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EL CYCHEDD
Al día siguiente, al rayar el alba, los Cuervos y unos cuantos guerreros más abandonaron Dinas Dwr para escoltar a Paladyr hacia la costa este, donde sería embarcado para cruzar Mor Glasel y abandonado en los devastados confines de Tir Aflan. Cynan, sombrío e irritado, emprendió la marcha pocas horas después para regresar a Dun Cruach. Fue una despedida muy triste.
En los días que siguieron fueron avanzando las obras de restauración del caer. Se talaron árboles y fueron arrastrados desde los límites del bosque hasta la orilla del lago, donde fueron podados y pulidos para reparar los tejados y el muro. También se cortaron para los techos gran cantidad de juncos, que fueron extendidos sobre las rocas para secar. Se retiraron los troncos quemados y se alisó la tierra para construir nuevas viviendas y almacenes; se transportaron carretadas y carretadas de ceniza al otro lado del lago para abonar los campos. Me habría gustado contemplar la finalización de las obras, pues la simple vista de las ruinas requemadas me dolía como una herida, y cuanto antes acabara la reconstrucción de Dinas Dwr antes cesaría mi dolor. Pero Tegid tenía otros planes.
Una noche, durante la cena, después de que los Cuervos hubieran regresado de escoltar a Paladyr, el bardo se levantó y se colocó ante la chimenea. Todos supusieron que iba a cantar algo y comenzaron a vocear los títulos de las canciones que deseaban oír.
—¡Los hijos de Llyr! —gritó alguien.
—¡El corcel rojo de Rhydderch! —gritó otro, ante la aprobación general.
—¡La venganza de Gruagach! —terció otra voz, que fue acallada con silbidos.
Tegid se limitó a sacudir la cabeza y anunció que no podía cantar ni aquella noche ni ninguna otra.
—¿Por qué? —preguntó alguien—. ¿Cómo es que no puedes cantar?
El astuto bardo respondió:
—¿Cómo voy a cantar si los Tres Hermosos Reinos de Albión permanecen separados unos de otros, sin un rey que establezca la armonía entre las tribus?
Inclinándome hacia Goewyn le susurré:
—Me huele a gato encerrado.
Entonces, dirigiéndose a mí, el bardo declaró que como Aird Righ que era, a buen seguro entraba en mis planes con indiscutible prioridad recorrer mis tierras y establecer mi gobierno en todo el reino.
—A decir verdad —repuse en tono ligero—, tarde o temprano se me habría ocurrido tal idea.
Luego me incliné hacia Goewyn y susurré:
—Ya te lo decía.
—Y puesto que eres el Soberano Rey —anunció Tegid blandiendo orgullosamente su vara—, extenderás la gloria de tu reino a cuantos se acojan bajo la protección de tu Mano de Plata. Por tanto, el Cylchedd que proyectas deberá incluir todas las tierras de los Tres Hermosos Reinos para que Caledon, Prydain y Llogres se sometan a tu soberana autoridad, pues todos deben reconocerte como rey y tú debes recibir los honores y el tributo de toda la isla de la Fuerza.
Sus palabras cogieron a todos por sorpresa. A mí también, pero mientras el bardo hablaba comencé a entrever la lógica que se escondía tras su pomposo tono. Una tarea tan importante requería un cierto ceremonial y el pueblo de Dinas Dwr no tardó en comprender el significado del discurso de Tegid.
No era la primera vez, desde luego, que el Bardo Supremo hacía referencia al título de Aird Righ. Sin embargo, una cosa era usarlo en Dinas Dwr, entre mi propio pueblo, y otra muy distinta proclamarlo al mundo que se extendía más allá del protector risco de Druim Vran.
La concurrencia rompió en murmullos.
—¡Aird Righ! ¡Llew Mano de Plata es el Soberano Rey! —decían—. ¿Lo habéis oído? ¡El Bardo Supremo lo ha proclamado Aird Righ!
