LOS CAMINOS NO TOMADOS

Raquel Toledano y David Calderón habían vigilado el lugar desde la caída de la tarde. Y ahora estaban seguros: no se veía ni un alma en el patio trasero del derrengado caserón de la calle Roso de Luna. Tras el asesinato de Gabriel Lazo, el palacio yacía abandonado a su suerte, sumido en la desolada calma nocturna, apenas rota por los espaciados ladridos de los perros que parecían barruntar una nueva tormenta.

La Casa de la Estanca se alzaba en el centro del patio, rematada por un tejado a cuatro aguas. Mientras Raquel controlaba el único acceso, David se acercó hasta el edificio, encendió su linterna y fue dando la vuelta alrededor de todo su perímetro, en busca de los entrelazos de ladrillo que señalaban la entrada a los subterráneos. Incluso de cerca costaba verlos. Estaban bajo el alero, carcomidos por la humedad, con su apariencia de simples adornos. Tan anodinos, que sólo sabiéndolo de antemano podía identificarse aquella inscripción.

La puerta se cerraba con un candado que apenas aguantó dos asaltos. De su interior arrancaba una brusca y accidentada escalera, cuyos desgastados peldaños la sumían en una rápida pendiente. A David le bastó bajar unos pocos para encontrárselos completamente inundados. Imposible entrar por allí. Ni siquiera podrían llegar a los sifones del fondo. Para eso tendrían que haber venido bien equipados. Pero habrían levantado sospechas. El comisario Bielefeld no los habría dejado. Y James Minspert, tanlpoco.

Entornó la puerta y volvió junto a Raquel, para informarla:

-Habrá que buscar otra entrada.

-Tú conoces el palacio -dijo ella señalando la inhóspita mole-. ¿Tiene sótanos?

-Ahí no nos dejaban bajar de niños, pero creo que se entra por el ala izquierda.

Dieron un rodeo. La puerta principal mantenía los precintos policiales. Sin embargo, no resultó difícil acceder por una lateral. Por allí debían de haberse colado los asesinos de Lazo, y la ausencia de éste, y la tormenta, habían producido estragos. Los desagües estaban cegados. Sin nadie que los limpiara, el agua había entrado en el sótano, inundando la carbonera y la sala de calderas. Tuvieron que andar encharcados a media pierna en aquel líquido negruzco, esquivando las botellas de plástico, las latas y la basura que flotaban en él.

Al topar con el extremo del pabellón notaron un olor intenso. A fermentación. Brotaba de una escalera de piedra, encaminada al piso inferior. Los peldaños resbalaban debido al agua y al barro. Y el panorama que les esperaba al llegar al final aún era más desalentador. David retuvo a Raquel cogiéndola por el brazo, y señaló la hilera de grandes cubas que se extendía hasta el fondo, bajo los costillares de las bóvedas de ladrillo.

-No entres ahí.

Encendió un mechero. La llama era vacilante, pero lo bastante intensa para garantizar la respiración. Fue al caminar hacia el fondo cuando descubrieron aquel extraño fenómeno.

-En esta bodega el nivel del agua es más bajo que en el semisótano de arriba observó Raquel-. No tiene sentido. Avanzaron sobre un poyo de piedra que servía de pasillo, resaltando por encima del suelo inundado en el que se asentaban los estribos de las cubas alineadas a ambos lados. Incluso tumbadas, éstas eran tan enormes que sobrepasaban holgadamente la altura de cualquiera de los dos, y habían tenido que ser reforzadas por un travesaño a modo de diámetro frontal.

Al llegar al último tonel, al fondo de la bodega, Raquel señaló con su linterna el remolino que lo rodeaba, perdiéndose contra el rincón.

-El agua se cuela por ahí.

Examinaron la gigantesca cuba. La golpearon de arriba abajo. Parecía estar hueca. A pesar de su enorme envergadura, casi flotaba sobre los estribos, manteniéndose en una posición inestable.

-Está vacía. Ayúdame a tirar del travesaño -le pidió David. El tablón que apuntalaba la tapa frontal estaba reforzado por unos herrajes laterales, que la convertían en una puerta. Al tirar de ella, cedió con un crujido, abriéndose de par en par y dejando ver el interior del barril vacío.

Apenas tuvieron que agacharse para atravesar aquel singular túnel de madera. El lado opuesto, empotrado contra la pared, no contaba con tapa alguna. Y allí era donde aparecía la misma señal en ladrillo que en el alero del tejado de la Casa de la Estanca.

-Mira esto -dijo David-. No me extraña que nadie encontrara la entrada.

Tanteó la cenefa de ladrillo, pero no sucedió nada. Volvió a hacerlo, teniendo buen cuidado de presionar ordenadamente aquellas piezas. Esta vez se hundió un estrecho lienzo de la pared. Y al hacerlo girar sobre sí mismo se abrió ante ellos la entrada a un pasadizo. Por allí era por donde desaguaba la bodega.

David y Raquel se agacharon para atravesar el muro, salvando el umbral. Y cuando pudieron enderezarse apuntaron con sus linternas hacia su interior, intentando adivinar adónde les conduciría. Apenas se veía más allá de unos pocos metros.

El pasadizo no tardaba en emprender un brusco recodo, desviándose hacia el subsuelo del Alcázar, como pudieron comprobar consultando la brújula. La desviación continuaba, para evitar un muro ciclópeo ensamblado en ángulo recto, una de las defensas subterráneas de la Plaza Mayor. De su esquina noreste.

Fue allí donde se toparon con una hornacina excavada en la roca. Contenía un mono de trabajo y una caja de cinc. Al abrirla, encontraron tres linternas, pilas envueltas en un aislante, algunas herramientas y un plano con anotaciones, protegido por un plástico. No cabía duda: era la letra de Gabriel Lazo.

-O sea que entraba por aquí -dijo David desplegando el mapa-. Y éste debe de ser el recorrido donde hizo esas fotografías que me enseñó poco antes de que lo mataran.

-Hemos hecho bien en entrar -afirmó Raquel-. Si hubiéramos esperado, se nos habrían adelantado, arrebatándonos ese plano. Lo estaban consultando cuando oyeron un ruido prolongado, algo que caía, rodando.

-Parece una piedra de gran tamaño -dijo David.

-¿Crees que viene hacia nosotros?

