EL CONVENTO DE LOS MILAGROS

David Calderón se paró en seco al advertir aquel coche a la entrada del convento de los Milagros. Le dio mala espina. Era un todoterreno negro, de gran envergadura. El hombre que estaba al volante fumaba y leía un periódico cuando, de pronto, se abrió la puerta del convento y se escuchó un grito. Seguramente un nombre, no se oía bien. El conductor, un pelirrojo con el pelo al cero, dejó el periódico, tiró el cigarrillo y acudió a la llamada.

«No parece un simple chófer -pensó-. Demasiados músculos».

El criptógrafo se ocultó tras el tronco de un ciprés. Desde allí no podía ver al que había gritado. Quienquiera que fuese se mantenía en la sombra, en el umbral de la entrada. Con gestos enérgicos, daba instrucciones al conductor. Éste se agachó, cargó con una caja de cartón de buen tamaño, la llevó hasta el coche, abrió la puerta de atrás y la metió en el maletero. Luego repitió la operación con otra. Y, después, con una tercera.

Entonces salió del edificio quien hasta ese momento se mantenía en la sombra. A pesar de lo corto del trayecto y lo furtivo de su salida, David no tardó en reconocerlo. Era aquel hombre chupado y de rasgos angulosos, enteramente vestido de negro, que había visto esa mañana en la conferencia de prensa, sentado junto a Samir, el criptógrafo.

Ahora, a plena luz del día, pudo apreciar mejor su delgadez, una auténtica sinfonía de huesos. Se movía de un modo extraño y asimétrico, con el hombro izquierdo caído, como si éste le sirviera de palanca para desplazar el resto del cuerpo. Andaba con los codos levantados hacia atrás, lo que daba el aspecto de un ave de mal agüero que tuviese las alas atrofiadas. Al principio pensó que se debía al ordenador portátil que sujetaba bajo uno de los brazos. Pero sus hombros siguieron manifestando tan rara asimetría tras depositarlo en el interior del coche.

Antes de entrar en el vehículo, aquel hombre volvió bruscamente el rostro de tortuosos rasgos, y alcanzó a ver a David. Su presencia pareció ponerle muy nervioso. Empezó a gritar al conductor, quien dio marcha atrás para sortear un árbol, con tal premura que el parachoques golpeó contra uno de los pivotes metálicos que protegían el muro del convento. El impacto no pareció afectar demasiado al coche, sólido como un tanque. No tardó en rectificar el rumbo a golpes de volante, entre un rechinar de neumáticos. Y, tras levantar una gran polvareda, dejó atrás el paseo peatonal y escapó calle abajo quemando rueda.

Para entonces, David había sacado su cámara y tenido buen cuidado de fotografiar la matrícula. Comprobó la imagen en el visor digital, miró el reloj y se dio cuenta de que llegaba con antelación a su cita con Raquel y Bielefeld. Aunque habían quedado allí afuera, decidió entrar.

«Nadie me ha dado vela en este entierro, pero de vez en cuando conviene salirse del guión -se dijo-. Suele resultar muy instructivo sobre lo que traman los demás».

Se acercó a la puerta e hizo sonar la campanilla. No acudió nadie. Volvió a pulsarla, esta vez con insistencia, y apareció una monja que le miró con desconfianza.

-¿Qué desea?

-He quedado con Raquel Toledano y John Bielefeld, los visitantes de la madre superiora. ¿Podría avisarles?

-Están reunidos.

-Ya lo sé. Dígales, por favor, que ha llegado David Calderón.

-Espere aquí.

La hermana portera volvió al cabo de un rato y le franqueó la entrada, acompañándole hasta el despacho de la superiora.

La tensión flotaba en el ambiente. Todo eran caras largas. En especial las de Raquel y el comisario. Pero no se quedaban atrás Presti, la monja y el inspector Gutiérrez.

«Lo de la vela y el entierro va de veras», pensó David, mientras Bielefeld se ocupaba de presentarlo al arzobispo y a la madre superiora.

-Puedo esperar fuera, si lo desean -se ofreció.

-Quédese, ya terminamos -dijo Presti sin inmutarse.

Saludó a Gutiérrez, y se sentó junto a Raquel. Dentro de aquel coro de cariacontecidos, la joven era caso aparte. Seguía teniendo mal aspecto. Estaba pálida y nerviosa, se mordía las uñas, pero no se atrevía a fumar. David le dirigió una mirada interrogante, y por el modo en que se la devolvió dedujo que las cosas no habían ido bien.

-¿Qué sucede? -le dijo al oído.

-Hay problemas -susurró la joven.

-¿Qué tipo de problemas?

-De todo un poco... Escuche, y lo podrá comprobar... Bielefeld había reanudado la conversación y se dirigía al arzobispo Presti, que ostentaba allí la máxima autoridad.

-No le comprendo, monseñor. ¿Por qué razón no podemos consultar unos documentos que la semana pasada tenía en sus manos Sara Toledano? Nos está usted cerrando uno de los pocos caminos que nos quedan. Han pasado tres días desde su desaparición y empieza a ser ya cuestión de vida o muerte.

Por el tono de sus palabras, Bielefeld parecía sentirse sorprendido en su buena fe. A estas alturas, David empezaba a conocerlo lo suficiente como para hacerse cargo de hasta qué punto aquello violentaba las convicciones católicas del comisario. No le resultaba fácil enfrentarse a un arzobispo. También se preguntó el criptógrafo a qué se debía aquel brusco cambio de criterio del jefe de la policía secreta del Vaticano. Y vio en ello, con poco margen de duda, el largo brazo de James Minspert.

-Ésa es una observación fuera de lugar -le respondió Presti. Sus eses, arrastrándose entre dientes, raspaban como la lija-. A mí no se me ocurriría jamás pedirle cuentas a usted por un documento confidencial de su Gobierno. Esos papeles son de la Iglesia. Y el hecho de que excepcionalmente se abrieran a una persona no quiere decir que se hayan vuelto públicos de la noche a la mañana.

-Yo no conozco la legislación española, pero entiendo que esos documentos no sólo afectan ahora a la vida de una persona, sino también a la seguridad pública.

