TEORÍA
—¿Puedo…? ¿Puedo hacerte solo una pregunta más? —tartamudeé velozmente mientras ella aceleraba a toda velocidad por la calle desierta.
No tenía ninguna prisa por contestar su pregunta.
Ella sacudió la cabeza para negar.
—Teníamos un trato.
—No es una pregunta, en realidad —argüí—. Es más bien una aclaración sobre algo que has dicho antes.
Puso los ojos en blanco.
—Que sea rápido.
—Bueno… Dijiste que sabías que no había entrado en la librería y que me había dirigido hacia el sur. Solo me preguntaba cómo lo sabías.
Se quedó pensando un momento, como si estuviera deliberando de nuevo.
—Pensaba que habíamos pasado la etapa de las evasivas —recalqué.
Me miró como diciéndome «Tú te lo has buscado».
—De acuerdo. Seguí tu olor.
No tenía respuesta para aquello. Me quedé mirando por la ventana, intentando asimilarlo.
—Te toca a ti, Beau.
—Pero no has respondido mi otra pregunta.
—Oh, venga, vamos.
—En serio. No me has explicado cómo funciona lo de leer mentes. ¿Puedes leer la mente de cualquiera en cualquier parte? ¿Cómo lo haces? ¿Puede hacerlo el resto de tu familia…?
Me resultaba más fácil hablar de aquello en la oscuridad del coche. Las farolas ya quedaban muy atrás, y a la luz del tenue resplandor procedente del tablero de mandos, todas aquellas locuras parecían un poco más factibles.
Me dio la sensación de que ella tenía la misma percepción de irrealidad que yo, como si la normalidad hubiera quedado suspendida mientras compartíamos aquel espacio. Su voz pareció tranquila cuando respondió:
—Solo yo tengo esa facultad, y no puedo oír a cualquiera en cualquier parte. Debo estar bastante cerca. Cuanto más familiar me resulta esa «voz», más lejos soy capaz de oírla, pero, aun así, no más de unos pocos kilómetros —hizo una pausa con gesto meditabundo—. Se parece un poco a un enorme hall repleto de personas que hablan todas a la vez. Solo es un zumbido, un bisbiseo de voces al fondo, hasta que localizo una, y entonces está claro lo que piensa…
»La mayor parte del tiempo no las escucho, ya que puede llegar a distraer demasiado y así es más fácil parecer normal —frunció el ceño al pronunciar la palabra—, y no responder a los pensamientos de alguien antes de que los haya expresado con palabras.
—¿Por qué crees que no puedes «oírme»? —pregunté con curiosidad.
Me miró con unos ojos que daban la sensación de querer perforar los míos, con aquella mirada de frustración que tan bien conocía. Me di cuenta de que siempre que me había mirado así, debía de haber estado intentando escuchar mis pensamientos, sin éxito. Su expresión se relajó cuando desistió.
—No lo sé —murmuró—. Mi única suposición es que tal vez tu mente funcione de forma diferente a la de los demás. Es como si tus pensamientos fluyeran en onda media y yo solo captase los de frecuencia modulada.
Me sonrió, repentinamente divertida.
—¿Mi mente no funciona bien? ¿Soy un bicho raro?
Su especulación dio en el clavo. Siempre lo había sospechado, y me avergonzaba tener la confirmación.
—Yo oigo voces en la cabeza y es a ti a quien le preocupa ser un bicho raro —se rio—. No te inquietes, es solo una teoría… —su rostro se tensó—. Y eso nos trae de vuelta a ti.
Fruncí el ceño. ¿Cómo podía verbalizarlo?
—Pensaba que habíamos pasado la etapa de las evasivas —me recordó con dulzura.
Aparté la vista del rostro de Edythe por primera vez en un intento de hallar las palabras, mis ojos se posaron en el tablero de mandos… y vi el indicador de velocidad.
—¡Dios santo! —grité—. ¡Ve más despacio!
—¿Qué pasa? —preguntó, mirando a izquierda y derecha en lugar de al frente, que es adonde debería mirar. El automóvil no desaceleró.
—¡Vas a ciento sesenta! —seguí chillando.
Eché una ojeada de pánico por la ventana, pero estaba demasiado oscuro para distinguir mucho. La carretera solo era visible hasta donde alcanzaba la luz azulada de los faros delanteros. El bosque que flanqueaba ambos lados del camino parecía un muro negro, tan duro como si fuese de acero si nos salíamos de la carretera a esa velocidad.
