PESADILLA
Le dije a Charlie que tenía un montón de deberes pendientes y que había comido un montón en La Push, por lo que no quería cenar. Había un partido de baloncesto que lo tenía entusiasmado, aunque, por supuesto, yo no tenía ni idea de por qué era especial, así que no se percató de nada inusual en mi rostro.
Una vez en mi habitación, cerré la puerta. Registré el escritorio hasta encontrar mis viejos cascos y los conecté a mi pequeño reproductor de CD. Elegí un disco que Phil me había regalado por Navidad. Era uno de sus grupos predilectos, aunque, para mi gusto, eran un poco heavys. Lo metí en el reproductor y me tendí en la cama. Me puse los auriculares, pulsé el botón play y subí el volumen hasta que me dolieron los oídos. Cerré los ojos y me coloqué una almohada sobre la mitad superior del rostro.
Me concentré solo en la música, intentando descifrar las letras, desenredarlas entre el complicado golpeteo de la batería. La tercera vez que escuché el CD entero, me sabía toda la letra de los estribillos. Me sorprendió descubrir que, después de todo, una vez que conseguí superar el ruido atronador, el grupo me gustaba. Tenía que volver a darle las gracias a Phil.
Y funcionó. Los demoledores golpes en el tímpano me impedían pensar, que era el objetivo. Escuché el CD una y otra vez hasta que canté de cabo a rabo todas las canciones y al fin me dormí.
Abrí los ojos en un lugar conocido. Aunque una parte de mi mente parecía ser consciente de que estaba soñando, la mayor parte de ella se hallaba presente en el verde fulgor del bosque. Oía las olas batiendo las rocas en algún lugar cercano, y sabía que podría ver el sol si encontraba el océano. Así que intenté seguir el sonido del mar, pero entonces Julie Black estaba allí, tiraba de mi mano, haciéndome retroceder hacia la parte más sombría del bosque.
—¿Jules? ¿Qué pasa? —pregunté. Había pánico en su rostro mientras me tiraba del brazo para arrastrarme de nuevo a la oscuridad.
—¡Corre, Beau, tienes que correr! —susurró, aterrada.
—¡Por aquí, Beau! —reconocí la voz de McKayla, que me llamaba desde la espesura del bosque; aunque no podía verla.
—¿Por qué? —pregunté mientras seguía resistiéndome a la sujeción de Jules. Para mi yo onírico, encontrar el sol era algo de vital importancia. Era lo único en lo que podía concentrarme.
Pero Julie, que de repente se convulsionó, soltó mi mano y profirió un grito para luego caer al suelo, retorciéndose. Yo la contemplaba aterrado, incapaz de moverme.
—¡Jules! —chillé.
Pero ella había desaparecido y la había sustituido una gran loba de ojos negros y pelaje de color marrón rojizo. La loba me dio la espalda y se alejó, encaminándose hacia la costa con el pelo del dorso erizado, gruñendo por lo bajo y enseñando los colmillos.
—¡Corre, Beau! —volvió a gritar McKayla a mis espaldas, pero no me volví. Estaba contemplando una luz que venía hacia mí desde la playa.
Y, en ese momento, Edythe apareció caminando muy deprisa por entre los árboles.
Llevaba un vestido negro que caía hasta el suelo pero dejaba a la vista los brazos desde los hombros y tenía un profundo escote en forma de «V». Su piel brillaba tenuemente y los ojos eran de un negro insondable. Alzó una mano y me hizo señas para que me acercara a ella. Tenía las uñas afiladas y pintadas de un rojo tan oscuro que parecían casi tan negras como su vestido. Llevaba los labios pintados del mismo color.
La loba, que se interponía entre nosotros, gruñó.
Di un paso adelante, hacia Edythe. Entonces, ella sonrió, y entre sus labios oscuros sus dientes aparecieron afilados y puntiagudos como sus uñas.
—Confía en mí —ronroneó.
Avancé un paso más.
La loba recorrió de un salto el espacio que mediaba entre la vampira y yo, buscando la yugular con los colmillos.
—¡No! —grité, levantando de un empujón la ropa de la cama.
El repentino movimiento hizo que los cascos tiraran el reproductor de CD de encima de la mesilla. Resonó sobre el suelo de madera.
La luz seguía encendida. Totalmente vestido y con los zapatos puestos, me senté sobre la cama. Desorientado, eché un vistazo al reloj de la cómoda. Eran las cinco y media de la madrugada.