Miraron alrededor, pero no había ningún lugar donde guarecerse. Apagaron las linternas y se mantuvieron en silencio, pegados a la pared. Seguían oyendo aquel estrépito, pero más débil. No parecía ven ir hacia ellos, sino alejarse, retumbando, hacia las profundidades que se disponían a explorar. Y en la misma dirección, allí delante, se adivinaba un tenue resplandor, una luz irreal. Procedía de abajo, como de otro mundo, de otro tiempo.

Tras salir de la celda y tomar el pasadizo que conduce a los subterráneos, Raimundo Randa ha colocado el farol en el hueco de la pared. Ha examinado el plano que hay entretejido en la alfombra que lleva sobre él a modo de alforja, y tanteado el muro para encontrar el lugar donde las piedras deben ceder. Ha empujado con las dos manos, luego con el hombro, hasta que uno de los sillares se ha desencajado y caído al otro lado. Ahora lo oye rodar cuesta abajo. Todavía escucha sus rebotes.

El hueco dejado por el bloque le ha permitido entrar en el pasadizo. Sabe bien que su única posibilidad de escape es bajar, siguiendo el camino que le señala la piedra. Habrá de esquivar los desplomes y las cárceles secretas de la Inquisición, para pasar desde ellas a los sótanos del convento de los Milagros. Deberá arriesgarse a que la caída del sillar haya alertado a la guardia. O quizá no oigan nada, o lo tomen por uno de tantos desprendimientos.

No tarda en llegar a los dominios de aquel siniestro gremio. Le previenen de ello las argollas, los hierros oxidados, los grilletes y las cuerdas enmohecidas.

La luz del farol resbala por las verdugadas rojas de ladrillo y se alza hasta las saeteras de drenaje por las que supura una humedad tumefacta. Descubre una jaula de hierro. En su interior se desmadeja un esqueleto.

A medida que avanza van apareciendo poleas, cabrestantes, cepos, rastrillos, pinzas, látigos, uñas de gato, sierras, hachas, embudos, pesas, aplastacabezas, rompecráneos, quebrantarrodillas, sillas erizadas de pinchos, hierros de marcar... Las manchas de la sangre desvaída salpican suelos y paredes.

Luchando contra el malestar que le invade, Randa intenta mantener la cabeza fría. Debe encontrar la comunicación con el convento sin tropezarse con la guardia, explorando la sala palmo a palmo hasta encontrar el paso.

Es al examinar el último rincón cuando tropieza con los restos de la bóveda que se ha desplomado en aquel punto sobre el ángulo que forman los dos muros. Arriba, en el techo, hay un gran hueco, y los escombros caídos casi llegan hasta él, obstaculizando el paso. Mientras ilumina los cascotes, Randa oye un ruido. Un desesperado arañar sobre el suelo.

Dirige la luz hacia el lugar donde suena. Pero no ve nada. Es al mover un pie cuando escucha un chillido agudo, y una rata intenta morderle. Está furiosa, porque pisa su cola. Levanta el pie y el animal desaparece huyendo entre las ruinas.

«No se metería ahí de no haber una salida», piensa Randa. Vuelve sobre sus pasos, recoge algunos de los hierros que ha ido encontrando, y se dispone a excavar en los escombros. A medida que cede la acumulación de ladrillos, mortero y cañizos, va quedando al descubierto la bajada a una escalera.

«Si consigo deslizarme al otro lado y cerrar detrás de mí, no sabrán que he pasado por aquí. Nadie me seguirá».

Así lo hace. Abre un hueco, que apuntala con las barras de metal. Pasa a través de él. Y, cuando ha comprobado que no es una trampa y puede continuar hasta el convento de los Milagros, vuelve sobre sus pasos para retirar los puntales metálicos. Los escombros se desploman tras él levantando una nube de polvo. Y cerrando de nuevo la comunicación.

Raquel y David estaban examinando los hierros oxidados de los antiguos instrumentos de tortura, cuando oyeron aquel nuevo ruido, delante y debajo de ellos. Un seco derrumbamiento de ladrillos, cascotes y maderos. Sonaba a hueco, bien distinto del anterior.

-Parece un desplome... -dijo Raquel-. Y es cerca de aquí. ¿Crees que puede ser mi madre?

-No lo sé.

-David consultó el plano de Gabriel Lazo, sobre el que había colocado la brújula-. Acabamos de encontrarnos con la esquina sureste de la Plaza Mayor. La estamos bordeando en el sentido de las agujas del reloj. Siempre hacia abajo, como un sacacorchos. Y siempre nos topamos con ese muro que nos impide entrar bajo ella. Según esta anotación, ahí delante empiezan los subterráneos del convento de los Milagros.

Entraron en una amplia estancia. La cruzaron en diagonal, para examinar los escombros de la esquina opuesta.

-Ten cuidado, parecen recientes -le advirtió Raquel apuntando con su linterna hacia lo alto-. Ese techo se encuentra en mal estado. Es peligroso.

Al examinar los cascotes que cubrían el rincón, la joven descubrió un pequeño frasco de plástico.

-Es el colirio que usa mi madre.

-Eso quiere decir que ha pasado por aquí.

-David le apretó la mano, y notó que la tenía helada-. Quizá entró directamente desde el convento.

Empezaron a retirar los escombros. No les costó mucho dejar libre el acceso a una escalera. Descendieron por ella hasta el piso inferior. Un largo pasillo les condujo a una gran nave, techada por una amplia bóveda de cañón rasgada en el centro por mínimos tragaluces. Pudieron sentir la corriente de aire, que mecía las telarañas, hinchándolas como velas desplegadas. Se tropezaron con una escalera de mano, con la madera medio podrida, abandonada contra la pared. En sus recios travesaños se destrenzaban cuerdas carcomidas, con restos ocres y rojizos de lo que quizá fuera sangre reseca.

Olía a letrinas. Y se oía el correr del agua resonando en la interminable red de alcantarillas de la ciudad, tan complicada que -según les había advertido el arquitecto Juan de Maliaño- no había un croquis ni siquiera aproximado de aquel cúmulo de afloraciones, aljibes y desagües.

En otros tiempos las monjas debían de haber utilizado aquella nave como lavandería. En uno de los flancos sobrevivían los pilones, adosados a los robustos contrafuertes que contenían la corrosiva labor del agua. Y en ellos se acumulaban restos de barreños y cántaros de barro, trébedes oxidados y tablas de lavar.