—Tranquilízate, Beau.
Puso los ojos en blanco sin reducir aún la velocidad.
—¿Pretendes que nos matemos? —quise saber.
—No vamos a chocar.
Intenté modular el volumen de mi voz al preguntar:
—¿Por qué vamos tan deprisa, Edythe?
—Siempre conduzco así —se volvió y me deslumbró con una sonrisa.
—¡No apartes la vista de la carretera!
—Nunca he tenido un accidente, Beau, ni siquiera me han puesto una multa —sonrió y se acarició la frente—. A prueba de radares detectores de velocidad.
—¡Las manos en el volante, Edythe!
Suspiró y vi con alivio que la aguja descendía gradualmente hasta los ciento veinte.
—¿Satisfecho?
—Casi.
—Odio conducir despacio —musitó.
—¿A esto le llamas despacio?
—Basta de criticar mi conducción —dijo bruscamente—. Sigo esperando que respondas a mi pregunta.
Me obligué a apartar los ojos de la carretera que había frente a nosotros, pero no sabía adónde dirigirlos. Me costaba mirarla a la cara, sabiendo qué palabra estaba a punto de pronunciar. Mi ansiedad debía de ser bastante evidente.
—Te prometo que esta vez no me voy a reír —dijo en tono amable.
—No es eso lo que me preocupa.
—¿Y entonces qué es?
—Que te… enfades. Que te entristezca.
Ella levantó la mano de la palanca de cambios y la extendió hacia mí, apenas unos centímetros. Me la estaba ofreciendo. Yo alcé la vista fugazmente, para asegurarme de que lo había entendido bien, y vi que su mirada era tierna.
—No te preocupes por mí —me dijo—. Puedo con ello.
Le tomé la mano y ella curvó los dedos muy delicadamente alrededor de los míos durante una fracción de segundo, y luego volvió a depositar la mano en la palanca. Con mucho cuidado, apoyé mi mano sobre el dorso de la suya de nuevo. Deslicé el pulgar por el borde de su mano, dibujando el recorrido desde su muñeca a la yema de su meñique. Tenía la piel tan suave… como si no tuviera ningún tipo de tersura, como si fuera de seda. Más suave aún, si cabe.
—El suspense me está matando, Beau —susurró.
—Lo siento. No sé cómo empezar.
Se produjo otro largo silencio, en el que solo se escucharon el ronroneo del motor y el sonido de mi aliento entrecortado. El suyo no producía ningún ruido. Recorrí de nuevo su mano perfecta.
—¿Por qué no empiezas por el principio? —sugirió, con un tono más normal. Casi práctico—. ¿Es algo que se te ha ocurrido a ti, o hay algo que te ha llevado a pensar en ello, como un libro, quizá, o una película?
—No, nada que ver —dije—. Pero no se me ha ocurrido a mí solo.
Aguardó.
—Fue el sábado, en la playa —me arriesgué a alzar los ojos y contemplar su rostro. Parecía confundida—. Me encontré con una vieja amiga de la familia, Jules… Julie Black. Su madre, Bonnie, y Charlie han sido amigos desde antes de que yo naciera.
Aún parecía perpleja.
—Bonnie es una de las jefas quileute…
Una expresión helada sustituyó al desconcierto anterior. Fue como si de repente todos los rasgos de su rostro se petrificaran. Extrañamente, así parecía incluso más hermosa, de nuevo una diosa iluminada por las luces del tablero de control. Aunque no tenía un aspecto muy humano.
Permaneció inmóvil, así que me sentí obligado a explicar el resto.
—En la playa había una mujer quileute, Sam algo. Logan dijo algo sobre ti… Intentaba provocarme. Y la tal Sam mencionó que tu familia no acudía a la reserva, solo que sonó como si aquello tuviera un significado especial. Jules daba la impresión de saber de qué estaba hablando la mujer, así que me quedé a solas con ella y le insistí hasta que me contó… me contó las antiguas leyendas quileutes.
Me sorprendí cuando habló: su rostro estaba tan quieto que sus labios apenas se movían.
—¿Y sobre qué hablan esas leyendas? ¿Qué te dijo Jules Black que soy?
Abrí la boca a medias, pero la volví a cerrar.