Gemí, me dejé caer de espaldas y rodé de frente. Me quité las botas a puntapiés, aunque me sentía demasiado incómodo para conseguir dormirme. Volví a dar otra vuelta y desabotoné los vaqueros, sacándomelos a tirones mientras intentaba permanecer en posición horizontal. Volví a ponerme la almohada encima de los ojos.
Aunque no sirvió de nada. Mi subconsciente había decidido regodearse en el término que tanto me había esforzado por evitar. Ahora iba a tener que enfrentarme a él.
Lo primero es lo primero, me dije a mí mismo, feliz de retrasar el asunto lo máximo posible. Tomé mis cosas de aseo.
La ducha no duró mucho. No sabía si Charlie aún dormía o si se habría marchado ya. Fui a la ventana y vi que el coche patrulla no estaba. Se había ido a pescar otra vez.
Me puse lentamente los vaqueros del día anterior y una camiseta vieja, e hice la cama, que necesitaba un cambio de sábanas.
Ya no podía aplazarlo más. Me dirigí al escritorio y encendí el viejo ordenador.
Odiaba utilizar Internet en Forks. El módem podría haber sido una pieza de museo, tenía un servicio gratuito que dejaba patente que disponíamos de lo que habíamos pagado. Tardaba tanto en conectarse que decidí servirme un cuenco de cereales entretanto.
Comí despacio, así que las últimas cucharadas de cereal estaban ya demasiado reblandecidas como para terminármelas. Lavé el cuenco y la cuchara, y los guardé. Arrastré los pies escaleras arriba y lo primero de todo recogí del suelo el reproductor de CD, y después enrosqué el cable de los auriculares y los guardé en un cajón del escritorio. Luego volví a poner el mismo disco a un volumen lo bastante bajo para que solo fuera música de fondo.
Me volví hacia el ordenador con otro suspiro. Me sentí estúpido antes incluso de terminar de teclear la palabra.
«Vampiro».
Al verla escrita, me sentí más estúpido todavía.
Los resultados eran difíciles de cribar. La mayoría eran películas, series televisivas, juegos de rol, música de grupos metal… Había compañías de ropa y productos cosméticos góticos. Disfraces de Halloween y horarios de congresos.
Finalmente encontré un sitio prometedor: «Vampiros, de la A a la Z». Esperé con impaciencia a que el navegador cargara la página: era una página simple con fondo blanco y texto negro, de aspecto académico. La página de inicio me recibió con dos citas:
No hay en todo el vasto y oscuro mundo de espectros y demonios ninguna criatura tan terrible, ninguna tan temida y aborrecida, y aun así aureolada por una aterradora fascinación, como el vampiro, que en sí mismo no es espectro ni demonio, pero comparte con ellos su naturaleza oscura y posee las misteriosas y terribles cualidades de ambos.
Reverendo Montague Summers
Si hay en este mundo un hecho bien autenticado, ese es el de los vampiros. No le falta de nada: informes oficiales, declaraciones juradas de personajes famosos, cirujanos, sacerdotes y magistrados. Las pruebas judiciales son de lo más completas, y aun así, ¿hay alguien que crea en vampiros?
Rousseau
El resto del sitio consistía en un listado alfabético de los diferentes mitos de los vampiros por todo el mundo. El primero en el que hice clic fue el danag, un vampiro filipino a quien se suponía responsable de la plantación de taro en las islas mucho tiempo atrás. El mito aseguraba que los danag trabajaron con los seres humanos durante muchos años, pero la colaboración finalizó el día en que una mujer se cortó el dedo y un danag lamió la herida, ya que disfrutó tanto del sabor de la sangre que la desangró por completo.
Leí con atención las descripciones en busca de algo que me resultara familiar, dejando solo lo verosímil. Parecía que la mayoría de los mitos sobre los vampiros se concentraban en reflejar a hermosas mujeres como demonios y a niños como víctimas. También parecían excusas creadas para explicar la alta tasa de mortalidad infantil y proporcionar a los hombres una coartada para la infidelidad. En muchas de las historias se mezclaban espíritus incorpóreos y admoniciones contra los entierros realizados incorrectamente. No había mucho que guardara parecido con las películas que había visto, y solo a unos pocos, como el estrie hebreo y el upier polaco, les preocupaba el beber sangre.
