JUEGOS MALABARES
—¡Bonnie! —Charlie la llamó tan pronto como se bajó del coche.
Me volví hacia la casa e hice señales a Julie para que me siguiera mientras me agachaba bajo el porche. Oí a Charlie saludarla efusivamente a mis espaldas.
—Voy a hacer como que no te he visto al volante, jovencita —dijo con desaprobación.
—En la reserva conseguimos muy pronto los permisos de conducir —replicó Julie mientras yo abría la puerta y encendía la luz del porche.
—Seguro que sí —se rio Charlie.
—De alguna manera he de dar una vuelta.
A pesar de los años transcurridos, reconocí con facilidad la profunda voz de Bonnie. Su sonido me hizo sentir repentinamente más joven, un niño.
Entré en la casa, dejando abierta la puerta detrás de mí, y fui encendiendo las luces antes de colgar mi cazadora. Luego, permanecí en la puerta, contemplando con ansiedad cómo Charlie y Jules ayudaban a Bonnie a salir del coche y a sentarse en la silla de ruedas.
Me aparté del camino mientras entraban a toda prisa sacudiéndose la lluvia.
—Menuda sorpresa —estaba diciendo Charlie.
—Hace ya mucho tiempo que no nos vemos. Confío en que no sea un mal momento —respondió Bonnie, cuyos inescrutables ojos oscuros volvieron a fijarse en mí.
—No, es magnífico. Espero que os podáis quedar para el partido.
Jules mostró una gran sonrisa.
—Creo que ese es el plan… Nuestra televisión se estropeó la semana pasada.
Bonnie le dirigió una mueca a su hija y añadió:
—Y, por supuesto, Jules deseaba volver a ver a Beau.
Jules le devolvió la mueca.
—¿Tenéis hambre? —pregunté mientras me dirigía hacia la cocina.
La mirada de Bonnie me hacía sentir incómodo.
—No, cenamos antes de venir —respondió Jules.
—¿Y tú, Charlie? —le pregunté de refilón al tiempo que doblaba la esquina para escabullirme.
—Claro —replicó. Su voz se desplazó hacia la habitación de enfrente, hacia el televisor. Oí cómo le seguía la silla de Bonnie.
Los sándwiches de queso se estaban tostando en la sartén mientras cortaba en rodajas un tomate cuando sentí que había alguien a mis espaldas.
—Bueno, ¿cómo te va todo? —inquirió Jules.
—Bastante bien —sonreí. Era difícil resistirse a su entusiasmo—. ¿Y a ti? ¿Terminaste el coche?
—No —arrugó la frente—. Aún necesito piezas. Hemos pedido prestado ese —comentó mientras señalaba con el pulgar en dirección al patio delantero.
—Lo siento, pero no he visto ninguna pieza. ¿Qué es lo que estáis buscando?
—Un cilindro maestro —sonrió de oreja a oreja y de repente añadió—: ¿Hay algo que no funcione en la camioneta?
—No.
—Ah. Me lo preguntaba al ver que no la conducías.
Mantuve la vista fija en la sartén mientras levantaba el extremo de un sándwich para comprobar la parte inferior.
—Di un paseo con una amiga.
—Un buen coche —comentó con admiración—, aunque no reconocí a la conductora. Creía conocer a la mayoría de los chicos de por aquí.
Asentí sin comprometerme ni alzar los ojos mientras daba la vuelta a los sándwiches.
—Mamá parecía conocerla de alguna parte.
—Jules, ¿me puedes pasar algunos platos? Están en el armario de encima del fregadero.
—Claro.
Tomó los platos en silencio. Esperaba que dejara el asunto.
—¿Quién es? —preguntó mientras situaba dos platos sobre la encimera, cerca de mí. Suspiré, derrotado.
—Edythe Cullen.
Para mi sorpresa, rompió a reír. Alcé la vista hacia ella, que parecía un poco avergonzada.
—Entonces, supongo que eso lo explica todo —comentó—. Me preguntaba por qué mamá se comportaba de un modo tan extraño.
—Es cierto —simulé una expresión inocente—. No le gustan los Cullen.
—Vieja supersticiosa —murmuró en un susurro.
—No crees que se lo vaya a decir a Charlie, ¿verdad? —no pude evitar preguntárselo. Las palabras salieron precipitadamente de mis labios.
Jules se me quedó mirando un minuto, y no fui capaz de interpretar la expresión de sus ojos oscuros.
—Lo dudo —respondió finalmente—. Creo que Charlie le soltó una buena reprimenda la última vez, y desde entonces no han hablado mucho. Me parece que esta noche es una especie de reencuentro, por lo que no creo que mamá lo vuelva a mencionar.
—Ah —dije, intentando dar a entender que el asunto tampoco me importaba demasiado.
Me quedé en el cuarto de estar después de llevarle a Charlie la cena, fingiendo ver el partido mientras Jules charlaba conmigo; pero, en realidad, estaba escuchando la conversación de los adultos, atento a cualquier indicio de algo sospechoso y buscando la forma de detener a Bonnie llegado el momento.
Fue una larga noche. Tenía muchos deberes sin hacer, pero temía dejar a Bonnie a solas con Charlie. Finalmente, el partido terminó.
—¿Vais a regresar pronto tus amigos y tú a la playa? —preguntó Jules mientras empujaba la silla de su madre fuera del umbral.
—No estoy seguro —contesté con evasivas.
