La voz de su padre era azul y, a veces, roja. La voz de su
madre era color marrón oscuro. La voz de su maestra era amarilla.
La voz del almacenero era anaranjada. El sonido del viento entre
los árboles era verde. El sonido del agua que fluye era
gris.
Alette Peters tenía veinte años. Podía tener un aspecto
sencillo, atractivo o deslumbrantemente hermoso, según cual fuera
su estado de ánimo o su nivel de autoestima. Pero nunca era
sencillamente bonita. Parte de su encanto residía en que no tenía
ninguna conciencia de su aspecto físico. Era tímida y afable, con
una dulzura que era casi un anacronismo.
Alette había nacido en Roma y tenía un acento italiano
musical. Amaba todo lo que tuviera que ver con Roma. Había
permanecido de pie en lo alto de las escalinatas de Piazza di
Spagna, contemplando la ciudad y sentido que era suya. Cuando
observaba los templos antiguos y el gigantesco Coliseo, sabía que
pertenecía a esa era. Había caminado por Piazza Navona, escuchado
la música de las aguas en la Fuente de los cuatro ríos y recorrido
Piazza Venecia, con su monumento a Víctor Manuel II que parecía una
torta de bodas. Había pasado interminables horas en la Basílica de
San Pedro, el Museo Vaticano y la Galería Borghese, y disfrutado de
las obras eternas de Rafael, Fray Bartolomeo, Andrea del Sarto y
Pontormo. El talento de esos artistas la maravillaba y al mismo
tiempo la desalentaba. Deseó haber nacido en el Siglo XVI y tenido
así oportunidad de conocerlos. Para Alette eran personas más reales
que quienes pasaban junto a ella en las calles. Anhelaba con
desesperación ser pintora.
Le parecía oír la voz color marrón oscuro de su madre: No
haces más que gastar papel y pintura. No tienes ningún
talento.
La mudanza a California la alteró mucho. Al principio, lo que
la preocupaba era si lograría adaptarse a ese nuevo lugar de
residencia, pero Cupertino resultó ser una agradable sorpresa.
Alette disfrutaba de la privacidad que le confería esa ciudad
pequeña, y le gustaba trabajar para Global Computer Graphics
Corporation. En Cupertino no había importantes galerías de arte,
pero los fines de semana ella iba en auto a San Francisco a visitar
las galerías que había allá.
–¿Por qué te interesan tanto esas cosas? – le preguntaba Toni
Prescott-. Ven conmigo a P. J. Mulligans y
divirtámonos.
–¿El arte no te importa?
Toni se echó a reír.
–Sí, por supuesto. ¿Cuál es su apellido?
En la vida de Alette Peters sólo había una nube: era una
maníaco depresiva. Sufría de anomia, una sensación de estar
alienada de las demás personas. Las oscilaciones en su estado de
ánimo siempre la tomaban por sorpresa y en un instante podía pasar
de una euforia jubilosa a una profunda desesperación. No tenía
ningún control sobre esta situación.
Toni era la única persona con la que Alette hablaba de sus
problemas. Toni tenía una solución para todo, y por lo general
era:
–¡Salgamos a divertirnos!
El tema favorito de Toni era Ashley Patterson. En ese momento
la observaba hablar con Shane Miller.
–Mira a esa boluda -dijo Toni con desprecio-. Es la Reina del
Hielo.
Alette asintió.
–Es muy seria. Alguien debería enseñarle a
reír.
Toni soltó una risotada.
–Alguien debería enseñarle a coger.
Una noche por semana Alette iba a la misión para los sin
techo de San Francisco y ayudaba a servir la cena. En particular,
había una pequeña viejecita que siempre esperaba con impaciencia su
visita. Estaba en silla de ruedas, y Alette la empujaba hasta la
mesa y le llevaba comida caliente.
La mujer dijo con gratitud:
–Querida, si yo tuviera una hija, querría que fuera
exactamente como tú.
Alette le oprimió una mano.
–Qué hermoso cumplido. Gracias. – Y una voz interior dijo: Si
tuvieras una hija, tendría el mismo aspecto porcino que
tú.
A Alette le horrorizaban esos pensamientos suyos. Era como si
otra persona adentro de ella las estuviera pronunciando. Le sucedía
todo el tiempo.
Había salido de compras con Betty Hardy, una mujer que
pertenecía también a la iglesia de Alette. Se detuvieron frente a
una tienda departamental.
Betty admiraba un vestido que había en la
vidriera.
–¿No es hermoso?
–Sí, precioso -convino Alette. Es el vestido más horrible que
vi en mi vida. Perfecto para ti.
Cierta noche Alette cenaba con Ronald, un sacristán de la
iglesia, y él dijo:
–Disfruto mucho de estar contigo, Alette. Hagamos esto más
seguido.
Ella sonrió con timidez.
–Me encantaría. – Y pensó: Non fare lo stupido. Tal vez en
otra vida, imbécil.
