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UNA HERMOSA NOCHE DE TRABAJO

—El fuego arde en el ala oeste —dijo Goewyn observando el rojizo resplandor del cielo—. El viento lo va a arrastrar hasta aquí.

—No si nos damos prisa —dije—. Ve al salón. Alerta a Tegid y a Bran. Volveré en cuanto pueda.

Mientras hablaba oí otro grito de alarma.

—¡Deprisa, Llew!

La besé en la mejilla y salí corriendo.

El humo se iba espesando a medida que me acercaba corriendo al incendio y llenaba mi nariz con el olor seco y rancio del grano quemado. ¡Los graneros! A menos que pudiéramos atajar el fuego, nos esperaba un difícil y hambriento invierno.

Mientras atravesaba corriendo el crannog por el camino central que unía los distintos islotes de nuestra ciudad flotante, vi las llamas amarillentas que se precipitaban sobre los tejados como tupida enredadera. Oí el fragor del fuego y oí el eco de voces: hombres que gritaban, mujeres que chillaban, niños que lloraban. Y detrás de mí, en el palacio, resonó el carynx dando la alarma.

Las llamas crecían más y más; rojas y anaranjadas se destacaban contra la negrura del cielo. La silueta de Dinas Dwr, nuestra hermosa ciudad sobre el lago, se dibujaba sobre aquel pavoroso resplandor. Me sentí desfallecer.

La gente corría por doquier, afanándose entre el espeso humo con rostros ceñudos y asustados. Algunos llevaban cubos; otros, vasijas de madera o metal y calderos, pero la mayoría tan sólo empuñaba mantos hechos jirones que habían empapado con agua y que utilizaban como mayales contra las voraces llamas que los consumían.

Me despojé del manto y corrí a unirme a ellos. El corazón me pesaba como una losa. Las casas, tan cercanas unas a otras, con los tejados de paja, ardían como teas en cuanto las lamía el fuego. Golpeaba con furia las llamas en un lugar, pero sólo conseguía que aparecieran en otro. Si no venían pronto a ayudarnos, enseguida se habría perdido todo.

Oí un grito a mi espalda.

—¡Tegid! ¡Aquí! —grité.

Me volví en el preciso instante en que el bardo aparecía junto a mí. El rey Calbha venía con él, acompañado de unas cincuenta personas o más entre guerreros y mujeres, y todos a una nos pusimos a combatir las llamas con los mantos.

—¿Dónde están Bran y Cynan? —pregunté.

—He enviado a Cynan y a Cynfarch al ala sur —explicó Tegid—. Los Cuervos han ido al norte. Les dije que enseguida te reunirías con ellos.

—Vete, Llew —me ordenó Calbha, sin interrumpir su trabajo—. Nos encargaremos de esta zona.

Los dejé luchando contra el fuego y corrí a ayudar a los Cuervos, pasando junto a casas cuyos tejados comenzaban a humear bajo una lluvia de chispas. El humo se espesaba con áspero y negro hollín. Vi un puñado de hombres que trabajaban afanosamente.

—¡Bran! —grité.

—¡Aquí, señor! —fue la respuesta, y un torso se materializó de pronto entre la humareda.

Bran blandía en una mano una horca y en la otra, su manto. Iba desnudo de cintura para arriba, el humo había ennegrecido su piel y los ojos y los dientes le destacaban blancos como lascas de piedra lunar. El sudor dibujaba en su torso pálidos riachuelos entre la suciedad.

—Tegid pensó que quizá necesitabais ayuda —le expliqué—. ¿Cómo va por aquí?

—Tratamos de impedir que el fuego se extienda hacia el este. Por suerte el viento nos ayuda —respondió—, pero a Cynan y a Cynfarch les ha correspondido la peor parte.

—Entonces me voy con ellos —le dije y empecé a correr.

Doblé una esquina y crucé un puente, topándome con tres mujeres cargadas con dos o tres bebés y conduciendo un sucio rebaño de niños pequeños, todos asustados y llorosos. Una de las mujeres tropezó y pisó a un pequeño; cayó de rodillas y casi soltó a los bebés que apretaba contra su pecho. El niño cayó de bruces sobre los troncos del puente y se echó a llorar.

Lo levanté con tanta rapidez que el pobre, más sorprendido que asustado, dejó de berrear. En aquel momento Goewyn apareció a mi lado, ayudó a incorporarse a la mujer y se hizo cargo de uno de los bebés.

—¡Los pondré a salvo! —me gritó emprendiendo la marcha—. Sigue tu camino.

Eché a correr. Cynfarch dirigía la operación como si se tratara de un motín. Corrí hacia él mientras me quitaba el manto.