—Ha sido divertido, Charlie —dijo Bonnie.
—Acércate a ver el próximo partido —la animó Charlie.
—Seguro, seguro —dijo Bonnie—. Aquí estaremos. Que paséis una buena noche —sus ojos me enfocaron y su sonrisa desapareció al agregar con gesto serio—: Cuídate, Beau.
—Gracias —musité, desviando la mirada.
Me dirigí hacia las escaleras mientras Charlie se despedía con la mano desde la entrada.
—Aguarda, Beau —me pidió.
Me encogí. ¿Le había dicho Bonnie algo antes de que me reuniera con ellos en el cuarto de estar?
Pero Charlie aún seguía relajado y sonriente a causa de la inesperada visita.
—No he tenido ocasión de hablar contigo esta noche. ¿Qué tal te ha ido el día?
—Bien —vacilé, con un pie en el primer escalón, en busca de detalles que pudiera compartir con él sin comprometerme—. Mi equipo de bádminton ganó los cuatro partidos.
—¡Vaya! No sabía que supieras jugar al bádminton.
—Bueno, lo cierto es que no, pero mi compañera es realmente buena —admití.
—¿Quién es? —inquirió en señal de interés.
—Eh… McKayla Newton.
—Ah, sí. Me comentaste que eras amigo de la chica de los Newton —se animó—. Una buena familia —musitó para sí durante un minuto—. ¿Por qué no le pides que te lleve al baile este fin de semana?
—¡Papá! —gruñí—. Está saliendo con mi amigo Jeremy. Además, sabes que no sé bailar.
—Ah, sí —murmuró. Entonces me sonrió con un gesto de disculpa—. Bueno, supongo que es mejor que te vayas el sábado… Había planeado ir de pesca con los chicos de la comisaría. Parece que va a hacer calor de verdad, pero me puedo quedar en casa si quieres posponer tu viaje hasta que alguien te pueda acompañar. Sé que te dejo aquí solo mucho tiempo.
—Papá, lo estás haciendo fenomenal —le sonreí con la esperanza de ocultar mi alivio—. Nunca me ha preocupado estar solo, en eso me parezco mucho a ti.
Le sonreí y, al devolverme la sonrisa, le salieron arrugas alrededor de los ojos.
Esa noche dormí mejor porque me encontraba demasiado cansado para soñar de nuevo. Estaba entusiasmado, de un humor muy optimista cuando el gris perla de la mañana me despertó. La tensa velada con Bonnie y Jules ahora me parecía inofensiva y decidí olvidarla por completo. Me descubrí silbando mientras me pasaba un peine por el pelo, y luego también, cuando bajé las escaleras dando saltos. Charlie, que desayunaba sentado a la mesa, se dio cuenta y comentó:
—Estás muy alegre esta mañana.
Me encogí de hombros.
—Es viernes.
Me di mucha prisa para salir en cuanto se fuera Charlie. Había preparado la mochila, me había calzado los zapatos y cepillado los dientes, pero Edythe fue más rápida a pesar de que salí disparado por la puerta en cuanto me aseguré de que Charlie se había perdido de vista. Me esperaba en su flamante coche con las ventanillas bajadas y el motor apagado.
Esta vez no vacilé en subirme al asiento del copiloto lo más rápidamente posible. Me dedicó esa sonrisa y esos adorables hoyuelos que me provocaban pequeños paros cardíacos. No podía concebir nada más hermoso, ya fuera humana, diosa o criatura angelical. No había nada en Edythe que se pudiera mejorar.
—¿Cómo has dormido? —me preguntó. Tenía curiosidad por saber si era consciente de lo irresistible que resultaba su voz, y si haría aquello a propósito.
—Bien. ¿Qué tal tu noche?
—Placentera.
—¿Puedo preguntarte qué hiciste?
—No —sonrió—, el día de hoy sigue siendo mío.
Quería saber cosas sobre la gente, sobre Renée, sus aficiones, qué hacíamos juntos en nuestro tiempo libre, y luego sobre la única abuela a la que había conocido, mis pocos amigos del colegio y… me puse colorado cuando me preguntó por las chicas con las que había tenido citas. Me aliviaba que en realidad nunca hubiera salido con ninguna, por lo que la conversación sobre ese tema en particular no fue demasiado larga. Pareció sorprendida por mi escasa vida romántica.
—¿Nunca has conocido a nadie que te haya gustado? —me interrogó, con un tono tan serio que me hizo preguntarme qué estaría pensando al respecto.
—En Phoenix, no.
Frunció los labios con fuerza.
Para entonces, nos hallábamos ya en la cafetería. El día había transcurrido rápidamente según ese patrón que ya se estaba convirtiendo en rutina. Aproveché la breve pausa para dar un mordisco a mi sándwich.
—Hoy debería haberte dejado que condujeras tu propio coche —dijo de repente.
Tragué lo que estaba masticando.
—¿Por qué? —quise saber.
—Me voy a ir con Archie después del almuerzo.
—Vaya —parpadeé, decepcionado—. Está bien, no está demasiado lejos para un paseo.
Frunció el ceño con impaciencia.
—No te voy a hacer ir a casa andando. Tomaremos tu coche y lo dejaremos aquí para ti.
—No llevo la llave encima —musité—. No me importa caminar, de verdad.
Lo que me importaba era disponer de menos tiempo en su compañía.
