CARINE
Me condujo de vuelta a la habitación que había identificado como el despacho de Carine. Se detuvo delante de la puerta durante un segundo.
—Adelante —dijo Carine desde el interior.
Edythe abrió la puerta a una amplia sala con altos ventanales que ocupaban toda la longitud de las paredes. La estancia estaba revestida de estanterías que llegaban al techo y contenían más libros de los que jamás había visto fuera de una biblioteca.
Carine se sentaba detrás del enorme escritorio. Acababa de poner un marcador entre las páginas del libro que sostenía en las manos. El despacho era idéntico a como yo imaginaba que sería el de un decano de la facultad, solo que Carine parecía demasiado joven para encajar en el papel.
Después de haber imaginado, unos momentos antes, todo por lo que había tenido que pasar, si bien era consciente de que mi imaginación no era muy buena y de que, probablemente, todo había sido mucho peor de la idea que me había formado, la percibía de un modo distinto.
—¿Qué puedo hacer por vosotros? —nos preguntó con una sonrisa mientras se levantaba del sillón.
—Quería enseñar a Beau un poco de nuestra historia —contestó Edythe—. Bueno, en realidad, de tu historia.
—No pretendíamos molestarte —me disculpé.
—En absoluto —dijo, dirigiéndose primero a Edythe y luego a mí—. ¿Por dónde vais a comenzar?
—Por los cuadros —dijo Edythe mientras me hacía girar para mirar hacia la puerta por la que acabábamos de entrar.
La pared era diferente de las demás, ya que estaba repleta de decenas y decenas de cuadros enmarcados en lugar de estanterías. Todos eran de tamaños y estilos diferentes, algunos más apagados, otros rebosantes de color. Revisé la pared rápidamente buscando algo común que les diera coherencia, pero no encontré ningún vínculo.
Edythe me arrastró hacia el otro lado, a la izquierda, apoyó ambas manos en mis brazos y me colocó justo frente a uno de los cuadros. Mi corazón reaccionó del modo en que solía hacerlo cada vez que me tocaba, aunque fuera de la manera más natural. Resultaba aún más vergonzoso, si cabe, ahora que sabía que Carine también podía oírlo.
El cuadro en el que quería que me fijara era un pequeño óleo con un sencillo marco de madera. No figuraba entre los más grandes ni los más destacados. Pintado con diferentes tonos de ocre, representaba la miniatura de una ciudad de tejados muy inclinados. Un río —lo cruzaba un puente cubierto por estructuras similares a minúsculas catedrales— dominaba el primer plano.
—Londres, hacia 1650 —dijo Edythe.
—El Londres de mi juventud —añadió Carine a medio metro detrás de nosotros. Di un respingo. No la había oído aproximarse. Edythe me tomó la mano y la apretó levemente.
—¿Le vas a contar la historia? —inquirió Edythe.
Me volví para ver la reacción de Carine. Sus ojos se encontraron con los míos y me sonrió.
—Lo haría —replicó—, pero de hecho llego tarde. Han telefoneado del hospital esta mañana. El doctor Snow se ha tomado un día de permiso. Pero no creo que Beau se pierda ningún detalle: te conoces la historia tan bien como yo —añadió, dirigiendo a Edythe una sonrisa.
Resultaba difícil asimilar una combinación tan extraña: las preocupaciones del día a día de una doctora de pueblo en mitad de una conversación sobre sus primeros días en el Londres del siglo XVII.
También desconcertaba saber que probablemente hablaba en voz alta solo en deferencia hacia mí.
Carine abandonó la estancia con otra cálida sonrisa.
Me quedé mirando el pequeño cuadro de su ciudad natal durante un buen rato.
—¿Qué sucedió luego? —pregunté—. ¿Qué ocurrió cuando comprendió lo que le había pasado?
Me dio un leve codazo para que avanzara unos centímetros, con los ojos fijos en un paisaje más grande. Estaba pintado con colores apagados, una pradera despejada a la sombra de un bosque con un pico escarpado a lo lejos.
—Cuando supo en qué se había convertido —prosiguió en voz baja—, se desesperó… y se rebeló. Intentó destruirse, pero eso no es fácil de conseguir.
—¿Cómo?
No quería decirlo en voz alta, pero estaba tan asombrado que se me escapó.
—Se arrojó desde grandes alturas —me explicó Edythe, encogiéndose de hombros—, e intentó ahogarse en el océano, pero en esa nueva vida era joven y muy fuerte. Resulta sorprendente que fuera capaz de resistir el deseo… de alimentarse… cuando era aún tan inexperta. El instinto es más fuerte en ese momento y lo arrastra todo, pero sentía tal repulsión hacia lo que era que tuvo la fuerza para intentar matarse de hambre.