—¡Aquí me tienes, Cynfarch! —dije—. ¿Qué hay que hacer?

—No podremos salvar esas casas, pero… —Se interrumpió para dar órdenes a un grupo de hombres que despejaban la paja en llamas con rastrillos y largos ganchos de hierro. Una parte del tejado se derrumbó con profusa lluvia de chispas y los hombres corrieron hacia la cabaña contigua.

—Ésas casas están ya perdidas —prosiguió—, pero si el viento se mantiene como hasta ahora, quizá logremos detener el incendio.

—¿Dónde está Cynan?

—Estaba ahí —dijo mirando por encima del hombro—, pero ya no lo veo.

Corrí al lugar que me había indicado, internándome entre las casas que ardían en un infierno de llamas. El fuego me rodeaba. El calor sofocante ahogaba e impedía la respiración. Todo: las casas a izquierda y derecha, el muro al frente y el negro cielo, resplandecía con el fulgor agobiante del fuego.

Oí el nervioso relincho de un caballo y ante mí surgió un hombre entre la humareda sosteniendo con firmeza las riendas de un caballo. El hombre había arrojado su manto sobre la cabeza del asustado animal y se disponía a salvarlo de las llamas. Inmediatamente detrás de él aparecieron cuatro hombres más también con asustados y espantadizos caballos con las cabezas arropadas en mantos. En el crannog sólo se guardaban unos pocos caballos y vacas; el resto vagaba por los prados bajo el risco. Pero corríamos el riesgo de perder los que se guardaban en Dinas Dwr.

Ayudé a los hombres a conducir los caballos por el estrecho sendero sembrado de fuego, entre las derrumbadas ruinas de casas y cobertizos. Una vez puestos a salvo, volví sobre mis pasos a toda prisa. No podía ver nada a causa del humo. Me protegí la nariz y la boca con el borde de mi siarc, seguí adelante y llegué a una plaza repleta de gente. Las llamas danzaban alrededor. Me pareció como si me hubiesen arrojado a un horno.

Cynan, con una veintena de guerreros y hombres armados con hachas, golpeaba con furia el muro de madera. Trataban de derrumbar una parte para hacer un cortafuego e impedir así que las llamas destruyeran toda la empalizada. Otro puñado de hombres golpeaban con mantos empapados en agua los troncos y el suelo, para poder mantener a raya el fuego, mientras otros arrojaban baldes en los humeantes rescoldos de las ruinas. Del cielo caían sucios copos de hollín y cenizas.

—¡Cynan! —grité corriendo hacia él.

Al reconocer mi voz se volvió sin dejar de dar hachazos.

—¡Llew! Una bonita noche de bodas —dijo sacudiendo la cabeza.

Miré el semiderruido muro.

—¿Aguantará el cortafuego?

—Oh, sí —dijo apartándose del muro para contemplar su obra—. Aguantará. —Alzó la voz para impartir órdenes—. ¡Abajo con él! ¡Abajo con él!

Las cuerdas se tensaron. El muro se tambaleó sin derrumbarse.

—¡Tirad! —ordenó abalanzándose a la cuerda más próxima.

Uní mis esfuerzos a los suyos. Tiramos con todas nuestras fuerzas y los troncos crujieron.

—¡Tirad! —gritó Cynan—. ¡Todos! ¡Todos a la vez! ¡Tirad!

Los troncos cedieron y se derrumbaron con estrépito. Nos quedamos un momento contemplando la brecha y el lago que se veía a través de ella.

—¡Ahora esas casas! —ordenó Cynan empuñando el hacha.

Al instante, una veintena de hachas hicieron temblar los tejados de madera de tres casas, todavía intactas por el implacable fuego. Yo cogí uno de los rastrillos y la emprendí con la humeante paja de un tejado cercano; arrojaba el rastrillo tan lejos como podía, empujaba y empujaba con todas mis fuerzas, esparcía la paja y golpeaba los humeantes carrizos que caían a mis pies.

Cuando acababa con un tejado, me afanaba con otro, y luego con otro. Me dolían los brazos, me lloraban los ojos, me sofocaba el humo. Las ascuas prendieron de mi siarc, me apresuré a sacudírmelas y la emprendí con las llamas de otro tejado medio caído. El calor me chamuscaba el pelo; sentía como si la piel se me llenara de ampollas. Pero seguía trabajando, a veces con ayuda, otras solo. Todos hacían lo que buenamente podían.

—¡Llew! —gritó alguien.

