
20
20
EL SIABUR
En la hora-entre-horas, justo antes del alba, los caballos relincharon. Los habíamos atado más allá del resplandor de la fogata para que las llamas no los inquietaran. Como estábamos en un territorio desconocido, Bran había establecido una constante vigilancia en torno a los caballos y al perímetro del campamento.
Sin embargo, los únicos avisos de peligro que oímos fueron los relinchos y el piafar de los caballos, seguidos inmediatamente por los gritos de pánico del centinela.
Había empuñado la espada y mis pies habían empezado a correr, incluso antes de que mis ojos estuvieran abiertos del todo. Bran me seguía a la zaga y llegamos juntos al lugar. El guardián, uno de los hombres de Cynan, estaba de espaldas a nosotros con la lanza caída a sus pies.
El hombre se volvió hacia nosotros con el pavor pintado en el rostro. El sudor le caía por la frente y tenía los ojos en blanco, el cuello en tensión y le castañeteaban los dientes. Los brazos le pendían inertes, pero las manos le temblaban.
—¿Qué ha sucedido? —le pregunté al no ver señal alguna de violencia.
Como respuesta, el guerrero extendió la mano y apuntó hacia un cercano bulto. Me acerqué y vi, en la fría luz del alba, algo que parecía ser simplemente una roca que sobresalía del suelo…
Bran se adelantó y se arrodilló para examinarlo mejor. El jefe de los Cuervos exhaló un largo y entrecortado suspiro.
—Nunca había visto nada igual —murmuró.
Mientras hablaba, percibí un olor a rancio, como el de queso pasado o el de una herida infectada. No era muy fuerte, pero al igual que el centinela, me sentí invadido por un repentino e irreprimible pavor.
«¡Vete! ¡Aléjate! —gritaba una voz en mi cabeza—. ¡Vete! ¡Márchate de aquí mientras puedas».
Miré al guardián.
—¿Qué viste?
Durante unos instantes se limitó a mirarme fijamente como si no entendiera. Luego pareció volver en sí y dijo:
—Vi… una sombra, señor…, sólo una sombra.
Me estremecí y para detener el temblor de mi mano, me agaché, cogí la lanza del centinela y se la entregué.
—Ve a buscar a Tegid inmediatamente.
Algunos hombres habían acudido, despertados por el barullo. Algunos murmuraban inquietos, pero la mayoría miraba en silencio. Cynan apareció, echó una ojeada y soltó entre dientes una maldición. Luego me preguntó:
—¿Quién lo ha encontrado?
—Uno de tus hombres. Lo he enviado a buscar a Tegid.
Cynan se inclinó; tendió una mano, pero después lo pensó mejor y la retiró.
—¡Mo anam! —murmuró—. Es increíble.
Tegid se unió al grupo y sin decir una palabra se puso en primera fila. Scatha venía con él.
—¿Qué ha sucedido? —preguntó Scatha a mi lado—. ¿Qué…?
Miró ante ella y enmudeció.
El bardo examinó largo rato el bulto informe, empujándolo con la punta de su vara. De pronto, se dio la vuelta y se acercó adonde estábamos Cynan, Bran y yo.
—¿Habéis contado los caballos? —preguntó.
—No —respondí—. No pensamos en…
—Contadlos inmediatamente —ordenó el bardo.
Me di la vuelta e hice una señal a dos hombres que al instante desaparecieron.
—¿Qué ha pasado? ¿Qué ha podido…? —me esforcé por encontrar las palabras—. ¿Qué cosa ha podido hacer esto?
Antes de que pudiera contestarme, alguien gritó desde la ladera. Acudimos corriendo al lugar y encontramos un segundo bulto igual que el primero: el cadáver de un caballo. Aunque, como el primero, apenas parecía un caballo.
El costado del animal estaba húmedo, como cubierto de rocío, el pelo erizado. Un ojo extrañamente descolorido le sobresalía de la cuenca, y de la boca abierta le colgaba una lengua pálida e hinchada. Parecían los restos de un animal muerto de hambre cuyo cadáver se hubiera reducido, pues quedaba poco menos que el pellejo pegado a un revoltijo de protuberantes huesos.
Las costillas, los omoplatos y las ancas del caballo sobresalían de forma monstruosa. Los tendones y los nervios se dibujaban con tremenda claridad. Si hubiéramos matado de hambre al animal y lo hubiéramos dejado en la cima de la colina expuesto a los rigores del invierno, el espectáculo no habría sido menos espantoso. Sin embargo, cuando me arrodillé y posé mi mano en su esquelética garganta, experimenté una sensación tan extraña que la retiré como si los dedos se me hubieran abrasado.