Solo tres entradas atrajeron de verdad mi atención: el rumano varacolaci, un poderoso no muerto que podía aparecerse como un hermoso humano de piel pálida; el eslovaco nelapsi, una criatura de tal fuerza y rapidez que era capaz de masacrar toda una aldea en una sola hora después de la medianoche, y otro más, el stregoni benefici.
Sobre este último había una única afirmación.
Stregoni benefici: vampiro italiano que afirmaba estar del lado del bien; era enemigo mortal de todos los vampiros diabólicos.
Aquella pequeña entrada constituía un alivio, era el único entre cientos de mitos que aseguraba la existencia de vampiros buenos.
Sin embargo, en conjunto, no había muchos que coincidieran con la historia de Jules o mis propias observaciones. Había creado mentalmente un pequeño catálogo y lo comparaba con cada mito mientras iba leyendo. Velocidad, fuerza, belleza, tez pálida, ojos que cambiaban de color, y luego los criterios de Jules: bebedores de sangre, enemigos de las mujeres loba, piel fría, inmortalidad. Había muy pocos mitos en los que encajara al menos un factor.
Y había otro problema adicional a raíz de lo que recordaba de las películas de terror que había visto y que se reforzaba con aquellas lecturas: los vampiros no podían salir durante el día porque el sol los quemaría hasta reducirlos a cenizas. Dormían en ataúdes todo el día y solo salían de noche.
Aburrido, apagué el botón de encendido del ordenador sin esperar a cerrar el sistema operativo correctamente. Sentí una turbación aplastante a pesar de toda mi irritación. ¡Todo aquello era tan estúpido! Estaba sentado en mi cuarto rastreando información sobre vampiros. ¿Qué era lo que me sucedía?
Tenía que salir de la casa, pero no había ningún lugar al que quisiera ir que no implicara conducir durante tres días. Volví a calzarme las botas, sin tener muy claro a dónde dirigirme, y bajé las escaleras. Me envolví en mi impermeable sin comprobar qué tiempo hacía y salí por la puerta pisando fuerte.
Nublado, pero aún no llovía. Ignoré el coche y empecé a caminar hacia el este, cruzando el patio de la casa de Charlie en dirección al bosque.
No transcurrió mucho tiempo antes de que me hubiera adentrado en él lo suficiente para que la casa y la carretera desaparecieran de la vista y el único sonido audible fuera el de la tierra húmeda al succionar mis botas.
Había un estrecho sendero que recorría la vegetación: se adentraba más y más en el corazón del bosque, incluso podría aventurar que casi siempre rumbo Este. Serpenteaba entre los abetos y las cicutas, entre los tejos y los arces. Tenía leves nociones de los árboles que había a mi alrededor, y todo cuanto sabía era gracias a Charlie, que me había ido enseñando sus nombres desde la ventana del coche patrulla cuando yo era pequeño. Muchos no los identificaba y de otros no estaba del todo seguro porque estaban casi cubiertos por parásitos verdes.
Seguí el sendero impulsado por mi enfado. Una vez que este empezó a desvanecerse, aflojé el paso. Unas gotas de agua cayeron desde el dosel de ramas de las alturas, pero no estaba seguro de si empezaba a llover o si se trataba de los restos de la lluvia del día anterior, acumulada sobre el haz de las hojas, y que ahora goteaba lentamente en el suelo. Un árbol caído recientemente —sabía que esto era así porque no estaba totalmente cubierto de musgo— descansaba sobre el tronco de otro, cuyo resultado era la formación de una especie de banco no muy alto a pocos pasos del sendero. Llegué hasta él saltando por encima de los helechos y apoyé la cabeza, cubierta por la capucha, contra el árbol vivo.
Aquel era el peor lugar al que podía haber acudido, debería de haberlo sabido, pero ¿qué otro lugar me quedaba? El bosque, de un verde intenso, se parecía demasiado al escenario del sueño de la última noche como para que me sintiera cómodo. Ahora que ya no oía el sonido de mis pasos sobre el barro, el silencio era penetrante. Los pájaros también permanecían callados y aumentó la frecuencia de las gotas, lo que parecía confirmar que allí arriba, en el cielo, estaba lloviendo. Ahora que me había sentado, los helechos eran casi tan altos como mi cabeza, por lo que cualquiera hubiera podido caminar por la senda a un metro de distancia sin verme.