Me volví justo a tiempo de ver aparecer entre el humo un par de largos cuernos. Me hice a un lado al tiempo que los cuernos embestían el aire en el lugar que acababa de abandonar. Un buey se había soltado y, enloquecido, trataba de volver al establo. La estúpida bestia vagaba entre las incendiadas cabañas buscando su redil. Me quité el siarc y agitándolo y gritando logré alejar al animal, que se fue por donde había aparecido sin que nadie se molestara en cogerlo; teníamos más que suficiente con contener las llamas.

Por doquier surgían nuevas emergencias. Nos apresurábamos a hacerles frente, pero cada vez con menos energías. Las fuerzas comenzaban a flaquear, luego a desvanecerse. Tenía los brazos doloridos y entumecidos. Me ardía la mano de manejar el rastrillo y de las quemaduras. No podía respirar, los pulmones me pesaban y me faltaba resuello. Sin embargo, me mantenía tenazmente en pie y seguía trabajando.

Cuando comenzaba a pensar que tendríamos que abandonar nuestra lucha contra el fuego, aparecieron Bran y los Cuervos con una veintena de hombres y guerreros. Con un grito se lanzaron a la lucha contra el fuego. Al poco rato, o al menos así me lo pareció, todos estábamos trabajando con redoblado ímpetu. Rastrillábamos tejados, golpeábamos las llamas, apagábamos las chispas; rastrillábamos, golpeábamos, apagábamos, una y otra vez, sin descanso.

El tiempo pasaba como en un sueño. El calor me lamía la piel; el humo me ahogaba, los ojos me lloraban. Pero seguía afanándome. Poco a poco el resplandor del fuego fue disminuyendo. Sentí una caricia de aire fresco y me detuve.

Un centenar de hombres me rodeaban empuñando herramientas, vasijas y mantos en sus insensibles manos. Unos de pie, con las cabezas inclinadas y los brazos derrumbados en el costado, otros de rodillas, otros apoyados en sus rastrillos. Y alrededor, el silencioso siseo de las ascuas que morían poco a poco…

—Una hermosa noche de trabajo —gruñó Cynan con una voz tan rasgada como los jirones de sus ropas.

Alcé la cabeza y contemplé con doloridos ojos el cielo que empezaba a grisear por el este. En aquella pálida y espectral luz, Dinas Dwr aparecía como un enorme montón de carbonizados troncos y humeantes cenizas.

—Quiero ver lo que ha quedado —dijo Cynan—. Y deberíamos encargarnos de los heridos.

—Yo me ocuparé de ellos —dijo Bran.

Apenas se mantenía en pie, pero yo sabía muy bien que no descansaría hasta que todos fueran debidamente atendidos. Así que le encargué que obrara a su manera.

En la apagada luz del alba, Cynan y yo recorrimos despacio el devastado caer. Los daños habían sido graves. El lado oeste de la fortaleza había quedado destruido; lo poco que quedaba en pie estaba seriamente dañado por las llamas y el humo.

Calbha salió a nuestro encuentro mientras procedíamos a la inspección; se había dedicado a construir cobertizos provisionales para los víveres que se habían podido salvar, y rediles para guardar los caballos y el ganado hasta que pudieran ser conducidos a los pastos de los prados.

—¿Ha resultado herido alguien en esta zona? —le pregunté.

Calbha sacudió la cabeza.

—Unos pocos con quemaduras y contusiones —respondió—, pero ninguno de consideración. Tuvimos suerte.

Lo dejamos con su trabajo y continuamos nuestro camino entre los humeantes escombros. En el centro de un pequeño patio formado por las chamuscadas ruinas de tres casas, encontramos a Tegid y a algunas mujeres curando a los heridos. El bardo, casi negro de humo y hollín, estaba arrodillado junto a un cuerpo al que aplicaba un ungüento de un pote de arcilla. Alrededor yacían una docena más de cuerpos: unos respiraban trabajosamente entre quejidos, otros se esforzaban por incorporarse, otros permanecían completamente inmóviles cubiertos con un manto de la cabeza a los pies. Algunos de esos cuerpos amortajados no abultaban más que un montón de astillas.

Me invadió una profunda tristeza y me tambaleé. Cynan me cogió del brazo y me sostuvo en pie.

Scatha se movía entre los supervivientes con las marcas indistintas del que ha caminado entre el fuego; y efectivamente lo había hecho, pues cuando sonó la alarma había organizado el registro y salvamento de las viviendas del ala oeste. Casi todos estaban en el banquete de bodas, pero algunos, especialmente las madres de niños pequeños, se habían retirado a dormir. Scatha las había despertado y puesto a salvo a través del humo y las llamas, y había vuelto una y otra vez hasta que el fuego alcanzó tal altura que le fue imposible pasar.

