LAS INVITACIONES
En mi sueño reinaba una oscuridad muy densa, y aquella luz mortecina parecía proceder de la piel de Edythe. No podía verle el rostro, solo la espalda, mientras se alejaba de mi lado, dejándome sumido en la negrura. No lograba alcanzarla por más que corriera; no se volvía por muy fuertemente que la llamara. Corría cada vez más desesperado por alcanzarla hasta que la ansiedad me despertó. Era plena noche, pero no pude volver a conciliar el sueño durante un tiempo que se me hizo eterno. Después de aquello, Edythe estuvo en mis sueños casi todas las noches, pero siempre en la distancia, nunca a mi alcance.
El mes siguiente al accidente fue violento, tenso y, al menos al principio, embarazoso.
Me convertí en el centro de atención durante el resto de la semana, lo que fue un auténtico asco. Taylor Crowley fue insoportable, me seguía a todas partes, y no dejaban de ocurrírsele hipotéticas formas de compensarme. Intenté convencerla de que lo único que quería era que olvidara lo ocurrido, sobre todo porque no me había sucedido nada, pero no se daba por vencida. Me seguía entre clase y clase y en el almuerzo se sentaba a nuestra mesa, ahora muy concurrida. A McKayla y Erica no pareció gustarle, se comportaban con ella de forma bastante más hostil que entre ellas mismas, lo cual me llevó a considerar la posibilidad de que hubiera conseguido otra admiradora no deseada. Como si ser el chico nuevo del instituto fuera lo último de lo último.
Nadie pareció preocuparse de Edythe; a ella nadie la seguía ni le pedía su versión de los hechos. Yo siempre la incluía en mi explicación del relato: la heroína era ella, que me había apartado de la trayectoria de la furgoneta y que había estado a punto de resultar aplastada, pero lo único que comentaba la gente era que no se habían dado cuenta de que estaba allí hasta que se retiró la camioneta.
Me preguntaba a menudo por qué nadie más había visto lo lejos que estaba, al lado de su coche, antes de que me salvara la vida de un modo tan repentino como imposible. Solo se me ocurría una solución posible, y no me gustaba. Debía de ser porque nadie estaba tan pendiente de Edythe como yo. Nadie más la miraba de la forma en que yo lo hacía. Era patético, y un tanto acosador.
La gente solía evitar a Edythe, como siempre lo había hecho. Los Cullen y los Hale se sentaban en la misma mesa, como siempre, sin comer, hablando solo entre sí. Ninguno de ellos me miró ni una sola vez.
Cuando se sentaba a mi lado en clase, tan lejos de mí como le resultaba posible, no parecía ser consciente de que estaba sentado a su lado. Igual que si mi silla estuviera vacía. Solo de forma ocasional, cuando cerraba los puños de repente, con la piel tensa sobre los nudillos, aún más blanca, me preguntaba si realmente me ignoraba tanto como aparentaba.
Tenía muchas ganas de proseguir con la conversación que habíamos comenzado en el pasillo del hospital, y lo intenté al día siguiente del accidente. La última vez que habíamos hablado ella estaba demasiado furiosa. Y, aunque tenía muchas ganas de saber qué había pasado realmente y creía que merecía que me contara la verdad, también sabía que quizá estaba siendo demasiado insistente, teniendo en cuenta que, bueno, ella me había salvado la vida, al fin y al cabo. Y pensaba que no se lo había agradecido como se merecía.
Ya estaba en su silla cuando entré en Biología. No se volvió cuando yo me senté, sino que se limitó a seguir mirando al frente. No dio señales de haberse percatado de mi presencia.
—Hola, Edythe —dije.
Ladeó la cabeza medio centímetro hacia mí, pero mantuvo los ojos clavados en la pizarra. Medio asintió levemente y volvió el rostro en dirección opuesta a mí.