Y una vez más se horrorizó. ¿Qué me está pasando? Pero no
tenía respuesta para esa pregunta.
El menor desaire, intencional o no, la enfurecía. Cierta
mañana, mientras se dirigía en el auto a su trabajo, un vehículo se
le cruzó. Ella apretó los dientes y pensó: Te mataré, hijo de puta.
El hombre se disculpó por señas y Alette le sonrió con dulzura.
Pero la furia seguía allí.
Cuando la nube negra descendía, Alette imaginaba que las
personas que veía por la calle tenían un infarto o eran
atropelladas por automóviles o eran asaltadas y asesinadas. Evocaba
mentalmente esas imágenes, y eran muy reales. Un momento después se
sentía culpable y avergonzada.
En sus días buenos, Alette era una persona completamente
diferente. Era auténticamente buena y comprensiva y disfrutaba de
ayudar a la gente. Lo único que arruinaba su felicidad era saber
que la oscuridad volvería a caer sobre ella y que entonces estaría
perdida.
Todos los domingos por la mañana Alette iba a la iglesia. La
iglesia tenía programas de voluntarios para darles de comer a los
sin techo y enseñar a pintar por las tardes. Alette dirigía las
clases dominicales de catecismo para los chicos y ayudaba en la
nursery. Se ofrecía como voluntaria para todas las actividades de
caridad y les dedicaba el mayor tiempo posible. Lo que más le
gustaba era darles clases de pintura a los chicos.
Cierto domingo se organizó una kermés para recaudar fondos
para la iglesia, y Alette llevó varias telas suyas para que las
vendieran. El pastor, Frank Selvaggio, las miró,
asombrado.
–¡Son estupendas! Deberías venderlas en una
galería.
Alette se sonrojó.
–Pero si lo hago sólo por diversión.
A la kermés asistió muchísima gente. Los feligreses habían
llevado a sus amigos y familiares, y había quioscos de juegos, así
como de pintura y artesanías. Asimismo, había tortas exquisitamente
decoradas, increíbles colchas confeccionadas a mano, dulces caseros
en frascos muy bellos, juguetes de madera tallada. La gente pasaba
de quiosco en quiosco, probaba los dulces y compraba cosas que no
le servirían para nada.
–Pero es en nombre de la caridad -Alette oyó que una mujer le
explicaba a su marido.
Alette miró sus obras, que había dispuesto alrededor del
quiosco, en su mayoría paisajes con colores vivos y luminosos que
saltaban de la tela. Se llenó de dudas. No haces más que gastar
buen dinero en pintura, muchacha.
Un hombre se acercó al quiosco.
Hola. ¿Tú pintaste estos paisajes?
Su voz era de color azul profundo. No, imbécil. Michelangelo
pasó por aquí y las pintó.
–Tienes mucho talento.
–Gracias. – ¿Qué puede saber usted de
talento?
Una pareja joven se detuvo frente al quiosco de
Alette.
–¡Mira esos colores! Tengo que llevarme ese cuadro. Eres
realmente muy buena pintora.
Y, durante toda la tarde, la gente se acercaba a su puesto
para comprar sus pinturas y decirle lo talentosa que era. Y Alette
deseaba creerles, pero en cada oportunidad la nube negra caía y
ella pensaba: Todos se engañan.
Se acercó un marchand.
–Estas telas son excelentes. Debería comercializar su
talento.
–Soy sólo una aficionada -insistía Alette. Y se negaba a
seguir hablando del asunto.
Al final del día, Alette había vendido todos sus cuadros.
Reunió el dinero que la gente le había pagado, lo puso dentro de un
sobre y se lo entregó al pastor Frank Selvaggio.
Él lo tomó y dijo:
–Gracias, Alette. Tienes un gran don: el de llevar tanta
belleza a la vida de las personas.
¿Oíste eso, mamá?
Cuando Alette estaba en San Francisco, pasaba horas
recorriendo el Museo de Arte Moderno, y también el Museo De Young
para estudiar su colección de arte norteamericano.
Varios pintores jóvenes copiaban algunas de las telas que
colgaban de los paneles. Un joven en particular atrajo la atención
de Alette: tenía cerca de treinta años, era delgado y rubio y su
rostro era fuerte e inteligente. Estaba copiando Petunias, de
Georgia O'Keefe, y su trabajo era realmente bueno. Él notó que
Alette lo observaba.
–Hola.
Su voz era de un amarillo cálido.
–Hola -dijo Alette con timidez.
El muchacho señaló con la cabeza la tela en la que estaba
trabajando.
–¿Qué opinas?
–Bellísima. Me parece maravillosa. – Y esperó que su voz
interior dijera: Para un estúpido aficionado. Pero nada sucedió y
eso la sorprendió muchísimo. – De veras, es
estupenda.
Él sonrió.
–Gracias. Me llamo Richard, Richard Melton.
–Yo soy Alette Peters.
–¿Vienes aquí con frecuencia? – preguntó
Richard.
–Sí. Lo más seguido que puedo. No vivo en San
Francisco.