—El esqueleto está aún caliente —dije—. Hace muy poco que lo han matado.
—Pero no se ve sangre… —observó Scatha, arrebujándose en el manto.
—Pues en el animal no queda ni una gota —comentó Cynan.
Horrorizado ante el marchito aspecto de los animales, no se me había ocurrido preguntarme por qué estaban así. Ahora caía en la cuenta.
—Parece como si los hubieran sorbido —dije.
—No sólo la sangre, me parece —musitó Bran respondiendo a lo que yo estaba pensando.
Alzó la punta de su lanza y la clavó en el vientre del caballo. No había sangre ni tampoco fluido de ninguna clase. Los órganos y el tejido muscular estaban secos, tiesos y leñosos.
—Saeth du —gruñó Cynan frotándose el cuello—. Yace seco como el polvo.
Tegid asintió ceñudamente y contempló la larga ladera de la colina, como si esperara vislumbrar algún misterioso asaltante huyendo entre los árboles. Pero apenas se podía ver nada en la apagada luz de la mañana; la niebla que envolvía los troncos de los árboles y la escarcha que cubría hierbas y ramas emborronaban el color de la tierra, hasta el punto de conferirle el mismo aspecto tieso y exangüe que el del cadáver que teníamos delante.
El caballo yacía donde había caído. Aparte de unas extrañas señales, como las de un bastón, en torno a la cabeza del animal, no pude distinguir huella alguna en la hierba cubierta de escarcha. Tampoco había huellas que se alejaran del cadáver.
—¿Es posible que lo hiciera un águila? —me pregunté en voz alta, dándome cuenta de la insensatez de mi pregunta en el mismo instante en que la formulaba; pero no se me ocurrió ninguna sugerencia mejor.
—Sólo ha podido hacerlo una criatura sobrenatural —dijo Bran, con la barbilla hundida en el pecho. Casi todos estaban, como él, protegiendo de forma inconsciente sus gargantas.
—¿Qué crees tú? —le pregunté a Tegid.
—Bran tiene razón —repuso despacio el bardo—. Se trata de una criatura sobrenatural.
—¿Qué es? —lo urgió Cynan—. ¡Mo anam, hombre! ¿Vas a decírnoslo de una vez?
Tegid frunció el ceño e inclinó la cabeza.
—Es un siabur.
Pronunció la palabra cautelosamente, como si pudiera herirle la lengua. Me di cuenta, por la forma como empuñaba la vara, de que estaba muy inquieto.
Los hombres regresaron de contar los caballos.
—Veintiocho —dijeron.
—Somos treinta y tres —observé—. Y ahora sólo quedan caballos para veintiocho. Magnífico. Simplemente magnífico.
—Ése siabur —preguntó Scatha, ansiosa por saber—, ¿qué clase de criatura es?
Tegid hizo una mueca.
—Es una especie de sluagh —respondió el bardo a regañadientes, pues no le agradaba pronunciar aquella palabra en voz alta.
¿Un fantasma? ¿Un demonio? Traté de aclarar el significado de la palabra, pero con escaso resultado.
—La Hermandad los llama siabur. Son una especie de espíritus vivientes que sacan su sustancia de la sangre de los seres vivos.
—¿Espíritus chupadores de sangre? —exclamó Cynan con tono forzado y voz alterada. Trataba de dominar el miedo lo mejor que podía, pero sólo lo conseguía a medias—. Pero ¿qué estás diciendo?
—Os estoy diciendo la verdad —repuso Tegid, sacudiendo la cabeza con gesto desafiante como retándonos a contradecirlo.
—Cuéntanos algo más, hermano —le rogó Bran—. Te escuchamos.
—Muy bien —cedió el bardo echando una aleccionadora mirada a Cynan—. Los siabur son espíritus depredadores… como habéis comprobado con vuestros propios ojos. Tras encontrar una presa, adoptan un cuerpo con el que atacarla y le devoran la sangre a medida que fluye.
No me extrañaba la incredulidad de Cynan; lo que nos estaba contando Tegid era increíble. A no ser por los dos caballos muertos, exangües y abandonados como vainas marchitas, lo habría tachado de pura fantasía. Pero obviamente no había en aquello nada fantástico. Y además Tegid se erguía ante nosotros con aire solemne y severo.
