PRODIGIO

Algo había cambiado cuando abrí los ojos por la mañana.

Era la luz, algo más clara aunque siguiera teniendo el matiz lúgubre propio de un día nublado en el bosque. Comprendí que faltaba la niebla que solía envolver mi ventana.

Me levanté de la cama de un salto para mirar fuera y gruñí.

Una fina capa de nieve cubría el césped y el techo de mi coche, y blanqueaba el camino, pero eso no era lo peor. Toda la lluvia del día anterior se había congelado, recubriendo las agujas de los pinos con diseños delirantes, pero convirtiendo la calzada en una superficie resbaladiza y mortífera. Ya me costaba mucho no caerme cuando el suelo estaba seco; tal vez fuera más seguro que volviera a la cama.

Charlie se había marchado al trabajo antes de que yo bajara las escaleras. En muchos sentidos, vivir con él era como tener mi propia casa y me encontraba disfrutando de la soledad en lugar de sentirme solo.

Engullí un cuenco de cereales y bebí un poco de zumo de naranja a morro. La perspectiva de ir al instituto me emocionaba, y me preocupaba saber que la causa no era el estimulante entorno educativo que me aguardaba ni la perspectiva de ver a mis nuevos amigos. Si no quería engañarme, debía admitir que deseaba acudir al instituto para ver a Edythe Cullen, lo cual era una soberana tontería.

Quizá algunas chicas se mostraran interesadas por la novedad del chico nuevo, pero Edythe no era ni McKayla ni Erica. Era muy consciente de que las ligas en las que jugábamos pertenecían a esferas que ni siquiera se rozaban. Me empezaba a preocupar que contemplar su rostro me creara expectativas poco realistas que me persiguieran el resto de mi vida. Pasar más tiempo contemplándola —observando cómo se movían sus labios, maravillándome con su piel, escuchando su voz—, no me iba a ayudar, eso desde luego. La verdad es que no terminaba de confiar en ella; ¿por qué me había mentido respecto a sus ojos? Y, por supuesto, aún quedaba por aclarar el asunto de que, en un cierto momento, había deseado verme muerto. Por todo eso, no debería estar tan ansioso por verla.

Necesité de toda mi concentración para caminar sin matarme por la acera cubierta de hielo en dirección a la carretera; aun así, estuve a punto de perder el equilibro cuando al fin llegué al coche, pero conseguí agarrarme al espejo y me salvé. Las aceras del instituto iban a ser interesantes aquel día… con un potencial enorme de caer en la humillación.

La camioneta no parecía tener ningún problema en avanzar por la carretera cubierta de hielo ennegrecido, pero aun así conducía muy despacio para no causar una escena de caos en Main Street.

Cuando llegué al instituto y salí del coche, vi el motivo por el que no había tenido percances. Un objeto plateado me llamó la atención y me dirigí a la parte trasera de la camioneta, apoyándome en ella todo el tiempo, para examinar las llantas, recubiertas por finas cadenas entrecruzadas. Charlie había madrugado para poner cadenas a los neumáticos del coche.

Fruncí el ceño, sorprendido de notar un nudo en la garganta. Así no era como se suponía que debían ser las cosas. Probablemente debía de haber sido yo el que se preocupara de poner cadenas a los neumáticos, si hubiera sabido cómo hacerlo. O, al menos, debería haberle ayudado. Él no debería ocuparse de aquellas cosas…

Aunque, en realidad, sí que debería. Él era el padre. Y estaba cuidando de mí, su hijo. Así funcionaba en los libros y en las series de la tele, pero, en lo más hondo, me producía una sensación muy extraña.

Estaba de pie junto a la parte trasera del vehículo, intentando controlar aquella repentina oleada de sentimientos que me embargó al ver las cadenas, cuando oí un sonido extraño.

Era un chirrido fuerte que se convertía rápidamente en un estruendo. Sobresaltado, alcé la vista.

Vi varias cosas a la vez. Nada se movía a cámara lenta, como sucede en las películas, sino que el flujo de adrenalina hizo que mi mente obrara con mayor rapidez, y pudiera asimilar al mismo tiempo varias escenas con todo lujo de detalles.