Tras la proclamación de Tegid se escondía una poderosa razón: estaba ansioso por establecer la Soberanía de Albión fuera de toda duda. A mí me parecía una ambiciosa aventura. Además, me habría gustado que me previniera. Hablando sin tapujos, yo no compartía el entusiasmo de Tegid por la Soberana Realeza, lo cual, sin duda, era el motivo de que hubiese anunciado el Cylchedd como acababa de hacer.
Cualesquiera que fuesen mis recelos, Bran y los Cuervos, y también los demás guerreros, aprobaron las palabras de Tegid con ruidoso entusiasmo. Entrechocaron las copas y golpearon las mesas con las manos, organizando tal algarabía que al bardo le costó un buen rato retomar el discurso.
El penderwydd, con una sonrisa de autosatisfacción, contemplaba la conmoción que había causado. Sentí en mi cuello una mano fría y alcé la mirada. Goewyn estaba de pie junto a mí.
—No es ni más ni menos que lo que te corresponde por derecho —me susurró al oído con cálido aliento.
Cuando el tumulto se hubo apaciguado, Tegid continuó explicando que el recorrido comenzaría en Dinas Dwr con una asamblea a la que asistiría todo el pueblo. Luego, cuando los preparativos estuvieran a punto, emprenderíamos un largo viaje por toda Albión.
Tegid tenía un montón de cosas que decir, y lo cierto es que las decía muy bien. Yo lo escuchaba un poco distraído y me preguntaba si, como él pretendía, el viaje duraría un año y un día, estimación que yo consideraba más bien una licencia poética que un cálculo acurado. Por lo que decía, colegí que no iba a ser un viaje rápido ni fácil, y pronto me sorprendí a mí mismo planeando los detalles mientras el bardo seguía hablando.
—Escucha, bardo —le dije en la primera ocasión en que nos encontramos a solas—, estoy dispuesto a realizar el Cylchedd, pero deberías haberme prevenido de que ibas a anunciarlo.
Tegid se levantó muy tenso.
—¿Estás disgustado?
—Oh, siéntate, Tegid. No estoy enfadado. Sólo quiero saber por qué lo hiciste de este modo.
El bardo se relajó y volvió a sentarse. Estábamos en mi cabaña; desde mi boda con Goewyn yo prefería la tranquilidad de mi modesta casa de una habitación, al bullicio del concurrido palacio.
—Tu dignidad real debe ser proclamada ante el pueblo —dijo con toda sencillez—. Cuando un nuevo rey sube al trono, es tradición que realice un Cylchedd por sus tierras. Además, como Aird Righ, es necesario que te ganes la fidelidad de otros reyes y pueblos además de la de tus propios capitanes y clanes.
—Lo comprendo. ¿Cuándo nos marcharemos de Dinas Dwr?
—Tan pronto como todo esté dispuesto.
—¿Cuánto tiempo llevarán los preparativos? ¿Un par de días? ¿Tres o cuatro?
—No mucho más. —Hizo una pausa y me miró con expresión ilusionada—. Será algo magnífico, hermano. Estableceremos el honor de tu nombre y aumentaremos tu fama por toda Albión.
—¿No has pensado en que algunos bastardos de la horda de Meldron pueden estar rondando por esos mundos? Seguramente no se mostrarán demasiado conformes contigo.
—Razón de más para que emprendamos cuanto antes el Cylchedd. Podremos convencer a cuantos no lo estén todavía. Nos acompañarán los guerreros.
—¿De verdad durará un año el viaje? Soy un recién casado, Tegid, y abrigaba la esperanza de poder quedarme en mi casa un tiempo.
—Goewyn nos acompañará —se apresuró a contestar—, y todos los que tú quieras. Cuanto mayor sea la comitiva, mayor estima ganarás a los ojos de tu pueblo.
Comprendí que Tegid concebía el viaje como una demostración de pompa y poder.
—Va a ser una enorme tarea —musité.
—¡Desde luego! —declaró con orgullo—. No se habrá visto nada igual en Albión desde los tiempos de Deorthac Varvawc.