Y al decir esto, Bielefeld se había vuelto hacia Gutiérrez en busca de alguna explicación o apoyo. Pero el inspector, como de costumbre, no parecía estar por la labor.

«También a él le habrá leído la cartilla Minspert, o algún superior con el que James se mantendrá en contacto», pensó David.

La insistencia del comisario hizo salir de su mutismo a Gutiérrez, aunque sólo fuera para escabullirse con unas palabras de compromiso:

-No tengo nada que añadir a lo dicho por monseñor. Ya lo hemos discutido antes. Es competencia de él, que está en su casa. Y no hay ninguna prueba concluyente de que esos documentos vayan a aportar pistas sobre el paradero de Sara Toledano. Ni que el archivo de este convento guarde relación alguna con el incidente de la Plaza Mayor. Además, parece usted olvidar los antecedentes familiares.

Esta alusión hizo que David mirase a Raquel. Y, al hacerse cargo del estado de la joven, decidió intervenir él. Sabía que no era lo más adecuado, pero callarse habría equivalido a una inadmisible complicidad con el inspector. De modo que se arrancó:

-Ya que ha citado usted los antecedentes familiares, debería recordar que fue Abraham Toledano quien salvó ese archivo durante la guerra. Además, ¿cómo puede decir eso después de las cartas que le hemos mencionado y de la llamada de teléfono que tienen ustedes grabada?

-Las cartas sólo son suposiciones de Sara, no pruebas contrastadas. Y la llamada es anónima -precisó Gutiérrez.

-¿Sólo suposiciones? -estalló Bielefeld encarándose con el inspector-. ¿Y qué me dice de los papeles de Sara? Me refiero a sus notas personales. ¿Qué me dice de su ordenador? Eso no es propiedad de la Iglesia.

-¿Qué ordenador? -preguntó Presti.

-El que estaba en la mesa de su celda el jueves pasado. Hoy no había ni rastro -insistió Bielefeld.

-¿Está seguro?

-Claro que lo estoy. Igual que de los libros y notas sobre el proceso a Raimundo Randa.

David entendió de pronto por qué había salido de estampida el hombre chupado y vestido de negro, llevándose en el coche aquel ordenador y documentos tan comprometedores. Ahora bien, ¿merecía la pena poner las cartas boca arriba? Era muy arriesgado. Podía equivocarse y además, proporcionaría a sus contendientes una información preciosa. De modo que se limitó a observar:

-A mi me envió varios e-mails desde este convento. Y yo también se los mandé a ella.

-No entiendo nada de ordenadores -intervino Teresa de la Cruz-. Pero la hermana Guadalupe se maneja bien con ellos. Venga conmigo.

David y la superiora salieron al pasillo y cruzaron por el lateral del claustro. Al doblar la esquina, el criptógrafo no advirtió la presencia de una hormigonera, y se tropezó con ella. La monja se disculpó:

-Siempre andamos de obras. Este convento es enorme.

En efecto, estaban tapiando una escalera que, por lo que le pareció entrever, conducía a los sótanos del edificio. Tomó buena nota del detalle, y a punto estuvo de sacar su cámara para fotografiarlo. Pero, de nuevo, se contuvo a tiempo: mejor no levantar la liebre.

Un pasillo más, y entraron en el antiguo refectorio. A lo largo de una gran mesa corrida varias monjas se afanaban sobre los ordenadores. La hermana Guadalupe bregaba con uno de ellos, destripado. Dejó a un lado la soldadora y levantó la vista hacia la superiora y su inesperado acompañante.

-Hermana, ¿puede atender al señor David Calderón?

-Tras la presentación, la madre Teresa se excusó con el criptógrafo-: Discúlpeme, he de volver con nuestros visitantes.

David señaló la placa de circuitos impresos en la que trabajaba la religiosa:

-Un poco anticuado, ¿no? -sonrió.

-Pues ya ve -le contestó, muy tiesa-, a nosotras nos hace papel. Dan muchos problemas, pero como nos los regalan...

-Sara Toledano tenía su propio portátil, ¿verdad?

-Sí. Mucho más moderno que esto.

-¿Podía enviar e-maíls desde aquí?

-Desde su celda, no. Pero desde esta sala, sí.

-El último me lo mandó el miércoles pasado -precisó el criptógrafo-. ¿Recuerda algo especial?

-La víspera del Corpus... Veamos... Ese día vino aquí, con el portátil. Se conectó, en efecto. Y me hizo una consulta, porque iba a comprar algo a la tienda de Mercedes. Es una viuda amiga, mía, que vende suministros informáticos. Ella es quien nos consigue estos trastos.

-¿Cómo se llama la tienda?

-En Red@ndo. Espere, que se lo escribiré y le pongo la dirección.

-¿Puedo ir a verla y decirle que me envía usted?

-Añadiré en este papel una nota, dejando claro que tiene usted relación con Sara Toledano. Mercedes es un poco desconfiada. La tienda está a la vuelta de la esquina, junto a la Facultad de Letras. Pero hoy no estará abierta, porque cierra los sábados.

Le acababa de entregar la nota, cuando entró corriendo la madre superiora.

-¡Venga rápido! Esa chica se encuentra mal. Se refería a Raquel. Al entrar en el despacho, la vio tumbada en un banco corrido. Le impresionó su aspecto. Se agitaba en convulsiones incontroladas que recorrían su cuerpo de arriba abajo, y en su rostro se acusaba hasta qué punto le era afrentoso encontrarse en aquel estado de vulnerabilidad ante desconocidos. Temblaba con tal intensidad, que David tuvo que pedir ayuda a Bielefeld para sujetarla. Ya hemos llamado a una ambulancia -le informó el comisario.

El doctor Vergara, del Servicio de Neurofisiología Clínica, se dirigió a Bielefeld y David alternativamente, sin acabar de adivinar a cuál de los dos debía endosar el diagnóstico.

-¿Son ustedes familiares de la paciente? David negó con la cabeza: -Somos amigos. ¿Qué le sucede?

-Se lo diré cuando terminemos con los electroencefalogramas.