Negó con la cabeza.
—Tu camioneta estará aquí y la llave en el contacto, a menos que temas que alguien te la pueda robar.
Se rio solo de pensarlo.
—De acuerdo —acepté con los labios apretados.
Estaba casi seguro de que tenía la llave en el bolsillo de los vaqueros que había llevado el miércoles, debajo de una pila de ropa en el lavadero.
Jamás la encontraría, aunque irrumpiera en mi casa o cualquier otra cosa que estuviera planeando. Pareció percatarse del desafío implícito en mi aceptación, pero sonrió burlona, demasiado segura de sí misma.
—¿Adónde vas a ir? —pregunté de la forma más natural que fui capaz.
—De caza —replicó secamente—. Si vamos a estar a solas mañana, voy a tomar todas las precauciones posibles —su rostro se tornó de repente taciturno y suplicante—. Siempre lo puedes cancelar, ya sabes.
Bajé la vista, temeroso del persuasivo poder de sus ojos. Me negué a dejarme convencer de no pasar el día juntos, sin importar lo real que pudiera ser el peligro. No importa, me repetí en la mente.
—No —susurré mientras la miraba a la cara—. No puedo.
—Tal vez tengas razón —murmuró.
El color de sus ojos casi parecía oscurecerse conforme los miraba.
Cambié de tema.
—¿A qué hora te veré mañana? —quise saber, ya deprimido por la idea de tener que dejarla ahora.
—Eso depende… Es sábado. ¿No quieres dormir hasta tarde? —me ofreció.
—No —respondí a toda prisa. Contuvo una sonrisa.
—Entonces, ¿a la misma hora de siempre?
Asentí.
—¿Dónde quedamos?
—Pasaré a buscarte a casa, como siempre.
—Esto… Dejar un Volvo aparcado en la puerta de casa no va a ayudarme mucho a evitar tener que darle explicaciones a Charlie.
Ahora su sonrisa fue de superioridad.
—No pensaba llevarme el coche.
—Y ¿cómo…?
Ella me interrumpió.
—No te preocupes. Estaré allí, sin el coche. Charlie no verá nada fuera de lo normal —su voz se volvió severa—. Y, si no vuelves, será un absoluto misterio para él, ¿verdad?
—Supongo —dije, encogiéndome de hombros—. Tal vez hasta salga en las noticias.
Me dedicó una mueca de enfado y yo la ignoré y le di otro mordisco a mi almuerzo. Cuando por fin su rostro se relajó —aunque aún no parecía muy contenta— le pregunté:
—¿Qué vas a cazar esta noche?
—Cualquier cosa que encontremos en el parque.
Me miró, entre frustrada y divertida de la forma tan natural que tenía de referirme a su poco habitual rutina.
—¿Por qué vas con Archie? ¿No decías que últimamente se metía contigo?
—Archie es el más… comprensivo.
Frunció el ceño al hablar.
—¿Y los otros? —pregunté, dudoso. En realidad, no sabía si quería averiguarlo—. ¿Cómo se lo toman?
Arrugó la frente.
—La mayoría con incredulidad.
Miré hacia ellos. Permanecían sentados con la vista perdida en diferentes direcciones, del mismo modo que la primera vez que los vi. Solo que ahora eran cuatro, su hermosa hermana con melena de bronce era mía, al menos durante esta hora.
—No les gusto —supuse.
—No es eso —disintió, pero sus ojos eran demasiado inocentes para mentir—. No comprenden por qué no te puedo dejar solo.
Fruncí el ceño.
—Yo tampoco.
Ella sonrió.
—No te pareces a nadie que haya conocido. Me fascinas.
Una parte de mí estaba segura de que hablaba en broma: la parte que no podía evitar pensar que era la persona más anodina que conocía.
—De verdad que no lo entiendo.
—Al tener las ventajas que tengo —murmuró mientras se tocaba la frente con la punta de un dedo—, disfruto de una superior comprensión de la naturaleza humana. Las personas son predecibles, pero tú nunca haces lo que espero. Siempre me pillas desprevenida.
Desvié la mirada y mis ojos volvieron a posarse en el lugar de siempre: el rincón del fondo de la cafetería donde se sentaba su familia. Sus palabras me hacían sentir como una cobaya. Quise reírme de mí mismo por haber esperado otra cosa.
—Esa parte resulta bastante fácil de explicar —continuó. Aunque todavía no era capaz de mirarla, sentí sus ojos fijos en mi rostro—, pero hay más —prosiguió— y no es tan sencillo expresarlo con palabras…
Seguía mirando fijamente a los Cullen mientras ella hablaba. De repente, Royal se volvió para echarme un vistazo. No, no para echarme un vistazo. Para atraparme en una mirada feroz con sus ojos fríos y oscuros. Quise apartar la mía, pero me quedé petrificado por su abierta hostilidad, hasta que Edythe se interrumpió a mitad de frase y emitió un bufido muy bajo, una especie de siseo.
Royal giró la cabeza y me alivié al sentirme liberado de su hechizo. Volví a mirar a Edythe con los ojos como platos.
—Eso ha sido aversión, sin duda —murmuré.
La expresión de Edythe parecía dolorida.
—Lo lamento. Solo está preocupado. Ya ves… Después de haber pasado tanto tiempo en público contigo no es solo peligroso para mí si… —bajó la vista.
—¿Si…?
—Si las cosas van mal.
