17

17

CABALGADA NOCTURNA

Emprendimos la ascensión en el lugar donde habíamos visto que las huellas se alejaban del sendero del lago. A la luz de las antorchas, el rastro de las pezuñas dibujaba una línea oscura sobre la vasta extensión de nieve.

Atravesamos al galope el valle treinta hombres, incluidos Cynan, yo y la Bandada de Cuervos. Tegid se quedó en Dinas Dwr para encargarse, en nuestra ausencia, de los asuntos y ayudarnos de este modo en nuestra búsqueda.

Enrollé las riendas a mi mano de metal y cogí con fuerza la antorcha con mi mano de carne. La llama oscilaba al viento sobre mi cabeza y rojas chispas caían detrás de mí mientras galopaba sobre la ondulante nieve. El aire frío me azotaba mejillas y ojos; los labios me ardían. Pero sólo aflojaba la marcha lo suficiente para arroparme en el manto. No pensaba detenerme hasta que Goewyn estuviera de nuevo a mi lado, a salvo. Tras alcanzar la cima de Druim Vran el rastro se hizo borroso. El viento había barrido casi por completo la nieve, que sólo quedaba en los abrigaños, y avanzábamos deteniéndonos a cada paso para poder encontrar huellas.

Parecía que las dos mujeres habían cabalgado hacia el este siguiendo la cresta del risco. Hacía un día espléndido y habían avanzado hacia el sol naciente. Imaginé a las dos paseando alegremente por Druim Vran con la plateada luz del alba brillando en sus ojos. Nosotros, en cambio, cabalgábamos entre la tenebrosa oscuridad de sollen bajo un cielo sin estrellas; tampoco la luna iluminaba nuestro camino. Sólo contábamos con la luz de las antorchas, que era insuficiente.

Procuraba no pensar en lo que les podía haber ocurrido. Borré de mi mente oscuros presagios y me aferré a una idea: encontraríamos a Goewyn. Mi esposa, mi alma, regresaría sana y salva.

Drustwn imponía un ritmo implacable. Parecía saber perfectamente adónde llevaban las huellas y las encontraba en cuanto se detenía a rastrear. Así, seguimos al Cuervo a lo largo de la cresta del risco; nuestra cabalgada nocturna nos iba hundiendo más y más en las tinieblas de sollen. Cabalgábamos en silencio, con los cinco sentidos puestos en nuestra tarea.

No nos detuvimos hasta que el rastro se perdió en la cañada. No había nieve en la ladera y, aunque nos dispersamos entre los matorrales, no pudimos volver a encontrarlo. Finalmente decidimos desmontar para rastrear a pie.

—Quizá podamos encontrar el rastro por la mañana —sugirió Drustwn cuando nos detuvimos en el fondo de la cañada para cambiar impresiones—. Es muy fácil perderlo en un terreno con tan poca vegetación.

—Mi esposa ha desaparecido. No esperaré a mañana.

—Señor —dijo Drustwn con el rostro cansado—, poco falta para el alba.

Al oírlo, alcé la cabeza. Drustwn estaba en lo cierto, el cielo se estaba aclarando por el este. La noche me había pasado en un soplo, como el chisporroteo de una antorcha al caer sobre la nieve.

—¿Qué nos propones? —pregunté.

—No es aconsejable rastrear en la oscuridad. Podríamos borrar las huellas sin darnos cuenta. Lo más prudente es que descansemos aquí hasta que amanezca.

—Muy bien —asentí—. Da la orden. Voy a hablar con Cynan.

La voz de Drustwn resonó en mis oídos mientras volvía grupas. La última vez que había visto a Cynan, cabalgaba hacia mi derecha. Me crucé con algunos de sus hombres que acudían a la llamada de Drustwn. Vi a Gweir y le pregunté dónde estaba su rey; él me señaló dos antorchas que brillaban a cierta distancia. Cynan y Bran iban hablando mientras cabalgaban hacia donde aguardaba Drustwn.

—¿Por qué se ha detenido? —me preguntó Cynan cuando llegué junto a ellos—. ¿Habéis encontrado algo?

—Hemos perdido el rastro —respondí—. Es inútil seguir hasta que salga el sol.

—Entonces es mejor que hagamos un alto.

—No —repliqué con voz tensa—, encontrarlas sería lo mejor. Pero no nos queda otro remedio que detenernos.

—Ha sido una noche muy fría —observó Cynan—. No van suficientemente equipadas.

No contesté, pero el comentario de Cynan me hizo caer en la cuenta de que hasta entonces no había considerado que las mujeres tenían que pasar la noche en el camino. No se me había ocurrido, porque ni por un instante había creído que simplemente se habían perdido. Era posible, desde luego, pero la más que probable presencia de intrusos en Druim Vran me había llevado a suponer algo muy distinto.