-¿Pero es algo grave?

-No lo creo. Más bien parece una crisis pasajera... ¿Quieren verla?

Les condujo hasta un pasillo donde podía leerse: UNIDAD DE SUEÑO. Entraron en una pequeña habitación, en la que destacaba un polígrafo, por encontrarse en plena actividad. Las plumillas zig zagueaban sobre el papel continuo, trazando sus registros como un sismógrafo. Junto a él, un ordenador. Y un discreto monitor de televisión donde se veía la imagen de la joven dormida.

-¿Dónde está Raquel? -preguntó David.

Ahí la tiene, al otro lado del cristal -y el doctor entreabrió una persiana y señaló hacia la oscuridad.

Se encontraba acostada en medio de una habitación de techos desproporcionadamente altos, con una ventana igualmente elevada y los postigos cerrados. Sobre la cama centelleaba el piloto de una cámara de video sujeta a la pared, y un micrófono se descolgaba desde el centro del techo. La mesilla estaba presidida por un reloj digital de grandes números, y la cabecera por el cilindro luminoso de una lámpara infrarroja.

Se la veía muy desamparada. El médico captó de inmediato el pudor ajeno ante aquella irrupción en la privacidad de la joven.

-Uno se siente como un intruso en lo más íntimo de otra vida, ¿verdad? A mí me pasa lo mismo, no crean que me he acostumbrado. Al acercarse más a la mampara de cristal, David reparó en la redecilla que cubría la cabeza de Raquel. De ella salía una maraña de electrodos. En apariencia, se encontraba totalmente inerte. Pero las plumas del polígrafo, que iban registrando su actividad cerebral sobre papel continuo, indicaban las turbulencias que se libraban en el interior de su mente.

-¿Está dormida? -preguntó David.

-Está soñando -el doctor se llegó hasta el ordenador y señaló la pantalla-. Miren los registros... Es todo bastante normal, teniendo en cuenta lo laborioso que resulta soñar. Excepto un par de gráficos que me preocupan. A ver si los encuentro...

Mientras los buscaba, las plumillas del polígrafo parecieron volverse locas. El doctor miró a Raquel a través del cristal y dijo, consternado:

-Eso es a lo que me refería. Ha vuelto al estado de agitación en que la trajeron. Presten atención.

Conectó el intercomunicador que permitía escuchar el sonido de la habitación en que se encontraba la joven. A través de él pudieron oír aquel inconfundible farfullo que salía de sus labios:

Et em en an ki sa na bu apla usur na bu ku dur ri us ur sar ba bi li.

Tras ello, pareció calmarse. Pero sólo fue para entrar en un profundo trance. Inmersa en él, aún alcanzó a balbucear la melopea extrañamente rítmica:

Ar ia ari ar isa ve na a mir ia i sa, ve na a mir ia a sar id.

El doctor Vergara tecleó en el ordenador para procesar los registros de los electrodos sujetos a la cabeza de la joven. Y fue entonces cuando surgió aquello. David fue el primero en reconocer la figura que empezó a perfilarse sobre la pantalla. Sus laberínticos trazos recordaban los cuatro gajos que les había enviado Sara Toledano, además del de la Fundación y los otros tres que se habían llevado de la Agencia. Lo asombroso es que estaban encajados formando cuatro triángulos equiláteros. Pero aún se quedó más sorprendido al comprobar que éstos se ordenaban, a su vez, en forma de cruz:

-¿Ésos eran los gráficos de los que nos hablaba, doctor?

-Exacto.

-¿Cómo se lo explica?

-No son los impulsos tal y como salen del polígrafo, sino el resultado de procesarlos con un programa de ordenador. Aun así, nunca había visto nada parecido. Bueno, miento: sólo en otra ocasión, en que lo achaqué a un equipamiento muy baqueteado, y no le di más importancia. Pero éste es de la marca Grass, el Rolls Royce de los polígrafos. Los electrodos son de oro y las puntas de las plumillas de zafiro. No se trata de ninguna avería. Y quizá entonces tampoco lo fuera, porque aquella mujer tenía los mismos síntomas que esta chica.

-¿Una mujer? -saltó David-. ¿Se acuerda de cómo se llamaba?

-La trajo un amigo común, una noche en que estaba grabando los sonidos de la Plaza Mayor.

-¿Víctor Tavera, el ruidero?

-Sí. ¿Le conocen?

-Hemos estado con él esta mañana. ¿Podría imprimir ese gráfico? -le pidió el criptógrafo.

-La impresora está en otro cuarto. Vengan conmigo.

Salieron al pasillo y franquearon el mostrador donde hacían guardia las enfermeras. Fue al apartarse para que el médico retirara los folios que salían del aparato cuando David vio a aquel hombre chupado, a través de la ventana. Su imagen, bajando la escalera del hospital, fue como el fogonazo de algo ya vivido. Entonces tuvo la absoluta certeza de que no sólo se lo había encontrado aquel mismo día a la puerta del convento y en el salón de plenos del ayuntamiento, sino mucho tiempo atrás. Pero ¿dónde?

Mientras trataba de recordar observó que aquel hombre había llegado al final de la escalera y se estaba despojando de la bata de médico que llevaba puesta. Luego, se dispuso a entrar en un todoterreno negro de gran envergadura, con el parachoques trasero abollado.

-¡Imposible alcanzarle!

David desplegó al máximo el zoom de su cámara, abrió la ventana, lanzó un grito y cuando el individuo alzó su afilado rostro, apretó el disparador.

-¿Qué hace? -le reprochó Vergara-. ¿No ha visto el cartel de SILENCIO?

-Ahora se lo explico... Doctor, ¿conoce a ese hombre sentado junto al conductor? -dijo señalando al coche, que ya arrancaba.

-No lo veo bien.

-Espere, que se lo enseño. Pulsó los mandos de la cámara, para centrar la imagen, y se lo mostró.

-No le había visto nunca, ni creo que trabaje aquí. Se la pasó luego a Bielefeld, explicándole:

-Es el mismo individuo de esta mañana, y el que acabo de ver salir del convento de los Milagros, cargado con las cajas. Han debido de venir derechos aquí, porque llevaban ese mismo coche.

