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EL AWEN DE LA BATALLA

El Wyrm arremetió. Alun giró sobre sí mismo y lanzó la incendiada bala. El disparo alcanzó la mandíbula de la serpiente y rebotó mientras el monstruo inclinaba la cabeza y derribaba de espaldas a Alun.

Cogí la lanza que me tendía Tegid y corrí en ayuda de Alun. Garanaw y Niall me oyeron gritar y también se precipitaron a auxiliarlo. Los guerreros de Scatha redoblaron sus ataques; se acercaban peligrosamente al monstruo y lo lanceaban impávidos. Scatha, a fuerza de pura y simple determinación, logró clavar una lanza entre dos escamas del costado de la serpiente y con una vigorosa arremetida se la hincó profundamente. Vi cómo la lanza se hundía en la carne de la bestia y oí el grito de triunfo de Scatha:

—¡Bás Draig!

Soltando iracundos bufidos, la serpiente silbó y tensó su largo cuello; las dos crestas del costado se encresparon y luego se plegaron en una inmensa capucha, dejando ver en ambos costados dos hendiduras y dos rudimentarias patas rematadas con garras. El monstruo estiró las patas y tensó las garras, y de pronto dos enormes alas membranosas emergieron de las hendiduras laterales tras las patas. Luego, aquellas inmensas alas de murciélago se estremecieron y temblaron, hinchándose como un pellejo de cuero, y se desplegaron poco a poco en la parte posterior del Wyrm como un enorme dosel.

Scatha agitó otra vez con violencia la lanza que había logrado clavarle en el costado. La serpiente silbó de nuevo y movió la cabeza para embestir, pero Scatha y sus hombres ya se retiraban hacia la oscuridad del bosque.

Entretanto, Garanaw y Niall se llevaron a Alun y yo dispuse de un momentáneo respiro para calcular y lanzar otro disparo. Cynan, iluminando la noche con la estela de su lanza, acudió a mi lado.

Mientras la fiera volvía su cabezota hacia nosotros, abrió la boca soltando un inquietante y áspero silbido.

—¿Preparado?… ¡Ahora! —grité.

Dos estelas de fuego penetraron en las fauces del monstruo. La lanza de Cynan se estrelló contra el paladar y rebotó sin apenas causarle daño; la mía chocó contra un colmillo y se desvió. Volví corriendo al campamento.

—¡Dame otra lanza! —grité a Tegid—. ¡Deprisa!

—No sirve de nada —empezó a decir Tegid—. Debemos encontrar otra manera de…

—¡Deprisa! —lo urgí arrebatándole la tea y acercándola al fardo más cercano. Luego cogí una lanza y ensarté la bala.

—¡Cynan! ¡Sígueme!

Scatha vio que regresábamos a buscar más balas y comprendió que queríamos intentarlo de nuevo. Mientras Cynan y yo corríamos una vez más hacia nuestros puestos, ella lanzó otro ataque contra el costado del animal. Ésta vez ella y uno de los guerreros lograron hincar sendas lanzas entre las escamas del monstruo. Otros dos guerreros interrumpieron su ataque y acudieron junto a Scatha para ayudarla a hincar hasta lo más profundo el astil.

El éxito de Scatha inspiró a los Cuervos que se precipitaron a intentar la misma hazaña en el otro costado del monstruo. Drustwn y Garanaw cargaron a una y hundieron sus armas en una grieta entre las escamas. Sus esfuerzos se vieron también coronados por el éxito.

Yr Gyrem Rua aulló y agitó sus enormes alas, sacudiendo la horquillada cola de lado a lado como un látigo.

Cynan y yo ocupamos nuestras posiciones. Coloqué el extremo de la lanza en la palma de mi mano de plata y deslicé la otra mano por el astil hasta donde pude. Cuando el Wyrm se volvió hacia mí otra vez, me acuclillé con el corazón palpitante. La bala llameaba y una lluvia de chispas me caía sobre la cabeza chamuscándome los cabellos.