—¿Es eso posible? —pregunté en voz baja.
—No, hay muy pocas formas de matarnos.
Abrí la boca para formular otra pregunta, pero Edythe comenzó a hablar antes de que lo pudiera hacer.
—De modo que su hambre crecía y al final se debilitó. Se alejó cuanto pudo de toda población humana al detectar que su fuerza de voluntad también se estaba debilitando. Durante meses, estuvo vagabundeando de noche en busca de los lugares más solitarios, maldiciéndose.
»Una noche, una manada de ciervos cruzó junto a su escondrijo. La sed la había vuelto tan salvaje que los atacó sin pensarlo. Recuperó las fuerzas y comprendió que había una alternativa a ser el vil monstruo que temía ser. ¿Acaso no había comido venado en su anterior vida? Podía vivir sin ser un demonio y de nuevo se halló a sí misma.
»Comenzó a aprovechar mejor su tiempo. Siempre había sido inteligente y ávida de aprender. Ahora tenía un tiempo ilimitado por delante. Estudiaba de noche y trazaba planes durante el día. Se marchó a Francia a nado y…
—¿Nadó hasta Francia?
—Beau, la gente siempre ha cruzado a nado el Canal —me recordó con paciencia.
—Supongo que es cierto. Solo que parecía divertido en ese contexto. Continúa.
—Nadar es fácil para nosotros…
—Todo es fácil para ti —murmuré.
Me aguardó con las cejas enarcadas.
—No volveré a interrumpirte otra vez, lo prometo.
Me dedicó una sonrisa sombría y terminó la frase:
—Porque, técnicamente, no necesitamos respirar.
—Tú…
—No, no, lo has prometido —se rio y me puso el helado dedo en los labios—. ¿Quieres oír la historia o no?
—No me puedes soltar algo así y esperar que no diga nada —mascullé contra su dedo.
Levantó la mano hasta ponerla sobre mi pecho. Mi corazón se desbocó, pero perseveré.
—¿No necesitas respirar? —exigí saber.
—No, no es una necesidad —se encogió de hombros—. Solo un hábito.
—¿Cuánto puedes aguantar sin respirar?
—Supongo que indefinidamente, no lo sé. La privación del sentido del olfato resulta un poco incómoda.
—Un poco incómoda —repetí.
Yo no prestaba atención a mis expresiones, pero hubo algo en ellas que la hizo ponerse seria. La mano le cayó a un costado y se quedó inmóvil, contemplando mi rostro. El silencio se prolongó y sus facciones se esculpieron en piedra.
—¿Qué ocurre? —susurré mientras le acariciaba el rostro helado.
Sus facciones recobraron vida y me dedicó una levísima sonrisa.
—Sé que en algún momento habrá algo que te diga o que te haga ver que va a ser demasiado. Y entonces te alejarás de mí entre alaridos —su sonrisa se desvaneció—. No voy a detenerte cuando ocurra. Quiero que suceda, porque quiero que estés a salvo. Y, aun así, quiero estar a tu lado. Ambos deseos son imposibles de conciliar…
Dejó la frase en el aire mientras contemplaba mi rostro.
—No voy a irme a ningún lado —le prometí.
—Ya lo veremos —contestó, sonriendo de nuevo.
Le fruncí el ceño.
—Volviendo a lo que te contaba… Carine se marchó a Francia a nado.
Hizo una pausa mientras intentaba recuperar el hilo de la historia. Con gesto pensativo, fijó la mirada en otra pintura, la de mayor colorido y de marco más lujoso, y también la más grande: era el doble de ancho que la puerta junto a la que estaba colgado. Personajes llenos de vida, envueltos en túnicas onduladas y enroscadas en torno a grandes columnas en el exterior de balconadas marmóreas, llenaban el lienzo. No sabía si representaban figuras de la mitología helena o si los personajes que flotaban en las nubes de la parte superior tenían algún significado bíblico.
—Carine nadó hacia Francia y continuó por Europa y sus universidades. De noche estudió música, ciencias, medicina y encontró su vocación y su penitencia en salvar vidas —su expresión se tornó reverente—. No sé describir su lucha de forma adecuada. Carine necesitó dos siglos de atormentadores esfuerzos para perfeccionar su autocontrol. Ahora es prácticamente inmune al olor de la sangre humana y es capaz de hacer el trabajo que adora sin sufrimiento. Obtiene una gran paz de espíritu allí, en el hospital…
Edythe se quedó con la mirada ausente durante bastante tiempo. De repente, pareció recordar su intención. Dio unos golpecitos en la enorme pintura que teníamos delante con el dedo.