Colegí que aquello suponía para él mucho más de lo que dejaba entrever. Bien, me dije, dejemos que se salga con la suya. Después de todo lo que había sufrido con Meldron, se lo tenía bien ganado. Quizá los dos nos lo habíamos ganado.
—¿Deorthach Varvawc? —repetí—. ¿Quién podría olvidar un nombre como ése?
Los preparativos se llevaron a cabo con toda urgencia. Cuatro días más tarde contemplé una impresionante comitiva de carros, carretas y caballos. Parecía como si toda la población de Dinas Dwr planeara emprender el viaje con nosotros. Era de esperar, sin embargo, que algunos se quedarían para cuidar los campos y ocuparse de la reconstrucción del crannog. Por muy apetecible que fuera viajar por Albión, había también que recoger las cosechas y cuidar del ganado y alguien tenía que hacerlo, desde luego.
Al final se decidió que Calbha permanecería en Dinas Dwr durante nuestra ausencia. Meldron había destruido la fortaleza del rey de los cruinos en Blar Cadlys, así que Calbha tardaría aún bastante tiempo en hacer acopio de víveres, herramientas y provisiones. Por eso él mismo decidió quedarse. Aunque le hubiera gustado mucho acompañarnos, consideró que debía emplear todo su tiempo en velar por el bienestar de su pueblo.
También Scatha decidió permanecer, pues estaba entrenando a muchos jóvenes guerreros. Tres Cuervos se quedarían para ayudarla y también algunos guerreros más para proteger Dinas Dwr.
La víspera de la partida, Tegid convocó al pueblo a palacio. Cuando todos se hubieron reunido, ocupé mi trono y, al mirar todos aquellos esperanzados rostros fijos en mí, sentí sobre mis espaldas —y no por primera vez— la pesada carga de la responsabilidad. Habría sido abrumador si no hubiera sentido igualmente la fuerza de la tradición, para ayudarme a sobrellevar la carga, puesto que otros la habían llevado antes que yo y su legitimidad latía en el mismísimo espíritu de la soberanía.
Sentado en el trono de asta se me ocurrió de pronto que podía ser rey, incluso Soberano Rey, no porque supiera algo acerca de cómo serlo, ni mucho menos porque lo mereciera más que otros, sino porque el pueblo creía en mi dignidad real. Es decir, el pueblo creía en la soberanía y, animado por tal fe, deseaba contagiarme su convicción.
Quizás el Bardo Supremo ostentaba el poder de conferir o negar la dignidad real, pero tal poder derivaba del pueblo. «Un rey es un rey —acostumbraba decir Tegid—, pero un bardo es el corazón y el alma del pueblo; es su vida hecha canción, la lámpara que guía sus pasos por los senderos del destino. Un bardo es el espíritu y la esencia del clan; es el eslabón, la cuerda de oro que une las sucesivas generaciones del clan y enlaza los tiempos pasados con los que están aún por venir».
Por fin comenzaba a vislumbrar la esencia fundamental de Albión. Comprendía, también, los mortales designios de Simon: al atacar la soberanía había herido el mismísimo corazón de Albión. Si hubiera conseguido matar de raíz la dignidad real, Albión habría dejado de existir.
—Mañana —anunció el Bardo Supremo—, Llew Mano de Plata abandonará Dinas Dwr para llevar a cabo el Cylchedd de sus tierras y recibir el homenaje de sus reyes hermanos y de las tribus de los Tres Hermosos Reinos. Sin embargo, antes de que se gane la estima de los demás, corresponde a su propio pueblo jurarle fidelidad y honrarlo.
Tegid alzó la vara y dio tres golpes en el suelo. Llamó luego a los capitanes, tanto reyes como nobles o guerreros, para que me rindieran homenaje y pronunciaran el juramento de fidelidad. Yo debía simplemente recibir sus votos y garantizarles como rey mi protección. Cuando cada uno de los capitanes había acabado de pronunciar su juramento, se arrodillaba ante mí y apoyaba la cabeza en mi pecho en señal de sumisión y amor.