—Venga, maldita serpiente —gruñí—, abre de una vez tu asquerosa bocaza.

El imponente cuello se arqueó. La horripilante cabeza se cernió tiesa sobre mí. Vi las llamas reflejadas en el tenebroso y oscuro ojo de la bestia.

Al grito de «¡Muere, dragón!», Cynan se colocó detrás de mí un poco a la izquierda. La serpiente soltó un aullido ensordecedor; sus horribles alas se arquearon y agitaron, y sus garras arañaron el aire. Me dio un vuelco el corazón y apreté los dientes para no morderme la lengua.

—¡Ataca! —increpé—. ¡Ataca de una vez, Wyrm!

La enorme boca se abrió…, un pozo sin fondo bordeado por una triple hilera de afilados dientes; dos enormes colmillos le sobresalían de la mandíbula inferior. La bestia arqueó la larga lengua negriazul y soltó un estremecedor chillido.

Y entonces bajó la horripilante cabeza.

—¡Ahora! —gritó Cynan. Su lanza pasó llameante sobre mi hombro disparada hacia la bocaza—. ¡Llew!

Yo vacilé tan sólo un rápido instante y luego alcé mi proyectil con todas las fuerzas que me quedaban. Mi mano de metal se movió con la celeridad del látigo y el proyectil dibujó un alto y tenso arco.

La lanza de Cynan se clavó profundamente en la abotargada carne de la bestia. La mía pasó entre los colmillos y se clavó en la garganta.

La serpiente retrocedió. La boca se cerró apretando el astil de la lanza de Cynan y la punta se clavó aún más en la piel blanda, e impidió que el animal cerrara del todo la boca, lo cual le hubiera permitido sofocar las llamas que le estaban abrasando la garganta.

El Wyrm comenzó a dar tumbos de un lado a otro. Sus pavorosas alas batían el aire con violentas sacudidas. Líquenes encendidos llovían sobre nuestras cabezas. La letal cola golpeaba como un relámpago horquillado, azotando el suelo con tremendos bandazos.

—¡Corre! —gritó Cynan tirando de mí.

Huimos hacia la fogata junto a la cual los Cuervos gritaban y aplaudían. Bran yacía en el suelo sangrando de una sien. Alun se había derrumbado a su lado con la cara muy pálida y una expresión de aturdimiento en el rostro.

La cabeza de Bran sangraba y los ojos de Alun pestañeaban como si el guerrero luchara por conservar la conciencia. Me invadió una vertiginosa cólera. Vi que la serpiente golpeaba la cabeza contra el suelo como si quisiera morder la tierra. La violencia del golpe astilló la lanza que pendía de su boca abierta. Las enormes mandíbulas se cerraron, la garganta se estremeció y vomitó mi lanza con la bala todavía ensartada.

Batiendo las alas con pavoroso ritmo, la serpiente alzó la cabeza, irguió el corpachón deshaciendo los anillos y emprendió la retirada medio volando, medio arrastrándose. Las llamas de nuestras hogueras vacilaron con la galerna de su retirada.

—¡Huye! —gritó Drustwn y se puso a agitar la lanza en señal de triunfo.

—¡Hurra! —coreó Emyr con un alarido de alegría—. ¡Hemos vencido a Yr Gyrem Rua!

—¡El Wyrm ha sido derrotado! —exclamó Cynan abrazándome y palmeándome la espalda.

Vi cómo movía la boca pero no oí sus palabras; su voz era como el molesto zumbido de un insecto. Su rostro adoptó una expresión preocupada; la piel le brillaba de sudor al resplandor del fuego. El destello de cada gotita se convirtió en una aguja de punzante luz, en una desnuda estrella en el helado universo de la noche. El suelo tembló bajo mis pies y la tierra perdió su solidez.