—En Albión no se conoce nada parecido —dijo Scatha—. Nada parecido…
—Porque la isla de la Fuerza está bajo la protección de la Mano Firme y Segura —dijo Tegid—. Pero no ocurre así en Tir Aflan.
—¿Qué se puede hacer? —me pregunté en voz alta.
—La luz es su enemigo —explicó el bardo—. El fuego es luz… no les gusta el fuego.
—Entonces de noche mantendremos a los caballos dentro del resplandor de las fogatas —sugirió Cynan.
—Haremos algo mejor —añadí yo—. Construiremos un círculo de fuego en torno al campamento.
—Servirá —aprobó Tegid—. Pero debemos hacer algo más. Hay que quemar los cadáveres de los animales y esparcir sus cenizas sobre aguas en movimiento antes de la puesta del sol.
—¿Nos librará eso de los siabur?
—¿Librarnos? —repitió Tegid, sacudiendo despacio la cabeza—. Con eso les impediremos que se introduzcan en los cuerpos de los muertos. Pero no nos libraremos de ellos hasta que hayamos puesto pie otra vez en Albión.
Nadie quería tocar los cadáveres de los caballos y yo no tuve valor de ordenar a nadie que hiciera lo que a mí mismo me repugnaba. Así que amontonamos leña sobre las infortunadas bestias y las quemamos donde yacían. Los cadáveres produjeron un espeso y oleoso humo que despedía el mismo olor a queso rancio que había percibido poco antes.
Tegid se aseguró de que no quedara sin quemar ni un pedazo de piel o hueso y después hurgó entre las brasas y recogió la ceniza en dos bolsas de cuero. Luego nos dispusimos a buscar un arroyo o un río donde escampar las cenizas.
Y resultó más difícil de lo que imaginábamos.
Tegid consideró que la espesa filtración de la torrentera no servía y nos vimos obligados a buscar otro lugar. Dejamos a Bran a cargo del campamento, y Tegid, Scatha, Cynan y yo partimos en aquella desagradable y ventosa mañana en busca de una corriente de agua. No tardamos en descubrir que el lugar donde habíamos acampado no era, en modo alguno, la cima de una colina natural.
Primero Scatha cayó en la cuenta de que la meseta donde estábamos era extrañamente plana y luego nos hizo notar la peculiar regularidad de la curva del horizonte. Recorrimos un buen trecho de la circunferencia para asegurarnos, y comprobamos que, efectivamente, el borde de la meseta formaba un perfecto círculo.
Pese a tal evidencia, Tegid permanecía dubitativo y no quería emitir un juicio hasta haber examinado el centro. Nos costó un considerable esfuerzo encontrarlo; no era sencillo dividir en cuartos un círculo tan amplio. Pero Tegid calculó una dirección y lo seguimos. Tras una larga inspección encontramos lo que estábamos buscando: el quebrado muñón de una enorme columna de piedra.
La inmensidad de la colina nos había impedido reconocer lo que en realidad era: un gigantesco montículo, levantado por manos humanas, cuyo origen se perdía en el tiempo. Su desmesurado tamaño ocultaba su verdadera naturaleza. Pero la presencia de la columna de piedra disipaba cualquier duda. El montículo era el omphalos, el simbólico centro de Tir Aflan. A juzgar por el tamaño de la meseta circular, era aproximadamente veinte o treinta veces mayor que el sagrado montículo de Albión en Ynys Bàinail.
Tegid se quedó estupefacto. Se arrodilló entre la crecida hierba con las manos en las caderas y la mirada clavada en la piedra, erosionada por el tiempo, que sobresalía del suelo. Cynan segó con su espada la hierba mientras Scatha y yo mirábamos. El viento arreciaba y los caballos relinchaban inquietos. Noté que aunque la hierba era abundante y verde, los caballos se abstenían de comerla.
Cynan seguía segando con la hoja de la espada y arrancaba hierba y terrones de tierra. Luego se puso a cavar con las manos. Cuando hubo acabado, quedó a la vista una porción de piedra gris. Sobre la plana y suave superficie de la piedra había grabadas unas líneas profundas y también en la columna quedaban restos de símbolos sagrados.