Edythe Cullen se encontraba a cuatro coches de distancia, boquiabierta de espanto. Su semblante destacaba entre un mar de caras, todas con la misma expresión horrorizada. Una furgoneta azul oscuro patinaba con las llantas bloqueadas chirriando contra los frenos, y dio un brutal trompo sobre el hielo del aparcamiento. Iba a chocar contra la parte posterior de la camioneta, y yo estaba en medio de los dos vehículos. Ni siquiera tendría tiempo para cerrar los ojos.

Algo me golpeó con fuerza, aunque no desde la dirección que esperaba, inmediatamente antes de que escuchara el terrible crujido que se produjo cuando la furgoneta golpeó contra la base de mi coche y se plegó como un acordeón. Me golpeé la cabeza contra el asfalto helado y sentí que algo frío y compacto me sujetaba contra el suelo. Me di cuenta de que estaba tendido en la calzada, detrás del coche color café que estaba junto al mío, pero no tuve ocasión de advertir nada más porque la furgoneta seguía acercándose. Después de raspar la parte trasera de mi camioneta, había dado la vuelta y estaba a punto de aplastarme de nuevo.

—¡Vamos! —dijo, pronunciando las palabras a tal velocidad que casi no las entendí, aunque era imposible no reconocer su voz.

Dos delgadas manos blancas se extendieron frente a mí, y la furgoneta se detuvo vacilante a treinta centímetros de mi cabeza. De forma providencial, ambas manos cabían en la profunda abolladura del lateral de la carrocería de la furgoneta.

Entonces, aquellas manos se movieron con tal rapidez que se volvieron borrosas. De repente, una sostuvo la carrocería de la furgoneta por debajo mientras algo me arrastraba. Empujó mis piernas hasta que toparon con los neumáticos del coche marrón. Con un seco crujido metálico que estuvo a punto de perforarme los tímpanos, la furgoneta cayó pesadamente en el asfalto entre el estrépito de las ventanas al hacerse añicos. Cayó exactamente donde hacía un momento estaban mis piernas.

Reinó un silencio absoluto durante un prolongado segundo. A continuación, se desencadenaron los gritos. Oí a más de una persona que me llamaba en el repentino caos que se desató a continuación, pero en medio de todo aquel griterío escuché con mayor claridad la voz suave y desesperada de Edythe Cullen que me hablaba al oído.

—¿Beau? ¿Cómo estás?

—Estoy bien.

Mi propia voz me resultaba extraña. Intenté incorporarme y entonces me percaté de que me apretaba contra su costado. Debía de estar más traumatizado de lo que pensaba, porque me percaté de que no podía liberarme de su brazo de ninguna manera. ¿Me habría debilitado la conmoción?

—Ve con cuidado —dijo mientras intentaba soltarme—. Creo que te has dado un buen porrazo en la cabeza.

Sentí un dolor palpitante encima del oído izquierdo.

—¡Ay! —exclamé, sorprendido.

—Tal y como pensaba…

A mí no me hacía ninguna gracia, pero daba la sensación de que ella estuviera intentando no reírse con todas sus fuerzas.

—¿Cómo demo…? —me paré para aclarar las ideas y orientarme—. ¿Cómo llegaste aquí tan rápido?

—Estaba a tu lado, Beau —dijo; el tono de su voz volvía a ser serio.

Quise incorporarme, y esta vez me lo permitió y se alejó cuanto le fue posible en aquel estrecho lugar. Contemplé la expresión inocente de su rostro, lleno de preocupación. Sus ojos dorados me desorientaron de nuevo. ¿Qué era lo que acababa de preguntarle?

Nos localizaron enseguida. Había un gentío con lágrimas en las mejillas gritándose entre sí, y gritándonos a nosotros.

—No te muevas —ordenó alguien.

—¡Sacad a Taylor de la furgoneta! —chilló otra persona.

El bullicio nos rodeó. Intenté ponerme en pie, pero la mano fría de Edythe me detuvo.

—Quédate ahí por ahora.

—Pero hace frío —me quejé. Me sorprendió cuando se rio quedamente, pero con un tono irónico—. Estabas allí, lejos —me acordé de repente, y dejó de reírse—. Te encontrabas al lado de tu coche.

Su rostro se endureció.

—No, no es cierto.

—Te vi.