Mi espíritu pareció desbordarse dentro de mí y me sentí invadido y arrastrado por una incontenible fuerza, como si no fuera más que una hoja desprendida de una rama por una súbita ráfaga de viento. Los oídos me palpitaban; mi visión se agudizó y se limitó a un estrecho ámbito: sólo veía la alada serpiente. Al resplandor de las hogueras sus escamas relucían con la sangre; el monstruo batía torpemente las grotescas alas y alzaba el enorme corpachón para escapar en la oscuridad del cielo. Vi que la Serpiente de Oeth se escapaba; todo lo demás se apagó, desapareció, se desvaneció de mi vista.

Una mano me agarró por el hombro y dos más por el brazo. Pero el awen de batalla de Ollathir se había encendido dentro de mí y no podían retenerme. Su poder surgía en impetuoso torrente. Como una pluma en la corriente, arrastrada y sostenida por ella, yo formaba parte de aquella energía que fluía en mi espíritu. Poseía la fortaleza de la tierra y del cielo. Era sólo fuerza bruta e impulso instintivo. Las piernas me temblaban con una energía contenida que exigía liberarse. Abrí la boca y de mi garganta surgió un sonido semejante al del cuerno de batalla.

Y entonces eché a correr, con la rapidez del viento en las cimas de las montañas y la seguridad de la flecha disparada hacia la diana. Corría, pero mis pies no tocaban el suelo. Corría y mi mano de plata comenzó a brillar con una fría y mortal luz; los dibujos de sus incrustaciones resplandecían como oro, con el fuego purificador de la Mano Firme y Segura. Mi puño destellaba como un rayo de luz, intenso y deslumbrante.

Voces ininteligibles resonaron a mi espalda, apagadas y confusas. Pero nada podía detenerme. ¿Puede acaso la lanza volver a la mano que acaba de dispararla?

Yo era un rayo de luz. Era una ola sobre el océano. Era un río al pie de la montaña. Era la sangre que fluye caliente del corazón. Era la palabra ya pronunciada. Me poseía el awen del penderwydd y nada podía detenerme.

El corpachón de la serpiente se alzaba ante mí como un encorvado muro carmesí; vi la lanza de Scatha enterrada hasta medio astil en el costado de la criatura. Me agarré a ella con mi mano de plata y me di impulso. Mis dedos de carne encontraron un asidero entre las escamas y mis pies encontraron el punto de apoyo del astil. De un salto trepé al lomo del monstruo.

Sólida bajo los pies, pero al mismo tiempo fluida, como una carretera derretida que se ondula lentamente sobre la tierra, la roja bestia huía sin dejar de agitar las alas. Con la rapidez de una sombra y la ligereza de un gato al acecho, me deslicé por la espina dorsal y por las escamas grandes como losas. Una muesca en el lomo del animal me sirvió de asidero cuando la tierra empezó a alejarse. La enloquecida bestia emprendió el vuelo, pero yo ni me inmuté.

Con la misteriosa destreza que me confería el awen, trepé hacia la cabeza de la perversa criatura y pasé entre las alas. Aguzando la vista en la oscuridad, vi un repliegue en el pellejo de la serpiente justo en la base del cráneo, y, encima, una ligera hendidura que marcaba la juntura del esternón; un punto en el que la piel, muy delgada, se tensaba sobre el suave tejido.

El cuerpo del Wyrm se iba poniendo rígido a medida que ganaba altura. Subí a la abultada protuberancia del músculo entre las dos alas, me coloqué bien y alzando mi mano de plata la dejé caer con todas mis fuerzas.

El metal rompió la piel y se deslizó bajo el hueso hasta la base del cráneo de la serpiente. Hundí con todas mis fuerzas mi mano de metal convertida en una cortante hoja; la fría plata se deslizó entre la piel empujando, hendiendo, desgarrando el frío cerebro de la bestia.

Una ráfaga con la fuerza de una galerna de sollen rasgó el aire. El vuelo del monstruo vaciló mientras las inmensas alas membranosas se esforzaban por recuperar un ritmo súbitamente interrumpido.