Se percibía en el ambiente el lento goteo, el rezumar de paredes y techumbre, verdosas de musgo y mucílago, tenuemente iluminadas por la escasa luz que se filtraba desde lo alto. El ruinoso estado del suelo, plagado de obstáculos, obligó a David y Raquel a extremar las precauciones mientras caminaban hacia el fondo de la nave. Los pilares estaban resquebrajados de arriba abajo, y la bóveda tenía sus sillares desencajados, amenazando con derrumbarse en cualquier momento.

Ante ellos se perfilaba la tercera esquina de la Plaza Mayor, la del suroeste, cerca ya de la catedral. Tan pendientes estaban del techo y las paredes, que al dirigirse hacia aquel ángulo no advirtieron dónde pisaban. Y cuando intentaron agarrarse al borde del agujero, ya era demasiado tarde. Se hundían.

Trataron de mantenerse muy juntos, apretándose el uno contra el otro, para protegerse. Estaban precipitándose desde lo alto de una cúpula. Era en su mismo centro donde se abría aquel embudo a modo de tolva, como el cráter de un volcán que los escupiese hacia abajo. La caída pareció durar una eternidad.

«Es como el sueño que tuve en el hospital», pensó David.

El aire le zumbaba en los oídos y los cabellos de Raquel se le enredaban en el rostro, mientras sentía el intenso calor del cuerpo de la joven, pegado al suyo.

La altura era tan grande que primero temió que se mataran, sin más. Luego, en sus vagas conjeturas, abrigó algunas esperanzas. Y se preguntó cómo iban a apañárselas para salir de allí si quedaban malheridos.

El impacto es terrible. Un escalofrío recorre el cuerpo de Randa, entre un chasquido prolongado e interminable de docenas de huesos convirtiéndose en astillas. Después, la negrura de la noche.

Cuando abre los ojos, lo primero que ve allá arriba, muy lejos, es el lugar desde el que ha caído. Los gallones de la cúpula, que se cierran convergiendo en el centro, como los gajos de una naranja, hasta culminar en la clave de la bóveda, que ha cedido bajo sus pies. Se sorprende de estar aún vivo.

Al limpiarse la sangre de la cara puede ver lo que le ha salvado. Está sobre un enorme montón de huesos. Calaveras, tibias, omóplatos, clavículas, costillares. Restos humanos. El osario de Antigua. Las catacumbas de la catedral.

Intenta ponerse en pie. Rueda entre un corrimiento de huesos, y cae dando tumbos por una de las laderas del montículo, para quedar tendido en una meseta más baja y asentada. Desciende hasta pisar suelo firme. Busca el farol, que se ha roto, pero aún conserva la llama. Hay un pebetero con antorchas y enciende una de ellas.

Ante él se abre un pasillo con huesos cuidadosamente apilados del suelo al techo. Hay tantos que no dejan ver las paredes. Incluso los pilares que se abren en el centro de una gran sala están revéstidos de fémures y calaveras bien igualados. La luz de la tea, al bañarlos, desencaja los cráneos en una macabra travesía de risas desdentadas.

Por suerte para él, hay indicaciones grabadas al fuego, en flechas de madera. Calcula que se encuentra bajo la plaza del mercado, donde los pasadizos están cegados, y que debe seguir bordeándola en busca del nivel inferior, del agua que le conducirá hacia el río y, con él, hasta la libertad.

Lo que en modo alguno se espera es lo que se encuentra al doblar la última galería de las catacumbas.

El espacio se abre, se vuelve inmenso e inabarcable. Y hay un lago. Cuando baja la antorcha, comprueba que se halla sobre un embarcadero. Y un esquife se mece sobre las aguas, amarrado a él. Lo tantea para comprobar su estado. Aceptable. Sube, sujeta la tea a las argollas de la proa, y se pone a los remos. Sólo así podrá cruzar aquella masa de agua, profunda y negrísima cuando está lejos de la luz, azulada o verdosa cuando es herida por ella. El efecto es, a la vez, vertiginoso y de una aterradora belleza.

Al avanzar lago adentro, su sorpresa no conoce límites. Se encuentra navegando entre arcos de herradura cuajados de yeserías. Sostenidos por un nutrido bosque de columnas, rematadas por capiteles tallados tan delicadamente como una colmena. Aquel palmeral atrapado en piedra se abre en cualquier dirección que alcanza la luz y la vista. Las arquerías se entrecruzan sosteniendo una profusión de pequeñas estalactitas de yeso, una maraña de geometrías hipnóticas. Desde cada columna salen cuatro arcos que se despliegan en otras tantas direcciones, hasta unirse a otra, de la que salen otros cuatro arcos, y así hasta el infinito, creando un espacio inacabable.

No hay duda: se halla entre los restos de la Gran Mezquita de Antigua. Convertida ahora en una gigantesca cisterna, de la que se provee la ciudad en tiempos de sequía, tras cebar los conductos de la Casa de la Estanca.

Al internarse en el corazón del antiguo templo musulmán, los arcos y yeserías cabrillean en el agua, confundiéndose con su reflejo, siempre cambiante, y se trenzan y destrenzan en un caleidoscopio inagotable. La luz, rebotando en la neblina, produce un efecto mágico. Ganado por el momento, deja de remar y se detiene en aquel espacio irreal, revestido de una infinita melancolía.

La quilla del esquife tropieza con un obstáculo y el bosque de columnas cesa bruscamente. Una sombra opaca y maciza irrumpe al fondo, violando el delicado encaje. Son los cimientos de la catedral. Se le encoge el ánimo al pensar que tiene encima aquella mole pétrea, cerrándole el paso. El único camino libre conduce hasta un abismo, la gran grieta que le impide seguir, y en cuyo fondo lejano resuena el agua, despeñándose y marcándole la salida. Pero, ¿cómo atravesar aquel precipicio?

Navega pegado junto al muro que sirve de presa al lago, bordeando la sima que se abre ante él. Tantea con la antorcha, el brazo extendido, buscando algún modo de salvar aquel tajo. No parece haber ningún paso. Vuelve sobre su rumbo, se acerca a la orilla de la que surge el muro de contención y amarra el esquife a una roca.

Tras caer sobre el osario de las catacumbas, que amortiguó el impacto, David y Raquel tomaron las galerías atestadas de huesos. Terminaban éstas a la orilla de una enorme cisterna. Bordearon sus aguas, conteniendo el asombro, hasta encontrar una lancha neumática. Subieron a ella y remaron atónitos mientras atravesaban las alucinadas ruinas de la antigua Mezquita Mayor. Se toparon con la torva mole de los cimientos de la catedral, en cuyas piedras se empotraba el muro que servía para contener la oscura masa de agua. Detrás de él, vieron la ancha y profunda grieta, y oyeron la corriente subterránea que resonaba en su fondo lejano. Y al navegar pegados a aquella pared, buscando algún lugar por donde atravesar el abismo, se tropezaron con una barca de madera que allí estaba amarrada.