Y ese fue el último contacto que había tenido con ella, aunque todos los días estuviera ahí, a treinta centímetros. A veces, incapaz de contenerme, la miraba a cierta distancia, siempre en la cafetería o en el aparcamiento. Contemplaba cómo sus ojos dorados se oscurecían de forma evidente día a día (y luego, de repente, volvían a ser color miel. Y la lenta progresión volvía a empezar de nuevo), pero en clase no daba más muestras de saber de su existencia que las que ella me mostraba a mí. Me sentía miserable. Y los sueños continuaron.
Edythe lamentaba haberme apartado de la trayectoria de la camioneta de Taylor. No se me ocurría ninguna otra explicación. Claramente, me prefería muerto, y por eso actuaba como si ya lo estuviera.
A pesar de mis mentiras descaradas, el tono de mis correos electrónicos alertó a mi madre. Telefoneó unas cuantas veces para preguntarme si estaba bien. Intenté convencerla de que solo era la lluvia, que me aplanaba.
Al menos, a McKayla le complacía la obvia frialdad existente entre mi compañera de laboratorio y yo. Supongo que le preocupaba que el trauma compartido nos uniera de algún modo. Su confianza aumentó hasta osar sentarse al borde de mi mesa para conversar antes de que empezara la clase de Biología, ignorando a Edythe de forma tan absoluta como ella a nosotros.
Por fortuna, la nieve se fundió después de aquel peligroso día. McKayla quedó desencantada por no haber podido organizar su pelea de bolas de nieve, pero le complacía que pronto pudiéramos hacer la excursión a la playa. No obstante, continuó lloviendo a cántaros y pasaron las semanas.
No me había dado cuenta de cuánto tiempo había pasado. La mayoría de los días eran iguales: gris, verde y más gris. Mi padrastro siempre se quejaba de que en Phoenix no hay estaciones, pero, según mi experiencia, en Forks era mucho peor. No tenía ni idea de que la primavera estaba a punto de empezar hasta que una lluviosa mañana me dirigía a la cafetería con Jeremy.
—Eh, Beau —me dijo.
Yo quería salir cuanto antes de debajo de la lluvia, pero Jeremy se movía arrastrando los pies. Reduje el paso para ir a su ritmo.
—¿Qué pasa, Jeremy?
—Me preguntaba si alguien te ha pedido ser su pareja en el baile de primavera. Ya sabes, las chicas eligen.
—Ah. Pues… no.
—Ehhh… Bueno, y ¿quieres…? Quiero decir, ¿crees que McKayla te lo va a pedir?
—Espero que no —respondí, quizá demasiado deprisa.
Jeremy alzó la vista hacia mí, sorprendido.
—¿Por qué no?
—No voy a bailes.
—Ah.
Arrastramos los pies en silencio durante un minuto. Jeremy parecía pensativo. Yo estaba impaciente por huir de la llovizna.
—¿Te importa si se lo digo? —preguntó.
—No. Probablemente sea buena idea. No quiero tener que decirle a nadie que no si no voy a ir.
—De acuerdo.
—¿Cuándo dices que es el baile?
Ya estábamos cerca de la cafetería. Me indicó un póster de color amarillo chillón en el que el baile estaba anunciado. No me había fijado en él hasta aquel momento, pero empezaba a tener los bordes enroscados y desvaídos, como si ya llevara ahí un tiempo.
—El sábado que viene, no; el siguiente.
Supe con bastante certeza que Jeremy había mencionado algo al respecto cuando, a la mañana siguiente, McKayla no se mostró tan dicharachera como solía en clase de Literatura. Durante el almuerzo se sentó lejos tanto de Jeremy como de mí, y no habló mucho con nadie. Tampoco dijo nada cuando fuimos juntos a clase de Biología, pero, como de costumbre, vino a sentarse al borde de mi mesa de laboratorio. Como siempre, era consciente de que Edythe se sentaba lo bastante cerca para tocarla, y tan distante como si fuera una mera invención de mi imaginación.