Empezando por Bran Bresal, uno tras otro fueron desfilando ante mí: Alun, Garanaw, Emyr, Drustwn, Niall, Scatha, Calbha. Luego siguieron otros que habían llegado a Dinas Dwr durante las depredaciones de Meldron y por último los que se habían rendido ante el Salvaje Sabueso. Recibir el homenaje de estos últimos me conmovió profundamente. Sus juramentos los ataban a mí, y también me ataban a mí con ellos.
Cuando la ceremonia hubo terminado, yo era más que nunca el rey…, y estaba más deseoso que nunca de volver a ver las tierras de Albión.
Cruzamos Druim Vran mientras el sol se levantaba tras las montañas circundantes. Cuando comenzamos a descender del risco, me detuve a mirar atrás y vi que los últimos carros se ponían en marcha desde la orilla del lago.
Si, tal como había sugerido Tegid, la envergadura de la comitiva incrementaba la estima de un rey, la mía estaba ciertamente centuplicada. Había dieciséis carros cargados de víveres y aprovisionamientos, ganado —una verdadera despensa viviente— y caballos extra para el centenar de hombres y mujeres que trabajaban como cocineros, servicio de campamento, guerreros, mensajeros, cazadores y despenseros. Al frente de la comitiva iban mis jefes Cuervos: Bran Bresal, Emyr Lydaw con el carynx de batalla, y Alun Tringad, montados en poderosos corceles. Luego iba el penderwydd de Albión con sus mabinogi y detrás Goewyn, sobre un caballo bayo, y yo sobre un ruano. Nos seguía el grueso de los guerreros y por último una interminable hilera de carros.
El valle que se extendía ante nosotros estaba bañado de luz y relucía como una esmeralda; se me alegraba el alma ante la perspectiva de viajar por aquellas extraordinarias tierras, sobre todo en compañía de Goewyn y de mis amigos. Había olvidado cuán hermosa era Albión. Resplandecía de luz y color: los variados tonos verdes de las boscosas cañadas, el moteado y delicado verdor de los brezales, el brillante azul del despejado cielo, la reluciente plata del agua, el fulgor dorado del sol.
En mis correrías había recorrido aquellas tierras en varias ocasiones, pero todavía tenían el poder de sorprenderme. Un destello de blancos abedules destacándose contra el lustroso verde del acebo, o las sombras de nubes azuladas deslizándose por las distantes laderas me dejaban boquiabierto de admiración. Era una maravilla, sobre todo considerando que Albión había soportado la devastación del fuego y la sequía durante un invierno sin fin. La tierra había sufrido la devastación de Nudd y su horda demoníaca y luego las depredaciones de Meldron, el Salvaje Sabueso. Y pese a todo parecía renacida.
Sin duda, un invisible agente había trabajado infatigablemente para llevar a cabo una constante renovación de la tierra, porque no había por ningún lado rastro de desolación, ni cicatrices, ni señales visibles de las torturas tan recientemente sufridas. Quizás el esplendor de aquellos parajes se renovaba sin cesar, o quizás Albión, de alguna forma, era recreada en cada alborada, pues parecía que árboles, colinas, arroyos y piedras acababan de surgir de la más pura y vivificante exuberancia.
Al cabo de dos días de viaje me sentía un hombre embelesado ante la existencia, pero no sólo de sí mismo sino del universo entero. Mi arrobamiento se extendía a la luna, a las estrellas y a la bóveda oscura que se cernía más allá aún. Si hubiera sido un bardo, habría cantado el vértigo que sentía.
A medida que avanzaba el viaje, iba aumentando mi sensibilidad ante la belleza de la tierra que me rodeaba. Comencé a percibir la gloria sutil que irradiaba de cada una de las formas que captaban mis ojos: cada rama, cada hoja, cada brizna de hierba me asombraba con su inefable grandiosidad y majestad. Me parecía que el mundo que veía ante mí era la mera manifestación de una realidad vastamente poderosa y profundamente esencial que existía más allá de la vista. No podía percibir esa velada realidad directamente, pero sí sus efectos. Todo lo que esa realidad tocaba, vibraba como una cuerda del arpa de Tegid. Me parecía que si escuchaba con todos mis sentidos podría oír el murmullo de su celestial vibración. A veces imaginaba que la oía, como el eco de una canción detenida en el umbral del oído. No podía oír la melodía, sólo su eco.
