Buenas tardes, querido.
Él la abrazó y pensó: Dios, qué hermosa es. ¿Quién fue el
idiota que dijo que las mujeres embarazadas no eran
hermosas?
Sandra dijo, muy entusiasmada:
–Hoy el bebé volvió a patear. – Tomó la mano de David y se la
llevó al vientre. – ¿Lo sientes?
Al cabo de algunos momentos, David dijo:
–No. Es un diablillo muy empecinado.
–A propósito, llamó el señor Crowther.
–¿Crowther?
–El agente de bienes raíces. Dijo que los papeles ya están
listos para que los firmemos.
David sintió de pronto que se le caía el alma a los
pies.
–Ah.
–Quiero mostrarte algo -dijo Sandra con ansiedad-. No te
vayas.
David la observó correr al dormitorio y pensó. ¿Qué voy a
hacer? Tengo que tomar una decisión.
Sandra volvió con varias muestras de empapelado
azul.
–Haremos el cuarto de los niños en azul y el living del
departamento en azul y blanco, tus colores preferidos. ¿Cuál de
estos dos papeles te gusta más? ¿El más claro o el más
oscuro?
David se obligó a concentrarse.
–El más claro me parece bien.
–También a mí me gusta. El único problema es que la alfombra
será azul oscuro. ¿Te parece que armonizarán?
No puedo renunciar a ser socio de la firma. He trabajado
mucho para conseguirlo. Significa demasiado para
mí.
–David. ¿Crees que armonizarán?
Él la miró.
–¿Qué? Ah, sí. Lo que a ti te parezca,
querida.
–Estoy tan entusiasmada. Será maravilloso.
De ninguna manera podremos comprar ese departamento si no me
nombran socio de la firma.
Sandra observó ese pequeño departamento en que
vivían.
–Podemos usar algunos de estos muebles, pero me temo que
necesitaremos muchas cosas nuevas. – Lo miró con preocupación. –
Podemos hacerlo, ¿verdad que sí, querido? No quisiera exagerar la
nota.
–De acuerdo -dijo David con aire ausente.
Ella se le acurrucó en el hombro.
–Será como iniciar una nueva vida, ¿verdad? El bebé, ser
socio de la firma y el penthouse. Hoy fui de nuevo para allá.
Quería ver el patio de juegos y la escuela. El patio de juegos es
hermoso. Tiene toboganes y hamacas y varios juegos más. Quiero que
el sábado me acompañes a verlo. A Jeffrey le
encantará.
A lo mejor puedo convencer a Kincaid de que esto sería
ventajoso para la firma.
–La escuela parece agradable. Queda a sólo un par de cuadras
de nuestro departamento, y no es demasiado grande. Creo que eso es
importante.
Ahora David la escuchaba y pensó: No puedo decepcionarla. No
puedo destruir sus sueños. Por la mañana le diré a Kincaid que no
tomaré el caso. Patterson tendrá que encontrar a otra
persona.
–Será mejor que nos preparemos, querido. Tenemos que estar a
las ocho en lo de los Quiller.
Ése era el momento de la verdad. David se sentía
tenso.
–Hay algo de lo que tenemos que hablar.
–¿Sí?
–Esta mañana fui a ver a Ashley Patterson.
–¿Ah, sí? Cuéntame. ¿Es culpable? ¿Hizo ella esas cosas
terribles?
–Sí y no.
–Hablas como un abogado. ¿Qué significa eso?
–Ella cometió los asesinatos… pero no es
culpable.
–¡David…!
–Ashley padece un problema médico llamado trastorno de
personalidad múltiple. Su personalidad está escindida, de modo que
hace cosas sin saber que las está haciendo.
Sandra lo miraba fijo.
–Qué espanto.
–Existen en ella otras dos personalidades. Hablé con las
dos.
–¿Hablaste con ellas?
–Sí. Y son reales. Quiero decir, no es una simulación por
parte de ella.
–¿Y Ashley no tiene idea de que…?