Allí, entre los árboles, resultaba mucho más fácil creer en las estupideces de las que me avergonzaba dentro de la casa. Nada había cambiado en aquel bosque durante miles de años, y todos los mitos y leyendas me parecían mucho más verosímiles en medio de aquel laberinto verde de lo que eran en mi mundano dormitorio.
Me obligué a concentrarme en las dos preguntas vitales que debía contestar.
Primero tenía que decidir si podía ser cierto lo que Jules me había dicho sobre los Cullen.
Mi mente respondió de inmediato con un rotundo: «No». Resultaba estúpido simplemente considerar la idea. Aquellos eran cuentos estúpidos. Solo morbosas leyendas antiguas.
Pero, en ese caso, ¿qué pasaba?, me pregunté. No había una explicación racional a cómo había sobrevivido al asunto de la camioneta. Hice recuento mental de lo que había observado con mis propios ojos: la belleza sobrehumana, lo inverosímil de su fortaleza y velocidad, el color cambiante de los ojos, del negro al dorado y viceversa, la piel fría y pálida, y otros pequeños detalles de los que había tomado nota poco a poco: no parecía comer jamás y se movía con una gracia turbadora. Y luego estaba la forma en que hablaba a veces, con cadencias poco habituales y frases que encajaban mejor con el estilo de una novela de finales del siglo XIX que de una clase del siglo XXI. Había hecho novillos el día que hicimos la prueba del grupo sanguíneo, tampoco se negó a ir de acampada a la playa hasta que supo adónde íbamos a ir, y parecía saber lo que pensaban cuantos la rodeaban, salvo yo. Me había dicho que era la mala de la película, peligrosa…
¿Podían ser vampiros, los Cullen?
Bueno, eran algo. En aquella insignificante y diminuta ciudad estaba sucediendo algo que excedía las fronteras de la normalidad y la cordura. Ya fuera uno de los fríos o se cumpliera mi teoría de los superhéroes, Edythe Cullen no era… humana. Era algo más.
Así pues… tal vez. Esa iba a ser mi respuesta por el momento.
Y luego estaba la pregunta más importante. ¿Qué iba a hacer al respecto?
¿Qué haría si Edythe fuera… una vampira? Apenas podía obligarme a pensar esas palabras. Involucrar a nadie más estaba fuera de lugar. Ni siquiera yo mismo me lo creía, quedaría en ridículo ante cualquiera a quien se lo dijera.
Solo dos alternativas parecían prácticas. La primera era aceptar su aviso: ser listo y evitarla todo lo posible, cancelar nuestros planes y volver a ignorarla tanto como fuera capaz, fingir que entre nosotros existía un impenetrable muro de cristal en la única clase que estábamos obligados a compartir, decirle que tenía razón, y nunca más volver a hablar con ella.
Pero solo pensar aquella posibilidad dolía más de lo que debería. Más de lo que me sentía capaz de soportar. Así que cambié de idea y pasé a la siguiente opción.
No hacer nada diferente. Después de todo, hasta la fecha, no me había hecho nada malo, aunque fuera algo… siniestra. De hecho, sería poco más que una abolladura en el guardabarros de Taylor si ella no hubiera actuado con tanta rapidez. Tanta, me dije a mí mismo, que podría haber sido puro reflejo: ¿Cómo puede ser malvada si tiene reflejos para salvar vidas?, pensé. No hacía más que darle vueltas a las preguntas sin obtener respuestas.
Había una cosa de la que estaba seguro, si es que estaba seguro de algo: la Edythe del vestido oscuro y los dientes y uñas afilados solo era una encarnación de la palabra que había dicho Jules, no la Edythe verdadera. Aun así, cuando chillé de pánico ante el ataque de la mujer loba, no fue el miedo a la licántropa lo que me arrancó ese grito de «¡no!», sino a que ella resultara herida. A pesar de que me había llamado con los colmillos afilados, temía por ella.
Y supe que tenía mi respuesta. Ignoraba si en realidad había tenido elección alguna vez. Ya me había involucrado demasiado en el asunto. Ahora que lo sabía, si es que lo sabía, ¿qué podía hacer al respecto? Porque cuando pensaba en ella, en su voz, sus ojos hipnóticos y la magnética fuerza con la que su cuerpo atraía al mío, no quería otra cosa que estar con ella de inmediato, incluso si… Pero no quería volver a pensar en aquella palabra, no aquí, solo en el silencio del bosque, no mientras la lluvia lo hiciera tan sombrío como el crepúsculo debajo del dosel de ramas y disperso como huellas en el suelo de tierra. Me estremecí y me levanté de un brinco, preocupado porque la lluvia hubiera borrado la senda.
