18
18
EL GEAS DE TREÁN AP GOLAU
Estuvimos aguardando la llegada de los barcos tres días, y luego tres más. Cada día era una lenta tortura. Poco después del alba del séptimo día, llegaron cuatro barcos desde el puerto de invierno en el estuario del sur de Caledon donde Cynan los guardaba. Ordenó a sus hombres que estuvieran preparados y luego regresamos a nuestro campamento en la playa para aguardar la llegada de Tegid. El bardo apareció poco antes de la puesta del sol; Scatha, que no había consentido en quedarse en Dinas Dwr, cabalgaba a su lado.
—Mi hija ha sido raptada —me dijo a modo de saludo—. Tengo la intención de ayudar en su rescate.
No podía negárselo, así que le dije:
—Como quieras, Pen-y-Cat. Quizá tu presencia nos resulte beneficiosa.
—Como Scatha se empeñó en acompañarnos —explicó Tegid—, llamé a Calbha para que viniera a hacerse cargo de Dinas Dwr. Por eso no hemos llegado antes.
No me gustó aquello.
—Esperemos que vuestro imprudente retraso no cueste la vida de Goewyn y de Tángwen.
Me volví y me apresuré a disponer los barcos para zarpar, ordenando que encendieran antorchas y que embarcaran las provisiones.
—Pronto oscurecerá y esta noche no habrá luna —observó Bran saliendo del inquietante mutismo que habíamos mantenido aquellos últimos días—. Deberíamos aguardar hasta mañana.
—Ya hemos perdido demasiado tiempo —le dijo Cynan—. Zarpamos de inmediato.
Tegid desmontó y acudió a mi lado.
—Hay algo más, Llew —dijo.
—Puede esperar a que hayamos izado velas.
—Debes oírlo ahora mismo —insistió el bardo.
Me encaré con él.
—¡Lo oiré cuando me parezca conveniente! Llevo aguardando en esta playa helada siete días. ¡Siete días! En estos momentos sólo me importa una cosa: rescatar a Goewyn. Si lo que tienes que decirme puede apresurar su rescate, habla. Si no, no quiero oírlo.
El rostro de Tegid se endureció; sus ojos relampaguearon.
—Pues tendrás que oírlo, oh poderoso rey —me espetó luchando por dominarse.
Hice el gesto de alejarme, pero me lo impidió cogiéndome por la muñeca de mi mano de plata. Sentí que me invadía la cólera.
—Quítame las manos de encima, bardo. ¡O las perderás!
Algunos de los que estaban más cerca, entre ellos Cynan y Scatha, interrumpieron sus tareas para mirarnos. Tegid me soltó y alzó la mano sobre su cabeza con el ademán que emplean los bardos al salmodiar.
—¡Escúchame, Llew Llaw Eraint! —dijo escupiendo las palabras—. Eres el Aird Righ de Albión y por tanto estás sujeto a muchos geas.
—¿Tabúes dices? Ahórrate el aliento —gruñí—. ¡No me importan lo más mínimo!
Estaba doblemente enfadado; había desobedecido mis órdenes y nos había hecho perder algunos días y ahora por si fuera poco tenía la audacia de entretenernos aún más hablando de ridículos tabúes.
—¡Mi mujer ha sido raptada! ¡La de Cynan ha desaparecido! Cueste lo que cueste, iré a buscarlas. ¿Lo entiendes? Daré todo mi reino a cambio de su libertad.
—El reino no es de tu propiedad y por lo tanto no puedes darlo —declaró con sencillez el bardo—. Pertenece al pueblo que se acoge a tu protección. Lo único que posees es la dignidad real.
—No tengo tiempo para discutir contigo, bardo. Quédate si es tu deseo; yo me voy.
—Y yo te digo que no puedes irte —dijo deteniéndome con voz firme.
Lo miré; la rabia no me dejaba hablar.
—El Aird Righ de Albión no puede abandonar sus territorios —anunció—. Éste es el principal geas que te ata a tu reino.
¿Se había vuelto loco?
—¿Qué me estás diciendo? Ya me he marchado con anterioridad. He viajado…
El bardo sacudió la cabeza y yo caí en la cuenta de que desde que era rey, no había puesto un pie fuera de los límites de Albión. Al parecer, aquello me estaba prohibido por alguna oscura razón.
—Explícate —le urgí con violencia—. Y procura hacerlo rápidamente.
Tegid se limitó a contestar:
—Está prohibido que el Soberano Rey abandone la isla de la Fuerza… en cualquier ocasión y por cualquier causa.