A nuestro alrededor reinaba el caos. Oí las voces graves de los adultos, que acababan de llegar, pero solo prestaba atención a nuestra discusión. Yo tenía razón y ella iba a reconocerlo.

—Beau, estaba contigo, a tu lado, y te quité de en medio.

Me miró, y sucedió algo extraño. Era como si el dorado de sus ojos se hubiera encendido, como si sus ojos me estuvieran anestesiando, hipnotizándome. Resultaba abrumador de un modo extraño y excitante. Pero su expresión denotaba ansiedad. Pensé que estaba intentando comunicarme algo crucial.

—Pero eso no ha sido lo que ha pasado —dije débilmente.

El dorado de sus ojos centelleó.

—Por favor, Beau.

—¿Por qué? —inquirí.

—Confía en mí —me rogó.

Entonces oí las sirenas.

—¿Prometes explicármelo todo después?

—Muy bien —dijo con brusquedad, repentinamente exasperada.

—De acuerdo —murmuré, incapaz de procesar sus cambios de humor y tratar de asimilar lo que había pasado a la vez. ¿Qué se supone que debía pensar, cuando lo que recordaba era algo imposible?

Se necesitaron seis técnicos de urgencias y dos profesores, la señora Varner y la entrenadora Clapp, para desplazar la furgoneta de forma que pudieran pasar las camillas. Edythe insistió en que ella estaba ilesa y yo intenté imitarla, pero se apresuró a contradecirme. Les dijo que había sufrido un golpe en la cabeza y lo agravó, haciendo que sonara peor de lo que era, pronunciando palabras como «contusión cerebral» y «hemorragia». Quise morirme cuando me pusieron un collarín. Parecía que todo el instituto estaba allí, mirando con gesto adusto, mientras me introducían en la parte posterior de la ambulancia. Dejaron que Edythe fuera delante. Fue mil veces más humillante de lo que había imaginado que sería aquel día, y ni siquiera había pisado la acera.

Para terminar de empeorar las cosas, el jefe de policía Swan llegó antes de que pudieran alejarme de allí para ponerme a salvo.

—¡Beau! —gritó con pánico al reconocerme en la camilla.

—Estoy perfectamente, Char… papá —dije con un suspiro—. No me pasa nada.

Se giró hacia el técnico más cercano en busca de una segunda opinión. Mientras él trataba de tranquilizarlo, los ignoré y me detuve a analizar el revoltijo de imágenes absurdas que se agolpaban en mi mente, de imágenes imposibles. Cuando me alejaron del coche en camilla, había visto una abolladura profunda en el parachoques del coche marrón. Encajaba a la perfección con el contorno de los hombros de Edythe…, como si se hubiera apoyado contra el vehículo con fuerza suficiente para dañar el bastidor metálico.

Y luego estaba la familia de Edythe, que nos miraba a lo lejos con una gama de expresiones que iban desde la reprobación (Eleanor) hasta la ira (Royal), pero no había el menor atisbo de preocupación por la integridad de su hermana.

Rememoré la sensación de estar prácticamente volando por los aires… Aquella masa sólida que me había lanzado al suelo… La mano de Edythe bajo el chasis de la camioneta, como si la estuviera levantando del suelo…

Intenté hallar una solución lógica que explicara lo que acababa de ver. Lo único que se me ocurría era que estaba sufriendo un ataque psicótico. No tenía la sensación de estar loco, pero quizá la gente loca siempre se sintiera cuerda.

La policía escoltó a la ambulancia hasta el hospital del condado, por descontado. Me sentí ridículo todo el tiempo que tardaron en bajarme, y ver a Edythe cruzar majestuosamente las puertas del hospital por su propio pie empeoraba las cosas.

Me condujeron hasta la sala de urgencias, una gran habitación con una hilera de camas separadas por cortinas de colores claros. Una enfermera me tomó la tensión y me puso un termómetro debajo de la lengua. Dado que nadie se molestó en correr las cortinas para concederme un poco de intimidad, decidí que no estaba obligado a llevar aquel vergonzoso collarín por más tiempo. En cuanto se fue la enfermera, desabroché el velcro rápidamente y lo tiré debajo de la cama.