–No, ninguna.
–Entonces, ¿es inocente o culpable?
–Eso debe decidirlo el tribunal. Su padre no quiere ni oír
hablar de Jesse Quiller, así que tendré que conseguir algún otro
abogado.
–Pero Jesse es perfecto. ¿Por qué lo
rechaza?
David dudó un momento.
–Porque quiere que yo la defienda.
–Pero desde luego tú le dijiste que no
puedes.
–Desde luego que sí.
–¿Y entonces…?
–No me quiso escuchar.
–¿Qué te dijo, David?
Él sacudió la cabeza.
–No tiene importancia.
–¿Qué dijo?
David contestó en voz baja.
–Dijo que yo había confiado suficientemente en él como para
poner la vida de mi madre en sus manos, y que él la había salvado.
Y que ahora él ponía en mis manos la vida de su hija y me pedía que
la salvara.
Sandra lo observaba con atención.
–¿Crees poder hacerlo?
–No lo sé. Kincaid no quiere que yo tome el caso. Si lo
hiciera podría perder toda la posibilidad de llegar a ser socio de
la firma.
–Ah.
Se hizo un prolongado silencio. Cuando David habló,
dijo:
–Todavía me queda una opción. Puedo decirle que no al doctor
Patterson y ser socio de la firma, o puedo defender a su hija y
probablemente tomar una licencia sin goce de sueldo y ver qué
sucede después.
Sandra lo escuchaba en silencio.
–Hay personas mucho más calificadas que yo para manejar el
caso de Ashley, pero por alguna maldita razón, su padre no quiere
oír hablar de nadie más. No sé por qué está tan empecinado en esto,
pero así es. Si tomo el caso y no me nombran socio, tendremos que
olvidarnos del penthouse. Tendremos que olvidar muchos de nuestros
planes, Sandra.
Sandra dijo con ternura:
–Recuerdo que antes de que nos casáramos me hablaste de ese
hombre. Era uno de los médicos más atareados del mundo, pero
encontró tiempo para ayudar a un jovencito que no tenía ni un
centavo. Él era tu héroe, David. Dijiste que si alguna vez tenías
un hijo, querrías que de grande se pareciera a Steven
Patterson.
David asintió.
–¿Cuándo tienes que decidirlo?
–Veré a Kincaid a primera hora de la mañana.
Sandra le tomó la mano y dijo:
–No necesitas tanto tiempo. El doctor Patterson salvó a tu
madre y tú salvarás a su hija. – Sonrió. – De todos modos, siempre
podremos empapelar este departamento en azul y
blanco.
Jesse Quiller era uno de los abogados penalistas más famosos
del país. Era un hombre alto y fuerte con un toque llano y sencillo
que hacía que los jurados se identificaran con él. Ésa era una de
las razones por las que rara vez perdía un caso. Las otras razones
eran que tenía una memoria fotográfica y una inteligencia
brillante.
En lugar de tomar vacaciones, Quiller empleaba sus veranos en
enseñar derecho y, años antes, David había sido uno de sus alumnos.
Cuando David se recibió, Quiller lo invitó a entrar a trabajar en
su estudio jurídico especializado en casos penales, y dos años más
tarde lo hizo socio. A David le encantaba practicar derecho penal y
sobresalía en esa especialidad. Se aseguró de que al menos el diez
por ciento de sus casos fueran pro bono. Ues años después de ser
socio de la firma, David renunció en forma abrupta y entró a
trabajar en Kincaid, Turner, Rose Ripley para defender los
intereses de las grandes empresas.
A lo largo de los años, David y Quiller siguieron siendo muy
buenos amigos. Ellos y sus esposas cenaban Juntos una vez por
semana.
A Jesse Quiller siempre le habían gustado las rubias altas,
de tipo sílfide y sofisticadas. Hasta que conoció a Emily y se
enamoró de ella. Emily era una muchacha regordeta, con canas
prematuras, y procedente de una granja de Iowa: el opuesto total de
las mujeres con las que Quiller había salido. Pero era una
“dadora”, era como la madre tierra. Formaban una pareja despareja,
pero el matrimonio funcionó porque cada uno estaba perdidamente
enamorado del otro.