—A menos que me des una explicación más convincente —le repliqué—, no tardarás mucho en quedarte solo en esta playa. He ordenado que zarpen los barcos y tengo la intención de estar a bordo cuando el primero de ellos parta.
—Los barcos pueden zarpar. Tus hombres pueden marcharse —dijo con voz suave—. Pero tú, oh rey, no puedes poner un pie más allá de esta orilla.
—¡Mi mujer está muy lejos de aquí! Y yo voy a buscarla —dije haciendo de nuevo ademán de alejarme.
—Y yo te digo que no puedes marcharte de Albión y seguir siendo el Aird Righ —insistió enfatizando cada una de sus palabras.
—Entonces renuncio a ser rey —le espeté—. ¡Que así sea! De una forma u otra, me voy a buscar a mi esposa.
Si mi dignidad real pudiera hacerla regresar a mi lado, renunciaría a ella mil veces. Goewyn era mi vida, mi alma; estaba dispuesto a renunciar a cualquier cosa por salvarla.
Scatha nos miraba con aire impasible. Entendía ahora por qué había venido y por qué Tegid había desobedecido mi explícita orden. Ella sabía que yo no podía abandonar Albión y suponía que en cuanto yo entendiera el porqué cambiaría de parecer. Pero mi decisión era firme.
Eché una rápida mirada a Cynan, que me observaba pensativamente sin dejar de atusarse el bigote. Alcé la mano y lo señalé.
—Entrega a Cynan la dignidad real —dije—. Que sea él el Aird Righ.
—Yo me largo —gruñó Cynan.
—Entonces, entrega a Scatha la soberanía —dije yo.
Scatha declinó el ofrecimiento.
—Yo voy a buscar a mi bija —afirmó—. No estoy dispuesta a quedarme aquí.
Me volví hacia Bran, pero también él rechazó el ofrecimiento.
—Mi lugar está a tu lado —se limitó a decir.
—¿Nadie está dispuesto a aceptar la dignidad real? —pregunté.
Todos rehuyeron mi mirada y nadie contestó. Estaba anocheciendo muy deprisa y yo estaba perdiendo la poca dignidad que me quedaba.
Me volví hacia Tegid como si se tratara de un enemigo.
—Ya ves cómo están las cosas —dije.
—Ya veo —repuso gélido—. Y ahora quiero que las veas tú.
Hizo una pausa, cerró los ojos y tomó aliento. Sus primeras palabras me cogieron por sorpresa.
—Treán ap Golau era un rey de Albión —dijo Tegid—. Poseía tres cosas que le proporcionaban gran renombre: el amor de bellas mujeres, la invencibilidad en el combate y la lealtad de hombres honrados. Sólo tenía una cosa que le causaba aflicción: el geas de su pueblo de que jamás debía matar un jabalí. Y sucedió…
Lo miré atónito. ¡Una historia! Iba a contarme una historia. No podía dar crédito a mis oídos.
—No tengo tiempo para esas cosas, Tegid —protesté.
El bardo alzó la cabeza, abrió mucho los ojos y clavó en mí una mirada siniestra.