Se produjo una nueva conmoción entre el personal del hospital. Trajeron otra camilla hacia la cama contigua a la mía. Reconocí a Taylor Crowley, de mi clase de Historia, debajo de los vendajes ensangrentados que le envolvían la cabeza. Tenía un aspecto cien veces peor que el mío, pero me miró con ansiedad.

—¡Beau, lo siento mucho!

—Estoy bien, Taylor, pero tú tienes un aspecto horrible. ¿Cómo te encuentras?

Las enfermeras empezaron a desenrollarle los vendajes manchados mientras hablábamos, y quedaron al descubierto una decena de cortes por toda la frente y la mejilla izquierda.

Taylor no prestó atención a mis palabras.

—¡Pensé que te iba a matar! Iba a demasiada velocidad y entré mal en el hielo…

Hizo una mueca cuando una enfermera empezó a limpiarle la cara.

—No te preocupes; no me alcanzaste.

—¿Cómo te apartaste tan rápido? Estabas allí y luego desapareciste.

—Pues… Edythe me empujó para apartarme de la trayectoria de la camioneta.

Parecía confusa.

—¿Quién?

—Edythe Cullen. Estaba a mi lado.

Como de costumbre, ni siquiera sonaba mínimamente creíble.

—¿Edythe? No la vi… ¡Vaya, todo ocurrió muy deprisa! ¿Está bien?

—Supongo que sí. Anda por aquí cerca, pero a ella no la obligaron a utilizar una camilla.

Sabía que no estaba loco. En ese caso, ¿qué había ocurrido? No había forma de encontrar una explicación convincente para lo que había visto.

Luego me llevaron en silla de ruedas para sacar una placa de mi cabeza. Les dije que no tenía heridas, y estaba en lo cierto. Ni una contusión. Pregunté si podía marcharme, pero la enfermera me dijo que primero debía hablar con un médico, por lo que quedé atrapado en la sala de urgencias mientras Taylor me acosaba suplicándome disculpas. Siguió implorando perdón por mucho que intenté convencerla de que me encontraba perfectamente. Al final, cerré los ojos y traté de ignorarla.

—¿Estará durmiendo? —preguntó una voz musical. Abrí los ojos de inmediato.

Edythe se hallaba al pie de mi cama, con una expresión que parecía una sonrisa socarrona. La fulminé con la mirada, tratando de recomponer mentalmente el puzle. No tenía el aspecto de una persona capaz de detener la colisión de dos vehículos con sus manos desnudas. Pero la verdad es que tampoco se parecía a nadie que hubiera conocido antes.

—Oye, Edythe, lo siento mucho… —empezó Taylor.

Edythe alzó la mano para hacerla callar.

—No hay culpa sin sangre —le dijo con una sonrisa que dejó entrever sus blanquísimos dientes. Se sentó en el borde de la cama de Taylor, me miró y volvió a sonreír con suficiencia.

—¿Bueno, cuál es el diagnóstico?

—No me pasa nada, pero no me dejan marcharme —me quejé—. ¿Por qué no te han atado a una camilla como a nosotros?

—Tengo enchufe —respondió—, pero no te preocupes, voy a liberarte.

Entonces entró una doctora y me quedé boquiabierto. Era joven, rubia y más guapa que cualquier estrella de cine. Como si alguien hubiera troceado a Audrey Hepburn, Grace Kelly y Marilyn Monroe, hubiera elegido las mejores partes y las hubiera combinado para crear una diosa. Sin embargo, estaba pálida y parecía cansada, con ojeras bajo sus ojos oscuros. A tenor de lo que me había dicho Charlie, esta debía de ser la madre de Edythe.

—Bueno, joven Swan —dijo la doctora Cullen, con una voz marcadamente seductora—, ¿cómo se encuentra?

—Estoy bien —repetí, ojalá fuera por última vez.

Se dirigió hacia la mesa de luz vertical de la pared y la encendió.

—Las radiografías son buenas —dijo—. ¿Le duele la cabeza? Edythe me ha dicho que se dio un golpe bastante fuerte.

—Estoy perfectamente —repetí con un suspiro mientras lanzaba una rápida mirada inquisitiva a Edythe. Ella esquivó mis ojos.

La médico me examinó la cabeza con sus fríos dedos. Se percató cuando esbocé un gesto de dolor.

—¿Le duele? —preguntó.

—No mucho.

Había tenido jaquecas peores.