-Un rostro así no se olvida fácilmente.

-Eso es lo que más me llama la atención -añadió David-. Tiene que cumplir una misión muy especial, porque de lo contrario no recurrirían a un tipo con esa pinta, sino a alguien que pasase más desapercibido.

-Sí, pero ¿qué misión? ¿Y qué es lo que hacía ahora aquí, en el hospital? Por toda respuesta, David señaló el folio recién impreso que sostenía el médico, y se dirigió a él para decirle:

-Volviendo a ese gráfico, antes ha asegurado que sólo había visto algo parecido en una ocasión, una mujer que vino con Víctor Tavera. ¿Recuerda su nombre?

-Ese dato es confidencial.

-Comprendo sus reparos, doctor -le tranquilizó Bielefeld-. En realidad, lo que queremos de usted es una confirmación. Sospechamos que se trata de Sara

Toledano, la madre de esa chica que tiene ahí dentro. Yo soy su escolta, ha desaparecido, y nos tememos que está en peligro.

-En casos así hace falta una orden judicial. Pero yo sí puedo consultarlo. El médico fue hasta un teléfono, y se puso en comunicación con el archivo:

-Sí... Sara Toledano... De acuerdo, ya espero -luego colgó y se volvió hacia David y Bielefeld-. ¡Claro, debería haberlo sospechado! Era también americana, y no sé por qué la he relacionado de inmediato con esa joven. Sólo que, dada su edad, en ella había desencadenado otros procesos, era ya una enfermedad. Y estaba muy avanzada.

-¿Qué clase de enfermedad?

Algunos lo asocian a la epilepsia, pero yo no soy de esa opinión. Sólo les puedo decir que se trata de un estado alterado de conciencia. Se suele manifestar con una excesiva somnolencia diurna, y si los ataques son aislados, no pasa nada. Si crece, termina por colocar al paciente en otra dimensión de la realidad. Son conductas automáticas complejas que comienzan en vigilia y no se recuerdan posteriormente. Pueden durar minutos, horas e incluso días. Si la alteración de la conciencia es muy intensa, los sujetos pueden moverse, hacer vida normal, viajar en tren o en avión, llegar a su destino y preguntarse cómo han llegado allí, sorprendiéndose de ello. También pueden traducirse en «terror nocturno». El durmiente se incorpora de repente en medio de la noche y grita, en estado de pánico total. No se le puede calmar durante algunos minutos, y al cabo de ese tiempo a menudo no recuerda nada. En el mejor de los casos, alguna imagen suelta.

-¿Balbucean frases ininteligibles?

-Sí. Pueden mostrar trastornos de lenguaje. Sara Toledano los tenía. Rompía a hablar y no se le entendía nada, como si estuviera en trance.

-¿Como lo que acaba de hacer ahora la señorita Toledano? Vergara asintió. A David Calderón se le mudó la faz. Así había comenzado la enfermedad de su padre, que terminó arrastrándole hasta las catacumbas de Antigua.

-¿Y es hereditaria?

-No tenemos ni idea. Estos casos son muy aislados.

Sonó el teléfono. El médico lo descolgó, y su rostro fue acusando primero la sorpresa y, después, la incredulidad;

-Sí... Toledano... ¡Cómo que falta ese historial clínico...! ¿No puede haberse traspapelado...? Ya... ¿Y no hay ninguna nota...? Pues estamos buenos... Vale, vale.

-Me lo temía -se lamentó David cuando el doctor hubo terminado su conversación telefónica-. Una vez más se nos han adelantado.

-Supongo que se refiere a ese hombre al que ha gritado usted por la ventana afirmó Bielefeld.

-Puede jurarlo, comisario.

-¿Tiene la matrícula del coche?

-La fotografié cuando huyeron del convento. Se la mostró en el visor de la cámara.

-O mucho me equivoco, o ése es uno de los vehículos registrados para nuestra delegación -afirmó el comisario.

-¿Podría comprobarlo?

-Sí. Y también la fotografía de ese individuo. Déjeme la cámara para enviarla lo antes posible -Bielefeld se volvió hacia el médico-. Doctor, ¿es necesario que Raquel Toledano se quede aquí, en el hospital?

-Me gustaría tenerla algo más en observación, pero, fuera de lo que les he dicho, está perfectamente.

-Lo digo por razones de seguridad. En el hotel tenemos protección.

-Esperen un momento. Podemos hacer una cosa para que se la lleven lo antes posible.

Regresó poco después con un pequeño maletín. Lo puso sobre una mesa, lo abrió y les explicó cómo funcionaba.

-Este maletín es como un laboratorio del sueño portátil. No tiene complicaciones. Cuando la señorita Toledano se vaya a dormir bastará con que se sujete en la cabeza esa redecilla con los electrodos.

Luego pone en marcha el registrador que va aquí dentro y me lo traen al día siguiente. Yo lo descargo en el ordenador y vuelve a quedar listo para usarlo durante otras ocho horas. Convendría que alguien se quede velándola. Sólo para asegurarse de que ha remitido el ataque y tranquilizarla cuando se le pase el sedante que le voy a dar.

-Voy a tener el día un poco liado -se excusó Bielefeld mirando al criptógrafo.

-Está bien. Yo lo haré -se ofreció David.

Mientras esperaban a Raquel, el criptógrafo se paseaba, inquieto.

-¿Qué sucede? -le preguntó el comisario-. Me está usted poniendo nervioso a mí también.

-Ese hombre chupado... Lo he visto antes.

-Ya me lo ha dicho.

-Me refiero a que lo he visto antes de hoy. En Estados Unidos. Cuando ese individuo bajaba por las escaleras de este hospital, me ha venido como un golpe de memoria. De otro hospital, donde internaron a mi padre. Estoy casi seguro de que ese hombre también andaba por allí...

-Eso es muy grave. Tenemos que salir de dudas.