—Una mañana —salmodió fríamente—, en que el rey fue a cazar con sus guerreros, oyeron un pavoroso gruñido, como el de una bestia salvaje. El rugido era tan atronador que sacudió los árboles de sus raíces, zarandeó las montañas, rompió las rocas y partió las peñas. Una, dos, tres veces, se sucedieron los terribles gruñidos, cada vez más fuertes y espantosos. El rey Treán llamó a Cet, su sabio bardo: «Ése ruido debe ser silenciado o morirá cuanto hay vivo en la tierra. Busquemos a la bestia que lo produce y matémosla». El penderwydd Cet respondió: «Es más fácil decirlo que hacerlo, poderoso rey, porque ese sonido es emitido nada menos que por el Jabalí de Badba, un animal encantado sin orejas ni cola, pero con unos colmillos del tamaño de las lanzas de tu paladín y dos veces más afilados que ellas. Además, hoy ya ha matado y devorado a trescientos hombres, y todavía está hambriento. Por eso sus rugidos y gruñidos hacen vacilar el mundo». Cuando Treán ap Golau oyó estas palabras, dijo: «Puede que sea un jabalí o una maldición, pero si no detengo a esa bestia no quedará nada con vida en mi reino». Y así, el rey cabalgó al encuentro del monstruo y lo encontró desgarrando con sus afilados colmillos un tejo caído. Pensando abatirlo de una lanzada, atacó al Jabalí de Badba. Pero el gigantesco cerdo lo vio acercarse y soltó tan atronador gruñido que el caballo del rey cayó de rodillas asustado y Treán dio con sus huesos en el suelo. El jabalí se lanzó contra el rey. Treán blandió la lanza, apuntó y la disparó. El jabalí se acercaba más y más; pero la lanza dio en el blanco y alcanzó al animal en plena frente. Sin embargo, no pudo atravesar la espesa piel del jabalí y rebotó. El jabalí estaba ya muy cerca del rey. Treán desenvainó la espada, y ¡ris!, ¡ras! Pero la sólida hoja se rompió en pedazos sin hacer el menor daño al animal; ni siquiera le cortó una cerda. En el momento en que el jabalí bajaba la cabeza para embestir, el rey dio un salto y cayó sobre el lomo del animal; pero la enloquecida bestia lo lanzó por los aires y el rey se desplomó sobre el tejo: su cuerpo se clavó en el astillado tronco y quedó colgando del árbol, literalmente empalado. Y murió. Al verlo, el Jabalí de Badba empezó a devorarlo. Le desgarró los miembros, se comió el brazo derecho y la mano derecha que aún asía la empuñadura de la espada. Pero la hoja astillada se clavó en la garganta de la bestia y el Jabalí de Badba se murió. Los compañeros del rey corrieron en su ayuda, pero Treán ya había muerto.
Mirándome fijamente, Tegid concluyó:
—Aquí acaba la historia del rey Treán, que la escuche quien lo desee.
Si me había contado aquella historia con la intención de acobardarme, iba a llevarse una decepción. Mi decisión era firme.
—He escuchado tu historia, bardo —le dije—. Y es, sin duda, un portentoso cuento. Pero si debo romper ese geas, que así sea.
En contra de lo que esperaba, Tegid se ablandó.
—Sabía muy bien lo que ibas a decir.
Hizo una pausa como para concederme una última oportunidad de cambiar de opinión.
—¿Es firme tu decisión?
—Lo es.
Se inclinó hacia delante, dejó la vara en el suelo ante él y luego se irguió con un rostro como labrado en piedra.
—Que así sea. El tabú será roto.
El Bardo Supremo hizo una pausa y en la desmayada luz miró los rostros de los reunidos. Hablando con voz pausada y clara para que todos pudieran oírlo, dijo:
—El rey ha escogido, ahora tenéis que elegir vosotros. Si alguien quiere regresar, debe hacerlo ahora.
Nadie movió ni un músculo. Leales a un hombre, sus juramentos de fidelidad permanecían intactos y sus corazones, impasibles.
Tegid asintió y cubriéndose la cabeza con un pliegue del manto dijo en la Lengua Secreta de los bardos:
—¡Datod Teyrn! Gollwng Teyrn. ¡Roi’r datod Teryn-a- Terynás! Gwadu Teryn. Gwrthod Teyrn. Gollwng Teryn.
Luego concluyó volviéndose a los cuatro puntos cardinales:
—Gollyngdod… gollyngdod… gollyngdod… gollyngdod.
Después cogió la vara y procedió a trazar un círculo alrededor de los reunidos en la playa. Tras haberlo completado, volvió al centro, dibujó una larga línea vertical con dos trazos oblicuos en sus extremos, imitando la forma de una punta de flecha sin rematar, era lo que él llamaba el gorgyrven: los Tres Rayos de la Verdad. Luego alzó la vara con la mano derecha y la clavó en la arena; a continuación sacó una bolsa de su cinto y derramó en cada una de las tres líneas que había dibujado un poco del oscuro polvillo de ceniza que él llamaba Nawglan. Después se irguió y me rozó la frente con las yemas de los dedos para marcarme con el gogyrven. Alzó las manos con las palmas hacia arriba, una sobre su cabeza y la otra sobre su hombro, abrió la boca y comenzó a salmodiar:
En la escarpada senda de nuestro común destino,
te rogamos:
hazla fácil o difícil para nuestra carne,
hazla luminosa u oscura para los que la seguimos,
hazla dura o suave bajo nuestros pies;
concédenos, Sumo Sabedor, tu maravillosa protección,
para que no caigamos o nos extraviemos;
para cuantos están en este círculo,
sé nuestro consuelo y nuestro guía;
Aird Righ, por la autoridad de los Doce:
el Viento de tormentas y galernas,
el Trueno de tempestuosas olas,
el Rayo del resplandeciente sol,
el Oso de siete batallas,
el Águila del escarpado risco,
el Jabalí del bosque,
el Salmón del estanque,
el Lago de la cañada,
el Brezo de la colina,
la Fuerza del guerrero,
la Palabra del poeta,
el Fuego del pensamiento sabio.