-Si la lancha en la que vamos es la de Lazo, ¿de quién es esta barca? -se preguntó David.

-La que utilizó mi madre -respondió Raquel mostrando los objetos abandonados por Sara en su interior-. Aligeró aquí la mochila antes de seguir.

-Pero ¿hacia dónde? -insistió David señalando el tajo que les cerraba el paso.

-Tiene que haber algún modo de cruzar ese precipicio. Descendieron de la lancha neumática y echaron a andar sobre el muro que cerraba el aljibe, al borde de la sima. Para evitar el vértigo, y cualquier tropiezo, mantenían los haces de las linternas delante de sus pies, ceñidos al estrecho remate de la presa.

David se detuvo e hizo un gesto a Raquel, que venía tras él, para advertirla de aquel obstáculo inesperado. El muro de contención estaba roto en su parte superior, interrumpido por un desplome que había caído sobre él. Al acercarse, pudieron comprobar que se trataba de la base de una torre de gran antigüedad, cuyos cimientos descansaban en centenares de pilotes de madera, para asentarla sobre el cenagoso fondo inestable. Y que, al ir cediendo al cabo de los siglos, la habían hecho caer sobre el profundo tajo. A juzgar por su aspecto, se había ido inclinando lentamente hacia el precipicio, hasta caer sobre él, sin llegar a quebrarse. Y allí había quedado, en posición horizontal, tumbada sobre el abismo, tendiendo un puente sobre él.

A primera vista, parecía bastante entera. Sólo tenía desmochado el capitel de su puntiagudo remate, que debió de actuar como freno, resbalando a lo largo de la techumbre bajo la cual se abría el despeñadero. Y ahora, aquel remate estaba resquebrajado, soportando el anclaje al otro lado de la sima.

-Ya veo por qué aligeró mi madre su mochila -dijo Raquel-. ¿Tú crees que esa torre aguantará nuestro peso si nos subimos encima para cruzar?

-También yo tengo mis dudas -respondió David-. Pero me temo que no hay otra opción, y que el único modo de averiguarla es montar sobre ella.

Observaron que tenía tres cuerpos. El primero era la sólida base cuadrangular de piedra, que había actuado como un ariete contra el muro de contención del aljibe. El segundo, ya sobre el precipicio, consistía en un cuerpo octogonal en ladrillo más liviano. Hacia la mitad, ese octógono se convertía en una esbelta estrella de dieciséis puntas, dando lugar al tercer cuerpo, rematado en aquel airoso chapitel, ahora quebrado, que la sujetaba al otro lado del tajo. Las esquinas estaban reforzadas por salientes que recorrían las aristas del octógono a todo lo largo, formando un espinazo que había contribuido sin duda a mantener el formidable aparejo. Y que ahora les sería muy útil para sujetarse, pues formaban unos amplios surcos de ladrillo por los que podrían caminar.

Treparon hasta lo alto de la torre tendida sobre el abismo, y comprobaron que se mantenían sin dificultad cabalgando sobre su lomo. Y así, encaramados en el improvisado puente, empezaron a gatear sobre las prolijas filigranas, las historiadas ventanas y los adornos de cerámica.

Pronto comprobaron que lo más complicado iba a ser el paso del cuerpo octogonal hasta el siguiente, la estrella de dieciséis puntas. Ahí cesaban los contrafuertes, para dar paso a una cenefa con una decoración en ladrillo. Ése sería su único agarradero. Al explorarla, en busca de sujeción, David se dio cuenta del alcance de aquellas inscripciones. Imposible no reconocer algunos de los versículos de la aleya del Trono.

«Ojalá nos traigan suerte, como es su obligación», pensó.

Se refugió en el hueco de una ventana, esperando a Raquel. La joven estaba paralizada, sujetándose a un contrafuerte con las manos agarrotadas.

-¿Qué te pasa? -le preguntó David.

Ella no contestó. Señalaba hacia abajo con su linterna.

-¿Tienes vértigo? -insistió él.

-Mira eso -le dijo la joven con voz entrecortada.

David se asomó al borde de la torre, siguiendo el haz de luz. Y vio el pañuelo que colgaba de uno de los estribos.

-Es de mi madre.

-Pero eso no quiere decir que haya caído en este precipicio -trató de animarla, tendiéndole la mano.

Fue en ese momento cuando oyeron voces lejanas. David alzó la cabeza y le pareció percibir una luz al fondo de la cisterna.

-Creo que viene alguien. ¡Dame la mano, deprisa!

Al acercarse a ella, pisando sobre la cenefa de ladrillo sin contrafuertes, notó el crujido de la estructura y la primera sacudida de la torre. Desequilibrado por este imprevisto, estuvo a punto de rodar hacia al abismo, y hubo de sujetarse con fuerza a un saliente de la ventana.

-Por favor... No lo conseguiremos -se lamentó Raquel.

Se agarraba al contrafuerte más cercano, y gruesas gotas de sudor le resbalaban por la frente. David intentó animarla aparentando una calma que estaba lejos de sentir.

-Ya casi estamos. Agárrate bien.

Al mirar hacia atrás, por encima del hombro de la joven, advirtió que la luz del fondo de la cisterna había crecido. Poco después, pudo ver con claridad la lancha neumática que se acercaba hacia ellos, con un foco en la proa. Rezó por que no les hubieran visto. Alguien movía el reflector en todas direcciones, tratando de orientarse. Cuando la luz rebotó en una de las columnas semihundidas en el agua, e iluminó la lancha, David alcanzó a distinguir tres hombres. Reconoció de inmediato a Kahrnesky, su inconfundible y ganchudo garabato de perfil. El que remaba le pareció el matón que les había abordado en los sótanos de El Escorial. Y le costó un poco más identificar al tercero, que manejaba el foco.

-¡Es James Minspert! -exclamó, sin poder contenerse-. Pero ¿por dónde han entrado?

Quizá lo hubieran hecho por el convento. O por los sifones de la Casa de la Estanca, si tenían equipos de buceo. Un nuevo crujido de la torre le puso en guardia, haciéndole volver al peligro más inmediato.