-¿Podría hacerme un favor, Bielefeld? Sé que no va a resultar fácil, pero cuando se ponga en contacto con los servicios de información para mandarles la foto de ese individuo, localíceme a alguien llamado Jonathan Lee. A ver si sigue viviendo en Georgetown. Si le cuesta encontrarlo en el censo, que pregunten en el hospital de la Agencia, donde estuvo con mi padre. Consígame su teléfono.

Se dispuso a pasar la tarde velando a Raquel en su habitación del hotel. La redecilla de la cabeza sujetaba su pelo rubio, que descendía entremezclándose con los finos cables de los electrodos hasta desbordarse sobre la almohada. Se la veía respirar tranquila, frágil y hermosa. De vez en cuando, se daba la vuelta y hablaba en sueños. En una de aquellas acometidas, se destapó. Durante un momento, David dudó qué hacer. Pero al darse cuenta de que se enfriaría con el aire acondicionado, se levantó para arroparla. Al cubrirla, hubo de ver a través de una abertura de la bata el diminuto tatuaje que llevaba entre sus pechos. Una pequeña rosa. Y bajo ella un nombre, tachado, que subía y bajaba acompasadamente, al ritmo de su respiración.

Cuando regresó al sillón no podía quitárselo de la cabeza. Era lo último que habría esperado, y le proporcionaba un pequeño atisbo de la verdadera vida de la joven. No la de una niña bien, que siempre había supuesto, sino de una adolescencia difícil, dentro de un matrimonio mal avenido, como el de Sara y George Ibbetson. Hubo de admitir lo poco que conocía a aquella chica con la que ahora estaba compartiendo, y de un modo tan abrupto, la mayor de las intimidades.

Aún estaba observándola, cuando sonó el teléfono móvil de Raquel. Nueva duda. ¿Debía cogerlo, o no? Lo buscó por toda la habitación, hasta encontrarlo en el bolso de la joven. Al presionar el botón de entrada oyó una voz en inglés que le resultó conocida.

-Dígame... -contestó.

Pero tan pronto como escucharon la suya, colgaron.

Se quedó pensativo. ¿De quién era aquella voz? Hasta que se dio cuenta: de James Minspert. Y la desconfianza que hasta entonces le asaltaba a intervalos se convirtió en un aldabonazo que le obligó a reconsiderar todo lo que estaba pasando. ¿Qué clase de medidas había tomado James tras comprobar el robo del Programa AC-110 que ellos habían sustraído de la Agencia? Por ejemplo, ¿cuáles eran sus contactos en Antigua? ¿Por qué llamaba a Raquel? Si lo que deseaba era una explicación «oficial», ¿no habría sido más lógico que telefoneara a Bielefeld, responsable de los tres, a fin de cuentas? Quizá lo hubiera hecho también. En ese caso, ¿por qué no le había dicho nada el comisario?

Mientras le daba vueltas a todas estas preguntas, se quedó amodorrado, viendo una película en la televisión, con el volumen muy bajo. Tampoco él dormía bien, y no era simplemente el jet lag.

Hasta que sonó de nuevo el teléfono móvil de la joven.

Esta vez, su interlocutor no tuvo reparos en identificarse desde el primer momento:

-Soy Anthony Carter, ¿podría hablar con Raquel Toledano, por favor?

Esto tenía más lógica. Era natural que la joven se mantuviera en contacto con el gerente de la Fundación.

-Oiga, Carter, soy David Calderón.

-¡Hombre, el experto en pergaminos y piraguas! -intentó ironizar, antes de chillar, amenazador-. Escúcheme...

-... Escúcheme usted, porque no estoy para bromas ni para broncas -le interrumpió David-. Me temo que Raquel no va a poder ponerse.

-Como advirtiera un dubitativo silencio al otro lado de la línea, añadió-: Está indispuesta. Pero si me quiere dejar algún recado, se lo daré en cuanto se recupere.

-¿Es algo serio?

-No lo creo. Sólo que necesita descansar.

-Muy bien. Dígale que me telefonee en cuanto pueda. Aprovechó el móvil para llamar a Bielefeld al suyo y pedirle que le relevara. Faltaban un par de horas para la cita con Gabriel Lazo, y quería dar una vuelta por la ciudad, tomar algo y poner sus ideas en orden.

Cuando llegó, el comisario le tendió un papel.

-Ahí tiene el teléfono de Jonathan Lee.

-No me diga que nuestros muchachos se están volviendo eficientes.

-No han sido ellos, sino viejas amistades que uno conserva. Y aquí tiene su cámara. Ya les he enviado la fotografía de ese individuo. David estuvo por contarle quiénes habían llamado a Raquel. Pero se había vuelto desconfiado. Se limitó a preguntarle:

-¿Y el permiso para entrar a los subterráneos? Se lo digo por esta chica. Se la ve muy preocupada por su madre. No dice nada, pero la procesión va por dentro.

-Más no puedo hacer. He vuelto a estar con Gutiérrez. Hemos ido otra vez al claustro de la catedral, donde siguen reconstruyendo la custodia pieza a pieza. Desesperante. Por mucho que les insista, siempre terminamos estrellándonos con que no se pueden acelerar los trabajos y no hay pruebas de que ella esté ahí abajo. Al menos, han empezado a retirar los adoquines de la Plaza Mayor y se confirma que el lunes van a explorarla con un radar geodésico. Dicen que es mejor esperar a sus resultados.

-Si al menos pudiéramos probar que Sara está ahí abajo. Eso lo cambiaría todo...

-¿Y usted? ¿Cómo va su cebo? ¿Ha picado algo? Dudó si contarle o no la cita con Gabriel Lazo. Era una imprudencia ocultarla.

Pero se lo pensó mejor y llegó a la conclusión de que, tal como se estaban poniendo las cosas, era mejor andarse con pies de plomo.

-No sé si fue una buena idea salir en el telediario -se despidió. Tan pronto llegó a su habitación, David llamó al teléfono que le había proporcionado Bielefeld.

-Jonathan Lee, por favor?

-Un momento, ¿de parte de quién? -le contestó una voz de mujer.

-De David Calderón... el hijo de Pedro Calderón -añadió. No tardó en ponerse el propio Jonathan.

- ¡David, cuánto tiempo sin saber de ti! ¿Qué es de tu vida?