—¿Qué?
—No quiero decirlo —admití.
—Tampoco es mi palabra favorita —su rostro recobró un poco de calidez: volvía a parecer humana—. Pero el hecho de no mencionarla tampoco va a borrarla del diccionario. A veces… creo que no decirla la torna más poderosa.
Me pregunté si tendría razón.
—¿Una vampira? —susurré.
Dio un respingo.
Pues no: decirla en voz alta no le restaba ni un ápice de fuerza.
Lo extraño es que ya no parecía una estupidez, como me lo había parecido en mi habitación. No tenía la sensación de que estuviéramos hablando de cosas imposibles, de viejas leyendas, de absurdas películas de terror o de libros de bolsillo. Parecía real.
Y muy poderoso.
Condujimos en silencio durante un minuto más, y la palabra «vampira» pareció ir haciéndose más y más grande dentro de aquel coche. No daba la sensación de que ese fuera el término que la describía, sino, más bien, uno que tenía la capacidad de hacerle daño. Intenté pensar en algo, en cualquier cosa que anulara su sonido.
Sin embargo, antes de que se me ocurriera nada que decir, ella habló:
—¿Qué hiciste entonces?
—Pues, bueno… busqué en Internet.
—¿Y eso te convenció? —su voz lo daba por hecho.
—No. Nada encajaba. La mayoría eran tonterías, y yo solo…
Callé de golpe. Ella aguardó y, cuando vio que no terminaba, me miró.
—¿Tú qué? —me insistió.
—Bueno, en realidad, no importa, ¿no? Así que lo dejé estar.
Sus ojos se fueron abriendo más y más, y luego, de repente, se entrecerraron en dos finas rendijas que se fijaron en mí. No quería recordarle que probablemente debería estar mirando por dónde iba, pero la velocidad había aumentado de nuevo por encima de ciento cuarenta, y parecía completamente ajena a la carretera plagada de curvas que se extendía frente a nosotros.
—Esto…, Edythe…
—¿Que no importa? —casi me gritó. Su voz se estaba tornando estridente y casi… metálica—. ¡¿Que no importa?!
—No. A mí no, en realidad.
—¿No te importa que sea un monstruo? ¿Que no sea humana?
—No.
Por fin volvió a mirar al frente, sus ojos eran dos grandes y furiosas hendiduras que cruzaban su rostro. Pude notar cómo el coche aceleraba debajo de mi cuerpo.
—Te has enfadado. No debería haberte dicho nada —murmuré.
Ella sacudió la cabeza y respondió, siseando entre dientes:
—No. Prefiero saber qué piensas, incluso cuando lo que pienses sea una locura.
—Lo siento.
Dejó escapar un suspiro de enfado, y luego volvió a quedarse en silencio durante unos minutos. Yo acaricié su mano de arriba abajo con mi pulgar.
—¿Qué estás pensando ahora? —me preguntó. Su voz parecía más tranquila.
—Pues… nada, en realidad.
—Me vuelve loca no saberlo.
—No quiero… No quiero ofenderte.
—Escúpelo, Beau.
—Tengo muchas preguntas. Pero no tienes que responderlas si no quieres. Solo tengo curiosidad.
—¿Sobre qué?
—¿Cuántos años tienes?
—Diecisiete.
Me la quedé mirando un minuto hasta que la mitad de su boca se curvó en una sonrisa.
—¿Y cuánto hace que tienes diecisiete años? —pregunté.
—Bastante —admitió.
Yo sonreí.
—De acuerdo.
Me miró como si se me hubiera ido la cabeza.
Pero aquello era mucho mejor. Era mucho más sencillo cuando se limitaba a ser ella misma y no se preocupaba por ocultarme cosas. Me gustaba sentirme dentro. Su mundo era donde yo quería estar.
—No te rías, pero ¿cómo es que puedes salir durante el día?
En cualquier caso, se rio.
—Un mito.
El sonido de su voz era cálido. Me hizo sentir como si hubiera engullido un puñado de luz solar. Mi sonrisa se ensanchó.
—¿No te quema el sol?
—Un mito.
—¿Y lo de dormir en ataúdes?
—Un mito —vaciló durante un momento y luego añadió en voz baja—. No puedo dormir.
Necesité un minuto para comprenderlo.
—¿Nada?
—Jamás —murmuró.
