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UN BUEN CONSEJO

—Yo cuidaré de mi padre —dijo Cynan—. Id vosotros.

—Lleva a Cynfarch a mi cabaña —le ordenó Tegid—. Sioned lo atenderá.

Luego Tegid, Pebin y yo nos dirigimos a toda prisa hacia el centro del crannog, cruzándonos con grupos de gente que iban hacia el lugar donde había empezado el fuego. Las ascuas todavía humeaban y las cenizas estaban aún calientes, pero ya habían comenzado los trabajos de limpieza. Los que se habían refugiado junto a la orilla regresaban para participar en el desescombro.

Cruzamos el puente de la calle principal y llegamos a un grupo de casas redondas y bajas que se apelotonaban al abrigo del palacio. Con excepción del olor a humo que impregnaba toda la fortaleza, las casas y el palacio no habían sido dañadas por el incendio. Todo parecía a salvo y en pie.

Pasamos a toda prisa entre las cabañas y cruzamos el patio.

—Quédate aquí, Pebin —ordené al guerrero—. No permitas el paso a nadie.

Cruzamos el umbral y entramos. Pese a la escasa luz, enseguida vi que el pedestal de hierro estaba tumbado y que el cofre de madera que contenía las Piedras Cantarinas había desaparecido. Cerca distinguí dos figuras acurrucadas contra el muro y una tercera caída de bruces. Cuando entramos no hicieron el menor movimiento.

Me acerqué al hombre más próximo y lo sacudí por el hombro. Como no obtuve reacción alguna, le di la vuelta. La cabeza le rodó sobre el pecho y me di cuenta de que estaba muerto.

—Es uno de nuestros guerreros —dije.

Su cara me resultaba familiar pero no sabía cómo se llamaba.

—Es Cradawc —me informó Tegid inclinándose a observar el rostro del hombre.

Deposité el cuerpo en el suelo, sosteniéndole con cuidado el cuello para que no se golpeara la cabeza. La mano me quedó viscosa y húmeda. Se me revolvieron las tripas al reconocer el oscuro líquido que la empapaba.

—Lo han golpeado en la nuca —murmuré.

Tegid se acercó al segundo hombre y le posó los dedos en la garganta.

—¿Muerto? —pregunté.

Asintió con un movimiento de cabeza y se acercó al tercer guerrero.

—¿También ése? —pregunté.

—No —respondió Tegid—. Está vivo.

—¿Quién es?

En ese preciso instante el hombre gimió y jadeó.

—Gorew. Ayúdame a sacarlo de aquí.

Con sumo cuidado, sacamos el cuerpo del palacio y lo depositamos en el suelo. Tegid ladeó la cabeza de Gorew y entonces vi una horrible tumefacción negruzca del tamaño de un huevo en la sien del guerrero, sobre el ojo derecho. El herido volvió a gemir.

—Gorew —exclamó Tegid con voz firme.

Al oír su nombre el guerrero abrió los ojos.

—Ahhh… —se quejó en un susurro.

—No te muevas, tranquilo —le dijo Tegid—. Aquí estamos para ayudarte.

—Han… desaparecido —murmuró Gorew con un hilillo de voz.

—¿Qué es lo que ha desaparecido? —lo animó Tegid.

—Las piedras… —respondió el guerrero—. Han desaparecido… las han robado.

—Ya lo sabemos, Gorew —repuse, y los ojos del guerrero parpadearon—. ¿Quién te ha hecho esto? —le pregunté—. ¿Quién te atacó?

—Yo, ahhh… vi a alguien… Pensé… —suspiró Gorew y cerró los ojos.

—El nombre, Gorew. Dinos su nombre. ¿Quién fue?

Pero era inútil; Gorew se había desmayado.

Pebin se había quedado como paralizado, con los ojos clavados en el guerrero herido; lo sacudí por el brazo y le ordené que nos ayudara a transportarlo. Lo llevamos a la cabaña de Tegid, donde nos aguardaban Cynan y Bran. Dentro, Sioned, una mujer con habilidades de curandera, se ocupaba de los heridos más graves. Sioned extendió un manto sobre la paja y depositamos a Gorew al lado de Cynfarch.

—Enseguida me ocuparé de él —nos dijo.

—¿Quién ha podido hacer una cosa así? —me preguntó Pebin al salir de la cabaña.

¿Quién?, me preguntaba yo mismo. Una veintena de muertos, algunos más que no sobrevivirían, el caer en ruinas y el robo de las Piedras Cantarinas. Nos habían infligido un daño considerable y además de forma brutal. Me juré apresar a los ladrones antes de que se pusiera el sol.

Llamé a Bran y a Cynan y les informé del robo.

—Los ladrones prendieron fuego al caer y aprovecharon la confusión para robar las Piedras Cantarinas. Gorew y los otros centinelas fueron atacados y dejados fuera de combate.

—¿El tesoro de Albión robado? —preguntó, atónito, Bran—. ¿Y los centinelas?

—Dos fueron asesinados; Gorew todavía vive. Quizá pueda decirnos algo.