Dejó caer la cabeza entre las manos: su angustia era evidente. Quería consolarla de alguna manera, decirle que nunca permitiría que le pasara nada malo, pero no sabía qué palabras usar. Automáticamente, estiré la mano para posarla delicadamente sobre su hombro. Solo llevaba una camiseta de manga larga, y el frío penetró inmediatamente hacia mi mano. No se movió, y mientras estaba allí sentado, lentamente comprendí que sus palabras deberían asustarme. Esperé a que el miedo llegara, pero todo lo que sentía era dolor por su pesar.
Seguía con la cabeza entre las manos. Intenté hablar con un tono de voz normal:
—¿Tienes que irte ahora?
—Sí —dejó caer las manos. Yo mantuve la mía apoyada sobre su antebrazo. Ella miró el lugar donde nuestros cuerpos se tocaban y suspiró. Sin embargo, luego cambió de estado de ánimo y sonrió—. Probablemente sea lo mejor. En Biología aún nos quedan por soportar quince minutos de esa espantosa película. No creo que lo aguante más.
Di un respingo y aparté la mano de golpe. De repente, Archie —que era más alto de lo que había pensado, con ese cabello que era apenas una sombra de pelusilla oscura sobre su cráneo y esos ojos oscuros como la tinta— se encontraba de pie detrás del hombro de Edythe.
Edythe le saludó sin desviar la mirada de mí.
—Archie.
—Edythe —respondió él, imitando su tono con una burlona reverencia.
Su aguda voz de tenor era casi tan aterciopelada como la de su hermana.
—Archie, te presento a Beau… Beau, este es Archie —nos presentó con una seca sonrisa en el rostro.
—Hola, Beau —sus ojos refulgieron como diamantes oscuros, pero la sonrisa era cordial—. Es un placer conocerte al fin.
Y enfatizó muy levemente el «al fin».
Edythe le dirigió una mirada sombría.
No me costaba creer que Archie fuera un vampiro. Allí de pie, a tres metros de mí. Con sus oscuros ojos hambrientos. Sentí que una gota de sudor se deslizaba por mi nuca.
—Esto… Hola, Archie.
—¿Estás preparada? —le preguntó.
—Casi —replicó Edythe con frialdad—. Me reuniré contigo en el coche.
Archie se alejó sin decir nada más. Se movía de un modo tan flexible y sinuoso que la imagen de unos bailarines volvió a acudir a mi mente, aunque en realidad no parecían unos andares demasiado humanos.
Tragué saliva.
—¿Debería decir «que te diviertas», o es el sentimiento equivocado?
—No, «que te diviertas» es tan bueno como cualquier otro.
Esbozó una amplia sonrisa.
—En tal caso, que te diviertas.
Me esforcé en parecer entusiasmado, pero, por supuesto, no la engañé.
—Lo intentaré. Y tú, intenta mantenerte a salvo, por favor.
—A salvo en Forks… ¡Menudo reto! —suspiré.
—Para ti lo es —su mandíbula se tensó—. Prométemelo.
—Prometo que intentaré mantenerme ileso —declamé—. Tenía intención de hacer la colada esta noche… ¿O es una tarea demasiado arriesgada? Bueno, no sé, podría caerme dentro de la lavadora, o algo así.
Entornó los ojos.
—Vale, vale. Haré lo que pueda.
Se puso en pie y yo también me levanté.
—Te veré mañana —musité.
Me dedicó una sonrisa pesarosa.
—Te parece mucho tiempo, ¿verdad? —murmuró.
Asentí con desánimo.
—Por la mañana, allí estaré —me prometió.
Caminó hasta mi lado, me rozó el dorso de la mano levemente y luego se volvió y se alejó. Clavé mis ojos en ella hasta que se marchó.
No tenía ganas de ir a clase, y estuve considerando la posibilidad de hacer unos saludables novillos, pero decidí que era irresponsable. Sabía que McKayla y los demás darían por supuesto que estaba con Edythe si desaparecía ahora, y a ella le preocupaba el tiempo que pasábamos juntos en público por si las cosas no salían bien. No tenía intención de pensar qué significaba eso, ni en lo doloroso que podría llegar a ser. Consideré qué opciones eran más seguras para ella. Y eso implicaba ir a clase.
Estaba seguro —y creía que ella también pensaba así— que el día siguiente lo cambiaría todo. Ella y yo… si íbamos a estar juntos… teníamos que afrontar aquello sin tapujos. No podíamos pretender mantener aquel peligroso equilibrio, el de estar casi juntos, pero no. Caeríamos a uno u otro lado, y la decisión era íntegramente cosa suya. Yo estaba completamente decidido, lo estaba incluso antes de haber sido consciente de la decisión y me comprometí a llevarla a cabo hasta el final, porque para mí no había nada más terrible e insoportable que la idea de no volver a verla.
Su ausencia a mi lado no contribuyó a que mi atención aumentara tanto como había esperado. La tensión y la electricidad habían desaparecido, pero mi mente estaba demasiado ofuscada pensando en el día siguiente como para prestar atención.
En la clase de gimnasia, McKayla daba muestras de haberme perdonado. Me deseó que tuviera buen tiempo en Seattle. Le expliqué con detalle que, preocupado por el coche, había cancelado mi viaje.
Repentinamente, volvió a mostrarse mohína.
—¿Vas a llevar a Edythe al baile? —preguntó.