—Estudió en Italia cuando descubrió que allí había otros. Eran mucho más civilizados y cultos que los espectros de las alcantarillas londinenses.
Señaló a un cuarteto relativamente solemne de figuras pintadas en lo alto de un balcón, que miraban con calma el caos reinante a sus pies. Estudié la pequeña asamblea con cuidado y, con una risa de sorpresa, reconocí a la mujer de cabellos dorados.
—Los amigos de Carine fueron una gran fuente de inspiración para Francesco Solimena. A menudo los representaba como dioses —rio entre dientes—. Sulpicia, Marco y Athenodora —dijo conforme iba señalando a los otros tres—, los patrones nocturnos de las artes.
La primera mujer y el hombre tenían el cabello negro, la segunda mujer tenía el pelo rubio claro. Todos vestían túnicas de intensos colores, mientras que Carine estaba pintada de blanco.
—¿Qué me dices de esa? —pregunté, señalando a una chica pequeña y vulgar con el cabello castaño claro y vestida con prendas marrones. Estaba de rodillas, colgando de las faldas de la otra mujer: la mujer del complicado peinado de rizos negros.
—Mele —dijo—. Una sirvienta, supongo que podríamos llamarla así. La pequeña ladrona de Sulpicia.
—¿Qué fue de ellos? —pregunté en voz alta, con la yema de los dedos inmóvil en el aire a un centímetro de las figuras de la tela.
—Siguen ahí, como llevan haciendo desde hace quién sabe cuántos milenios —se encogió de hombros—. Carine solo estuvo entre ellos por un breve lapso de tiempo, apenas unas décadas. Admiraba su amabilidad y su refinamiento, pero persistieron en su intento de curarle de aquella aversión a su «fuente natural de alimentación». Ellos intentaron persuadirla y ella a ellos, en vano. Llegados a ese punto, Carine decidió probar suerte en el Nuevo Mundo. Soñaba con hallar a otros como ella. Ya sabes, estaba muy sola.
»Transcurrió mucho tiempo sin que encontrara a nadie, pero podía interactuar entre los confiados humanos como si fuera uno de ellos porque los monstruos se habían convertido en tema para los cuentos de hadas. Comenzó trabajando como enfermera. Aunque sus conocimientos y habilidades superaban los de un cirujano de la época, al ser mujer, nunca la aceptarían en otro puesto. Hizo todo lo que pudo para salvar a los pacientes de médicos menos experimentados cuando nadie la veía. Pero rehuía el ansiado compañerismo al no poderse arriesgar a un exceso de confianza.
»Trabajaba por las noches en un hospital de Chicago cuando golpeó la pandemia de gripe. Le había estado dando vueltas durante varios años y casi había decidido actuar. Ya que no encontraba un compañero, lo crearía; pero dudaba de qué partes de su transformación era estrictamente necesario repetir, y cuáles habían sido simplemente capricho de su sádico creador, así que no estaba muy segura. Además, se había jurado no arrebatar la vida de nadie de la misma manera que se la habían robado a ella. Estaba en ese estado de ánimo cuando me encontró. No había esperanza para mí. Me habían dejado en la sala de los moribundos. Había asistido a mis padres, por lo que sabía que estaba sola en el mundo, y decidió intentarlo…
Ahora, cuando dejó la frase inacabada, su voz era apenas un susurro. Se quedó mirando al vacío a través de las altas ventanas. Me pregunté qué imágenes ocuparían su mente en ese instante, ¿los recuerdos de Carine o los suyos? Esperé.
Sonreía levemente cuando se volvió hacia mí.
—Y así es como se cerró el círculo.
—Entonces, ¿siempre has estado con Carine?
—Casi siempre.
Me cogió la mano de nuevo y me arrastró con ella al pasillo. Me volví a mirar los cuadros de la pared que ya se perdían de mi vista, preguntándome si alguna vez llegaría a oír el resto de las historias.
Edythe no dijo nada mientras caminábamos hacia el vestíbulo, de modo que pregunté:
—¿Casi?
Suspiró, hizo un mohín y me miró con el rabillo del ojo.
—No quieres contestar, ¿verdad? —dije.
—No fue mi mejor momento.
Empezamos a subir otro tramo de escaleras.
—Puedes contarme cualquier cosa.
Se detuvo cuando llegamos a lo alto de las escaleras y se me quedó mirando a los ojos durante unos segundos.
—Supongo que te lo debo. Deberías saber quién soy.