-Voy a tirar de ti -previno a Raquel.

Sujetó a la joven con tiento, ayudándola a avanzar centímetro a centímetro, mientras sentían bajo ellos la inestable vibración de aquel improvisado puente tendido sobre el abismo. Hasta que resultó imposible seguir adelante.

-Espera, me he enganchado -le pidió ella.

El reflector de la lancha neumática hizo una pasada en horizontal, a lo largo de la torre. Y se detuvo al llegar a su altura. Los habían localizado. David observó cómo se acercaban y oyó a Minspert dar órdenes para arrimarse al muro donde estaban amarradas las otras dos embarcaciones. Cuando bajaron de la lancha, dejaron encendido el foco, apuntando hacia ellos.

-¡Lo que nos faltaba! -maldijo David, cubriéndose los ojos con una mano, para evitar el deslumbramiento.

James y el sicario encendieron las linternas sujetas al cañón de sus armas largas y se dirigieron a la base de la torre. Ahora estaban a unos pocos metros. Desde allí, gritó mientras les apuntaban:

-¡Volved aquí, y entregadme ese plano!

David ayudó a desengancharse a Raquel, hasta que la joven pudo avanzar de nuevo y unirse a él para reanudar su angustiado gatear sobre la torre. Y, de pronto, sonó un disparo. El eco de la detonación repercutió largo rato en las paredes antes de perderse en lo más hondo del tajo.

Minspert no había tirado a dar. El impacto de la bala se había producido varios metros por delante de ellos, a modo de advertencia. Pero lo sabían capaz de todo. David avanzó un poco más sobre la torre, y se acercó a la parte superior de la ventana en la que se apoyaba para tender la mano a Raquel.

-¿Estás preparada? -le preguntó cuando la joven hubo llegado hasta el alféizar.

-¿Preparada para qué?

-Vamos a meternos aquí... -y señalaba la ventana que les permitiría refugiarse en el interior de la torre.

-¿Estás seguro?

-Te ayudaré a descolgarte.

Sonó un nuevo disparo. Éste mucho más cerca. Era el sicario, que se había encaramado al dorso de la torre, al apercibirse de lo que trataban de hacer.

-¡Aprisa! -la apuró David-. Este tipo es el que mató a Juan de Maliaño, y está tirando a dar.

Mientras Raquel se descolgaba por la ventana, se oyó la voz de James Minspert. Primero, abroncando al agente por haber disparado tan cerca. Y, luego, dirigiéndose a ellos:

-¡No podréis pasar al otro lado!

-Este James, tan simpático y oportuno como siempre -murmuró David.

Vio cómo se acercaba el sicario, de pie sobre la torre, y se dejó caer en el interior para evitar que le alcanzase. «Demasiado brusco», pensó mientras doblaba las rodillas para atenuar el impacto. Pero ya no tenía remedio. Estaban en el centro, y cualquier movimiento resultaba allí crítico. El improvisado puente acusó el suyo con una fuerte sacudida. Oyeron un grito, que se perdió sima abajo. Las amenazas de Minspert les hicieron comprender que su agente había caído en el abismo. La estructura del minarete experimentó un nuevo crujido, algunos ladrillos del remate se desprendieron y cayeron tras él.

-No podemos quedarnos aquí -dijo David-. Tenemos que seguir.

-No sabemos lo que hay delante. Puede no tener salida y quedarnos atrapados -objetó Raquel.

-Hemos de arriesgarnos. Esto no va a aguantar mucho. Avanzaron, agachados, por el angosto eje hueco. El aire estaba enrarecido, el ambiente era cada vez más agobiante y, para acabar de arreglarlo, no tardaron en sentir pasos encima de ellos. David pidió silencio a Raquel con un gesto, señalando hacia arriba. Alguien caminaba por el exterior de la torre. Minspert y Kahrnesky, sin duda. Y, a pesar de la cautela con que se movían, estaban sobrecargando el maltrecho edificio.

-Ya llegamos -la animó.

Ahora se encontraban casi al final y podían ver el chapitel en el que se apoyaba el minarete.

Otro tanto debían de pensar Minspert y Kahrnesky, quienes habían acelerado la marcha, en su afán por alcanzarles desde su recorrido en paralelo por el exterior.

Fue al salir del tercer cuerpo y entrar en el remate cuando comprobaron que se trataba de la parte más endeble y castigada. Estaba muy resquebrajado, y al acercarse se abrieron nuevas grietas en los bajos. A través de ellas podían ver el otro lado, la pared que caía a plomo sobre el abismo, y el lecho de piedra donde se asentaba el estribo de la torre. Apenas les quedaban tres metros.

Pero el edificio no parecía dispuesto a soportar aquel último esfuerzo que se le pedía. Empezó a vibrar a todo lo largo de su estructura. Una sacudida lo estremeció, en un espasmo convulso, y David y Raquel comprendieron que estaba a punto de ceder y caer a la sima, arrastrándoles consigo.

En ese momento oyeron la voz de Minspert, detrás y encima de ellos:

-¡Aquí están!

Un haz de luz cayó desde lo alto del remate. James les apuntaba a través de una brecha, mientras Kahrnesky, a gatas, se agarraba al borde. Estaba temblando y su rostro tortuoso tenía un aspecto más agónico que nunca. El minarete comenzó a resquebrajarse por su parte inferior, y a través de la abertura pudieron ver una roca que sobresalía por debajo del nivel en el que se asentaba el chapitel.

-¿Ves ese saliente? -susurró David a Raquel-. Prepárate para saltar.

Al ser tomada como trampolín por los dos jóvenes, la torre experimentó una nueva sacudida, que estuvo a punto de descabalgar a Minspert. Kahrnesky se agarraba a la grieta, aterrado.

Desde la seguridad del saliente rocoso, David se volvió hacia él.

-¡Salte! -le gritó tendiéndole la mano-. ¡Y tú también, James, no seas idiota!

Pero Minspert, una vez recuperado el equilibrio, les apuntaba de nuevo con el arma. Kahrnesky no se lo pensó dos veces, y saltó hacia a ellos. Se oyó un disparo, que le alcanzó en la espalda, haciendo que se doblara con una mueca de dolor. Y habría caído al vacío de no sujetarle David y Raquel.