—No, ya te he dicho que no voy a ir.
—Entonces, ¿qué vas a hacer?
Mentí alegremente.
—La colada, y he de estudiar para el examen de Trigonometría o voy a suspender.
Frunció el ceño.
—¿Te está ayudando Edythe con los «estudios»?
Casi pude escuchar las comillas con las que pronunció la última palabra.
—Ya me gustaría —dije, sonriendo—. Es mucho más inteligente que yo. Pero tiene que ir a algún sitio con su hermano este fin de semana.
Noté con sorpresa que las mentiras me salían con mayor naturalidad que de costumbre. Quizá se debía a que ahora mentía por otra persona, en lugar de por mí mismo.
—Ah —se animó—. Ya sabes, de todos modos, puedes venir al baile con nuestro grupo. Estaría bien. Todas bailaríamos contigo —prometió.
La imagen mental del rostro de Jeremy hizo que el tono de mi voz fuera más cortante de lo necesario.
—McKayla, no voy a ir al baile, ¿de acuerdo?
—Vale —me espetó—. Solo era una oferta.
Cuando la clase de Educación Física terminó, me dirigí al aparcamiento sin entusiasmo. No me emocionaba la idea de volver a casa caminando bajo la lluvia, pero no se me ocurría cómo podría Edythe haber recuperado la camioneta. Aunque ¿acaso había algo imposible para Edythe?
Y allí estaba, aparcada en la misma plaza en la que ella había aparcado el Volvo por la mañana. Asombrado, sacudí la cabeza mientras abría la puerta y vi las llaves puestas en el bombín de la puesta en marcha, tal y como me había prometido.
Había un pedazo de papel blanco doblado sobre mi asiento. Lo tomé y cerré la puerta antes de desdoblarlo. Había escrito dos palabras con su elaborada letra: «Sé prudente».
El sonido del motor al arrancar me asustó. Me reí de mí mismo.
El pomo de la puerta estaba cerrado y el pestillo sin echar, tal y como se había quedado por la mañana. Una vez dentro, me fui directo al lavadero. Parecía que todo seguía igual. Hurgué entre la ropa en busca de mis vaqueros y revisé los bolsillos una vez que los hube encontrado. Vacíos. Quizá las hubiera dejado colgando dentro del coche, pensé sacudiendo la cabeza.
Charlie estuvo distraído durante la cena, supuse que le preocupaba algo relacionado con el trabajo, o tal vez con el partido de baloncesto, o puede que le hubiera gustado de verdad la lasaña. Con Charlie, era difícil saberlo.
—¿Sabes, papá? —comencé, interrumpiendo su meditación.
—¿Qué pasa, Beau?
—Creo que tienes razón en lo del viaje a Seattle. Me parece que voy a esperar hasta que Jeremy o algún otro me puedan acompañar.
—Ah —dijo sorprendido—. De acuerdo. Bueno, ¿quieres que me quede en casa?
—No, papá, no cambies de planes. Tengo un millón de cosas que hacer: los deberes, la colada, necesito ir a la biblioteca y al supermercado. Estaré entrando y saliendo todo el día. Ve y diviértete.
—¿Estás seguro?
—Totalmente, papá. Además, el nivel de pescado del congelador está bajando peligrosamente… Hemos descendido hasta tener reservas solo para dos o tres años.
Me sonrió.
—Resulta muy fácil vivir contigo, Beau.
—Podría decir lo mismo de ti —contesté entre risas demasiado apagadas, pero no pareció notarlo. Me sentí culpable por hacerle creer aquello, y estuve a punto de seguir el consejo de Edythe y decirle dónde iba a estar. A punto.
Mientras me dedicaba a doblar la ropa, tarea que me requería un nulo esfuerzo mental, me pregunté si con aquella mentira estaría poniendo a Edythe por encima de mi propio padre. Al fin y al cabo, la estaba protegiendo a ella y le estaba dejando a él solo ante la posibilidad de enfrentarse a… no sabía exactamente a qué. ¿Me desvanecería, sin más? ¿Encontraría acaso la policía alguna… parte de mi cuerpo? Sabía que no era capaz de imaginar con exactitud lo devastador que resultaría para él, ya que perder un hijo —aunque fuera un hijo al que no hubiera visto demasiado a menudo durante los últimos diez años— era una tragedia de dimensiones que yo no alcanzaba a comprender.
Pero, si le decía que iba a quedar con Edythe, si la implicaba en lo que fuera que pudiera pasar, ¿cómo podía beneficiar eso a Charlie en modo alguno? ¿Haría que las cosas fueran más soportables el que hubiera alguien a quien culpar? ¿O, sencillamente, le pondría en un peligro aún mayor? Recordaba cómo me había mirado Royal durante el almuerzo. Recordaba los refulgentes ojos negros de Archie, los brazos de Eleanor y sus tendones de acero, y a Jessamine, quien, por algún motivo que no era capaz de concretar, resultaba ser la más aterradora de todos. ¿Realmente quería que mi padre dispusiera de una información que los hiciera sentirse amenazados?
Así que, en realidad, lo único que beneficiaba a Charlie de algún modo era dejarle al día siguiente una nota pegada en la puerta en la que pusiera: «He cambiado de idea»; montarme en mi camioneta y terminar yendo a Seattle. Sabía que Edythe no se enfadaría, que en el fondo una parte de ella esperaba que hiciera exactamente eso.