El motivo de mi deleite se debía en parte a Goewyn. Estaba tan enamorado que junto a ella hasta las mismas mazmorras de Nudd me habrían parecido un paraíso. Mientras viajábamos a través del resucitado esplendor de Albión comencé a darme cuenta de que ahora contemplaba el mundo con ojos diferentes. Ya no era un transeúnte, un intruso que visitaba un mundo que no era el suyo; ahora pertenecía a aquel mundo. Albión era mi hogar. Había tomado por esposa a una mujer del Otro Mundo. Ya no era un extraño; era el rey. Era el Aird Righ. ¿Quién si no el rey iba a pertenecer a Albión?
El rey y la tierra estaban unidos de forma íntima y misteriosa. No de una forma abstracta y filosófica, sino concreta y física. La relación del rey con la tierra era la misma que la del hombre con la vida; el pueblo de Albión la consideraba incluso como un matrimonio. Y ahora que era un hombre casado, comenzaba a entenderlo, mejor dicho, a sentirlo: el concepto estaba aún lejos de mi comprensión lógica, pero podía discernirlo como si tomara forma en mi carne y en mis huesos; podía percibir una ancestral y primaria verdad que aún no podía verbalizar.
De este modo, el Cylchedd comenzó a convertirse en un peregrinaje, en un viaje de una inmensa y espiritual trascendencia. Quizá no comprendía del todo su significado, y mucho menos el de sus aún más etéreas implicaciones; pero podía experimentar su inexorable e ineludible poder, como si de la gravedad se tratara. Y en modo alguno lo sentía como una carga; en otras palabras, sabía que de ahora en adelante me acompañaría siempre, como un alma envuelta en carne.
Durante el día viajábamos por parajes que la luz del sol hacía sublimes; un sol que impartía un esplendor casi luminoso a cuanto tocaba y creaba por doquier resplandecientes horizontes y brillantes panoramas. Por la noche, acampábamos bajo un impresionante cielo recamado de estrellas y nos dormíamos con el relajante sonido del arpa resonando en nuestros oídos.
Así llegamos a nuestro primer destino: Gwynder Gwydd, un poblado del clan de los fotlae, en Llogres. Casualmente, entre los nuestros había algunos fotlae, que estaban ansiosos por comprobar si sus parientes habían sobrevivido.
Acampamos en un prado al pie de un menhir llamado Carwden, el Hombre Encorvado, que los fotlae utilizaban como punto de reunión. Un arroyo corría por el prado rodeado por bosques de árboles jóvenes. Tan pronto como las tiendas estuvieron levantadas, Tegid envió a la Bandada de Cuervos como mensajeros por toda la región, y los demás nos dispusimos a esperar.
Llevábamos con nosotros mi trono de asta, y Tegid ordenó que se levantara un pequeño montículo ante el Carwden para colocar encima el trono. A la mañana siguiente, siguiendo los consejos de Tegid, Goewyn y yo nos engalanamos con nuestras mejores vestimentas. Goewyn se puso una túnica blanca, con el cinturón de escamas de oro de Meldryn Mawr que yo le había regalado, y un manto azul cielo; yo me atavié con un manto rojo orlado de oro, un siarc verde y unos breecs azules. Me puse un cinturón de enormes discos de oro, un broche y mi torque de oro. Goewyn tuvo que ayudarme con el broche, pues yo me había acostumbrado a manejarme sin la mano derecha, pero aún no me había habituado a mi mano de plata.
Goewyn me puso el broche y retrocedió unos pasos para examinar mi aspecto con ojo crítico. No le gustó la forma en que había dispuesto los pliegues de mi manto, así que me lo ajustó de nuevo.
—¿Todo en orden? —pregunté.