—¡Muere! —grité, con la potencia de un cuerno de batalla—. ¡Muere!

Clavé aún más el puño, arañando con mis dedos de metal. Hundí el brazo hasta el codo y mis dedos tropezaron con la gruesa cuerda de un tendón. La así, tiré de ella y saqué el puño entre un chorro de sangre. El ala izquierda se quedó inmóvil. El Wyrm se ladeó y cayó en picado. Yo me agarré al huesudo reborde de escamas, mientras la tierra se precipitaba hacia mí.

Mis pies golpearon el suelo con un violento topetazo. Me solté y me puse en pie sano y salvo. El Wyrm se estremeció, se enroscó una y otra vez sobre sí mismo exponiendo su pálido vientre a cada revuelta.

La Serpiente Roja comenzó a propinarse golpes en sus partes más indefensas; sus envenenados colmillos se clavaron una y otra vez rasgando la piel. Me eché a reír al verlo y oí resonar el eco de mi voz en las vacías profundidades de la cercana guarida.

Una vez más sentí las manos de los hombres sobre mi cuerpo. Fui asido por robustos brazos y levantado en volandas. Sin dejar de reír, fui apartado del camino de la serpiente que seguía revolcándose. Vislumbré en la oscuridad algunos rostros; me miraban llenos de pavor con las bocas abiertas de miedo y de asombro mientras me alejaban de los convulsos movimientos del moribundo Wyrm.

La agonía de Yr Gyrem Rua fue espantosa. La serpiente siseaba, se retorcía, se enroscaba, se aplastaba en sus propios anillos, se rasgaba el vientre con las patas, batía las rotas alas. La horquillada cola propinaba tremendos latigazos golpeando la tierra con violento frenesí.

El Wyrm en su paroxismo se arrastró hasta el portal de su santuario. Golpeó la piedra con la cola, derribó las antiguas columnas y las arrancó de sus basamentos. Fragmentos de piedra labrada comenzaron a caer de la fachada corroída por el paso del tiempo. La serpiente, llevada por una convulsa cólera, destruyó el patio delantero de su repugnante templo, que comenzó a desmoronarse como una vieja y quebradiza calavera. Moribunda, se retorcía y se golpeaba contra la dura roca de su santuario. La piedra rojiza se derrumbaba y a la luz de la luna se iba levantando una polvareda roja como una sanguinolenta niebla. El frenesí del monstruo comenzó poco a poco a ceder, a medida que languidecía su vitalidad. Los movimientos fueron haciéndose lentos y perezosos; los sibilantes alaridos se fueron apagando hasta convertirse en un patético gemido; su último grito fue una monstruosa parodia del llanto de un niño afligido.

Poco a poco, la potencia del veneno empezó a actuar. Aún así, el rojo Wyrm tardó bastante en morir. Mucho después de que las convulsiones hubieran cesado, la horquillada cola y las alas rotas seguían agitándose.

Mientras contemplaba el horroroso espectáculo, la visión se iba desvaneciendo y los brazos y las piernas empezaron a convulsionarse. El temblor fue en aumento. Me mordí con fuerza el labio inferior para no gritar. Crucé los brazos contra el pecho y me puse rígido para dominar los temblores.

—¡Llew! ¡Llew! —gritó una aguda voz.

La cabeza me estallaba de dolor. Sentí que me asían unas manos. Noté en la boca el sabor de la sangre; balbuceaba con la lengua ensangrentada y hablaba en un lenguaje desconocido para cuantos me rodeaban. Veía rostros a mi alrededor, pero no los reconocía…, eran caras sin identidad, desconocidos familiares que me miraban angustiados. La cabeza me daba vueltas, sentía un agudo e insoportable dolor; no veía bien, sólo vagos dibujos de luz y oscuridad, siluetas informes.

Y entonces caí en la más absoluta inconsciencia. Sentí oleadas de calor que me apartaban de la conciencia y me hundían en el más absoluto olvido.