Cynan entrecerró sus azules ojos amenazadoramente.

—Es hombre muerto quien haya hecho esto.

—Hasta que no tengamos una pista no sabremos cuántos están implicados.

—Tanto me da que sean uno o cien —musitó Cynan.

—Bran —dije encaminándome al palacio—, convoca a los guerreros. Comenzaremos la búsqueda inmediatamente.

El jefe de los Cuervos salió corriendo y Cynan y yo nos dirigimos al palacio. Al entrar en el patio, resonó el cuerno de batalla y a los pocos instantes comenzaron a acudir los Cuervos: Garanaw, Drustwn, Niall, Emyr, Alun. Scatha compareció también y poco después hizo su entrada Bran al frente de un puñado de guerreros. Todos nos reunimos en el frío hogar.

—Hemos sido atacados por el enemigo —les dije, y les expliqué el asalto sufrido durante el incendio—. Veinte personas han muerto, y algunas han resultado heridas de gravedad, entre ellas Cynfarch y Gorew. Las Piedras Cantarinas han sido robadas.

Tal revelación arrancó un espontáneo grito.

—Atraparemos a los culpables —prometí, y mi juramento fue coreado por una docena de voces—. La búsqueda comenzará inmediatamente.

Me volví hacia Bran Bresal, mi jefe de batalla, el líder de la Bandada de Cuervos.

—Prepara todo lo necesario para la marcha. Partiremos en cuanto los caballos estén ensillados.

Bran vaciló y dirigió una rápida mirada a Scatha; pero no pude descifrar la expresión de sus ojos.

—¿Qué pasa? —pregunté.

—Se hará como dices, señor —repuso Bran llevándose a la frente el dorso de la mano. Ordenó a los guerreros que lo siguieran y salieron a toda prisa del palacio para ponerse manos a la obra.

Cynan y Scatha se quedaron a solas conmigo.

—Lo siento, Cynan —dijo Scatha posando su mano en el brazo del príncipe.

—La deuda de sangre será pagada, Pen-y-Cat —repuso en tono firme Cynan—. No lo dudes —añadió con la voz quebrada por el dolor.

Luego, dirigiéndose a mí, Scatha me dijo:

—Me gustaría ayudarte en esta tarea, señor. Permíteme que me ponga al frente de los guerreros y capture a los ladrones.

—Te lo agradezco, Pen-y-Cat —repuse—, pero es una tarea que me corresponde a mí. Tú haces falta aquí. Tegid necesitará tu ayuda.

—Tu lugar también está aquí —insistió ella—. Es hora de que pienses en los que dependen de ti. Necesitas descansar —me sugirió con tozudez—. Quédate aquí y gobierna a tu pueblo.

Sus palabras no tenían sentido alguno para mí. La cólera me hervía en las venas y no estaba de humor para adivinanzas. Sólo veía con claridad meridiana una cosa: los hombres que habían cometido aquella fechoría tenían que ser capturados y juzgados.

—Un baño es lo único que necesito —gruñí—. El agua fría me resucitará.

Con el cuerpo dolorido, me dirigí a mi cabaña para bañarme y cambiarme de ropa antes de partir. Apestaba a humo y a sudor; tenía el cabello chamuscado y parecía que mis brecs y mis buskins habían sido atacados por ardientes polillas. Me detuve en la cabaña el tiempo justo de coger una muda, un pedazo de jabón de sebo y un trozo de lino que utilizaba como manopla. Me disponía a atravesar el patio cuando vi que Tegid salía de su cabaña y me acerqué a él.

—Gorew quizá se salve —me dijo el bardo—. Sabré algo más cuando se despierte.

—¿Y Cynfarch? —pregunté.

—La muerte es dura, pero puede que Cynfarch lo sea aún más —repuso Tegid—. La batalla se decidirá antes de que acabe el día.

—De todos modos, tengo el firme propósito de capturar a los ladrones y recuperar las piedras antes de mañana a esta misma hora.

—¿Estás pensando en ir personalmente tras ellos? —preguntó con intención.

—¡Naturalmente! Soy el rey. Es mi deber.

El bardo se puso tenso y abrió la boca para poner alguna objeción. Como no estaba dispuesto a escucharlo, se lo impedí.

—Ahórrate las palabras, Tegid. Voy a comandar personalmente a los guerreros; no hay más que hablar.

Me di la vuelta, atravesé el patio y la puerta y me dirigí al embarcadero. Al final del mismo, la base rocosa del crannog formaba un bajío en el que acostumbrábamos bañarnos. Pero en aquel momento no había nadie.

Me quité las ropas y me metí en el lago. El agua helada era como un bálsamo para mi quemado costado; me sumergí y floté un rato sólo con la frente y la nariz fuera del agua.

Mientras procedía a enjabonarme, el sol se fue levantando y empezó a despejar la niebla grisácea. Me lavé el pelo y me froté la piel con la manopla. Cuando me metí de nuevo en el agua para enjuagarme, me sentí como una serpiente que se libera de su vieja piel.

Me estaba sacudiendo el agua del pelo cuando llegó Goewyn.