Pero también tenía la certeza de que no iba a escribir esa nota. Ni siquiera era capaz de imaginarme haciéndolo. Cuando ella viniera a buscarme, yo estaría esperándola.
Así que supongo que sí, que la estaba eligiendo a ella sobre todas las demás cosas. Y también era consciente de que debería sentirme mal —equivocado, culpable, arrepentido—, pero no conseguí sentirme así. Quizá porque, en el fondo, no tenía la sensación de que fuera una elección mía.
Sin embargo, todo aquello solo aplicaba en caso de que las cosas salieran «mal», y estaba casi seguro, al noventa por ciento, de que eso no ocurriría. En parte, porque seguía sin poder obligarme a tenerle miedo a Edythe, ni siquiera cuando intentaba imaginármela como la criatura de dientes afilados de mi pesadilla. Tenía su nota en el bolsillo trasero de los pantalones, y la saqué para leerla una y otra vez. Ella quería que estuviera a salvo. Había invertido una gran cantidad de esfuerzo personal en este tiempo para garantizar mi supervivencia. ¿Acaso no demostraba aquello su verdadero ser? En caso de que todas las medidas de seguridad fallaran, ¿no vencería esa parte de sí?
Hacer la colada no era la mejor actividad para mantener la mente ocupada. Por mucho que intentara concentrarme en la Edythe que conocía y amaba, no podía evitar imaginarme lo que podría llegar a significar que las cosas «terminaran mal». Las sensaciones que podría llegar a producirme. Había visto suficientes películas de terror como para tener algunas ideas preconcebidas al respecto, y la verdad es que tampoco me parecía la manera más terrible de abandonar este mundo. La mayoría de las víctimas simplemente parecían desfallecidas e inconscientes mientras las… desangraban. Pero entonces recordé lo que Edythe había mencionado acerca de los ataques de oso, y supuse que la realidad de los ataques vampíricos no debía de parecerse demasiado a su versión hollywoodiense.
Pero se trataba de Edythe.
Me sentí aliviado cuando se hizo lo bastante tarde para acostarme. Sabía que no iba a ser capaz de dormirme con todas aquellas locuras en mi cabeza, por lo que hice algo que nunca había hecho antes: tomar sin necesidad y de forma consciente una medicina para el resfriado, de esas que me dejaban grogui durante unas ocho horas. Sabía que era un poco irresponsable, pero el día siguiente ya iba a ser bastante complicado como para añadirle que estuviera atolondrado por no haber pegado ojo. Mientras aguardaba a que hiciera efecto el fármaco volví a escuchar el CD de Phil. Aquellos familiares berridos eran extrañamente reconfortantes, y en algún momento, mientras escuchaba el disco, me quedé dormido.
Me desperté a primera hora después de haber dormido a pierna suelta y sin pesadillas gracias al abuso de los fármacos. Aunque había descansado bien, tenía los nervios a flor de piel, me sobresaltaba por cualquier cosa y estuve a punto de tener un par de ataques de pánico. Me duché y me vestí con varias capas de ropa, aunque Edythe me había asegurado que haría sol. Miré por la ventana: Charlie se había marchado ya, y una fina capa de nubes blancas y algodonosas cubría el cielo, pero no parecía que fuera a durar mucho. Desayuné sin saborear lo que comía y me apresuré a fregar los platos en cuanto hube terminado. Apenas había acabado de cepillarme los dientes cuando una sigilosa llamada de nudillos hizo que estuviera a punto de tirarme escaleras abajo.
De repente, mis manos parecían ser demasiado grandes para manipular el simple pestillo y tardé un segundo en desbloquearlo, pero al fin conseguí abrir la puerta de un tirón y allí estaba ella.
Inspiré hondo. Todo mi nerviosismo se disipó, y me sentí totalmente tranquilo.
Al principio no estaba sonriente, sino seria, casi sombría, pero su expresión se alegró en cuanto se fijó en mí, y se rio entre dientes.
—Buenos días.
—¿Qué ocurre?
Eché un vistazo hacia abajo para asegurarme de que no me había olvidado de ponerme nada importante, como los zapatos o los pantalones.
—Vamos a juego.
Se volvió a reír. Me di cuenta de que ella llevaba un suéter de color marrón claro con cuello de pico que dejaba a la vista una camiseta blanca debajo, y unos vaqueros. Mi suéter era exactamente del mismo tono, aunque mi jersey y mi camiseta blanca tenían el cuello redondo. Mis pantalones eran del mismo tono azul que el de los suyos. La única diferencia era que ella parecía una modelo que se hubiera escapado de una sesión de fotos, y era muy consciente de que yo no tenía ni por asomo ese aspecto.
Cerré la puerta al salir mientras ella se dirigía a la camioneta. Aguardó junto a la puerta del copiloto con una expresión resignada y perfectamente comprensible.
—Accediste —le recordé con aire de suficiencia mientras me encaramaba al asiento del conductor y me estiraba para abrirle la puerta.
Me dedicó una mirada sombría cuando trepó para subirse al asiento.
Me coloqué en mi sitio y traté de no arrugar el rostro cuando arranqué el motor con un estruendo enorme.
—¿Adónde? —le pregunté.
—Ponte el cinturón… Ya estoy nerviosa.
Puse los ojos en blanco, pero hice lo que me pedía.
—¿Adónde? —repetí.
—Toma la 101 hacia el norte.