Se volvió para mirarme con expresión de nostalgia. Le sostuve la mirada, y mis ojos quedaron atrapados en aquellos pozos dorados. Pasados unos cuantos segundos, perdí la capacidad de pensar.
De repente se giró, y entornó los párpados de nuevo.
—Aún no me has formulado la pregunta más importante.
—¿La pregunta más importante? —repetí. No sabía a qué se refería.
—¿No te preocupa mi dieta? —preguntó con sarcasmo.
—Ah, esa.
—Sí, esa —remarcó con voz átona—. ¿No quieres saber si bebo sangre?
Puse una mueca.
—Bueno, Julie me dijo algo al respecto.
—¿Qué dijo ella?
—Dijo que no… cazabais personas. Dijo que se suponía que vuestra familia no era peligrosa porque solo dabais caza a animales.
—¿Dijo que no éramos peligrosos?
Su voz fue profundamente escéptica.
—No exactamente. Dijo que se suponía que no lo erais, pero los quileutes siguen sin quereros en sus tierras, solo por si acaso.
Miró hacia delante, pero no sabía si observaba o no la carretera.
—Entonces, ¿tiene razón en lo de que no cazáis personas? —pregunté, intentando alterar la voz lo menos posible.
—La memoria de los quileutes llega lejos… —susurró.
Lo acepté como una confirmación.
—Aunque no dejes que eso te satisfaga —me advirtió—. Tienen razón al mantener la distancia con nosotros. Seguimos siendo peligrosos.
—No comprendo.
—Intentamos… —explicó. Su voz se tornó más solemne y lenta—, solemos ser buenos en todo lo que hacemos, pero a veces cometemos errores. Yo, por ejemplo, al permitirme estar a solas contigo.
—¿Esto es un error?
Oí la tristeza de mi voz, pero no supe si ella también lo había advertido.
—Uno muy peligroso —murmuró.
A continuación, ambos permanecimos en silencio. Observé cómo giraban las luces del coche con las curvas de la carretera. Se movían con demasiada rapidez, no parecían reales, sino un videojuego. Era consciente de que el tiempo se me escapaba rápidamente, se me acababa como la carretera que recorríamos, y tuve un miedo espantoso a no disponer de otra oportunidad para estar con ella de nuevo como en este momento, abiertamente, sin muros entre nosotros. Lo que estaba diciendo sonaba a… despedida. Mi mano apretó la suya. No podía perder ninguno de los minutos que tenía a su lado.
—Cuéntame más.
En realidad no me preocupaba lo que dijera, solo quería oír su voz de nuevo.
Me miró rápidamente, sobresaltada por el cambio que se había operado en mi voz.
—¿Qué más quieres saber?
—Dime por qué cazáis animales en lugar de personas —dije. Fue la primera pregunta que se me ocurrió. Mi voz sonaba pastosa. Parpadeé para eliminar el exceso de humedad que se acumulaba en mis ojos.
—No quiero ser un monstruo —respondió en voz muy baja.
—Pero ¿no bastan los animales?
Hizo una pausa.
—No puedo estar segura, pero yo lo compararía con vivir a base de queso y leche de soja. Nos llamamos a nosotros mismos vegetarianos, es nuestro pequeño chiste privado. No sacia el apetito por completo, bueno, más bien la sed, pero nos mantiene lo bastante fuertes para resistir… la mayoría de las veces —su tono se ensombreció—. Unas veces es más difícil que otras.
—¿Te resulta muy difícil ahora? —pregunté.
Suspiró.
—Sí.
—Pero ahora no tienes hambre —dije, afirmando, no preguntando.
—¿Qué te hace pensar eso?
—Tus ojos. Te dije que tenía una teoría. Parece que el color está relacionado con tu estado de humor, y por lo general la gente se enfada cuando tiene hambre, ¿no?
Se rio.
—Eres más observador de lo que pensaba.
Escuché el sonido de su risa y lo grabé en la memoria.
—Entonces, todo lo que creí ver aquel día del accidente realmente sucedió. Tú frenaste la furgoneta.
Se encogió de hombros.
—Sí.
—¿Cuánta fuerza tienes?
Me miró con el rabillo del ojo.
—Bastante.
—¿Podrías, por ejemplo, levantar un peso de dos mil quinientos kilos?
Mi entusiasmo la descolocó un poco.