Oí una risita, busqué a Edythe con la mirada y vi su sonrisa.

—De acuerdo, su padre se encuentra en la sala de espera. Se puede ir a casa con él, pero debe regresar rápidamente si siente mareos o algún trastorno de visión.

—¿No puedo ir a la escuela? —inquirí al imaginarme los intentos de Charlie por jugar a las enfermeras.

—Hoy debería tomarse las cosas con calma.

Fulminé a Edythe con la mirada.

—¿Puede ella ir a la escuela?

—Alguien ha de darles la buena nueva de que hemos sobrevivido —dijo despreocupadamente.

—En realidad —la corrigió la doctora Cullen— parece que la mayoría de los estudiantes están en la sala de espera.

—Ay… —gruñí.

La doctora Cullen enarcó las cejas.

—¿Quiere quedarse aquí?

—¡No, no! —insistí al tiempo que sacaba las piernas por el borde de la camilla y me levantaba con prisa, con demasiada prisa, porque me tambaleé y la doctora Cullen me sostuvo. Era más fuerte de lo que parecía.

—Me encuentro bien —volví a asegurarle. No merecía la pena explicarle que mi falta de equilibrio no tenía nada que ver con el golpe en la cabeza.

—Tome unas pastillas de Tylenol contra el dolor —sugirió mientras me sujetaba.

—No me duele mucho —insistí.

—Parece que ha tenido muchísima suerte —dijo con una sonrisa mientras firmaba mi informe con una floritura.

—La suerte fue que Edythe estuviera a mi lado —la corregí, mirando con dureza al objeto de mi declaración.

—Ah, sí, bueno —musitó la doctora Cullen, súbitamente ocupada con los papeles que tenía delante. Después, miró a Taylor y se marchó a la cama contigua. Tuve la intuición de que la doctora estaba al tanto de todo—. Lamento decirle que usted se va a tener que quedar con nosotros un poquito más —le dijo a Taylor, y empezó a examinar sus heridas.

Me acerqué a Edythe en cuanto la doctora me dio la espalda.

—¿Puedo hablar contigo un momento? —murmuré muy bajo. Se apartó un paso de mí, con la mandíbula tensa.

—Tu padre te espera —dijo entre dientes.

Miré a la doctora Cullen y a Taylor, e insistí:

—Necesito hablar contigo a solas.

Me fulminó con la mirada, pero no fue como aquella primera vez, no concentraba tanta intención homicida ni de lejos, así que me limité a esperar. Un segundo después, me dio la espalda y anduvo a trancos por la gran sala. A pesar de que mis piernas son muy largas, casi tuve que correr para seguirla. Se volvió para hacerme frente tan pronto como nos metimos en un pequeño corredor.

—¿Qué quieres? —preguntó molesta.

Su antipatía me intimidó. Las palabras surgieron de mis labios con menos seguridad de la que esperaba:

—Me debes una explicación —le recordé.

—Te salvé la vida. No te debo nada.

Retrocedí ante el resentimiento de su tono.

—¿Por qué te comportas así?

—Beau, te diste un fuerte golpe en la cabeza, no sabes de qué hablas.

Lo dijo de forma cortante.

Su ira tan solo terminó de convencerme de que estaba en lo cierto.

—No me pasa nada en la cabeza.

La intensidad de su mirada aumentó.

—¿Qué quieres de mí, Beau?

—Quiero saber la verdad —dije—. Quiero saber por qué miento por ti.

—¿Qué crees que pasó? —preguntó bruscamente.

Era más complicado pronunciar las palabras en alto, ya que entonces escuchaba lo loco que sonaba todo. Hizo tambalear mi certeza, pero traté de mantener la voz uniforme y tranquila.

—Todo lo que sé —le contesté de forma atropellada—, es que no estabas cerca de mí, en absoluto, y Taylor tampoco te vio, de modo que no me vengas con eso de que me he dado un golpe muy fuerte en la cabeza. La furgoneta iba a matarnos, pero no lo hizo. Tus manos dejaron abolladuras tanto en la carrocería de la furgoneta como en el coche marrón, pero has salido ilesa. Y luego la sujetaste cuando me iba a aplastar las piernas…

Mi discurso no dejaba de empeorar. No fui capaz de continuar.