-Bien, ¿y tú...? Perdona que vaya al grano, pero estoy en España y necesito que me ayudes. Es un asunto muy urgente.

-Tú dirás.

-Eres quien más tiempo pasó al lado de mi padre en el hospital de la Agencia.

¿Recuerdas haber visto a un hombre muy delgado, chupado, que andaba raro, como ladeado? David pudo notar la vacilación de su interlocutor, y un embarazoso silencio.

-Jonathan, ¿sigues ahí?

-Sí, David, estoy aquí. Discúlpame, pero creo que no deberíamos hablar de esto por teléfono.

-Lo sé, Jonathan, lo sé. No lo haría de no encontrarme en un Apuro.

-Lo dices por lo que ha pasado ahí con el Papa, ¿verdad?

-¿Cómo lo has adivinado? -se sorprendió David.

-Porque tu padre hablaba así, con los mismos farfullos del Papa . Al final de su discurso. Lo vi todo por televisión. Y esta vez notó miedo en sus palabras. De nuevo aquella sensación que empezaba a percibir por todas partes, en todos sus interlocutores. O quizá es que se le empezaba a contagiar aquella paranoia. Pero se trataba de una pista demasiado importante como para arriesgarse a perderla. Y se apresuró a rogarle:

-Espera, Jonathan, no cuelgues, por favor. ¿Sería mucho pedirte que identificaras una foto? Sólo tienes que decirme sí o no, si ese hombre chupado es el mismo que estuvo en el hospital con mi padre. Nada de nombres.

De nuevo el silencio, esta vez más largo. Al fin, se oyó:

-Está bien. Sólo sí o no.

-Dame tu correo electrónico, y te la mandaré ahora mismo... -tras tomar nota de la dirección, hizo una pausa y añadió-. Jonathan...

-Sí, dime, David.

-Sé que lo haces por la memoria de mi padre. Muchas gracias.

A las diez de la noche no había un alma en aquel estrecho callejón sin salida. David Calderón comprobó el nombre: calle Roso de Luna. Tal y como había sospechado, el número escrito por Gabriel Lazo en la nota que le había entregado en mano se correspondía con el palacio de la Casa de la Estanca, la antigua sede del Centro de Estudios Sefardíes que había dirigido su padre. Con sus ojos de niño, le parecía un edificio enorme. Pero ahora sólo era un maltrecho caserón en forma de H que cerraba la calle con su fachada principal. ¿Por qué vivía allí aquel hombre?

La oscuridad aún lo hacía más inquietante. A medida que se adentraba, apenas podía ver el suelo, ni las paredes, ni mucho menos el fondo. Por lo que recordaba, los antiguos registros de agua estaban en el patio trasero, al otro lado del cuerpo principal del edificio. Éste era el travesaño de la H, y había que entrar en él y pasar al otro lado para llegar hasta allí. En cuanto a las dos alas, abrazaban el callejón por los laterales, de modo que éste se cerraba sobre sí mismo en un cul-de-sac, sin dejar escapatoria.

«Perfecto para una trampa -pensó-. Pero tengo que arriesgarme».

La noche era calurosa, y el silencio apenas estaba amortiguado por el sonido intermitente de las cigarras. Avanzó hacia el fondo, donde las paredes ganaban altura y se volvían amenazadoras. Una rata chilló cuando estuvo a punto de pisarla.

Avanzó de nuevo, esquivando los escombros y zapatas de madera donde se apoyaban las vigas para apuntalar varias de las casas, abandonadas a su suerte. Un penetrante olor a gato brotaba de las paredes desconchadas, en las que sobresalían los ladrillos desgastados por la intemperie.

Oyó pasos a sus espaldas, a la entrada del callejón. Se echó a un lado y hurtó el bulto tras el quicio de una puerta. En el leve contraluz que perfilaba la boca de la calleja no se veía nada. Si alguien estaba al acecho, era evidente que había decidido, a su vez, ocultarse. Aguzó el oído y se dispuso a escuchar. Fue inútil, porque en el interior del caserón empezó a ladrar un perro.

Los ladridos se oían cada vez más cerca y más fuertes. El perro había detectado su presencia, y arañaba la puerta por dentro. David abandonó el hueco de la entrada donde se había refugiado y se alejó hasta otro vecino.

Pero el perro siguió ladrando.

Se encendió una luz en el interior del caserón. Se oyó la tos pedregosa de alguien que se acercaba hacia la puerta desde el interior, caminando por el pasillo. Hubo un ruidoso descorrer de cerrojos. Y por fin la maciza silueta de Gabriel Lazo apareció en el umbral.

Con una mano sujetaba un mastín de gran alzada, y en la otra llevaba una escopeta con los cañones recortados.

«Este tipo no se anda con bromas -pensó David-. O quizá es que alguien lo ha puesto en guardia».

Lazo examinó el callejón con desconfianza, blandiendo el arma en todas direcciones. Orientado por los ladridos del perro, no tardó en volverla hacia donde se encontraba escondido el criptógrafo.

Éste se preguntó de nuevo si había sido una buena idea venir, y si en aquellas condiciones sería prudente arriesgarse a dar señales de vida. Pero cuando vio que el mastín tiraba de la cadena en dirección a él, le pareció evidente que no tardaría en descubrirle, y que lo mejor era salir a su encuentro.

-¡Señor Lazo, soy yo, David Calderón! -gritó primero a modo de advertencia; y, sólo cuando vio que bajaba la escopeta, caminó hasta la raya de luz que permitió su identificación.

-Ah, ¿es usted? Suba, le estaba esperando.

Le bastaron tres zancadas para salvar los peldaños de la escalera. Lazo despedía un intenso olor corporal, al que el mastín parecía estar más que acostumbrado, pues lo primero que hizo fue olisquear al criptógrafo de arriba abajo.

Le hizo entrar por el largo pasillo, que ahora tenía los baldosines desgastados y desencajados. David recordaba la hilera de habitaciones, alineadas a los dos lados, con distintas dependencias, y el despacho de su padre al fondo. Fue allí donde le llevó Lazo. Estaba convertido en un desastrado salón, presidido por un sofá, en el que el perro se tumbó sin ninguna ceremonia.