¿Quién sostiene el gorsedd, si no Tú?
¿Quién cuenta las eras del mundo, si no Tú?
¿Quién gobierna la Rueda del Cielo, si no Tú?
¿Quién despierta la vida en el útero, si no Tú?
Por tanto, Dios de Todas las Virtudes y Poderes,
purifícanos y protégenos con tu Mano Firme y Segura,
concédenos la victoria sobre malvados y pérfidos,
condúcenos en paz hasta el final de nuestro viaje.
Con aquel rito, el bardo nos había purificado, nos había consagrado y había sellado nuestro viaje con una bendición. Me sentí humilde y contrito.
—Gracias, bardo —le dije.
Pero Tegid aún no había acabado. Rebuscó en su cinto, sacó un pálido objeto y me lo ofreció. Yo tendí mi mano y él me lo dio. Sentí su frío peso en la palma y supe sin necesidad de mirar lo que era: una Piedra Cantarina. Bendito era puesto que sabía con absoluta certeza que yo iba a elegir romper el geas para salvar a Goewyn, y quería hacer lo que fuera para ayudarme.
—De nuevo gracias, hermano —dije.
Tegid no contestó; sacó otras dos piedras y me las puso en la mano. Con esto, el bardo me libraba a mi destino. Escondí las piedras en mi cinturón y ordené a los hombres que subieran a bordo. Todos echaron a correr para llegar los primeros y yo los seguí. Casi había llegado al agua cuando Tegid me gritó:
—¡Llew! ¿Vas a dejar en tierra a tu bardo?
—Iría con más ánimos si me acompañaras —respondí—. Pero no me lo tomaré a mal si te quedas.
A los pocos instantes el bardo estaba junto a mí.
—Iremos juntos, hermano.
Vadeamos las heladas aguas y los que aguardaban en cubierta nos izaron a bordo. Con largos bicheros los hombres empujaron el barco hasta aguas más profundas, mientras las velas ondeaban y se hinchaban al viento. La noche nos encerró en su apretado puño mientras la proa surcaba las olas salpicándonos el rostro de espuma salada y empapándonos los mantos de agua.
Así, en una noche de sollen oscura y sin luna, dejé atrás Albión. Y ni siquiera volví la cabeza.
El mar estaba agitado y el viento era frío y violento. Nos azotaban la lluvia y la nevisca y nos sacudían las olas del furioso mar. Más de una vez temí que las aguas nos tragaran, pero seguíamos navegando impávidos. No había vuelta atrás.
—¿Qué te hace suponer que han escapado a la Tierra Maldita? —me preguntó Tegid, de pie en proa, agarrado a la borda. No habíamos visto el sol desde que zarpamos.
—Paladyr está detrás de todo esto —le dije mirando fijamente las olas y golpeando la borda con el puno.
—¿Por qué lo dices?
—¿Quién otro si no? —repuse.
Sin embargo, su pregunta hizo surgir en mí la duda que hacía tiempo reprimía. Volví la cabeza y lo miré a los ojos.
—¿Qué crees tú?
—Creo que ningún hombre deja rastro en el mar —respondió arqueando ligeramente sus oscuras cejas.
—El rastro conduce a Tir Aflan. Allí desterramos a Paladyr y allí se las ha llevado —afirmé, con bastante menos seguridad de la que sentía hacía unos momentos.
Mientras aguardaba en la playa, no abrigaba la menor duda. Ahora, después de dos días de navegación, ya no estaba tan seguro. ¿Y si habían puesto rumbo al sur y habían desembarcado en alguna remota y desconocida cueva de las miles que había en la costa?
Tegid guardó silencio un rato, pensativo. Luego dijo:
—¿Qué puede haber empujado a Paladyr a hacer una cosa así?
—Está muy claro: la venganza.
El bardo sacudió la cabeza.
—¿Venganza? ¿Por haberle devuelto la vida?
—Por haberlo desterrado a Tir Aflan —respondí en tono cortante—. ¿Por qué lo preguntas? ¿Qué estás pensando?