Pero esta permanecía allí para que saliera del goteante fulgor verde. Ahora la recorrí a grandes zancadas, y me sorprendí mientras pasaba entre los árboles casi a la carrera, de lo lejos que había llegado. Empecé a preguntarme si me dirigía a alguna salida o si la senda me estaría haciendo adentrarme aún más en el bosque. Atisbé algunos claros a través de las ramas antes de que me entrara demasiado pánico, y luego oí un coche pasar por la carretera, y de repente estaba fuera, el jardín de Charlie bajo mis pies.
Apenas era mediodía cuando entré. Subí las escaleras y me puse ropa de estar por casa, unos vaqueros limpios y una camiseta, ya que no iba a salir. No me costó mucho esfuerzo concentrarme en la tarea para ese día, un trabajo sobre Macbeth que debía entregar el miércoles. Pergeñé un primer borrador del trabajo con una satisfacción y tranquilidad que no sentía desde…
Bueno, para ser sincero, desde el jueves.
Esa había sido siempre mi forma de ser. Adoptar decisiones era la parte que más me dolía, la que me llevaba por la calle de la amargura. Pero una vez que tomaba la decisión, me limitaba a seguirla… aliviado de haberla tomado. A veces, el alivio se mezclaba con la desesperación, como cuando resolví venir a Forks, pero seguía siendo mejor que pelear con las alternativas.
Era casi demasiado fácil vivir con esta decisión. Peligrosamente fácil.
El resto del día fue tranquilo y productivo. Terminé mi trabajo antes de las ocho. Charlie volvió a casa con abundante pesca, lo que me llevó a pensar en adquirir un libro de recetas para pescado cuando estuviera en Seattle la semana siguiente. Las oleadas de adrenalina que sentía cada vez que pensaba en ese viaje no diferían de las que sentía antes de mi paseo con Jules. Creía que serían distintas. Deberían serlo, pero no sabía cómo obligarme a sentir el tipo adecuado de miedo.
Dormí sin sueños aquella noche, derrotado por haberme levantado tan temprano. Por segunda vez desde mi llegada a Forks, me despertó la brillante luz de un día soleado. Me arrastré a la ventana y comprobé con asombro que apenas había nubes en el cielo. Abrí la ventana y me sorprendió que se moviera sin ruido ni esfuerzo alguno a pesar de que no se había abierto en quién sabe cuántos años, y aspiré el aire, relativamente seco. Casi hacía calor y apenas soplaba viento. La sangre me martilleaba en las venas.
Charlie estaba terminando de desayunar cuando bajé las escaleras y de inmediato se apercibió de mi estado de ánimo.
—Ahí fuera hace un día estupendo —comentó.
—Sí —coincidí con una gran sonrisa.
Cuando me respondía con aquellas sonrisas, resultaba fácil imaginarlo como el hombre que se había casado impulsivamente con una chica guapa que apenas conocía cuando era apenas tres años mayor de lo que yo era ahora. Ya no quedaba mucho de aquel joven. Se había desvanecido con los años, al igual que su rizado cabello castaño empezaba a ralear en su frente.
Desayuné con una sonrisa en la cara mientras contemplaba revolotear las motas de polvo en los chorros de luz que se filtraban por la ventana trasera. Charlie me deseó un buen día en voz alta y luego oí que el coche patrulla se alejaba. Vacilé al salir de casa, impermeable en mano. No llevarlo equivaldría a tentar al destino. Lo doblé sobre el brazo con un suspiro y salí caminando bajo la luz más brillante que había visto en meses.
Tras una pequeña batalla, fui capaz de bajar casi del todo los dos cristales de las ventanillas de la camioneta. Fui uno de los primeros en llegar al instituto. No había comprobado la hora con las prisas de salir al aire libre. Aparqué y me dirigí hacia los bancos del lado sur de la cafetería. Los bancos estaban todavía un poco húmedos, por lo que me senté sobre el impermeable, contento de poder darle un uso. Había terminado los deberes, pero había unos cuantos problemas de Trigonometría que no estaba seguro de haber resuelto bien. Abrí el libro, pero a la mitad de la revisión del primer problema mi mente empezó a divagar, contemplando la luz del sol jugueteando con la corteza rojiza de los árboles.