—Si hubiera sabido que ibas a convertirte en un rey tan apuesto, me habría casado contigo hace mucho tiempo —repuso echándome los brazos al cuello y besándome.
Al sentir la tibieza de su cuerpo, me embargó un repentino deseo. La estreché fuertemente… y en aquel preciso instante sonó el carynx.
—Los horarios de Tegid son implacables —murmuré.
—El día es aún joven, amor mío —susurró ella irguiéndose—. Pero tu pueblo aguarda. Debes disponerte a recibirlos.
Salimos de la tienda y vimos que un considerable tropel de personas atravesaban el prado y se dirigían hacia el Carwden. Eran los habitantes de Gwynder Gwydd y de los poblados vecinos; unos sesenta hombres y mujeres, todo lo que quedaba de cuatro o cinco tribus. Los fotlae que estaban con nosotros se alegraron de volver a ver a sus compatriotas, y los recibieron con tan ruidosos gritos y aplausos que pasó un buen rato antes de que pudiera empezar el llys. Tegid ordenó a Emyr que hiciera sonar el carynx otra vez y el bramido del cuerno de batalla indicó el comienzo de la asamblea. Goewyn y yo avanzamos hacia el montículo y ocupamos nuestros puestos: yo en el trono y ella a mi lado donde todos pudieran verla, pues Tegid deseaba que todos la reconocieran y honraran como a su reina.
El pueblo de Gwynder Gwydd, deseoso de admirar al nuevo rey y a la encantadora reina, se apiñó en torno al montículo para no perderse detalle. Eso me dio la oportunidad de observarlos detenidamente. Era evidente que habían soportado muchos padecimientos. Algunos estaban mutilados, otros tenían cicatrices de palizas y torturas, y pese a la renovación experimentada por la tierra, todos estaban demacrados por el sufrimiento y la falta de alimentos. Se habían vestido con sus mejores ropas, que eran poco más que limpios y remendados andrajos. Meldron había exigido un alto precio por su reinado, y ellos habían tenido que pagarlo.
El Bardo Supremo procedió con el rito habitual, proclamando ante todos el extraordinario suceso que había ocurrido. Un nuevo Soberano Rey había aparecido en Albión y estaba haciendo un Cylchedd por su reino para establecer su gobierno, etcétera.
Los rostros de los fotlae parecían esperanzados aunque no totalmente convencidos; era la expresión típica de la gente acostumbrada a que la engañen y mientan constantemente. Su actitud era respetuosa y parecían deseosos de creer, pero sólo con verme no podían sentirse seguros. Muy bien, pensé, tendré que ganarme su confianza.
Así que, cuando Tegid hubo acabado, me levanté.
—Os doy la bienvenida, amado pueblo —dije alzando las manos.
El sol se reflejó en mi mano de plata que brilló como fuego. Aquello causó sensación y todos miraron boquiabiertos mi apéndice de metal. La sostuve en alto y doblé los dedos; ante mi sorpresa todos se dejaron caer al suelo de bruces.
—¿Qué les pasa? —le susurré a Tegid, que se había reunido conmigo en el montículo.
—Sienten pavor de tu mano, creo —repuso el bardo.
—Bueno, haz algo, Tegid. Diles que soy portador de paz y buenos deseos…, tú sabes qué decir. Házselo entender.
—Se lo diré —replicó con astucia Tegid—. Pero sólo tú eres capaz de hacérselo entender.
El Bardo Supremo alzó la vara y explicó a la asustada concurrencia lo hermoso que era reverenciar al rey y rendirle sincero respeto. Les dijo cuán satisfecho me sentía yo de recibir el regalo de su homenaje y que, ahora que Meldron había sido derrotado, no tenían nada que temer porque el nuevo rey no era un despiadado tirano.
—Dales una vaca —susurré cuando hubo terminado—. Dos vacas. Y un buey.
Tegid alzó las cejas.
—Eres tú quien debe recibir sus regalos.
—¿Sus regalos? Míralos, no tienen absolutamente nada.
—Son ellos los que deben…
—Dos vacas y un buey, Tegid. Ya me has oído —lo interrumpí.