-Los chuchos saben muy bien cuál es el sitio más fresco de la casa -celebró Lazo, con una risotada-. Se les deja elegirlo, luego se les echa de un puntapié y se pone uno allí. A ver, Canelo, que ahí nos vamos a sentar nosotros.

Lo apartó de un manotazo en el hocico y ofreció el asiento libre a David. Este prefirió permanecer de pie, y alerta. Tras la persiana medio bajada se adivinaba el patio que daba a la Casa de la Estanca, de donde llegaban en sordina los caliginosos cacareos de las gallinas, que intentaban conciliar el sueño. Por aquel lado, todo parecía tranquilo.

Se volvió hacia Gabriel Lazo y le interrogó con la mirada. Él no se hizo esperar:

-Usted no me conoce, ya me habían echado de aquí cuando nació. En cambio, yo sé bien quién es usted. Traté mucho a su padre. No le habría reconocido de no haber visto su nombre en la televisión. Pero una vez que se sabe, se le ve enseguida el parecido con él.

-Creía que iba a hablarme de Sara Toledano.

Y al decir esto miró con atención a Lazo y calibró qué crédito conceder a sus palabras. Reparó en su rostro cuadrado, de atormentada frente, los labios finos y apretados, y sus ojos negros, diminutos y punzantes. ¿Cuántos años tenía aquel hombre? ¿Sesenta y tantos? De haber estado aún vivo, su padre andaría ahora por los setenta. Parecía verosímil que le hubiera conocido. Es más, aquel hombre quizá fuese el mismo que asomaba al fondo de la foto que presidía la mesa de Sara en la Fundación.

Como si le adivinara el pensamiento, su interlocutor precisó:

-Fui conserje de esta casa cuando aún era el Centro de Estudios Sefardíes. También conocí a don Abraham Toledano, y a su hija. Una bonita historia la que tuvo con su padre de usted, aunque terminara como terminó.

-¿De qué años me está hablando, señor Lazo?

-De principios de los sesenta. Y ahórrese el «señor». Coincidía, en efecto, con la vuelta de su padre a Antigua y la foto de la Plaza Mayor. El corazón le dio un vuelco. Por fin se encontraba con alguien que podía hablarle de lo que había sucedido allí, de cómo se había embarcado Pedro Calderón en aquellos trabajos y fatigas de los que parecía haberse borrado todo rastro:

-¿Qué le pasó aquí a mi padre?

Para cuando se dio cuenta, ya fue demasiado tarde. La ansiedad con la que David había hecho su pregunta, acercándose a Lazo en actitud vehemente, fue malinterpretada por éste. Y la confianza que podía haber comenzado a surgir entre ellos pareció quebrarse.

-Oiga, no pensará que yo... -empezó a balbucir aquel hombre, revolviéndose con violencia.

-Cálmese, Gabriel, yo no pienso nada... Es que no hay forma de saber qué le pasó a mi padre en esta maldita ciudad.

Por mucho que intentase rectificar el paso en falso que había dado, Lazo amenazaba con replegarse de nuevo sobre sí mismo, surgía en él aquella mirada en ruinas, a la deriva, mientras aseguraba:

-No sé lo que le habrán dicho, pero yo no tuve nada que ver... ¿Ha sido el inspector Gutiérrez, verdad? Ese hombre siempre me ha odiado. Y también odiaba a su padre.

-¿Qué tiene que ver el inspector Gutiérrez con mi padre?

Lazo le miraba ya con desconfianza, y estaba a punto de encerrarse en su mutismo. Tenía demasiado miedo a aquel hombre.

-Gabriel, créame. He conocido al inspector Gutiérrez esta mañana. Si nos ha visto juntos es por razones de trabajo. Eso es todo. Yo no soy policía.

-Entonces, ¿a qué se dedica usted? No podía contestar: «Soy criptógrafo». Eso habría sido mucho peor. Siempre era un problema explicarle a la gente su profesión. Pero en la España de «hay gente para todo» las cosas se complicaban. ¿Qué oficio decirle a Lazo que no condujese a peores malentendidos?

-Estoy ayudando a Sara Toledano con sus papeles -aseguró, al fin-. Usted también ha trabajado con ella, ¿verdad? Aquél era, con toda evidencia, terreno más seguro, y Lazo no parecía experimentar de momento mayores sobresaltos. Asintió con un gesto, permaneciendo a la expectativa. Pero aún dudaba. Habría que ayudarle.

-¿Desde cuándo la conoce? -continuó, persuasivo, David.

-Muchos años, muchos.

-¿Venía a menudo a Antigua?

-Al principio, sólo durante los veranos... En su ausencia, yo le guardaba la casa. Cuando venían los Toledano, ellos vivían en el piso de arriba. También su padre de usted vivió aquí, hasta que encontró vivienda propia. Se detuvo. Otra vez dudaba, desconfiado.

-Siga, por favor -le pidió David.

Lazo decidió limitarse a hablar de su relación con Sara Toledano.

-Yo la ayudaba, y le servía de guía cuando me lo pedía la señora. Pero eso fue al principio. Luego ella fue conociendo bien la ciudad y se las apañaba sola.

-¿Quiere decir que ya no contaba con usted?

-No. Empezó a llevar mucho trajín. Hasta que este año se mudó al convento de los Milagros. Supongo que habría encontrado lo que andaba buscando.

-¿Y qué es lo que andaba buscando?

-Ella decía que la casa de sus antepasados, lo mismo que su padre, don

Abraham Toledano. Pero yo nunca me lo creí. Supongo que buscaba lo que todo el mundo...

-Y ante la actitud de extrañeza de David, prosiguió-: Ya sabe. El oro y el moro. Tesoros ocultos. Pero ya podía buscar, ya...

Se interrumpió con un carraspeo de pulmones castigados y resecos. Los ojillos aceitosos de Lazo volvieron a brillar cuando bajó la voz para susurrar:

-Lo que se ve de Antigua es sólo la punta del iceberg. No es que las casas sean bajas. Es que son como rascacielos enterrados. La verdadera ciudad empieza debajo. No tiene idea de lo que se traga la tierra, y esta gente camina sobre oro sin saberlo.