Era sorprendentemente difícil concentrarse en la carretera al mismo tiempo que sentía sus ojos clavados en mi rostro. Lo compensé conduciendo con más cuidado del habitual mientras cruzaba las calles del pueblo, aún dormido.
—¿Tienes intención de salir de Forks antes del anochecer?
—Un poco de respeto —la recriminé—, este trasto tiene los suficientes años para ser el abuelo de tu coche.
A pesar de su pesimismo, pronto estuvimos fuera de los límites del pueblo. Una maleza espesa y una ringlera de troncos verdes reemplazaron las casas y el césped.
—Gira a la derecha para tomar la 101 —me indicó cuando estaba a punto de preguntárselo.
Obedecí en silencio.
—Ahora, avanzaremos hasta que se acabe el asfalto.
Detecté cierta sorna en su voz, pero tenía demasiado miedo a salirme de la carretera como para mirarla y asegurarme de que estaba en lo cierto.
—¿Qué hay allí, donde se acaba el asfalto? —quise saber.
—Una senda.
—¿Vamos de caminata?
—¿Supone algún problema?
—No.
Intenté que la mentira pareciera convincente, pero si pensaba que la camioneta era lenta, tenía que esperar a verme a mí…
—No te preocupes, solo son unos ocho kilómetros y no iremos deprisa.
¡Ocho kilómetros! No le respondí para que no notara el pánico en mi voz. ¿Cuánto había recorrido el sábado pasado? ¿Un kilómetro y medio? ¿Y cuántas veces había conseguido tropezar en aquel recorrido? Aquello iba a resultar humillante.
Avanzamos en silencio durante un buen rato. Yo me estaba imaginando la expresión que pondría la vigésima vez que me cayera de morros.
—¿En qué piensas? —preguntó con impaciencia al cabo de un rato.
—Solo me preguntaba adónde nos dirigimos —volví a mentirle.
—Es un lugar al que me gusta mucho ir cuando hace buen tiempo.
Ambos nos pusimos a mirar por las ventanillas a las nubes, que comenzaban a diluirse en el firmamento.
—Charlie dijo que hoy haría buen tiempo.
—¿Le dijiste lo que te proponías? —me preguntó.
—No.
—Pero seguramente le dijiste a Jeremy que te iba a llevar a Seattle… —dijo, como si ya lo supiera.
—No.
—¿Nadie sabe que estás conmigo? —inquirió, ahora con enfado.
—Eso depende… ¿He de suponer que se lo has contado a Archie?
—Eso es de mucha ayuda, Beau —dijo bruscamente.
Fingí no haberla oído, pero volvió a la carga:
—¿Es por el clima? ¿Un trastorno afectivo estacional? ¿Te deprime tanto Forks que estás preparando tu suicidio?
—Dijiste que un exceso de publicidad sobre nosotros podría ocasionarte problemas —le expliqué.
—¿Y a ti te preocupan mis posibles problemas si no regresas a casa? —su voz era una mezcla entre ácida y gélida.
Asentí con la cabeza, sin apartar la vista de la carretera.
Murmuró algo en voz baja, tan deprisa que no la comprendí.
Nos mantuvimos en silencio el resto del trayecto en el coche.
Noté que en su interior se alzaban oleadas de rabia y desaprobación, pero no se me ocurría la manera correcta de disculparme sin sentirme realmente arrepentido.
La carreta terminaba en una pequeña señal de madera. Vi el delgado sendero que se adentraba en el bosque. Aparqué sobre el estrecho arcén y salí sin saber muy bien qué hacer, puesto que se había enfadado conmigo, y tampoco tenía la excusa de tener que mirar a la carretera para no mirarla a ella.
Hacía calor, mucho más del que había hecho en Forks desde el día de mi llegada, y a causa de las nubes hacía casi bochorno. Me quité el suéter y lo tiré a la cabina del conductor, contento de haberme puesto una camiseta, sobre todo si me esperaban ocho kilómetros a pie.
La oí dar un portazo y pude comprobar que también ella se había desprendido del suéter y se había recogido la melena en un moño improvisado. Lo único que llevaba era una delgada camiseta sin mangas. Permanecía de espaldas a mí, observando el bosque, y tuve ocasión de contemplar la delicada silueta de sus omoplatos, que casi parecían alas recogidas bajo su blanquísima piel. Sus brazos eran tan delgados que me costaba creer que contuvieran la fuerza que sabía que poseían.
—Por aquí —indicó, girando la cabeza, aún molesta. Comenzó a adentrarse en el sombrío bosque directamente hacia la derecha de la camioneta.
—¿Y la senda?
Intenté ocultar el pánico en mi voz mientras corría por delante del morro de mi coche para alcanzarla.
—Dije que al final de la carretera había un sendero, no que lo fuéramos a seguir.
—¡¿No iremos por la senda?! ¿En serio?
—No voy a dejar que te pierdas.
Se dio la vuelta al hablar, sonriendo con mofa, y se me cortó la respiración.
Nunca había visto que mostrara tanta piel. Sus pálidos brazos, sus esbeltos hombros, la frágil apariencia de sus clavículas, las vulnerables oquedades que se dibujaban sobre ellas, la columna de su cuello, tan parecido al de un cisne, la ligera protuberancia de sus pechos —no la mires, no la mires—, y las costillas, que casi se podían contar bajo la fina capa del algodón. Comprendí con una oleada de desesperación que era demasiado perfecta. No había manera de que aquella diosa pudiera ser mía alguna vez.