—Scatha me ha contado lo sucedido —dijo.

Estaba de pie, en el embarcadero, con los brazos cruzados. Tenía la cara sucia de hollín y los cabellos cubiertos de ceniza. Su manto, antes tan blanco, estaba salpicado de quemaduras negras y marrones.

Casi salí del agua de un salto, porque hasta aquel momento en que la volvía a ver había olvidado por completo que era un hombre casado y que mi mujer me estaba esperando.

—Goewyn, lo siento mucho, olvidé que…

—Dice que tienes intención de marcharte —continuó en tono gélido—. Si te importa algo tu pueblo o lo que ha sucedido esta noche, no lo hagas.

—Debo hacerlo —insistí yo—. Soy el rey, es mi deber.

—Si eres el rey —dijo ella enfatizando las palabras—, quédate aquí y compórtate como tal. Gobierna a tu pueblo. Reconstruye tu fortaleza.

—¿Y qué hay de las Piedras Cantarinas? ¿Y de los ladrones?

—Envía a tu jefe de batalla y a tus guerreros para que te los traigan. Eso es lo que haría un verdadero rey.

—Es mi deber —repetí avanzando hacia ella.

—Estás en un error. Tu lugar está junto a tu pueblo. No deberías permitir que te vieran persiguiendo a esos… ¡a esos cynrhon! —exclamó utilizando un término raramente usado en Albión; nunca la había visto tan enfadada—. ¿Acaso no estás por encima de ellos?

—Desde luego, Goewyn, pero…

—Pues ¡demuéstralo entonces! —me gritó—. ¿Acaso esos ladrones son reyes puesto que es preciso que un rey les dé caza?

—No, pero… —comencé a decir pero me interrumpió sin contemplaciones.

—Escúchame con atención, Llew Mano de Plata: si permites que tus enemigos te impidan gobernar, significa que son más poderosos que tú… y ¡toda Albión lo sabrá!

—Goewyn, por favor. No lo entiendes.

—¿Que no? —preguntó ella, y sin aguardar mi respuesta continuó—. ¿Es que Bran no te serviría hasta su último aliento? ¿Es que Cynan no movería montañas si se lo pidieras? ¿Es que los Cuervos no conseguirían el sol y las estrellas para complacerte?

—Escúchame tú…, si soy rey es gracias a las Piedras Cantarinas.

—Tú no eres un rey cualquiera. ¡Eres el Aird Righ! Eres Albión. Por eso no puedes marcharte.

—Goewyn, por favor, sé razonable.

Debía de ofrecer un triste espectáculo, con el agua hasta el ombligo, temblando y chorreando, porque Goewyn pareció ablandarse un poco.

—No te comportes como un hombre sin rango y sin poder —me dijo, y yo comencé a entender su lógica—. Si eres rey, amor mío, condúcete como un verdadero rey. Demuestra tu autoridad y tu poder. Demuestra tu sabiduría: envía a Bran y a la Bandada de Cuervos. Envía a Cynan. Envía a Calbha y a Scatha y a un centenar de guerreros. ¡Envía a todos cuantos quieras! Pero no vayas tú. No te conviertas en lo que quieres destruir.

—Hablas como Tegid —repuse, intentando con torpeza suavizar la tensión. Era absurdo que nos enfadáramos.

—Deberías prestar oídos a tu sabio bardo —replicó ella con energía—. Te está dando sin duda un buen consejo.

Goewyn seguía con los brazos cruzados sobre el pecho mirándome con implacables ojos y aguardando mi respuesta. Yo sabía muy bien que estaba vencido. Ella tenía razón: un verdadero rey jamás arriesgaría el honor de su soberanía persiguiendo por su reino a criminales.

—Señora, aquí me tienes apabullado por tu reprimenda —dije tendiéndole las manos—. Y temblando, además, de frío. Está bien, seguiré tu consejo, pero déjame salir del agua antes de que me muera de frío.

—Lejos de mi intención impedírtelo —repuso ella sonriendo ligeramente.

—Muy bien.

Avancé otro paso y salí del agua. Ella se inclinó, cogió el manto y lo sostuvo en alto. Me di la vuelta y me lo colocó sobre los hombros. Sus manos resbalaron por mi espalda y me abrazaron por la cintura. Me volví y la abracé estrechamente.

—Te voy a mojar —murmuré.

—Yo también necesito un baño —repuso, y cayendo en la cuenta de la verdad de su aseveración me apartó de un empujón y me mantuvo a distancia.

—Yo ya me he bañado —protesté.

—Pero yo no —dijo alejándose.

—Espera…

—Vuelve a casa, esposo mío —me gritó—, pero dile antes a Tegid que te quedas en Dinas Dwr y envía a la Bandada de Cuervos a cumplir tu voluntad.

—Goewyn, espera, voy contigo…

—Te estaré esperando —dijo desapareciendo por la puerta.

Me puse los breecs, deslicé los brazos en las mangas del siarc, me calcé los buskins y corrí a la cabaña de Tegid para informarle del cambio de planes.