Tuve la sensación de que lo que estaba diciendo en aquel momento estaba estrechamente relacionado con lo que había dicho antes sobre que saldría corriendo y dando alaridos. Puse una expresión neutra y me preparé.
Inspiró hondo.
—Bueno, tuve el típico brote de rebeldía adolescente unos diez años después de… nacer… o convertirme, como prefieras llamarlo. No me resignaba a llevar su vida de abstinencia y estaba resentida con ella por refrenar mi sed, por lo que me marché a seguir mi camino durante un tiempo.
—¿De verdad?
Aquello no me sorprendió como ella pensaba que lo haría. Solo aumentó mi curiosidad.
—¿No te causa repulsión?
—No.
—¿Por qué no?
—Supongo que… suena razonable.
Soltó una seca carcajada y empezó caminar lentamente mientras de nuevo tiraba de mí en dirección a un vestíbulo parecido al que había en el piso de abajo.
—Gocé de la ventaja de saber qué pensaban todos cuantos me rodeaban, fueran humanos o no, desde el momento de mi renacimiento. Esa fue la razón por la que tardé diez años en desafiar a Carine… Podía leer su absoluta sinceridad y comprender la razón de su forma de vida.
»Apenas tardé unos pocos años en volver a su lado y comprometerme de nuevo con su visión. Creí poderme librar de los remordimientos de conciencia, ya que podía dejar a los inocentes y perseguir solo a los malvados al conocer los pensamientos de mis presas. Si seguía a un asesino hasta un callejón oscuro donde acosaba a una chica, si la salvaba, en ese caso no sería tan terrible.
Intenté imaginar lo que describía. ¿Qué aspecto habría tenido, caminando silenciosa y pálida entre las sombras? ¿Qué habría pensado el asesino al verla, perfecta, hermosa, sobrehumana? ¿Habría sabido cómo sentir miedo?
—Pero con el paso del tiempo comencé a verme como un monstruo. No podía rehuir la deuda de haber tomado demasiadas vidas, sin importar cuánto se lo merecieran, y regresé con Carine y Earnest. Me acogieron como a una hija pródiga. Era más de lo que merecía.
Nos habíamos detenido frente a la última puerta del vestíbulo.
—Mi habitación —me informó al tiempo que abría la puerta y me hacía pasar.
Su habitación tenía vistas al sur y una ventana del tamaño de la pared, igual que en el gran recibidor del primer piso. Toda la parte posterior de la casa debía de ser de vidrio. La vista daba al meandro que describía el río Sol Duc antes de cruzar el bosque intacto que llegaba hasta la cordillera de Olympic Mountain.
La pared de la cara oeste estaba totalmente cubierta por una sucesión de estantes repletos de CD. El cuarto de Edythe estaba mejor surtido que una tienda de música. En el rincón había un sofisticado aparato de música, de un tipo que no me atrevía a tocar por miedo a romperlo. No había ninguna cama, solo un sofá de cuero negro. Una gruesa alfombra de tonos dorados cubría el suelo y las paredes estaban tapizadas de tela de un tono ligeramente más oscuro.
—¿Para conseguir una buena acústica? —aventuré.
Edythe rio y asintió con la cabeza.
Tomó un mando a distancia y encendió el equipo, la suave música de jazz, pese a estar a un volumen bajo, sonaba como si el grupo estuviera con nosotros en la habitación. Me fui a mirar su alucinante colección de música.
—¿Cómo los clasificas? —pregunté al sentirme incapaz de encontrar un criterio para el orden de los títulos.
—Esto… Por año, y luego por preferencia personal dentro de ese año —contestó con aire distraído.
Al darme la vuelta, la vi mirarme con una expresión que no fui capaz de identificar.
—¿Qué ocurre?
—Contaba con sentirme aliviada después de habértelo explicado todo, de no tener secretos para ti, pero no esperaba sentir más que eso. Me gusta —se encogió de hombros al tiempo que sonreía—. Me hace feliz.
—Me alegro.
Le devolví la sonrisa. Me preocuparía que se arrepintiera de haberme contado todo aquello. Era bueno saber que no era el caso.
Pero, entonces, mientras sus ojos estudiaban mi expresión, su sonrisa se apagó y sus cejas se unieron, ceñudas.
—Aún sigues esperando que salga huyendo —supuse—, gritando espantado, ¿verdad?
Reprimió una sonrisa y asintió.
—Lamento estropearte la ilusión, pero no inspiras tanto miedo —dije con toda naturalidad—: De verdad que no soy capaz de imaginarme teniéndote miedo.
Arqueó las cejas con manifiesta incredulidad y una sonrisa recorrió lentamente su rostro.
—Probablemente no deberías haber dicho eso.