Fue lo último que hizo Minspert. Un crujido recorrió de arriba abajo la torre, que se rompió en pedazos, formando quiebros en el aire hasta plegarse sobre sí misma. Las esquirlas saltaron en todas direcciones, y los fragmentos del edificio empezaron a desplomarse contra el tajo de piedra con gran estrépito. Cuando éste se hubo apagado, aún alcanzaron a escuchar los gritos de James y su último alarido, al golpearse contra un saliente de las rocas. Luego, se oyeron los sucesivos rebotes de su cuerpo en las paredes del precipicio y el chapoteo final del agua en el fondo del barranco. Y después, el silencio. Un silencio que recibieron con un suspiro de alivio.

Kahrnesky estaba malherido. David le dio a beber de su cantimplora y buscó en el botiquín.

-No se moleste, esto ya no tiene remedio -dijo-. Les envidio, porque van a poder ver lo que he buscado toda mi vida. Escúchenme... Ahora es cuando deben llevar más cuidado... Tienen que protegerse de eso que hay abajo, antes de que les afecte de un modo irreversible...

-Protegernos ¿cómo?

-Por de pronto, recorriendo ese laberinto en orden.

-¿Siguiendo la aleya del Trono?

-Eso es... Sin desviarse del recorrido que marca, porque fuera de él habrá trampas... Pero también sin saltarse un solo paso, porque debajo está esa clave que deben componer en una secuencia muy precisa... Es difícil de explicar... Digamos que, para entrar en fase con ese artefacto, deben interiorizar esa secuencia, absorberla, magnetizarse ustedes mismos, de manera que al acoplarse con la radiación que emite, no les afecte... Porque entonces estarán en la misma onda y pasará a su través...

Respiraba con gran dificultad y perdía sangre en abundancia.

-Protéjanse de esa radiación... De lo contrario, les desintegrará...

-¿Qué tipo de radiación? -preguntó Raquel, sosteniéndole la cabeza.

Kahrnesky estaba al límite de sus fuerzas. Hizo un último acopio de ellas para decir:

-Más potente que cualquiera de las que conocemos... Es un agujero blanco de... Información Pura, con tal grado de concentración que destruye la estructura de cualquier organismo...

Raquel iba a hacerle otra pregunta. Pero David la atajó, tomándola de la mano para ayudarla a levantarse:

-Es inútil insistir. Ha muerto. Tendremos que enfrentarnos por nuestros propios medios a lo que haya ahí abajo.

Raimundo Randa toma aliento tras atravesar el precipicio a lomos de la torre. Se sienta en el suelo de piedra y considera la situación.

Sabe que ha llegado la hora de la verdad. Que va a entrar en la gran ciudad subterránea, donde es más fácil extraviarse que salir. Y donde habita aquella fuerza destructora. Si la despierta, su suerte estará echada. Ahora ya no le valdrán planos ni guías. Sólo cuenta con aquellas trazas que evocó en su interior, en la Casa del Sueño, y que deberá oponer al laberinto hasta encajar con él en perfecta coincidencia, como una llave en una cerradura, para pasar a través suyo sin forzar ni una sola de sus piezas.

Se levanta y encamina hacia la gruta que se abre a su paso. Cuando entra, le sirve de orientación aquel ruido que viene de lo más hondo. Siguiéndolo, toma un pasadizo que le conduce hasta una cámara de grandes dimensiones. Al mirar hacia arriba, se queda anonadado: la altura es enorme. Le sorprende la curvatura de las paredes. Húmedas y resbaladizas, cuando las toca. Una baba espesa chorrea de ellas. Cree estar en la guarida de una alimaña. Ha oído hablar de un dragón. Pero aquello hace pensar más bien en la sustancia pegajosa que segregan algunas arañas para sujetar las presas en sus telas.

El centro está atravesado por un hermético cilindro, que le recuerda el Pozo de las Almas. Porque de allí procede aquel sonido estremecedor, como de miles y miles de alma en pena. Sin embargo, también lo siente reverberar en su propio interior, en aquel agazaparse de todos los antepasados que lo han hecho posible. Y quizá, de los que aspiren a sobrevivirle, irrumpiendo en su descendencia como una torrentera para alcanzar, de su mano, nuevas vidas. Sabe que sólo acoplando el laberinto que hay en su interior con aquel externo, que ha de recorrer, se apaciguarán esas fuerzas que en él duermen. Y al ponerse en armonía con las que aguardan, al encajar y soldarse con ellas, podrá navegar sin peligro por aquel océano de generaciones, sin que su flujo desmesurado le desmorone, aplaste y engulla.

Tales sensaciones no son sino un modo tosco de intentar expresar lo inexpresable. De reducir al pensar ordinario lo que ha dejado de ser común, abolidas las leyes que rigen y separan los contrarios. Porque aquel pozo parece comunicarlo todo, en la doble dirección de cada una de las tres dimensiones: lo alto con lo bajo, lo diestro con lo siniestro, lo anterior con lo posterior, engarzando los espacios que se abren en las vueltas y bifurcaciones del camino. De ahí la luz que cae desde arriba como una lluvia benigna, hasta unirse al resplandor lechoso que brota del fondo inaccesible, rodeado por un despeñadero.

Desciende con tiento. Y pronto se encuentra en el centro de un hipogeo perfectamente labrado, que continúa en sucesivos dinteles de piedra, desembocando en un largo corredor trapezoidal, iluminado de trecho en trecho por el resplandor que irradia del pozo central. Al caminar por él, la alternancia de luz y sombra produce un efecto hipnótico. Mantiene los ojos entornados, hasta toparse de nuevo con el muro circular del Pozo de las Almas, del que se aleja en cada giro, para retornar a él en el siguiente. Vuelve de nuevo aquel sonido que empieza a ser obsesivo, las paredes vibrando estremecidas como los tubos de un órgano. Prueba a taparse los oídos, pero es inútil, porque brota también de su interior, intentando acoplarse al margen de su cuerpo, que se alza en medio como un obstáculo.

Introduce la cabeza en una leve ventana abierta en las paredes externas del cilindro y mira hacia abajo. Es mucha su hondura, el trecho que le queda. Pero ahora le bastará con descender por la rampa helicoidal que discurre pegada a su hermética pared y encontrar la entrada a los restos del Palacio de los Reyes.

Aquel ruido sigue surgiendo de las entrañas de la tierra y reverbera en las paredes del pozo. Experimenta un ahogo que le perfora la cabeza y le nubla la vista. En su descenso, bordeando el estricto muro curvo, se asoma a las troneras que lo acribillan de luces frías e insidiosas, cada vez más densas, hasta adquirir una textura lechosa. Barrunta el talismán allá abajo, el cubo aposentado en el centro del laberinto, rodeado por el tesoro innumerable. Se adivina a través de los agujeros que le taladran los ojos con sus alfilerazos de luz, aquel potentísimo resplandor que se propaga a través del cilindro de piedra.