Sorprendida por mi expresión torturada, Edythe me miró fijamente.
—¿Quieres volver a casa? —preguntó con un hilo de voz. Un dolor de diferente naturaleza al mío impregnaba su voz.
—No.
Me adelanté hasta ponerme a su lado, ansioso por no desperdiciar ni un segundo de las pocas horas contadas que pudiera estar en su compañía.
—¿Qué va mal? —preguntó con dulzura.
—No soy un senderista muy rápido —le expliqué con desánimo—. Tendrás que tener paciencia conmigo.
—Puedo ser paciente si hago un gran esfuerzo.
Me sonrió y sostuvo mi mirada en un intento de levantarme el ánimo, súbitamente sombrío.
Intenté devolverle la sonrisa, pero me di cuenta de que no fue convincente. Estudió mi rostro.
—Te llevaré de vuelta a casa —prometió, pero no supe determinar si la promesa se refería al final de la jornada o a una marcha inmediata. Era evidente que ella creía que era el miedo a mi inminente desaparición lo que me turbaba, y de nuevo agradecí ser yo la única persona a la que no le pudiera leer el pensamiento.
—Si quieres que recorra ocho kilómetros a través de la selva antes del atardecer, será mejor que empieces a indicarme el camino —le repliqué con amargura.
Enarcó las cejas mientras intentaba comprender mi tono y la expresión de mis facciones.
Después de unos momentos, se rindió y encabezó la marcha hacia el bosque.
No resultó tan duro como pensaba que sería. El camino era plano la mayor parte del tiempo y no parecía molestarle ir a mi ritmo. Tropecé dos veces con las raíces, pero las dos veces su mano estuvo rápida y me sostuvo por el hombro antes de que pudiera caerme. Cuando me tocaba, mi corazón se desbocaba y latía intermitentemente como solía. Observé su expresión la segunda vez que me ocurrió aquello, y de repente estuve seguro de que podía oír mis latidos.
Intenté mantener los ojos lejos de ella, pero cada vez que sucumbía, su hermosura me llenaba de tristeza. Recorrimos en silencio la mayor parte del trayecto. De vez en cuando, Edythe formulaba una pregunta al azar, una de las que no me había hecho en los dos días anteriores de interrogatorio. Me interrogó sobre mis cumpleaños, los profesores en la escuela primaria y las mascotas de mi infancia…
Tuve que admitir que había renunciado a ellas después de que se murieran tres peces de forma seguida. Rompió a reír al oírlo, con más fuerza de lo que me tenía acostumbrado…
De los bosques se levantó un eco similar al tañido de las campanas.
La caminata nos llevó la mayor parte de la mañana, pero ella no mostró impaciencia en ningún momento. El bosque se extendía a nuestro alrededor en un interminable laberinto de árboles idénticos, y la idea de que no encontráramos la salida comenzó a ponerme nervioso. Edythe se encontraba muy a gusto en aquel dédalo de color verde, y nunca pareció dudar sobre qué dirección tomar.
Después de varias horas, la luz verdosa que se filtraba a través del dosel de ramas se aclaró en un tono amarillo. El día se había vuelto soleado, tal y como ella había prometido. Comencé a sentir entusiasmo por primera vez desde que habíamos empezado la caminata.
—¿Aún no hemos llegado? —quise saber.
—Casi —sonrió ante el cambio de mi estado de ánimo—. ¿Ves esa luz más clara de ahí delante?
—Hmm —observé a través del denso follaje del bosque—. ¿Debería verlo?
—Puede que sea un poco pronto para tus ojos.
—Tendré que pedir hora para visitar al oculista —suspiré, y ella sonrió.
Pero entonces, después de recorrer otros cien metros, pude ver sin ningún género de duda un punto más claro en los árboles delante de mí, un brillo que era amarillo blancuzco en lugar de amarillo verdoso. Apreté el paso. Edythe me dejó que yo fuera delante y me siguió en silencio.
Alcancé el borde de aquel remanso de luz y atravesé la última franja de helechos para entrar en el lugar más hermoso que había visto en mi vida.
La pradera era un pequeño círculo perfecto lleno de flores silvestres: violetas, amarillas y blancas. Podía oír el agua discurrir de un arroyo que fluía en algún lugar cercano. El sol estaba directamente en lo alto, colmando el redondel de una blanquecina calima luminosa. Caminé sobre la mullida hierba en medio de las flores, balanceándose al cálido aire dorado. Tras aquel minuto de asombro absoluto, me di media vuelta para compartir con ella todo aquello, pero Edythe no estaba detrás de mí, como creía. Repentinamente ansioso, giré a mi alrededor en su busca. Finalmente, la localicé, inmóvil debajo de la densa sombra del dosel de ramas, en el mismo borde del claro, mientras me contemplaba con ojos cautelosos, y recordé por qué estábamos allí. El misterio de Edythe y el sol, lo que me había prometido mostrarme hoy.
Di un paso hacia ella con el brazo estirado. Sus ojos se mostraban recelosos. Le sonreí para infundirle valor y empecé a caminar hacia ella. Alzó una mano en señal de aviso y yo vacilé, y retrocedí un paso.
Edythe inspiró hondo, cerró los ojos y entonces salió al deslumbrante brillo del mediodía.