Ahora el comentario de Cynan me proporcionaba una leve esperanza. Quizá se habían alejado demasiado y se habían visto obligadas a refugiarse para pasar la noche en vez de regresar a Dinas Dwr en plena oscuridad. Quizás uno de los caballos se había herido, o… habían sufrido algún accidente.

Continuamos hacia donde aguardaban Drustwn y los demás. Habían cortado algunos matorrales y habían encendido una fogata. Unos cuantos se habían llevado los caballos a un arroyuelo cercano. Desmonté y entregué mi caballo a un guerrero para que se encargara de él; me envolví en mi manto y me senté en una helada peña.

Mientras aguardaba la salida del sol temblando de frío, me acordé de pronto de la almenara y me puse en pie de un salto.

—¡Alun! —grité—. ¡Alun Tringad! ¡Ven aquí enseguida!

Poco después, Alun Tringad comparecía ante mí.

—¿Señor? —preguntó llevándose el dorso de la mano a la frente.

—Alun —le dije posando la mano en su brazo—, ¿recuerdas la almenara que descubrimos sobre el risco?

—Sí, señor.

—Ve allí. Ahora mismo. Y regresa rápidamente para informarme de lo que encuentres.

Partió al punto sin decir palabra, cabalgando ladera arriba hacia la cresta del risco; yo volví junto a la peña y me senté. La luz del alba iba tiñendo el cielo de color gris y blanco. Oscuros nubarrones se deslizaban amenazadoramente a poca altura haciéndose jirones contra las cimas de las montañas. A lo lejos, hacia el norte, asomaban entre las nubes cumbres coronadas de nieve. Con el sol, comenzó a soplar viento del este. Probablemente iba a nevar antes de que acabara el día, o al menos iba a caer aguanieve.

Mi inquietud iba en aumento y monté a caballo.

—Ya hay suficiente luz —le dije a Drustwn sin más preámbulos.

Bran, que estaba a su lado, dijo:

—Señor, permite que busquemos nosotros el rastro y te llamemos cuando lo hayamos encontrado.

—Cabalgaremos juntos —repuse bruscamente agitando las riendas y emprendiendo la marcha.

Seguíamos rastreando cuando apareció Alun. Cynan estaba conmigo y Alun parecía remiso a hablar delante de él.

—¿Qué has encontrado? —le pregunté.

—Señor —respondió—, la almenara ha sido encendida.

—¿Cuándo?

—Imposible precisarlo. Las cenizas estaban frías.

Cynan, al oír las noticias, se volvió rápidamente hacia Alun.

—¿Qué es eso de una almenara?

Me apresuré a hablarle de la almenara que había descubierto al borde del risco.

—Ha sido encendida —concluí.

¡Clanna na cù! —exclamó entre dientes apretando la mandíbula peligrosamente—. Almenaras en el risco y extraños en la cañada… ¡y las dejamos salir a caballo solas!

No me acusó por mi falta de vigilancia, pero no tenía necesidad de hacerlo, pues sentí igualmente la punzada de su latente acusación. ¿Cómo había podido permitir que aquello sucediera?

—Las encontraremos, hermano —le aseguré.

—Vaya si las encontraremos —gruñó azotando su montura y alejándose solo.

Como en respuesta al gruñido de Cynan, resonó la llamada del carynx. Drustwn había encontrado el rastro. Nos apresuramos a reunirnos con él y reemprendimos la búsqueda. El sol se había levantado del todo y la mañana transcurría deprisa. Las huellas se internaban en la cañada. Tras recorrer un buen trecho, se hizo evidente que las mujeres habían seguido bordeándola por el otro lado. ¿Por qué? ¿Habían visto algo que les había llamado la atención?

Cruzamos la cañada y avanzamos hacia las suaves colinas que se alzaban detrás; el rastro estaba claro: habían cabalgado en línea recta, sin desviarse ni detenerse. ¿Por qué?, me pregunté. Quizás habían hecho una carrera.

Me aferré a esa idea. Sí, habían hecho una carrera. Eso explicaría la recta dirección de las huellas. Esperaba que cuando llegáramos arriba encontraríamos el lugar donde se habían detenido a recobrar el aliento, antes de emprender el regreso.

Pero al llegar a la cima de la primera colina, esa esperanza empezó a desvanecerse. El rastro no presentaba variación alguna; la doble hilera de huellas conducía sin detenerse, sin cambiar de dirección hacia las colinas.