Cuando llega al fondo y mira hacia arriba, comprende la magnitud del artefacto que pende sobre su cabeza. Lo que ve, hasta donde se pierde la vista, le produce un vértigo indescriptible. Arcos y más arcos se entrecruzan en todas direcciones, confundiéndose con los arbotantes que los sustentan, en un caótico desconcierto, entre atrios, pórticos, columnas, torres, aras y obeliscos... Hay pasarelas, pero muchas no parecen conducir a ningún lado. O dan directamente al vacío. Otras, vuelven sobre sí mismas al punto de partida, sin que sea fácil establecer si el camino es de subida o de bajada. En aquella intrincada barahúnda de edificios sinuosos y bastiones quebrados, hay pozos dentro de los pozos, pasadizos dentro de los pasadizos, pasarelas dentro de las pasarelas, baluartes que sujetan otros estribos, contrafuertes que nada parecen sujetar, cúpulas que en su vano afán de altura parecen alzarse sobre el vacío, sin otro propósito que el extravío.

Más arriba, distingue otras luces, bien distintas de la más lechosa que brota del fondo. Son dos personas que se asoman, hombre y mujer.

Y también se ve a sí mismo. Puede reconocerse, todas y cada una de las veces que se ha asomado al pozo, a medida que descendía. ¿Dónde está, exactamente? ¿En qué tiempo y espacio habita aquella búsqueda?

Pero ahora ya no es posible seguir bajando. Ante él se alzan los restos del Palacio de los Reyes. Y en una meseta, tendido sobre el abismo, aparece el laberinto. Ha llegado la gran prueba. Sólo podrá ganar la salida atravesándolo en un orden muy preciso, tal como se lo ha de ir dictando la retícula que hay en el interior de su mente, sin errar un solo paso, para no despertar aquella fuerza desconocida.

Al poco de penetrar en él, arrecia imparable el vasto lamento que le impide invocar el itinerario salvador, el laberinto que ha de desplegarse en su interior y deberá oponer a éste, en coincidencia perfecta, como un cedazo y escudo protector. Nota la pugna de quienes le precedieron y habitan, intentando aflorar hasta su conciencia. Le fallan las fuerzas. Se siente incapaz de conjurar los ímpetus que le rebrotan desde lo más hondo de su ser. Le atormenta el recuerdo de Rebeca, atizando la desazón que le acomete. Evoca su presencia benéfica en la Casa del Sueño, y se pregunta por qué no sale a su encuentro ahora y le ayuda a ahuyentar los fantasmas del pasado. ¿O es que aún no le ha perdonado su larga ausencia?

Al volver una esquina, algo le hace retroceder. Piensa en la bestia que custodia el tesoro. Pero quizá la bestia no sea otra que el propio tesoro, deslumbrándole con sus codiciosos reflejos. Está a punto de tomar aquel camino, que le conducirá a su perdición, cuando siente la presencia de Rebeca, la misma que le amparó en la Casa del Sueño, reclamándole a su lado. Y a su paso se abren los espacios, rebotan los sonidos, sin alcanzar su torturador efecto. Ahora camina seguro, investido de su perdón como un bálsamo protector. Así reconciliado, su marcha se torna ligera. Atraviesa el laberinto, inmune al tesoro que se extiende a ambos lados, para alcanzar el camino que le conducirá hasta el río, unirse a su hija y ganar la libertad.

El pasadizo era tan estrecho que apenas cabía una persona. A David y Raquel les bastó tantear los primeros tramos para intuir cómo funcionaba aquel peligroso y claustrofóbico artefacto, con sus tabiques de un indefinible y denso material, de pulidos reflejos metálicos. Atento a la brújula y al diseño que les servía de mapa, el criptógrafo dudaba qué camino seguir, cuando descubrió el extremo de una fina cuerda. Asomaba algunos pasos más adelante, y se dirigió hacia allí directamente, sin comprobar la ruta que le separaba del inesperado hallazgo. Al hacerlo, pisó fuera del espacio acotado por la secuencia de la aleya del Trono. De inmediato, el suelo cedió, abriéndose bajo sus pies y precipitándolo en el vacío.

Gritó para prevenir a Raquel, agarrándose, por instinto, a aquel cabo. Pero éste no parecía estar sujeto a parte alguna. Y de no haber sido por la rápida reacción de su compañera, la cuerda le habría acompañado en su caída. La joven la sujetó, apoyándose en las esquinas del laberinto para absorber el impacto. Luego, la ciñó alrededor de su cuerpo y tiró de ella, ayudando a David a izarse hasta el nivel del suelo.

El criptógrafo se sentó a su lado, mientras ambos recuperaban el aliento, señalando el pasadizo de acceso. Éste se había cerrado tras ellos al ceder el pavimento, impidiéndoles retroceder. Ahora estaban atrapados y sólo podían seguir adelante, internándose en aquella ratonera.

Contaban, a cambio, con la guía que les proporcionaba la cuerda. Pues, como pudieron comprobar, se hallaba tendida sobre el camino que debían recorrer. La siguieron un buen trecho, hasta que David empezó a reconocer sus inconfundibles señales:

-Estos nudos los hizo mi padre -informó a Raquel-. Fue dejando marcas cada vez que completaba una vuelta. Y creo que nos estamos acercando al centro.

Pero la cuerda terminaba por interrumpir su itinerario. Poco después, al doblar un recodo, alcanzaron a ver una mochila. Raquel se abalanzó sobre ella:

-¡Es de mi madre! Se la regalé hace muchos años... Pero creía que no le gustaba.

-Pues fíjate, no se la quitaba de encima.

A medida que se habían ido internando en las entrañas del laberinto, éste pareció detectarlos con una tenue vibración de sus paredes, que fue aumentando hasta perturbarles de un modo cada vez más hondo, absorbiendo sus energías. Quizá por eso David tardó en comprender la inesperada reacción de la joven, que había echado a andar apresurada, olvidando cualquier precaución. Sólo la entendió al observar las vendas y manchas de sangre que se prolongaban dejando un largo rastro en las paredes. De Sara, sin duda. Al consultar el mapa, vio que estaban a punto de llegar al núcleo. Y se lanzó tras ella, para intentar alcanzarla y prevenirla.