—Paladyr ha buscado siempre, por encima de todo, su beneficio y su ganancia —observó Tegid—. Creo que debería estar satisfecho por haber salido con vida. Por otra parte, jamás he visto que Paladyr actuara solo y por su cuenta.
Era muy cierto. Paladyr era un guerrero, más inclinado a empuñar la lanza que a sutiles maquinaciones. Medité unos instantes.
—Da igual —decidí al fin—. Poco importa que actuara solo o con toda una hueste de taimados intrigantes. Iría en su busca de cualquier modo.
—Desde luego —asintió Tegid—. Pero sería conveniente saber quién está con él en este asunto. Eso sí podría importar.
Se quedó callado un momento mirándome con sus agudos ojos negros.
—Bran me habló de la almenara.
Fruncí el ceño y clavé los ojos en el mar pizarroso.
—¿Hay algo más que no me hayas dicho? Si es así, dímelo ahora.
—Hay algo más —admití finalmente.
—¿Qué es?
—Goewyn está embarazada. Nadie más lo sabe. Quería esperar un poco antes de comunicarlo a los demás.
—¡Antes de comunicarlo a los demás! —estalló Tegid—. ¡El hijo del rey!
Sacudió la cabeza atónito e incrédulo; volvió el rostro hacia el mar y su mirada se perdió en las agitadas aguas. Pasó un buen rato hasta que por fin se decidió a hablar.
—¡Ojalá lo hubiera sabido antes! —murmuró—. El niño no es sólo tuyo; es símbolo de la riqueza de tu reino y pertenece al clan. Deberíais habérmelo dicho.
—No estábamos tratando de ocultarlo —repuse de forma huraña.
Luego me callé.
—Tegid —dije al cabo de un rato—, ¿has estado alguna vez allí…, en Tir Aflan?
—Jamás.
—¿Sabes de alguien que haya ido?
Emitió un lúgubre gruñido a modo de risa.
—Sólo sé de uno: Paladyr.
—Pero a buen seguro debes de saber algo de ese lugar. ¿Por qué se llama así?
El bardo frunció los labios.
—Desde tiempos inmemoriales se ha llamado Tir Aflan. El nombre es adecuado, pero no siempre fue así. Entre la Sagrada Hermandad se cuenta que una vez, hace mucho tiempo, era el más hermoso y afortunado de los reinos… Entonces se llamaba Tir Gwyn.
—La Tierra Hermosa —repetí—. ¿Qué sucedió?
Su respuesta me sorprendió.
—En la cumbre de su gloria, Tir Gwyn se desplomó.
—¿Se desplomó? —pregunté asombrado—. ¿Cómo?
—Se dice que el pueblo abandonó el Camino de la Verdad: se perdieron en el error y el egoísmo. La maldad se alzó entre ellos sin que se dieran cuenta. En lugar de resistir, la abrazaron y se rindieron a ella. La maldad fue en aumento; los devoró… devoró cuanto de bueno y hermoso había en aquella tierra.
—¿Hasta que no quedó nada? —murmuré.
—El Dagda les retiró su Mano Firme y Segura y Tir Gwyn se convirtió en Tir Aflan —me explicó—. Ahora está habitada sólo por bestias y proscritos que se atacan unos a otros en su tormento y desdicha. Es una tierra que carece de todo cuanto se precisa para el consuelo de los hombres. No busques en ella ayuda, compasión o paz, porque no las encontrarás. Sólo dolor, sufrimiento y angustia.
—Ya entiendo.
Con el ceño fruncido, Tegid me miró por el rabillo del ojo.
—Sí; pronto lo verás con tus propios ojos —dijo señalando con la vara hacia el mar que se extendía ante nosotros.
Miré hacia lo que parecía un grisáceo banco de nubes flotando en el horizonte: estaba contemplando por primera vez la Tierra Maldita.
—Cuando llevemos allí algunos días, ya me dirás si no merece el nombre que lleva.
Miré aquella masa incolora que parecía flotar en el agitado mar. Tenía un aspecto triste, pero no más que otras tierras cuando uno se acerca a ellas a través de la niebla y la llovizna de un día sin sol. Además, me preguntaba si tras lo que me había contado Tegid no parecía más miserable y lóbrega de lo que era.
Había ido a rescatar a Goewyn y estaba dispuesto a afrontar terremotos, inundaciones e incendios para salvarla. Ninguna tierra, por hostil que fuera, podría obstaculizar mi camino.
Pero no tardaría en comprobar que estaba pecando de insensatez e inocencia.