Me detuve en la cima y miré hacia atrás. Druim Vran se erguía como una muralla, inmenso y poderoso, con la cañada a sus pies. El fuego de la almenara debió de haberse visto desde todas las colinas del reino, aunque no desde Dinas Dwr. Podía haber estado encendida mucho tiempo sin que reparáramos en ello. Volví grupas y seguí tras Drustwn, mientras me iba invadiendo una abrumadora angustia.

En el valle siguiente localizamos el sitio donde las mujeres se habían detenido.

Drustwn ordenó un alto, desmontó y nos llamó a Cynan y a mí. Los demás se quedaron a una cierta distancia. Los ojos del Cuervo eran meras hendiduras, mientras escrutaba las huellas.

—¿Qué has encontrado? —le preguntó Cynan.

—Se detuvieron aquí, señor —repuso indicando con una mano las marcas en el suelo.

Miré y vi al instante lo que lo había sobresaltado. El corazón me dio un vuelco.

—¿Cuántos? —pregunté, procurando dominar la voz—. ¿Cuántos eran?

—Creo que tres o cuatro. Cinco como mucho. No más.

Saeth du —murmuró Cynan—. Cinco…

Miré la pisoteada nieve. El revoltijo de huellas no dejaba lugar a dudas. Era obvio que las mujeres se habían topado con alguien. Pero nadie había desmontado; entre las marcas de pezuñas no había rastro de huellas humanas.

—Siguieron cabalgando en esa dirección —dijo Drustwn mirando hacia el este.

Vi que estaba en lo cierto; era necesario tomar una decisión.

Aguardé a que los demás se reunieran con nosotros y les mostré lo que Drustwn había descubierto. Empezaron a comentar entre murmullos la situación, pero yo los corté porque no podíamos perder un segundo.

—¡Garanaw! —exclamé llamando al primer hombre que vi—. Tú, Niall y Emyr regresaréis a Dinas Dwr. Contadle a Tegid lo que hemos descubierto y haced acopio de víveres y provisiones. Cynan y yo seguiremos adelante. Daos prisa y reuníos con nosotros tan pronto como podáis.

Cynan captó rápidamente el sentido de mis palabras y de inmediato ordenó a Gweir y a otros cuatro de sus guerreros que se marcharan con los tres Cuervos y les ayudaran a traer las provisiones. Evidentemente estaba pensando, lo mismo que yo, que el viaje podría durar más de lo deseado. Era un pensamiento abrumador que nos angustiaba. Pero, ninguno de los dos lo comentamos, y tan pronto como los jinetes hubieron emprendido el regreso, nos apresuramos a reanudar la marcha.

La confusión de huellas se fue aclarando: dos caballos avanzaban juntos…, los de las dos mujeres, supuse, flanqueados por dos jinetes a cierta distancia; un tercer jinete abría la marcha y otro la cerraba. En total cuatro intrusos. No hallamos señal alguna de que hubiera más.

El rastro se dirigía hacia el este, evitando las alturas y serpenteando entre los repliegues de las montañas, en lugar de cruzarla directamente. Era evidente que no tenían prisa y que procuraban mantenerse fuera de la vista.

Ahora ya no me cabía duda de que las huellas que seguíamos tenían un día. Sabía también que no encontraríamos a Goewyn y a Tángwen cobijadas en algún lugar esperando a que fuéramos a buscarlas. Se las habían llevado a la fuerza. Las habían raptado.

Aún no me sentía con fuerzas para enfrentarme con las implicaciones de tal acción. Es más, cuando me asaltaba esa idea, la apartaba de mi mente y me concentraba en seguir el rastro. No quería hacer ninguna especulación sobre lo que nos aguardaba al final.

Al llegar al cenit, el mortecino sol se fue debilitando y comenzó a hundirse hacia el crepúsculo, dibujando el suave arco de sollen. Creo que seguimos cabalgando largo tiempo, porque, cuando alcé la vista, las nubes se habían cerrado y la nieve que había estado amenazándonos durante el día, comenzó a caer en helados copos que rebotaban donde caían.

Imaginé la nieve cayendo sobre Goewyn y enredándose en sus cabellos y pestañas. Imaginé sus labios azulados y temblorosos. Imaginé sus hombros temblando mientras echaba nerviosas ojeadas hacia atrás esperando verme aparecer para salvarla.

Nos detuvimos junto a un riachuelo para descansar y abrevar los caballos. La nieve caía en ondulantes ráfagas. Me arrodillé y bebí un trago de agua helada; luego me acerqué a Cynan que miraba fijamente al otro lado del estrecho y oscuro hilillo de agua.

—El rastro continúa por allí —dijo sin separar los ojos de aquel lugar—. Ni siquiera se detuvieron a beber.

—No —dije.

—Entonces tampoco nosotros deberíamos detenernos —me espetó.

Estaba muy preocupado por Tángwen y por sus labios hablaba la tensión que lo embargaba.