Edythe me miró con unos ojos enormes e incrédulos, pero su rostro no era capaz de ocultar la tensión y permanecía a la defensiva.

—¿Crees que aparté a pulso una furgoneta?

Su voz cuestionaba mi cordura, pero tenía algo de impostado. Parecía la típica frase perfecta que pronunciaría un actor consumado: resulta difícil dudar de ella, pero, al mismo tiempo, el encuadre de la pantalla recuerda que nada de lo que está pasando es real.

Me limité a asentir con la cabeza.

Ella sonrió con dureza y dijo en tono de burla:

—Nadie te va a creer, ya lo sabes.

—No se lo voy a decir a nadie.

La sorpresa recorrió su rostro y su sonrisa se desvaneció.

—Entonces, ¿qué importa?

—Me importa a mí —insistí—. No me gusta mentir, por eso quiero tener un buen motivo para hacerlo.

—¿Es que no me lo puedes agradecer y punto?

—Gracias —dije, y me crucé de brazos. Esperando.

—No vas a dejarlo correr, ¿verdad?

—No.

—En tal caso… espero que disfrutes de la decepción.

Me miró con el ceño fruncido y yo le devolví la adusta mirada, sin poder dejar de pensar en lo hermoso que era su enfado. Al final rompí el silencio intentando concentrarme. Corría el peligro de que me distrajera. Era como intentar apartar la vista de un ángel destructor.

—Si pensabas reaccionar así, ¿por qué te molestaste en salvarme?

Se hizo una pausa y durante un breve momento su rostro perfecto fue inesperadamente vulnerable.

—No lo sé —susurró.

Entonces me dio la espalda y se marchó.

Necesité unos minutos antes de poder moverme. Cuando pude andar, me dirigí lentamente hacia la salida que había al fondo del corredor.

La sala de espera superaba mis peores temores. Todos aquellos a quienes conocía en Forks parecían hallarse presentes, y todos me miraban fijamente. Charlie se acercó a toda prisa. Levanté las manos.

—Estoy perfectamente —le aseguré, repentinamente abrumado por aquella situación enloquecida.

—¿Qué dijo el médico?

—La doctora Cullen me ha reconocido, asegura que estoy bien y puedo irme a casa —McKayla y Jeremy y Erica me esperaban y ahora se estaban acercando—. Vámonos —le urgí.

Charlie me rodeó la espalda con un brazo, como si necesitara que me sostuvieran. Me retiré rápidamente hacia la salida. Saludé tímidamente con la mano a mis amigos con la esperanza de que al día siguiente hubieran olvidado lo sucedido.

Pero lo dudaba mucho.

Fue un gran alivio subirme al coche patrulla, era la primera vez que experimentaba esa sensación.

Viajábamos en silencio. Estaba tan ensimismado en mis cosas que apenas era consciente de la presencia de Charlie. Estaba seguro de que esa actitud a la defensiva de Edythe en el pasillo no era sino la confirmación de unos sucesos tan extraños que difícilmente me hubiera creído de no haberlos visto con mis propios ojos.

Cuando llegamos a casa, Charlie habló al fin:

—Eh… Esto… Tienes que llamar a Renée.

Embargado por la culpa, agachó la cabeza. Me espanté.

—¡Se lo has dicho a mamá!

—Lo siento.

Al bajarme, cerré la puerta del coche patrulla con un portazo más fuerte de lo necesario.

Mi madre se había puesto histérica, por supuesto. Tuve que asegurarle que estaba bien por lo menos treinta veces antes de que se calmara. Me rogó que volviera a casa, olvidando que en aquel momento estaba vacía, pero resistir a sus súplicas me resultó mucho más fácil de lo que pensaba. El misterio que Edythe representaba me consumía; aún más, ella me obsesionaba. Tonto. Tonto. Tonto. No tenía tantas ganas de huir de Forks como debiera, como hubiera tenido cualquier persona normal y cuerda.

Decidí que sería mejor acostarme temprano esa noche. Charlie no dejaba de mirarme con preocupación y eso me sacaba de quicio. Me detuve en el cuarto de baño al subir y me tomé tres pastillas de Tylenol. Calmaron el dolor y me fui a dormir cuando este remitió.

Esa fue la primera noche que soñé con Edythe Cullen.