El bardo se acercó a Alun y le susurró unas palabras al oído. El Cuervo asintió y se alejó a toda prisa. Entonces el bardo se dirigió a la gente y les ordenó que se levantaran. El rey sabía lo que habían sufrido en el Día de la Lucha, les dijo, y había traído con él un regalo como prenda de su amistad y como símbolo de la prosperidad de la que gozarían de ahora en adelante.
Alun volvió con las cabezas de ganado.
—El rey os entrega de sus propios establos estos animales para que podáis formar un rebaño.
Luego les preguntó quién era su jefe, para que tomara posesión del ganado en nombre de la tribu.
Sus palabras provocaron en el grupo cierta consternación y uno de los hombres se apresuró a explicarnos:
—Mataron a nuestro señor y nuestro capitán se puso al servicio de Meldron.
—Ya entiendo —dije—. Según parece también tenemos que darles un jefe —murmuré dirigiéndome a Tegid.
—Eso es fácil —repuso el bardo.
Alzando la vara, se dirigió a los fotlae y les dijo que el Soberano Rey tendría sumo placer en darles un nuevo señor que los gobernara y cuidara.
—¿Quién entre vosotros es digno de convertirse en el señor de los fotlae? —preguntó.
Ellos deliberaron unos momentos pronunciando distintas opiniones, pero por fin surgió un nombre con el que todos se mostraron satisfechos.
—¡Urddas! —gritaron—. ¡Que Urddas sea nuestro jefe!
Tegid me miró para que aprobara la elección.
—Muy bien —dije—. Que se adelante Urddas para que lo conozcamos.
La gente se apartó y una mujer delgada de cabellos negros se acercó al montículo, mientras nos observaba con profundos y sarcásticos ojos y una expresión de desafío en su delgado rostro.
—Tegid —dije conteniendo el aliento—, creo que el tal Urddas es una mujer.
—Posiblemente —replicó en un murmullo.
—Yo soy Urddas —dijo despejando toda duda, y echó una ojeada a Goewyn, que estaba disfrutando de nuestra momentánea confusión.
—¡Salud, Urddas, y bienvenida! —la saludó con cortesía Tegid—. Tu pueblo te ha nombrado su jefe. ¿Estás dispuesta a recibir el respeto de tu tribu?
—Así lo haré —repuso la mujer.
Sólo pronunció esas tres palabras, pero con tal autoridad que no me cupo la menor duda de que los fotlae habían escogido bien.
—No me resultará nuevo tal honor —añadió—, porque he estado dirigiendo el clan desde que su señor, mi esposo, fue asesinado por Mór Cù. Y si he sido nombrada de esta forma, es que me corresponde serlo por derecho.
Sus palabras fueron cortantes… ¿cómo no iban a serlo? Al fin y al cabo su clan había pasado por un verdadero infierno. Pero no era el rencor o el orgullo lo que la hacían hablar de aquel modo; creo que simplemente quería que nos enteráramos de cómo estaban las cosas entre ellos. Sin duda juzgó que las palabras directas y claras eran más adecuadas a su propósito que una afable ambigüedad. No debía de haber sido tarea fácil gobernar un clan bajo la cruel tiranía de Meldron.
—Entonces, aquí tienes a tu rey —le dijo Tegid—. ¿Reconocerás su soberanía, le jurarás lealtad y le pagarás el tributo debido? —le preguntó a continuación.
Urddas tardó en contestar; y creo que me habría sentido decepcionado si no hubiera sido así. Clavó sus fríos e irónicos ojos en mí como si le hubieran preguntado que tasara mi precio. Luego, aún indecisa, echó una mirada al ganado que yo había regalado a su clan.
—Lo reconoceré como rey —respondió al fin.
Noté que mientras contestaba miraba a Goewyn, como si cualquier falta que hubiera visto en mí quedara de sobra compensada por la reina. Presumiblemente, si había podido cortejar y ganar una mujer de la distinción de Goewyn, quizás había en mí más de lo que a primera vista se podía apreciar.