—Nos llevan mucha ventaja, hermano —observé—. No sabemos cuánto tendremos que cabalgar hasta darles alcance. Debemos ahorrar fuerzas.

No le gustó lo que le decía, pero sabía que yo tenía razón.

—¿Cómo puede haber sucedido esto? —preguntó.

—La culpa es mía. No debería haber permitido que salieran a caballo. Fui un imprudente.

Cynan me miró; sus ojos azules parecían casi negros.

—No estoy echándote la culpa, hermano —dijo, aunque su tono denotaba cierto reproche—. El mal ya está hecho. Ya no se puede evitar. Ahora hay que repararlo.

Cuando todos, hombres y caballos, hubieron bebido a placer, reanudamos la marcha.

Cesó de nevar justo antes de la puesta de sol y el cielo se aclaró ligeramente hacia el oeste. El sol poniente brilló con una violenta luz roja y anaranjada antes de esconderse tras las lejanas montañas. El breve día invernal había llegado a su fin; pero seguimos cabalgando hasta que oscureció totalmente. Acampamos en un estrecho valle protegido por la mole de una montaña y nos acurrucamos en torno al fuego.

No habíamos comido nada y el hambre nos martirizó durante la noche. Pasado el mediodía de la jornada siguiente, nos alcanzaron los guerreros que habían ido a buscar provisiones. Cabalgando sin detenerse durante la noche consiguieron darnos alcance antes de la puesta de sol. Hicimos un alto para comer y alimentar a los caballos, y luego proseguimos.

El rastro que seguíamos nos llevaba indefectiblemente hacia el este. Mucho antes de oír a lo lejos el chapaleteo del mar contra la orilla rocosa, sabía que el rastro acabaría en la costa. Y cuando, mientras se ponía otro sol de otro helado día, arribamos a una playa barrida por el viento y contemplamos las frías y espumantes olas que atronaban sin cesar nuestros oídos, sabía sin ninguna duda que Goewyn no estaba ya en Albión.

A la débil luz del crepúsculo recorrimos la playa y encontramos huellas en la arena. Abrigamos momentáneamente una ligera esperanza, pero se desvaneció por completo al hallar uno de los caballos de las mujeres, suelto, sin silla y arrastrando las bridas por la playa. Era el caballo de Tángwen, y su descubrimiento enloqueció de dolor a Cynan.

—¿Por qué un caballo solo? —preguntó sacudiendo nerviosamente las riendas—. ¿Qué significa esto?

—No lo sé —repuse—. Quizá trató de escapar.

—¡No tiene sentido! —gritó—. Nada de todo esto tiene sentido. En el supuesto de que tratara de escapar y la cogieran, ¿por qué dejaron su caballo y se llevaron los demás?

Me miraba como si le estuviese ocultando las respuestas a sus preguntas.

—Hermano, no tengo la menor idea de lo que ocurrió. ¡Ojalá la tuviera!

Demasiado agitado como para estarse quieto, Cynan espoleó su caballo y galopó a lo largo de la orilla. Iba a seguirlo cuando Drustwn me llamó. Había descubierto dos largas estrías en la arena…, estrías dejadas por las quillas de unos botes que habían estado varados en la playa.

Mientras dos de los hombres de Cynan cabalgaban en busca de su señor, yo desmonté, me detuve junto a una de las estrías y miré hacia el este, al otro lado del mar; hacia Tir Aflan. En algún lugar más allá del rugiente mar, duro y negro como la pizarra, mi esposa aguardaba que la rescatáramos.

Volví la espalda al mar con el rostro desencajado de cólera y frustración. Bran Bresal, que había estado todo el rato a mi lado en silencio, dijo:

—Creo que no las encontraremos en Albión.

—Sin embargo, te aseguro que las encontraremos —afirmé—. Envía a dos hombres al crannog. Que traigan a Tegid; lo quiero a mi lado. Scatha también querrá venir, pero debe quedarse para proteger Dinas Dwr.

—Enseguida, señor.

El jefe de los Cuervos voló hacia su caballo y partió al galope por la playa de guijarros.

—¡Cynan! —grité—. ¡Cynan, ven aquí!

Poco después se reunía conmigo.

—Envía a unos hombres en busca de botes. Acamparemos y les aguardaremos aquí.

Cynan titubeó, miró de reojo al cielo y pareció a punto de poner alguna objeción. Pero al fin dijo:

—Enseguida.

Se alejó a toda prisa llamando a Gweir. Yo cogí la manta de mi silla de montar y la extendí en la arena. Luego, clavando los ojos en el mar que rechinaba sin cesar sobre la playa, me senté y me dispuse a afrontar la larga espera.