Garabateé distraídamente unos bocetos en los márgenes de los deberes. Después de algunos minutos, de repente me percaté de que había dibujado cinco pares de ojos negros que me miraban fijamente desde el folio. Los borré con la goma.
—¡Beau! —oí gritar a alguien, y parecía la voz de McKayla.
Al mirar a mi alrededor comprendí que la escuela se había ido llenando de gente mientras estaba allí sentado. Todo el mundo llevaba camisetas, algunos incluso vestían shorts a pesar de que la temperatura no debía de sobrepasar los doce grados. McKayla se dirigía hacia mí con una falda que solo le llegaba a la mitad del muslo y una camiseta de tirantes.
—Hola, McKayla —contesté.
Vino a sentarse conmigo, el sol arrancaba reflejos de su cabello recién alisado, y llevaba una sonrisa de oreja a oreja. Estaba tan encantada de verme que no pude evitar responder con entusiasmo.
—Hace un día estupendo, ¿eh?
—La clase de días que me gustan —dije mostrando mi acuerdo.
—¿Qué hiciste ayer?
Su pregunta tenía un tono posesivo, y me recordó a lo que Jules había dicho el día anterior. La gente pensaba que era su novio porque eso era lo que McKayla quería que pensara.
Pero estaba de demasiado buen humor para que eso me molestara.
—Me dediqué sobre todo al trabajo de Literatura.
—Ah, sí… Hay que entregarlo el jueves, ¿verdad?
—Esto… Creo que el miércoles.
—¿El miércoles? —su sonrisa desapareció—. Mal asunto. Supongo que voy a tener que ponerme a trabajar en eso esta noche —frunció el ceño—. Te iba a preguntar si querías salir.
—Ah.
Me había pillado con la guardia baja. ¿Por qué ya no podía mantener una conversación con McKayla sin que acabara volviéndose incómoda?
—Bueno, podríamos ir a cenar o algo así… Puedo trabajar más tarde.
Me sonrió llena de esperanza.
Ya empezamos con la culpa, pensé.
—McKayla…, creo que no es una buena idea.
Se le descompuso el rostro.
—¿Por qué? —preguntó con mirada cautelosa. Mis pensamientos volaron hacia Edythe, preguntándome si también McKayla pensaba lo mismo.
—Mira, con esto estoy rompiendo todos los códigos de camaradería, así que ni se te ocurra decir nada, ¿vale?
—¿Códigos de camaradería? —repitió, pasmada.
—Jeremy es mi amigo, y si saliera contigo… bueno, eso le molestaría.
Se me quedó mirando.
—Yo no te he dicho nada, ¿entendido? Es tu palabra contra la mía.
—¿Jeremy? —preguntó, con la voz impregnada de sorpresa.
—De verdad, McKayla, ¿estás ciega?
—Vaya —exhaló, claramente confusa. Hora de escapar.
Metí los libros en mi mochila.
—Es hora de entrar en clase, y no quiero llegar tarde. Mason ya me ha anotado en su lista.
Caminamos en silencio hacia el edificio tres. McKayla iba con expresión distraída. Esperaba que, cualesquiera que fueran los pensamientos en los que estuviera inmersa, estos la condujeran en la dirección correcta.
Cuando vi a Jeremy en Trigonometría, estaba igual de animado por el día de sol que yo. Él, Allen y Logan iban a ir a Port Angeles esa tarde para ver una peli y encargar ramilletes para el baile, y me habían invitado. Estaba indeciso. Sería agradable salir del pueblo, pero Logan estaría allí y quién sabía qué podía hacer esa tarde… Pero ese era definitivamente el camino erróneo para dejar correr mi imaginación… Me alegraba volver a ver el sol, sin duda, pero aquel no era el único motivo de mi buen humor, ni de lejos.
De modo que le respondí que tal vez, explicándole que tenía deberes atrasados.
Por fin estábamos yendo a almorzar. Tenía tantas ganas no solo de ver a Edythe sino a todos los Cullen, que era casi doloroso. Quería contrastar en ellos las sospechas que asediaban mi mente. Quizá cuando estuviéramos todos juntos en la misma sala, podría darme cuenta de que estaba equivocado y de que no albergaban nada siniestro. Al cruzar el umbral de la cafetería, sentí en mi estómago el primer ramalazo de pánico. ¿Serían capaces de saber lo que pensaba? Luego un sentimiento distinto me golpeó las entrañas. ¿Estaría esperándome Edythe para sentarse conmigo otra vez?