—Si tuviera que hacerlo, sí. Pero no me gusta mucho hacer demostraciones de fuerza. Lo único que consigo es que Eleanor se vuelva muy competitiva, y yo nunca seré tan fuerte.
—¿Cuán fuerte es ella?
—La verdad es que, si quisiera, creo que podría levantar una montaña por encima de su cabeza. Pero es algo que nunca diría si ella estuviera cerca, porque entonces se sentiría obligada a intentarlo —rio, y su risa pareció relajada. Cariñosa.
—Este fin de semana estuviste cazando con ella, ¿verdad? —quise saber cuando todo se hubo calmado.
—Sí —calló durante un segundo, como si estuviera decidiendo si decir algo o no—. No quería salir, pero era necesario. Es un poco más fácil estar cerca de ti cuando no tengo sed.
—¿Por qué no querías marcharte?
—El estar lejos de ti me pone… ansiosa —su mirada era amable e intensa y sentí que me costaba respirar con normalidad—. No bromeaba cuando te pedí que no te cayeras al mar o te dejaras atropellar el jueves pasado. Estuve abstraída todo el fin de semana, preocupándome por ti, y después de lo acaecido esta noche, me sorprende que hayas salido indemne del fin de semana —movió la cabeza; entonces recordó algo—. Bueno, no del todo.
—¿Qué?
—Tus manos —me recordó.
Observé las palmas de mis manos y las rasguñaduras casi curadas que tenía. A Edythe no se le escapaba nada.
—Me caí.
—Eso es lo que pensé —las comisuras de sus labios se curvaron—. Supongo que, siendo tú, podía haber sido mucho peor, y esa posibilidad me atormentó mientras duró mi ausencia. Fueron tres días realmente largos y la verdad es que puse a Eleanor de los nervios.
—¿Tres días? ¿No acabas de regresar hoy?
—No, volvimos el domingo.
—Entonces, ¿por qué no fuisteis al instituto?
Estaba frustrado, casi enfadado, al pensar en lo mucho que su ausencia me había afectado.
—Bueno, me has preguntado si el sol me dañaba, y no lo hace, pero no puedo salir a la luz del día… Al menos no donde me pueda ver alguien.
—¿Por qué?
—Alguna vez te lo mostraré —me prometió.
Pensé en ello durante un momento.
—Me podías haber llamado —decidí.
Se quedó confusa.
—Pero sabía que estabas a salvo.
—Pero yo no sabía dónde estabas. Yo… —vacilé y entorné los ojos.
—¿Qué? —su sedosa voz resultaba tan hipnótica como sus ojos.
—Te va a parecer una tontería pero, bueno…, me ha sacado de mis casillas. Pensaba que quizá no volverías. Que de algún modo sabías que yo lo sabía y… tenía miedo de que desaparecieras. No sabía qué hacer. Necesitaba volver a verte.
Se me empezaron a encender las mejillas.
Se quedó quieta. Yo alcé la vista con aprensión: parecía apenada, como si algo le estuviera haciendo daño.
—Edythe, ¿estás bien?
—Ay —gimió en voz baja—, eso no está bien.
No comprendí esa respuesta.
—¿Qué he dicho?
—¿No lo ves, Beau? De todas las cosas en que te has visto involucrado, es una de las que me hace sentir peor —fijó los ojos en la carretera abruptamente; habló a borbotones, a tal velocidad que casi no lo comprendí—. No quiero oír que te sientas así. Es un error. No es seguro. Beau, soy peligrosa. Grábatelo, por favor.
—Me da igual.
—Esa es una manera muy estúpida de responder.
—Tal vez, pero es la verdad. Te lo dije, no me importa qué seas. Es demasiado tarde.
—Jamás digas eso. No es demasiado tarde. Puedo hacer que las cosas vuelvan a ser como eran. Lo conseguiré —espetó con dureza y en voz baja.
Clavé la vista al frente, de nuevo agradecido por llevar la bufanda. Estaba seguro de que mi cuello era una masa de manchas púrpuras.
—No quiero que las cosas vuelvan a ser como eran —murmuré. Me preguntaba si se suponía que debía apartar la mano. La mantuve quieta. Tal vez ella se olvidara de que estaba allí.
—Siento mucho haberte hecho esto —su voz ardía con verdadero arrepentimiento.