Entonces, gruñó, un sordo gruñido gutural que surgía del fondo de su garganta y no sonaba humano en absoluto. Su sonrisa se ensanchó hasta que se transformó en un catálogo de dientes. Su cuerpo cambió, se había agachado, con la espalda estirada y curva, como un gato a punto de saltar.
—Hmm… ¿Edythe?
No la vi atacarme, fue demasiado rápida. Ni siquiera entendía qué estaba pasando. Durante medio segundo me encontré en el aire y la habitación daba vueltas a mi alrededor, del revés y luego de nuevo del derecho. No noté tampoco el aterrizaje, pero de repente estaba con la espalda apoyada en el sofá negro y Edythe estaba sobre mí, con las rodillas presionando mis muslos y las manos sosteniendo firmemente ambos lados de mi cabeza para que no pudiera moverme, y sus dientes, a la vista, a escasos centímetros de mi cara. Emitió otro suave sonido que era mitad rugido mitad ronroneo.
—Guau —jadeé.
—¿Qué era lo que decías? —preguntó.
—Hmm… ¿Que eres un monstruo realmente aterrador?
—Mucho mejor —rio con malicia.
—Y que estoy absolutamente enamorado de ti.
Su rostro se suavizó y los ojos se le ensancharon. La había vuelto a pillar con la guardia baja.
—Beau —susurró.
—¿Se puede? —preguntó una voz que parecía proceder del vestíbulo.
Di un respingo, y seguramente habría golpeado mi frente contra la de Edythe si ella no hubiera sido muchísimo más rápida que yo. En otra fracción de segundo, me levantó de modo que yo quedé sentado en el sofá y ella estaba a mi lado, apoyando sus piernas sobre las mías.
Archie estaba en la puerta, y Jessamine detrás de él, en el vestíbulo. La rojez empezó a trepar por mi cuello, pero Edythe estaba completamente tranquila.
—Por favor —le dijo a Archie.
Archie no pareció pensar que estuviéramos haciendo nada inusual. Caminó hacia el centro del cuarto y se dobló para sentarse sobre el suelo con un movimiento tan grácil que casi parecía irreal. Jessamine se quedó en la puerta y, a diferencia de Archie, parecía un poco sorprendida. Clavó los ojos en el rostro de Edythe y me pregunté qué estaría percibiendo en la habitación.
—Parecía que te ibas a almorzar a Beau —anunció Archie—, y veníamos a ver si lo podíamos compartir.
Me puse rígido hasta que me percaté de la gran sonrisa de Edythe. No sabría decir si se debía al comentario de Archie o a mi reacción.
—Lo siento. No tengo ganas de compartir —replicó pasando un brazo alrededor de mi cuello con un gesto que indicaba posesión.
Archie se encogió de hombros.
—Es comprensible.
—De hecho —dijo Jessamine, dando un paso vacilante para entrar en la habitación—, Archie anuncia una gran tormenta para esta noche y Eleanor quiere jugar a la pelota. ¿Te apuntas?
Las palabras eran bastante normales, pero no entendía el contexto; parecía que estaban diciendo que Archie era más fiable que el hombre del tiempo.
Los ojos de Edythe se iluminaron, pero aun así vaciló.
—Traerías a Beau, por supuesto —añadió Archie. Había creído atisbar la rápida mirada que Jessamine le lanzaba.
—¿Quieres ir? —me preguntó Edythe.
—Claro —su expresión denotaba tal entusiasmo que habría accedido a cualquier cosa—. Eh, ¿adónde vamos?
—Hemos de esperar a que truene para jugar, ya verás la razón —me prometió.
—¿Necesitaré un paraguas?
Los tres rompieron a reír estrepitosamente.
—¿Lo va a necesitar? —preguntó Jessamine a Archie.
—No —Archie parecía seguro—. La tormenta va a descargar sobre el pueblo. El claro del bosque estará bastante seco.
—Perfecto —dijo Jessamine, y el entusiasmo de su voz fue, como era de esperar, contagioso. Yo mismo me estaba empezando a emocionar con la idea, y eso que ni siquiera sabía qué era.
—Llamemos a Carine y preguntémosle si se apunta —dijo Archie, y se levantó con otro de aquellos movimientos fluidos que me hizo quedarme mirándolo.
—Como si no lo supieras —le pinchó Jessamine, y entonces, ambos se marcharon.
—Entonces… ¿a qué vamos a jugar? —pregunté.
—Tú vas a mirar —aclaró Edythe—. Nosotros jugaremos al béisbol.
La miré con escepticismo.
—¿A los vampiros les gusta el béisbol?
—Es el pasatiempo americano —me sonrió.