Todos los martes, los Singer y los Quiller cenaban juntos y
jugaban partidas de un complicado juego de naipes llamado
Liverpool. Cuando Sandra y David llegaron a la hermosa casa de los
Quiller en la calle Hayes, Jesse los recibió en la
puerta.
Abrazó a Sandra y les dijo:
–Adelante. Tenemos champagne helado. Es un gran día para
ustedes, ¿no? El nuevo penthouse y haber ascendido a socio en la
compañía.
David y Sandra se miraron.
–Emily está en la cocina preparando la cena de celebración. –
Les miró las caras. – Bueno, creo que será una cena de celebración.
¿Pasó algo que yo no sepa?
David respondió:
–No, Jesse. Es sólo que es posible que tengamos un pequeño
problema.
–Vamos, pasen. ¿Una copa? – Miró a Sandra.
–No, gracias. No quiero que el bebé contraiga malos
hábitos.
–Es un bebé muy afortunado al tener padres como ustedes -dijo
Quiller con afecto. Miró a David. – ¿Qué quieres que te
prepare?
–Nada, estoy bien así.
Sandra se dirigió a la cocina.
–Iré a ver si puedo a ayudar en algo a
Emily.
–Siéntate David. Te noto muy serio.
–Estoy en un dilema -reconoció David.
–Déjame adivinar. ¿Es por la casa o por lo de ser socio de la
firma?
–Por las dos cosas.
–¿Las dos cosas?
–Sí. ¿Estás al tanto del caso Patterson?
–¿Ashley Patterson? Por supuesto. ¿Qué tiene eso que ver
con…? – Calló. – Aguarda un minuto. Cuando estabas en la facultad
de derecho me hablaste de un tal Steven Patterson. Él le salvó la
vida a tu madre.
–Sí. Y ahora quiere que defienda a su hija. Traté de
derivarte el caso a ti, pero él no quiere que nadie que no sea yo
la defienda.
Quiller frunció el entrecejo.
–¿Sabe que ya no practicas derecho penal?
–Sí. Eso es lo raro. Hay docenas de abogados que pueden
manejar el caso mucho mejor que yo.
–¿Él sabe que fuiste abogado penalista?
–Sí.
Quiller dijo, con mucho tacto:
–¿Cual es su actitud con respecto a su hija?
Qué pregunta más extraña, pensó David.
–Significa para él más que ninguna otra cosa en el
mundo.
–Muy bien. Supongamos que tomas el caso. La parte negativa es
que…
–La parte negativa es que Kincaid no quiere que yo lo tome.
Si lo hago, tengo la sensación que desaparecerán mis posibilidades
de convertirme en socio.
–Entiendo. ¿Y es allí donde entra a tallar el
penthouse?
David contestó, con furia:
–Es allí donde se pone en juego todo mi maldito futuro. Sería
estúpido que yo hiciera una cosa así, Jesse. ¡Realmente
estúpido!
–¿Qué es lo que te enoja tanto?
David respiró hondo.
–Saber que igual lo haré.
Quiller sonrió.
–¿Por qué no me sorprende?
David se pasó la mano por la frente.
–Si yo rechazara su pedido y su hija fuera condenada y
ejecutada y yo no hubiera hecho nada para ayudarla… no podría vivir
con esa culpa.
–Lo entiendo. ¿Qué piensa Sandra al
respecto?
David esbozó una sonrisa.
–Ya conoces a Sandra.
–Sí. Ella quiere que lo hagas.
–Correcto.
Quiller se inclinó hacia adelante.
–Yo haré todo lo que esté a mi alcance para ayudarte,
David.
David suspiró.
–No. Eso es parte del trato. Tengo que manejar esto
solo.
Quiller frunció el entrecejo.