La oscuridad se deslizaba a nuestro lado en silencio. Me di cuenta de que el coche estaba aminorando la velocidad, e incluso en la oscuridad fui capaz de reconocerlo. Estábamos traspasando los límites de Forks. El viaje le había llevado menos de veinte minutos.
—¿Te veré mañana?
—¿Quieres verme? —susurró ella.
—Más de lo que nunca he querido nada en el mundo —era patético lo evidentemente sinceras que eran aquellas palabras. Lo de hacerse la dura le estaba rindiendo mucho.
Cerró los ojos. El coche no se desvió más de medio centímetro del centro del carril.
—Entonces, allí estaré —dijo por fin—. He de entregar un trabajo.
En aquel momento me miró: su rostro parecía más tranquilo, pero sus ojos se mostraban atribulados.
Estábamos enfrente de la casa de Charlie. Las luces estaban encendidas y mi coche en su sitio. Todo parecía absolutamente normal. Era como despertar de un sueño: el tipo de sueño del que no quieres despertar, de esos en los que cierras fuertemente los ojos, te das media vuelta y te tapas la cabeza con una almohada para no perderlo. Detuvo el vehículo, pero no me moví.
—¿Me reservas un asiento durante el almuerzo? —pregunté, dubitativo.
Me recompensó con una gran sonrisa.
—Eso está hecho.
—¿Me lo prometes? —no conseguí que mi voz sonara desenfadada.
—Lo prometo.
La miré a los ojos y volví a sentirla como un imán, como si me atrajera hacia ella y yo no tuviera posibilidad de resistirme. Tampoco quería intentarlo. La palabra «vampira» aún flotaba entre nosotros, pero era más fácil de ignorar de lo que nunca hubiera podido imaginar. Su rostro era tan insoportablemente perfecto que casi dolía mirarlo. Pero, al mismo tiempo, nunca sentía ganas de apartar los ojos de él. Deseaba saber si sus labios serían tan sedosamente suaves como la piel de su muñeca…
De repente, su mano izquierda apareció a un centímetro de mi cara, con la palma vuelta hacia mi rostro en señal inequívoca de que retrocediera, y ella se apretaba contra la puerta del coche haciendo una mueca, mirándome con ojos enormes y asustados y dientes apretados.
Me aparté sobresaltado.
—¡Lo siento!
Se quedó mirándome durante un segundo que pareció eterno, y podría haber jurado que no estaba respirando. Un rato después, se tranquilizó un poco.
—Tienes que ser más precavido, Beau —dijo por fin, con voz queda.
Muy cuidadosamente —como si yo estuviera hecho de cristal, o algo así— su mano izquierda levantó la que yo había posado sobre la derecha y la soltó. Yo crucé los brazos sobre el pecho.
—Quizá… —empezó a decir.
—Puedo esforzarme más —me apresuré a interrumpirla—. Solo dime cuáles son las reglas, y yo las seguiré. Haré cualquier cosa que quieras que haga.
Ella suspiró.
—En serio. Pídeme algo, lo que sea, y lo haré.
Me arrepentí de haber dicho aquello en cuanto las palabras me salieron de la boca. ¿Y si me pedía que la olvidara? Había cosas que no estaban en mi poder.
Pero ella sonrió.
—De acuerdo, se me ocurre algo.
—¿Sí? —pregunté con cautela.
—No vuelvas solo al bosque.
Noté que la sorpresa se reflejaba en mi rostro.
—¿Cómo sabes eso?
Se tocó la punta de la nariz.
—¿En serio? Debes de tener un sentido del olfato realmente porten…
—¿Vas a acceder a lo que te he pedido o no? —me interrumpió.
—Claro, eso es fácil. ¿Te puedo preguntar por qué?
Frunció el ceño y miró con severidad por la ventana.
—No soy la criatura más peligrosa que ronda por ahí fuera. Dejémoslo así.
Su repentino tono sombrío me hizo estremecer, pero también estaba aliviado. Me podría haber pedido hacer algo mucho más difícil.
—Lo que tú digas.
Ella suspiró.
—Nos vemos mañana, Beau.
Supe que deseaba que saliera del coche, y abrí la puerta a regañadientes.
—Entonces, hasta mañana —enfaticé.
Empecé a salir del coche.
—¿Beau?