Me desperté sobresaltado en el momento en que me depositaban en el suelo junto al fuego. El awen me había abandonado, había pasado como una galerna que deja a su paso una estela de hierba aplastada. Intenté incorporarme.

—Quédate acostado —me aconsejó Tegid, posando sus manos en mi pecho y obligándome a recostarme.

—Ayúdame a levantarme —le dije; las palabras brotaban confusas y notaba en la boca la hinchazón de la lengua.

—Todo va bien —insistió el bardo—. Descansa ahora.

No tenía fuerzas para oponerme. Me quedé acostado.

—¿Cómo está Bran?

—Muy bien. Le duele la cabeza pero está despierto y en plena actividad. Alun no está herido de gravedad…, sólo un arañazo. Se curará.

—Perfecto.

—Ahora descansa. Pronto se hará de día y entonces nos marcharemos de aquí.

Cerré los ojos y me quedé dormido. Cuando desperté el sol asomaba entre los árboles. Los hombres habían levantado el campamento y estaban listos para reemprender la marcha. Aguardaban a que me levantara, cosa que me apresuré a hacer. Tenía los brazos y los hombros rígidos y sentía la espalda como una tabla de madera. Pero estaba de una pieza.

Tegid y Scatha rondaban por allí cerca. Me reuní con ellos y me recibieron con buenas noticias.

—Hemos explorado la carretera al otro lado del santuario —me informó Scatha—. Hace poco han pasado por allí.

Una chispa de esperanza se encendió en mi corazón.

—¿Cuándo?

—Es difícil saberlo con certeza —respondió el bardo.

—¿Cuándo? —volví a preguntar.

—No lo sé.

—Veámoslo.

—Ahora mismo. —Scatha, ojerosa y exhausta, sonrió y sus facciones se relajaron—. Todo está dispuesto. No tienes más que dar la orden.

—Entonces vayámonos inmediatamente de aquí —dije—. Éste lugar es espantoso y no deseo volver a verlo jamás.

Atravesamos las ruinas del templo para dirigirnos a la carretera. El santuario estaba casi totalmente destruido. Apenas quedaba piedra sobre piedra; era un montón de ruinas rojizas. Entre los escombros yacía en retorcido revoltijo el cuerpo de Yr Gyrem Rua. Una de sus alas rotas ondeaba ligeramente al viento como una bandera hecha jirones. El veneno del reptil estaba actuando con rapidez en los músculos y la carne y el proceso de putrefacción estaba muy avanzado. Mientras nos alejábamos de la espantosa guarida, el hedor del cadáver del Wyrm nos llenaba los ojos de lágrimas.

Antes el templo nos había ocultado gran parte de la carretera; pero ahora que el pavoroso santuario había quedado totalmente destruido, vimos que la carretera se alejaba del río y cruzaba el bosque. Como había dicho Scatha, era una espléndida carretera, larga y ancha, pavimentada con losas de piedra tan bien encajadas que ni una brizna de hierba crecía en las junturas.

—Muéstrame la evidencia de que ha sido usada —le dije a Tegid, que cabalgaba a mi lado.

—Allá delante la verás —replicó.

Recorrimos una cierta distancia y nos detuvimos. Tegid desmontó y me llevó a un lado de la carretera. Allí, semiescondidos como redondos huevos entre la larga hierba, vi los excrementos de tres o cuatro caballos. Un poco más allá, en el lugar donde se había levantado un campamento, la hierba estaba pisoteada y enmarañada. No había señal alguna de que se hubiera encendido fuego, así que no se podía calcular cuánto tiempo hacía que los viajeros habían pasado por allí. Sin embargo, calculé que debía de haber sido sólo unos cuantos días antes.

Regresamos junto a los caballos, montamos y reemprendimos la marcha carretera adelante. Por primera vez desde nuestra llegada a la Tierra Maldita nos sentíamos animados y esperanzados.