Me temo que vienen a por ti, hija mía. ¿Cuándo volveré a verte?

-No lo sé, padre. No lo sé. Espero que mañana.

La reclaman desde la puerta. Ruth se dirige hacia la salida, sube los escalones y antes de salir se despide con un gesto tímido y desmañado. Al observarla, a Raimundo le cuesta creer que su niña, apenas una adolescente, vaya a ser madre, disponiéndose a prolongar la estirpe en medio de tantas adversidades. Y junto a la preocupación, no puede evitar el orgullo al reconocer el mismo coraje del que tantas muestras dio su mujer, Rebeca Toledano, cuyo solo recuerdo le hace agachar la cabeza, apesadumbrado.

Cuando sale de la celda y se vuelve por última vez, la muchacha ve a su padre desde lo alto, sentado en el poyo de piedra, cabizbajo. Y le angustia la soledad en que le deja.

Pero esta congoja le dura poco, porque siente en el brazo la férrea presión de una mano que no parece humana, sino tenaza. Quien la agarra por el codo es aquel hombre embozado que está al mando.

La aparta de la puerta, tira del picaporte con la izquierda y, con la derecha, que lleva enguantada, esgrime una llave que hace girar en la complicada cerradura. Con el esfuerzo, se desencaja el guante, y la joven advierte lo que hay debajo. No es carne, sino una mano metálica. De plata, sin duda.