Fiel a mi costumbre, miré primero hacia la mesa de los Cullen. Me invadió una leve oleada de pánico al percatarme de que estaba vacía. Con menor esperanza, recorrí la cafetería con la mirada, esperando encontrarla allí, sola. El lugar estaba casi lleno —la clase de Español nos había retrasado—, pero no había rastro de Edythe ni de su familia. En un segundo, mi humor cambió drásticamente.
Habíamos llegado lo bastante tarde para que todo el mundo se hubiera sentado ya en nuestra mesa. Esquivé la silla vacía junto a McKayla a favor de otra al lado de Allen. Fui vagamente consciente de que McKayla le había reservado la silla a Jeremy, y de que el rostro de este se iluminaba como respuesta.
Allen me hizo unas cuantas preguntas en voz baja sobre el trabajo de Macbeth, a las que respondí con la mayor naturalidad posible mientras me hundía en las espirales de la miseria. También él me invitó a acompañarlos por la tarde, y ahora acepté, deseoso de cualquier cosa que me distrajera.
¿Y si, de algún modo, Edythe sabía lo que había hecho aquel fin de semana? ¿Y si intentar escarbar en sus secretos había desencadenado su huida? ¿Me habría hecho yo aquello a mí mismo?
Comprendí que me había aferrado al último jirón de esperanza cuando vi el asiento contiguo vacío al entrar en Biología, y sentí una nueva oleada de desencanto.
El resto del día se me hizo eterno. No fui capaz de participar en la discusión en Biología y ni siquiera intenté seguir la clase teórica de la entrenadora Clapp sobre las reglas del bádminton. Me alegré de abandonar el campus. De esa forma podría dejar de fingir que estaba bien hasta que fuera hora de ir a Port Angeles. Pero apenas había traspasado el umbral de casa, el teléfono sonó. Era Jeremy, para cancelar nuestros planes. Intenté mostrarme encantado de que McKayla le hubiera invitado a cenar, aunque creo que en realidad di la sensación de estar molesto. El plan del cine quedó pospuesto para el martes siguiente.
Aquello me dejaba sin distracciones. Puse un poco de pescado a marinar y terminé los deberes, lo que me llevó apenas media hora. Revisé el correo electrónico y me di cuenta de que había estado ignorando a mi madre. No parecía muy contenta al respecto.
Mamá:
Lo siento. He estado fuera. Me fui a la playa con algunos amigos y luego tuve que hacer un trabajo para el instituto.
Mis excusas eran patéticas, por lo que renuncié a intentar justificarme.
Hoy hace un día soleado. Lo sé, yo también estoy muy sorprendido, por lo que me voy a ir al aire libre para empaparme de toda la vitamina D que pueda. Te quiero.
Beau
Tenía una pequeña colección de libros que me había traído a Forks. En aquel momento elegí Veinte mil leguas de viaje submarino, y un viejo edredón del armario de ropa blanca que había en lo alto de las escaleras.
Ya fuera, doblé el edredón por la mitad y lo coloqué en el centro del punto más soleado del pequeño jardín de Charlie y me tumbé encima. Hojeé el ejemplar en rústica, buscando una palabra o una frase que captara mi interés —por lo general, un calamar gigante o un narval solían servir—, pero aquel día repasé la novela dos veces sin encontrar nada que me intrigara lo suficiente para empezar a leer. Cerré el libro con un golpe. Bueno, daba igual. Me tostaría al sol. Me coloqué de espaldas y cerré los ojos.
Intenté razonar conmigo mismo. No había motivo para alarmarse. Edythe había dicho que iba a ir de acampada. Quizá los demás hubieran planeado unírsele desde el primer momento. Quizá hubieran decidido quedarse un día más porque hacía un tiempo agradable. Perder un par de días de clase no iba a afectar a su expediente perfecto. Podía relajarme. Seguro que la veía al día siguiente.
Aunque ella, o alguno de los otros, tuvieran manera de saber lo que yo estaba pensando, no era motivo suficiente para irse de la ciudad. Ni siquiera yo me lo creía, y no es que tuviera intenciones de contárselo a nadie más, precisamente. Era una estupidez. Y yo era consciente de que la idea era completamente ridícula. Claramente, no era razón para que nadie —por muy vampiro que fuera— se lo tomara a la tremenda.