Me di la vuelta y me agaché torpemente mientras se inclinaba hacia mí, por lo que tuve su rostro pálido de rasgos divinos a unos centímetros del mío. Mi corazón se detuvo.
—Que duermas bien —dijo.
Su aliento rozó mi cara: era el mismo aroma irresistible que llenaba el coche, pero de una forma más concentrada. Parpadeé, totalmente deslumbrado. Edythe se alejó.
Me llevó unos segundos despejar mi mente y ser capaz de moverme de nuevo. Entonces salí del coche, teniendo que apoyarme en el marco de la puerta. Creí oírla soltar una risita, pero el sonido fue demasiado bajo para confirmar que fuera cierto.
Aguardó hasta que llegué a trancas y barrancas a la puerta y entonces oí el sonido del motor del coche. Me volví a tiempo de contemplar el vehículo plateado desapareciendo detrás de la esquina. De repente, hacía mucho frío.
Tomé la llave de forma maquinal, abrí la puerta y entré.
Mi padre me llamó desde el cuarto de estar.
—¿Beau?
—Sí, papá, soy yo.
Cerré con llave y fui con él. Estaba viendo un partido de baloncesto.
—La película ha terminado muy pronto, ¿no?
—¿Es muy pronto?
Tenía la sensación de llevar días fuera… o quizá tan solo hubieran sido unos segundos. Desde luego, no lo suficiente.
—Aún no son ni las ocho —me dijo—. Bueno, ¿os ha gustado, al menos?
—La verdad es que no ha estado demasiado bien.
—¿Qué llevas en el cuello?
Agarré la bufanda, cuya presencia había olvidado por completo, e intenté quitármela de un tirón, pero le había dado demasiadas vueltas alrededor del cuello y solo conseguí estrangularme.
—Ay. Es que se me ha olvidado el abrigo… y alguien me ha dejado una bufanda.
—Te queda ridícula.
—Sí, supongo. Pero es calentita.
—¿Te encuentras bien? Estás un poco pálido.
—¿No lo estoy siempre?
—Sí, supongo que sí.
En realidad me daba vueltas la cabeza y seguía teniendo frío, aunque sabía que en la habitación hacía calor.
¿No sería muy propio de mí terminar entrando en shock? ¡Contrólate!, me dije.
—Bueno…, es que no dormí muy bien anoche —le dije a Charlie—. Creo que me voy a ir a la cama pronto.
—Buenas noches, hijo.
Subí las escaleras lentamente, y una especie de estupor empezó a nublarme la mente. No tenía motivos para estar tan agotado…, ni para tener tanto frío. Me cepillé los dientes y me rocié la cara con un poco de agua caliente, lo cual me produjo un escalofrío. Ni siquiera me molesté en cambiarme, tan solo me quité los zapatos y me metí en la cama completamente vestido: ya iban dos veces en la misma semana. Me envolví bien con el edredón y me estremecí a causa de un par de escalofríos.
La cabeza me daba vueltas como si estuviera mareado, la tenía llena de imágenes e impresiones, algunas que habría deseado poder distinguir con mayor claridad y otras que no quería volver a recordar nunca. La carretera deslizándose a nuestro alrededor a toda velocidad, la tenue luz amarillenta del restaurante arrancando destellos a su melena cobriza, la forma de sus labios al sonreír, su ceño fruncido… Los ojos de Jeremy a punto de salírsele de las cuencas, los faros chirriando hacia mí, la pistola apuntando directamente a mi cara mientras el sudor frío perlaba mi frente. La cama se sacudió bajo mi cuerpo cuando volví a estremecerme.
No, había muchas cosas que quería recordar, que quería grabar a fuego en mi mente, como para perder el tiempo con las que me resultaban desagradables. Me llevé la bufanda —que aún tenía puesta al cuello— a la nariz y aspiré su aroma. Casi inmediatamente, mi cuerpo se relajó y los temblores se calmaron. Imaginé su rostro mentalmente: cada facción, cada expresión, cada estado de ánimo.
Sabía con certeza un par de cosas. Una era que Edythe era realmente una vampira. Otra era que una parte de ella, y no sabía lo potente que podía ser esa parte, me percibía como alimento. Pero, en realidad, nada de eso importaba. Lo único que importaba era que la amaba, más de lo que hubiera creído posible amar cualquier cosa. Ella era todo lo que deseaba, y lo único que desearía por siempre jamás.