–¿Dónde vives?
–En Cupertino.
–No: No es asunto tuyo ni Vaya si te gustaría saberlo sino En
Cupertino. ¿Qué me está sucediendo?
–Es una ciudad linda y pequeña. – A mí me
gusta.
–No ¿Qué demonios te hace pensar que es una ciudad linda y
pequeña? sino A mí me gusta.
Él terminó con su trabajo. Le dijo:
–Tengo hambre. ¿Puedo invitarte a almorzar? El Café De Young
tiene comida bastante buena.
Alette vaciló apenas un momento.
–Va bene. Me encantaría. – No Qué estúpido que
eres
ni Yo no almuerzo con desconocidos sino Me encantaría. Para
Alette, era una experiencia nueva y fascinante.
El almuerzo fue muy agradable y en ningún momento desfilaron
por la mente de Alette pensamientos negativos. Hablaron sobre los
grandes pintores, y Alette le contó a Richard todo lo referente a
su infancia en Roma.
–Yo nunca estuve en Roma -dijo él-. Tal vez vaya algún
día.
Y Alette pensó: Sería divertido ir a Roma contigo. Cuando
terminaban el almuerzo, Richard vio en el salón al compañero con el
que compartía el departamento. Lo llamó.
–Gary, no sabía que estarías aquí. Quiero presentarte a
alguien. Ésta es Alette Peters. Gary King.
Gary tenía más o menos la misma edad de Richard, ojos
celestes y pelo largo hasta los hombros.
–Me alegro de conocerte, Gary.
–Gary es mi mejor amigo desde la secundaria,
Alette.
–Así es. Fueron diez años, así que si quieres oír historias
bien sabrosas…
–Gary… ¿no tienes que ir a alguna parte?
–Correcto. – Miró a Alette. – No olvides mi ofrecimiento. Nos
veremos.
Los dos observaron irse a Gary. Richard
dijo:
–Alette…
–¿Sí?
–¿Puedo verte de nuevo?
–Me gustaría. – Me gustaría muchísimo.
El lunes por la mañana, Alette le contó a Toni su
experiencia.
–No te enredes con un pintor -le advirtió Toni-. Vivirás
comiendo la fruta que él pinta. ¿Volverás a verlo?
Alette sonrió.
–Sí. Creo que él gusta de mí. Y él me gusta. De veras, me
gusta mucho.
Empezó como un leve desacuerdo y terminó como una discusión
feroz. El pastor Frank se retiraba después de cuarenta años de
servicio. Había sido un pastor excelente y bondadoso, y la
congregación lamentaba mucho que se fuera. Se realizaron reuniones
secretas para decidir qué regalo de despedida hacerle. Un reloj…
dinero… vacaciones… una pintura… A él le encantaba el
arte.
–¿Por qué no le pedimos a alguien que le pinte un retrato,
con la iglesia de fondo? – Todos miraron a Alette. – ¿Lo
harías?
–Desde luego -respondió ella, feliz.
Walter Manning era uno de los miembros más antiguos de la
iglesia, y uno de los que más dinero daba para las obras
parroquiales. Era un exitoso hombre de negocios, pero parecía
fastidiarle el éxito de los demás. Dijo:
–Mi hija es una excelente pintora. Creo que el retrato
debería pintarlo ella.
Alguien sugirió:
–¿Por qué no pedirles a las dos que lo hagan? Después
pondremos a votación cuál regalarle al pastor
Frank…
Alette puso manos a la obra. Completar el-retrato le llevó
cinco días, y el resultado era una obra maestra que transmitía la
compasión y la bondad de su sujeto. El domingo siguiente, el grupo
se reunió para ver los cuadros. La obra de Alette suscitó
exclamaciones de admiración.
–Es tan real que casi parece que el pastor pudiera emerger de
la tela…
–A él le va a encantar. – Este cuadro merecería estar en un
museo, Alette…
Walter Manning abrió el paquete que contenía la tela pintada
por su hija. Era una obra bien hecha, pero le faltaba la pasión que
transmitía el retrato de Alette.
–Es muy lindo -dijo con tacto uno de los miembros de la
congregación-, pero creo que el de Alette es…
–Estoy de acuerdo… -El elegido es el retrato pintado por
Alette…
Walter Manning dijo:
–Opino que la decisión debe ser unánime. Mi hija es pintora
profesional -miró a Alette-, y no una diletante. Mi hija lo pintó
como un favor, y no podemos hacerle un desaire.
–Pero Walter…
–Nada. Esto tiene que ser unánime. O le damos la pintura de
mi hija o no le damos nada.
Alette dijo:
–Lo que pintó su hija me gusta mucho. Creo que el regalo debe
ser ése.
Walter Manning sonrió con expresión presumida y
dijo:
–Se sentirá muy complacido con esta tela.
Esa noche, camino de regreso a su casa, Walter Manning fue
atropellado por un vehículo que se dio a la fuga, y
murió.
Cuando Alette lo supo sufrió un gran impacto.