Era igual de ridículo que imaginar que alguien pudiera leerme la mente. Tenía que dejar de ser tan paranoico. Edythe volvería mañana. A nadie le parecía atractivo un neurótico, y dudaba mucho que ella fuera la primera a la que sí le gustaran.
Maduro. Tranquilo. Normal. Podía con ello. Inspirar y espirar.
Lo próximo de lo que fui consciente fue el sonido del coche patrulla de Charlie al girar sobre las losas de la acera. Me incorporé sorprendido al comprender que la luz ya se había ocultado y que ahora estaba a la sombra de los árboles. Debía de haberme quedado dormido. Miré a mi alrededor, aún medio adormilado, con la repentina sensación de no estar solo.
—¿Charlie? —pregunté, pero solo oí cerrarse de un portazo la puerta de su coche frente a la casa.
Me incorporé de un salto, con los nervios a flor de piel y sintiéndome estúpido por haberme puesto nervioso, y recogí el edredón y el libro. Corrí dentro para echar algo de gasóleo a la estufa al tiempo que me daba cuenta de que la cena se iba a retrasar. Charlie estaba colgando el cinto con la pistola y quitándose las botas cuando entré.
—Lo siento, la cena aún no está preparada. Me quedé dormido ahí fuera —dije, con un enorme bostezo.
—No te preocupes —contestó—. De todos modos, quería enterarme del resultado del partido.
Vi la televisión con Charlie después de la cena, por hacer algo. No había ningún programa que quisiera ver, pero él sabía que no me gustaba el béisbol, por lo que puso una estúpida comedia de situación que no disfrutamos ninguno de los dos. No obstante, parecía feliz de que hiciéramos algo juntos. A pesar de mi estúpida depresión, me sentí bien por complacerle.
—Por cierto, papá —dije durante los anuncios—, mañana por la noche voy a ir a ver una peli con algunos chicos del instituto, así que te dejaré solo.
—¿Alguien que yo conozca? —preguntó.
¿A quién no conocía?
—Jeremy Stanley, Allen Webber y Logan Como-se-apellide.
—Mallory —me informó.
—Si tú lo dices.
—Vale, pero es un día entre semana, así que tampoco te vuelvas loco.
—Saldremos en cuanto acabe el instituto, por lo que podremos regresar temprano. ¿Quieres que te prepare algo de cenar?
—Beau, me he alimentado durante diecisiete años antes de que tú vinieras —me recordó.
—Y no sé cómo has sobrevivido —murmuré.
Por la mañana todo parecía menos lúgubre —volvía a hacer sol—, pero intenté no esperanzarme demasiado. Me vestí para el tiempo cálido con un jersey fino, una prenda que hubiera llevado en Phoenix durante lo más crudo del invierno.
Había planeado llegar al colegio justo para no tener que esperar a entrar en clase. Mi humor fue decayendo a pasos agigantados mientras daba una vuelta completa al aparcamiento en busca de un espacio al tiempo que buscaba también el Volvo plateado que, claramente, no estaba allí.
Ocurrió lo mismo que el día anterior. No pude evitar tener ciertas esperanzas que se disiparon dolorosamente cuando en vano recorrí con la mirada el comedor y comprobé que seguía vacío el asiento contiguo al mío de la mesa de Biología. ¿Y si no volvía nunca? ¿Y si jamás volvía a verla?
El plan de ir a Port Angeles por la tarde regresó con mayor atractivo, ya que Logan decidió no venir. Me moría de ganas de salir del pueblo, para poder dejar de mirar por encima del hombro, con la esperanza de verla aparecer de la nada como siempre hacía. Me esforcé por estar de buen humor para no darles la tarde a Allen ni a Jeremy. Igual hasta encontraba una librería decente durante la excursión. No quería pensar que esa misma semana iba a tener que ir solo a buscar libros en Seattle.
Seguramente no lo cancelaría sin decírmelo al menos, ¿no? Pero claro, luego pensé que quién diantres sabría qué costumbres sociales tendrían por norma seguir las vampiresas.
Jeremy me siguió hasta casa en su viejo Mercury blanco después de clase, para que pudiera dejar mi coche, y a continuación fuimos a casa de Allen, que nos estaba esperando. Me empezó a cambiar el ánimo conforme el coche se alejaba de los límites del pueblo.