–No tiene sentido.
–Ya lo sé. Traté de explicárselo al doctor Patterson, pero él
no quiso escucharme.
–¿Ya se lo dijiste a Kincaid?
–Por la mañana tendré una reunión con él.
–¿Qué crees que pasará?
–Sé lo que va a pasar. Me aconsejará que no tome el caso, y
si yo me planto en mis trece, me pedirá que tome una licencia sin
goce de sueldo.
–Almorcemos juntos mañana. En el Rubicon, a la
una.
David asintió.
–De acuerdo.
Emily salió de la cocina secándose las manos con un
repasador. David y Quiller se pusieron de pie.
–Hola, David. – Emily se le acercó y él la besó en la
mejilla.
–Espero que tengas apetito. La cena ya está casi lista.
Sandra está en la cocina, ayudándome. Es tan encantadora. – Levantó
una bandeja y corrió de vuelta a la cocina.
Quiller miró a David.
–Ya sabes lo importante que eres para Emily y para mí. Te
daré un consejo. Tienes que olvidar.
David permaneció allí sentado y en silencio.
–Eso sucedió hace mucho tiempo, David. Y no fue culpa tuya.
Podría haberle sucedido a cualquiera.
David miró a Quiller.
–Pero me sucedió a mí, Jesse. Yo la maté.
Era un déjá vu. Todo de nuevo. Y de nuevo. David siguió allí
sentado, pero transportado a otro tiempo y otro
lugar.
Era un caso pro bono y David le había dicho a Jesse
Quiller:
–Yo lo manejaré. Helen Woodman era una hermosa mujer joven
acusada de haber asesinado a su adinerada madrastra. Las dos habían
mantenido violentas peleas en público, pero las pruebas contra
Helen eran sólo circunstanciales. Después de ir a la cárcel y
conversar con ella, David quedó convencido de que era inocente.
Cada vez que la veía se involucraba emocionalmente más con ella. Al
final, había violado una regla básica: nunca hay que enamorarse de
un cliente.
El juicio anduvo bien. David había refutado una a una las
pruebas del fiscal, y se había ganado además a los miembros del
jurado. Sin embargo, en la fase de refutación de la fiscalía,
ocurrió un desastre. La coartada de Helen era que en el momento del
homicidio ella estaba en el teatro con una amiga. Pero durante el
interrogatorio en el juzgado, su amiga confesó que la coartada era
falsa, y apareció entonces un testigo que dijo que había visto a
Helen en el departamento de su madrastra,, a la hora del homicidio.
Eso echó por tierra la credibilidad de Helen. El jurado la condenó
y el juez la sentenció a muerte. David quedó
destruido.
–¿Cómo pudo hacerme esto? – le preguntó-. ¿Por qué me
mintió?
–YO no maté a mi madrastra, David. Cuando llegué a su
departamento la encontré tirada en el suelo, muerta. Tuve miedo de
que usted no me creyera, así que inventé lo del
teatro.
Él permaneció allí, escuchándola, con una expresión cínica en
la cara.
–Le estoy diciendo la verdad, David.
–¿De veras? – Él se dio media vuelta y salió de allí hecho
una furia.
En algún momento, durante la noche, Helen se
suicidó.
Una semana más tarde, un ex convicto al que detuvieron cuando
cometía un robo, confesó ser el autor del homicidio de la madrastra
de Helen.
Al día siguiente, David abandonó la firma de Jesse Quiller,
pese a que éste trató de disuadirlo.
–No fue culpa tuya, David. Ella te mintió y…
–Ésa es la cuestión. Yo permití que lo hiciera. No cumplí con
mi tarea. No me aseguré de que me estuviera diciendo la verdad. Yo
quería creerle y, por esa razón, le fallé.
Dos semanas después David trabajaba en Kincaid, Turner, Rose
Ripley.
–No quiero volver a ser nunca responsable de la vida de otra
persona -se había jurado.
Y ahora defendería a Ashley Patterson.