Por su parte, Raquel sentía una opresión indefinible, que le golpeaba el pecho y las sienes. Experimentaba la presencia de su madre, la percibía allí dentro, atrapada. Intentando emerger de aquella construcción, vencer la resistencia del artefacto voraz, forcejeando por abrirse paso entre sus tabiques. Y el laberinto centuplicaba su atenazadora angustia. Imposible saber dónde terminaban sus paredes y empezaba su propio cuerpo. Aquel reconocimiento parecía brotar de su interior, amenazándola con eclosionar desde lo más íntimo de su ser, diluyéndola en una vorágine de formas cambiantes.

David también temía que la confusión se apoderase de él. Trató de comunicarse con su compañera. Pero las palabras le brotaban dispersas, en un lenguaje incomprensible, desarticulándose en oleadas confusas sobre la rítmica algarabía de aquel ruido cada vez más perturbador. Siguió adelante, intentando no perder su precaria integridad. A medida que se acercaba al centro, aumentaba la intensidad del sonido. Los oídos le zumbaban, y experimentó un vértigo tal que empezó a tambalearse, mientras intentaba a duras penas sortear las equívocas bifurcaciones. Hasta que, al doblar un ángulo, irrumpió en un espacio súbitamente abierto. Bañado en una luz cegadora, que borraba todo indicio alrededor. Las paredes habían desaparecido, tragadas por una niebla escarchada, tan brillante que desorientaba por completo.

Raquel apenas podía ver en torno suyo, extraviada en aquella deslumbrante blancura que dejaba un rastro de vidrio en el cuerpo. Luchaba con todas sus fuerzas por asirse al anclaje que parecía ofrecerle la proximidad de su madre. Sin ella, se perdía en un torbellino de tanteos, de confusas combinaciones nunca resueltas. Trató de pensarla de arriba abajo, esforzadamente, cabello a cabello, rasgo a rasgo, hasta componer una emanación que pudiera guiarla.

En cuanto a David, ya no sabía dónde se encontraba. El espacio se había esfumado alrededor. Un dolor insoportable le oprimía los tímpanos. Perdió toda noción del tiempo y cayó de rodillas, abatido. Hasta que al alzar los ojos vio a Raquel pasar a su lado, casi rozándole. Marchaba sonámbula, atraída por la cegadora luz que parecía surgir del núcleo del laberinto. Arrastraba los pies mecánicamente, y tuvo la certidumbre de que se encaminaba hacia aquel blanquísimo orificio radiante, que la desintegraría.

Hizo un último acopio de fuerzas para levantarse, gritando su nombre. Oyó cómo le respondía, y se buscaron a tientas entre la niebla densa y tenaz, gravitando en torno a aquel núcleo. Todo parecía desprenderse de él, y a él parecía remitir todo, convergiendo en su luz, que aumentaba de intensidad en cada parpadeo, como si les hubiese detectado. Hasta eclosionar, solarizándolos en una dilatada sobrecarga de energía. Se sintieron traspasados por un brutal impacto, acerado y frío, acribillados por miles de diminutas flechas, inmersos en una abstracta sintaxis de yertas geometrías.

Imposible asumir los inacabables procesos simultáneos, los desarrollos alternativos, los caminos no tomados. Sólo dos seres podían avalarles en el tejer y destejer de aquella noria de sangres que bullían hasta desembocar en las suyas. Sólo un acoplamiento de destinos les anclaría en aquella ruleta genética. Y entonces los vieron, allí abajo, en el cogollo mismo del laberinto. Los dos vieron a Sara Toledano y Pedro Calderón, aferrados en un ascua de luz, reunidos en el abrazo final, por encima del tiempo y de la muerte.

Sólo aquel entrechoque de anhelos les sujetaba en tan vasto y oscuro dominio, corroborándoles desde todos sus ancestros. Y fue mucho más que el engarce de dos cuerpos. Se sintieron arrastrados por una marejada de siglos, soñados y presagiados desde una edad antigua, aventados hacia la osamenta del espacio y del tiempo. En otra dimensión paralela, en el envés de un orbe poblado de presencias.

Advirtieron dentro de sí un pálpito de venas y nervaduras, hasta configurar el raro estremecimiento de la vida, la vibración de membranas y cartílagos, que se materializaban hasta concretarse en el soplo de un latido unánime. Matrices que se abrían, tejidos desplegándose en todas direcciones con la atareada obstinación de la sangre. Dejaron de sentirse traspasados por aquel hormigueo de formas y distancias. Sus miembros parecieron volver a pertenecerles, desentumeciéndose célula a célula, y la energía volvió a ellos entre los jirones del reconocimiento. Y sobre ese precario andamiaje, el centelleo mínimo de la conciencia, la certidumbre de habitar un cuerpo.

Para David y Raquel fue como el despertar de un sueño. Les costó advertir que aquella luz del núcleo había empezado a oscilar, mientras la vibración que les envolvía se concentraba en un silbido ronco, como si estuvieran desconectando un enorme generador. El laberinto temblaba, sacudido de arriba abajo. Y comenzó a contraerse y hundirse, amenazando con arrastrarlos en su vertiginosa caída.

A medida que aquella luz se apagaba, alejándose, sumiéndose en el subsuelo entre un retumbar ominoso, todo volvía a ser clamorosamente tangible. Las ciclópeas paredes que cedían y se derrumbaban con estrépito. El suelo que se abría, tragándolo todo. La roca que se resquebrajaba y estaba a punto de engullirlos también a ellos.

Raquel y David se abrazaron con fuerza. Una luz les rodeó, cayendo desde lo alto. Una luz muy tangible, que llevaban hombres igualmente tangibles, con arneses, cascos y focos, que les decían palabras tranquilizadoras. Ellos les sujetaban, manteniéndoles suspendidos en el aire. Hasta que empezaron a izarlos. Estaban ascendiendo. Subían y subían, mientras abajo continuaba la hecatombe, el lento y majestuoso derrumbe. Que ahora percibían diminuto, desde muy arriba.

Una transitoria oscuridad. Luego, aquel amplio embudo y el estrecho orificio a través del cual se sintieron bañados por la luz del sol, el bendito sol. El aire que acariciaba sus rostros en medio de la Plaza Mayor de Antigua. Los gritos de quienes les tendían las manos. Y entre ellos John Bielefeld, sonriendo aliviado.