Tegid le tomó juramento de lealtad y cuando lo hubo pronunciado, la mujer se me acercó, se arrodilló y posó su cabeza en mi pecho. Cuando volvió a alzarse, los fotlae rompieron en aclamaciones. Ella se apresuró a ordenar a unos jóvenes que se llevaran las vacas y el buey…, temerosa de que cambiara de opinión.
—Urddas —le dije cuando iba a retirarse—, me gustaría que me contaras cómo te las arreglaste en esos tiempos tan difíciles. Quédate después de que termine el llys y compartiremos una copa… o lo que más te plazca.
—Una copa con el Aird Righ me complacería mucho —respondió con franqueza.
Sólo entonces la vi sonreír. El color volvió a sus mejillas e irguió la cabeza con orgullo.
—Ha sido un hermoso detalle —me susurró Goewyn acariciándome ligeramente la nuca.
—Un insignificante consuelo por la pérdida de un esposo —dije yo—, pero al menos es algo.
Había aún muchos asuntos que arbitrar, casi todos derivados de los problemas que se habían multiplicado bajo el dominio de Meldron. Los solventamos con prudencia, con lo cual Tegid dio por concluido el llys y, después de tomar juramento de lealtad a las tribus reunidas, declaró al clan de los fotlae bajo la protección del Aird Righ. Para celebrar el pacto, los invitamos a un banquete y al día siguiente regresaron a Gwynder Gwydd bendiciendo el nombre del nuevo rey.
La misma escena se repitió en nuestro recorrido por el resto del territorio de Llogres. Desgraciadamente, algunos distritos o cantrefs, antes muy populosos, habían quedado inhabitables, abandonados o destruidos. Nuestros mensajeros cabalgaron por toda la región, visitando caers, fortalezas y recónditos lugares. Y cuando encontraban supervivientes —en Traeth Eur, Cilgwri, Aber Archan, Clyfar Cnûl, Ardudwy, Bryn Aryen— proclamaban la buena nueva: ¡Ha venido el Soberano Rey! Reunid a vuestro pueblo, decídselo a todos y acudid a la asamblea en la que dará la bienvenida a cuantos lo reconozcan como rey.
Los años de crueldad padecidos bajo el dominio de Meldron habían cambiado horriblemente a la gente. El hermoso pueblo de Albión había palidecido, enflaquecido; se habían convertido en ojerosos fantasmas. Se me desgarraba el corazón al ver la degradación de aquella noble raza. Pero encontraba cierto alivio en el hecho de que éramos capaces de salvar a muchos del terror y de la angustia tan largamente padecida. Ánimo, les decíamos, un nuevo rey gobierna Albión; ha venido a restablecer la justicia en esta tierra.
A medida que avanzaba el Cylchedd, todos nosotros, hombres y mujeres, nos convertíamos en entusiastas portadores de buenas nuevas. Las noticias eran recibidas por doquier con tal felicidad y gratitud que todos competían entre sí por llevar el mensaje, sólo para compartir la alegría que sembraba.
Mi principal placer consistía en ver cómo se transformaban los rostros de los espectadores cuando por fin entendían que Meldron había muerto y que la hueste de sus guerreros había sido vencida. Casi podía ver cómo, al entender la verdad, la felicidad descendía sobre el pueblo como una nube resplandeciente. Vi cómo se erguían encorvadas espaldas y cómo miradas mortecinas volvían a la vida. Vi la esperanza y el coraje prender en cenizas apagadas y frías.
La Rueda del Año seguía rodando y las estaciones se iban sucediendo. Los días se habían acortado sensiblemente cuando acabamos el recorrido de Llogres y nos encaminamos a Caledon. Habíamos planeado invernar en Dun Cruach, antes de reanudar el Cylchedd. Yo quería volver a casa, pero Tegid dijo que no podía regresar a Dinas Dwr hasta haber completado el viaje.
—El recorrido no debe ser interrumpido —insistió.
De este modo, Cynan gozaría del placer de nuestra compañía durante sollen, la estación de las nieves.