Y aquí, sus palabras desembocaron en una ristra de toses. Cuando se hubo repuesto, continuó, moviendo la cabeza, contrariado:

-¿No me cree, verdad? Ya me lo suponía.

Se puso en pie y salió de la habitación. David oyó cómo arrastraba los pies por el interminable pasillo. Luego, puertas y cajones que se abrían, y los pasos de Lazo, que se acercaba, flanqueado por su perro. Entró de nuevo en la habitación, con un fajo de papeles. Echó mano de ellos y le tendió una fotografía.

En ella se veían unas fortificaciones impresionantes, que el flash de la cámara iluminaba en medio de lo que parecía la más absoluta oscuridad. No había nada alrededor. Sea lo que fuere, aquellos muros ciclópeos parecían completamente aislados. Debía tratarse de un subterráneo.

-Esto es lo que realmente buscaba Sara Toledano -dijo Lazo.

-¿Esta foto la hizo Sara?

-No. Es mía.

-¿Se la enseñó a ella?

-No. Es de hace unas semanas, y a Sara apenas si la he visto últimamente. Ella llevaba su vida.

-¿Y por qué supone entonces que era eso lo que buscaba? ¿Qué tiene de particular lo que se ve en esa foto?

-Había un profundo tajo que me impedía el paso y no pude acercarme lo suficiente para examinar esas murallas de piedra, pero no creo que bajen de los cinco metros de grosor. Está claro que quien lo hizo trataba de proteger algo muy valioso.

-Quizá sus propias vidas -replicó David-. Una edificación de ese calibre tiene que responder a un terror de su mismo tamaño.

-Lo que yo le digo: eso es un tesoro -afirmó violento, golpeando la foto con el dedo índice.

-¿Cómo está tan seguro, si no pudo entrar ahí?

-Porque es el Palacio de los Reyes. Me he pasado media vida buscándolo.

David intentó llevarle la corriente, convencido de que a través de aquel hombre quizá pudiera escuchar alguna de las averiguaciones de Sara.

-Dígame, ¿dónde está ese Palacio de los Reyes?

-Debajo de la Plaza Mayor.

-Pero por ahí no se puede entrar.

-La gente dice que hay un auténtico laberinto de pasadizos, kilómetros y kilómetros, y que tiene otros accesos, incluso fuera de la ciudad.

-Ya. ¿Y por dónde ha entrado usted?

-Eso, como comprenderá, no se lo voy a decir -rió Lazo, malicioso-. Pero sé que es lo mismo que buscaba Sara. Y el padre de ella. Y también el padre de usted.

-¿Mi padre? ¿Cómo lo sabe?

-Porque fui yo quien le guió cuando desapareció ahí abajo. Aquello era nuevo para él, la primera confirmación directa de que Pedro había entrado, efectivamente, en los subterráneos. Intentó no acusar el golpe en exceso, para no espantar las confidencias que le estaba haciendo.

-¿Por qué no ha dicho nada a nadie?

-Me lo prohibió Gutiérrez. Y ese hombre no bromea. Ahora ha venido otro extranjero que quiere saberlo, pero ya, ya... «Me temo que ya sé quién es ese extranjero», pensó David. Sacó su cámara y le enseñó la fotografía de aquel individuo chupado que había logrado captar a la puerta del hospital.

-¿Lo conoce? -preguntó a Lazo. Movió la cabeza, para negar. Pero, por el temor de sus diminutos ojos, el criptógrafo notó que le estaba mintiendo. A su vez, aquel hombre debió de advertir el recelo en su mirada, porque quiso cambiar de tema, revolviendo las fotos hasta encontrar varias que le alargó. Todas odas ellas hechas en los subterráneos.

-Mire esto -dijo señalándole una. Parecía una torre. Pero tumbada por tierra, dentro de una cueva, seguramente.

Presentaba unas inscripciones que se extendían por buena parte de ella. Había fotos de detalle, tomadas con teleobjetivo.

-¿Qué broma es ésta, Lazo?

-Obsérvelas y me dirá... David no cedía en su escepticismo, y ya se disponía a devolverle las fotos, cuando vio una que le recordó algo:

-Un momento...

Los trazos de una de las inscripciones coincidían con los fragmentos del pergamino, entre ellos el enviado por Sara Toledano. No sólo eso: estaban ensamblados en forma de cruz, como el gráfico que el doctor Vergara les había mostrado en la unidad del sueño donde había atendido a Raquel. No podía ser un fraude intencionado, porque nadie sino ellos contaban con todas aquellas piezas. Pero eso no era todo. Lazo dejó a un lado las fotografías y le enseñó a continuación unos pliegos de papel milimetrado, preguntándole:

-¿Y esto? ¿Qué me dice de esto?

Nuevo asombro por parte de David. Los pliegos eran como los que se habían llevado de la Agencia. El Programa AC-110.

-¿De dónde los ha sacado?

-Me los dio su padre antes de entrar ahí abajo. Se pasó años y años con estos cuadraditos.

-¿Siguió haciéndolos aquí, en Antigua?

-Días y noches enteras en blanco. Como si se hubiera vuelto loco... Me dijo que los echara al fuego. Pero en vez de encender con ellos la calefacción, los he guardado. Yo lo guardo todo.

A David le bastó un simple vistazo para darse cuenta de la importancia de aquellos papeles. De modo que controló sus emociones para preguntar, del modo más neutro y displicente de que fue capaz:

-¿Me los podría prestar?

Gabriel Lazo se encogió de hombros y asintió.

David no quiso arriesgarse a un cambio de opinión. Recogió los pliegos milimetrados y se despidió de él. Lo que acababa de ver le inquietaba mucho más que los documentos sustraídos en la Agencia.

Lo dibujado por su padre se expandía desde el centro, hasta formar algo así como el diagrama de un cerebro. Y sus circunvalaciones eran sorprendentemente parecidas a las del propio laberinto que afloraba en los gajos del pergamino.