Con los ojos clavados en aquellas peculiares incisiones, nos esforzamos por imaginar el aspecto que el enorme menhir había tenido a los ojos de los que lo habían levantado y habían construido el montículo. Como una reliquia de un remoto pasado, antes de la decadencia de la Tierra Hermosa, la piedra rota parecía desafiar la capacidad de comprender, al tiempo que parecía instar a la veneración. Era como si nos enfrentáramos a una presencia que a la vez nos abrumaba y seducía. Nadie hablaba. Simplemente mirábamos…
Tegid fue el primero en sacudirse aquella sobrenatural fascinación. Se levantó lentamente, se tambaleó y trazó con su vara un arco en el aire.
—Ya es suficiente —dijo con voz espesa y perezosa—. Abandonemos este lugar.
Mientras hablaba, sentí un repentino y virulento resentimiento contra tal sugerencia. Sólo quería que me permitieran quedarme como estaba, contemplando en silencio la rota columna de piedra. La voz de Tegid me hería como una irritante molestia.
—¡Llew! ¡Cynan! ¡Scatha! —gritó—. Debemos marcharnos ahora mismo de aquí.
En mi mente apareció la imagen de Tegid derribado en el suelo, sangrando por la nariz y la boca; sentía su vara en mis manos. Me embargaba una furiosa urgencia de golpearlo con su vara. Quería castigarlo por estorbarme. Quería hacerlo sangrar y morir.
—¡Llew! Vamos, debemos…
Su cara parecía girar ante mí con una expresión de profunda preocupación. Sentí que sus manos me agarraban, se me clavaban…
—¡Llew!
No recuerdo haber hecho el menor movimiento, ni tampoco haber alzado mi mano de plata. Sólo vi por el rabillo del ojo un deslumbrante destello y sentí una sacudida en el hombro. Luego recuerdo a Tegid derrumbándose, desplomándose con las manos en la cabeza… Una mancha de sangre sobre la verde hierba y la vara del bardo en mis manos…
… después Cynan me sujetó y yo me debatí, mientras él me alzaba en volandas del suelo.
—¡Llew! ¡Quieto! —resonó en mi oído el vozarrón de Cynan—. ¡Cálmate, hermano, cálmate!
—¡Cynan! —exclamé, y sentí que regresaba de muy lejos, como si despertara de un ensueño—. Suéltame. Bájame.
Todavía seguía sosteniéndome en alto, pero noté que la presión de su abrazo cedía.
—Ya ha pasado, hermano —le aseguré—. Por favor, bájame.
Cynan me soltó y los dos nos arrodillamos sobre Tegid, que yacía aturdido en el suelo sangrando de una fea herida en la sien.
—¡Tegid! —lo llamé.
Abrió los ojos y los clavó en mí. Soltó un gemido.
—Lo siento mucho —le dije—. No sé lo que me ha sucedido. ¿Puedes levantarte?
—Ahhh, creo que sí. Ayudadme.
Cynan y yo lo levantamos y lo sostuvimos hasta que pudo tenerse en pie.
—Ésa mano de metal es más dura de lo que parece… y más rápida —dijo—. La próxima vez estaré alerta.
—Lo siento, Tegid. No sé lo que me sucedió. Era… lo siento.
—Vamos —repuso, temblando aún por el golpe recibido—. No hablemos más en este lugar. Debemos marcharnos ahora mismo.
Cynan le tendió la vara y me dirigió una cautelosa mirada.
—Los caballos se han alejado; voy a buscarlos —dijo, pero parecía reacio a marcharse.
—Ve tranquilo —le aseguré—. No volveré a atacar a Tegid.
Como todavía dudaba, añadí:
—De verdad, Cynan, vete.
Como Cynan había dicho, los caballos se habían alejado; habían errado por la llanura y estaban a cierta distancia de nosotros.
—Debimos haberlos atado —observé mientras Cynan se alejaba—. Pero no pensé en hacerlo.
Mientras se limpiaba la sangre del rostro con el borde del manto, Tegid miró al cielo y dijo:
—Hemos permanecido aquí más de lo que imaginaba.
—¿Qué quieres decir? —pregunté, mirando a mi vez al cielo.
Traté de calcular la posición del sol, pero la luz de la mañana se había apagado y habían aparecido espesos nubarrones. ¿Cuánto tiempo habíamos estado en aquel lugar?
—Ya ha pasado el día —observó el bardo—. Pronto oscurecerá.
—No puede ser —objeté—. Hace sólo unos momentos que desmontamos.
Sacudió la cabeza con gesto grave.
—No —insistió—, el día está llegando a su fin. Debemos darnos prisa si queremos llegar al campamento antes de la noche.
Llamó a Scatha y echó a andar en pos de Cynan.