—¿Cuántos?

Alzó la mirada al oír mi voz y luego siguió vendando el antebrazo quemado de un joven.

—Si hubiera habido tiempo —repuso—, podrían haberse salvado. Pero el fuego se propagó con rapidez… y los más pequeños estaban dormidos —añadió señalando hacia los diminutos bultos—. No se despertaron y ya no lo harán jamás.

—Dime, Scatha —dije con voz ronca por el cansancio y la pena—, ¿cuántos?

—Dieciocho —contestó—. Dos o tres morirán antes de la noche —añadió con voz apagada.

Tegid acabó su quehacer y se reunió con nosotros.

—Es una desgracia horrible —murmuró—. El humo los ahogó mientras dormían. Pero al menos han muerto sin darse cuenta.

—Si no llega a ser por la fiesta —comentó Cynan—, creo que habría sido mucho peor. Casi todos estaban en el salón cuando comenzó el fuego.

—Si no hubieran estado casi todos en el salón, el fuego no habría prendido en el primer foco —sugirió Scatha.

No estaba de humor para adivinanzas.

—¿Estás diciendo que no fue un accidente? —pregunté con brusquedad.

—Desde luego, el incendio no fue accidental —afirmó con contundencia Cynan.

Tegid se mostró de acuerdo.

—Las llamas prendieron en tres sitios a la vez: el muro, las casas y los cobertizos del ganado; no fue negligencia ni accidente. Fue una acción premeditada y perversa.

El rey Calbha, que se había acercado a nosotros, oyó las palabras del bardo.

—Alguien prendió el fuego… ¿es eso lo que quieres decir? —preguntó incapaz de creer que algo semejante pudiera ocurrir en Dinas Dwr—. ¿Quién de los nuestros podría hacer algo así?

—Quién o quiénes —replicó Cynan con la voz ronca del humo y de tanto gritar—. Quizá fue más de uno. Quienquiera que fuera conocía bien su trabajo y lo hizo a la perfección. Si el viento hubiera cambiado, habríamos perdido todo el caer y muchas vidas —añadió observando los humeantes escombros.

El sudor que me chorreaba por la espalda se me heló. Miré a los que me rodeaban escrutando en silencio sus rostros. Si había un asesino entre nosotros, no me cabía en la cabeza quién podía ser. La llamada de una mujer alejó a Tegid del grupo.

—No habléis de esto con nadie —encargué a los demás—, hasta que hayamos podido averiguar algo más.

Scatha volvió a su trabajo; Cynan, Calbha y yo regresamos junto a los Cuervos que estaban desescombrando uno de los almacenes. Al acercarnos, vimos que estaban levantando con sumo cuidado una viga que al derrumbarse había atrapado un cuerpo.

Cynan y yo corrimos a ayudarlos. Cogimos el ennegrecido tronco y lo izamos lo suficiente para poder rescatar el cuerpo. Lo sacaron de entre los escombros, lo depositaron con cuidado en el suelo y le dieron la vuelta.

Bran alzó la cabeza con expresión grave y miró a Cynan.

—Lo siento, Cynan…

—¡Cynfarch! —exclamó el príncipe.

Se dejó caer de rodillas y abrazó el cuerpo de su padre. El rey de los galanae emitió un débil quejido, tosió y un hilillo de sangre le resbaló por la comisura del labio.

Calbha soltó un juramento; yo posé mi mano en el hombre que estaba junto a mí.

—Busca a Tegid —le ordené—. ¡Date prisa!

El bardo acudió corriendo, echó una rápida ojeada al cuerpo y ordenó a todos que se retiraran. Luego se inclinó sobre Cynfarch y procedió a examinarlo. Comprobó las heridas del rey y le ladeó la cabeza. Bajo una capa de cenizas el rostro de Cynfarch estaba pálido como la cera.

Cynan, con los hombros hundidos, cogió la mano de su padre entre las suyas y miró fijamente sus fláccidas facciones, como si esperara verlas reanimarse.

—¿Vivirá? —preguntó cuando Tegid hubo acabado su examen.

—Sus heridas son internas —repuso el bardo—. No puedo asegurarlo.

Apenas había pronunciado esas palabras cuando un grito llamó nuestra atención.

¡Penderwydd! ¡Llew! ¡Socorro! ¡Venid deprisa!

Nos volvimos y vimos que un guerrero corría hacia nosotros.

—¿Qué ocurre, Pebin? —le grité—. ¿Qué ha sucedido?

—Señor —respondió Pebin—. Fui al palacio para relevar la guardia… —Hizo una pausa mirando a los demás con inquietud—. Será mejor que vayáis inmediatamente.