Scatha no hizo el menor movimiento para unirse a nosotros. Su lanza yacía en el suelo, a su lado. La cogí y se la puse en la mano.
—¿Scatha?
Noté al tacto que tenía la piel fría y tersa, parecía más de piedra que de carne.
—¡Tegid! —grité.
El bardo acudió al instante.
—¡Scatha! —le gritó al oído—. ¡Scatha, escúchame!
La llamó una y otra vez, pero los ojos de Scatha, muy abiertos y misteriosamente absortos, miraban fijamente al vacío, como transfigurados ante algo que exigiera toda su atención.
Tegid soltó un gruñido y, cogiéndola por los brazos, la obligó a darse la vuelta. La sacudió, pero Pen-y-Cat no reaccionaba.
—Llevémonosla de aquí —sugerí—. Quizá…
El bardo alzó la mano y la descargó sobre la mejilla de Scatha. Yo me estremecí al oír la bofetada, pero ella ni se movió. Volvió a golpearla y la sacudió con violencia.
—¡Scatha! ¡Resiste, Scatha, resiste!
Le propinó otra bofetada y la cabeza de Scatha se tambaleó hacia atrás. La huella de la mano de Tegid quedó grabada en la mejilla. Volvió a sacudirla y alzó la mano para descargar otro golpe.
—¡No! —grité cogiéndole la muñeca—. Ya es suficiente. No sirve de nada. Nos la llevaremos en brazos —se me ocurrió de pronto.
Sin aguardar el asentimiento de Tegid, cogí en brazos a Scatha y me alejé de la piedra. Su cuerpo, al principio rígido, se relajó en cuanto la alcé del suelo y volví la espalda a la quebrada columna.
Emitió un débil gemido y cerró los ojos. Poco después, las lágrimas brotaron de sus pestañas y rodaron por sus mejillas. Me detuve y la dejé en el suelo. Ella se apoyó en mí.
—Llew… oh, Llew —dijo con entrecortado aliento—. ¿Qué ha sucedido?
—Ya ha pasado todo. Nos marchamos de este lugar. ¿Puedes caminar?
—Me siento tan… perdida —dijo—. Un abismo se abrió a mis pies… Yo estaba en el borde mismo y me sentía impelida hacia él. Traté de salvarme, pero no podía moverme… No podía gritar. Oí que alguien me llamaba —añadió llevándose la punta de los dedos a la enrojecida mejilla.
—Éste lugar está maldito —explicó Tegid—. Debemos marcharnos cuanto antes.
Ayudándola entre los dos, nos dirigimos hacia donde Cynan se esforzaba por recuperar los caballos. Estaban muy asustados y era difícil acercarse a ellos para agarrar las riendas. Vimos que se acercaba a uno de los animales y de un salto trataba de asir las riendas; pero el caballo se espantó, corcoveó y salió huyendo. Cynan se levantó y pateó el suelo con furia, mientras los caballos galopaban fuera de nuestro alcance.
—Es inútil —dijo acercándose a nosotros—. Ésos estúpidos animales están asustados y huyen en cuanto ven una sombra. No puedo acercarme a ellos.
—Entonces volveremos a pie al campamento —dijo Tegid poniéndose en marcha.
—¿Y los caballos? —pregunté—. No podemos…
—Déjalo.
—Pero necesitamos al menos nuestras armas —insistí.
Scatha tenía su lanza, pero Cynan y yo las habíamos dejado en las sillas al desmontar.
—¡Déjalo! —repitió el bardo con un vozarrón que resonó en la llanura—. Os aseguro que este montículo no es un lugar seguro durante la noche. Sólo encontraremos refugio dentro del círculo de fuego del campamento.
Se dio la vuelta y echó a andar con largas y rápidas zancadas. Cynan, Scatha y yo lo seguimos. Tegid tenía razón; la uniforme extensión de aquella llanura circular estaba desprovista de cualquier cosa que hubiera podido servirnos de protección. No había ni árboles, ni peñas ni declives en donde esconderse.
Eché una rápida ojeada hacia el muñón de piedra y vi que el cielo se estaba oscureciendo por el este. Qué extraño, pensé, jamás hubiera imaginado que la luz del día pudiera desvanecerse tan deprisa.
Y mientras la noche se nos echaba encima, se oyó en la distancia un quejumbroso gemido, como el ulular del viento en los picos de las montañas; pero no había cerca montaña alguna y no era el viento lo que oíamos.