—Bueno —dijo McKayla, mirando al suelo—, Jeremy me ha dicho que no vas a los bailes.
—Sí, así es.
Entonces me miró con expresión dolida y un poco molesta. Ni siquiera le había dicho que no, y ya me sentía culpable.
—Ah —respondió—. Pensaba que igual se lo estaba inventando.
—Pues…, lo siento, pero no. ¿Por qué se iba a inventar esa historia?
Ella frunció el ceño.
—Creo que quiere que le pida ser mi pareja.
Forcé una sonrisa.
—Deberías. Jeremy es estupendo.
Ella se encogió de hombros.
—Sí, supongo —entonces, inspiró hondo y me miró a los ojos con una fugaz y nerviosa sonrisa—. ¿Eso de que no bailas cambiaría si yo te lo pidiera?
Con el rabillo del ojo percibí que la cabeza de Edythe se inclinaba repentinamente en dirección a mí. Como si ella también estuviera esperando mi respuesta.
Tardé en responder un poco más de lo que hubiera debido. Me seguía sintiendo culpable, pero en realidad estaba más bien distraído. ¿Estaba Edythe escuchando?
—Eh, no, lo siento.
El rostro de McKayla se descompuso.
—¿Y cambiaría si te lo pidiera otra persona?
¿Se habría percatado Edythe de cómo los ojos de McKayla se habían movido hacia ella?
—No. De todas maneras, da igual. Ese día voy a estar en Seattle —necesitaba salir de la ciudad, y la fecha perfecta para hacerlo era dentro de dos sábados.
—¿Tiene que ser precisamente ese fin de semana? —preguntó McKayla.
—Sí. Pero no te preocupes por mí. Deberías ir con Jeremy. Es mucho más divertido que yo.
—Sí, supongo —masculló, y, abatida, se dio la vuelta para volver a su asiento.
Observé cómo hundía los hombros y me sentí fatal. Cerré los ojos y me froté las sienes con los dedos en un intento de desterrar de mi mente la alicaída postura de McKayla. La profesora Banner empezó a hablar. Suspiré y abrí los ojos.
Edythe me miraba sin disimulo, aquel habitual punto de frustración de sus ojos negros era ahora aún más perceptible.
Le devolví la mirada, esperando que ella apartara la suya. No lo hizo. Sus ojos permanecieron clavados en los míos, como si estuviera tratando de hallar algo muy importante en su interior. Yo seguí mirándola, completamente incapaz de romper la conexión ni aunque hubiera querido. Me comenzaron a temblar las manos.
—¿Señorita Cullen? —la llamó la profesora, que aguardaba la respuesta a una pregunta que yo no había escuchado.
—El ciclo de Krebs —respondió Edythe; parecía reticente mientras se volvía para mirar a la señora Banner.
Agaché la cabeza, fingiendo mirar el libro, en cuanto los ojos de Edythe me liberaron. Me sorprendió el torrente de emociones que palpitaba en mi interior, y solo porque había tenido a bien mirarme por primera vez en seis semanas. No era normal. Era patético; más que patético, era enfermizo.
Intenté ignorarla con todas mis fuerzas durante el resto de la hora y, dado que era imposible, que al menos no supiera que estaba pendiente de ella. Me volví de espaldas a ella para colocar mis libros cuando al fin sonó la campana, esperando que, como de costumbre, se marchara de inmediato.
—¿Beau?
Su voz no debería resultarme tan familiar, como si la llevara escuchando toda la vida en vez de una hora de vez en cuando desde hacía unas pocas semanas.
Me volví lentamente hacia ella, tratando de no sentir lo que sabía que iba a sentir cuando contemplase aquel rostro tan perfecto. Tenía una expresión cauta cuando al fin me giré hacia ella. La suya era inescrutable. No dijo nada.
—¿Sí? —pregunté.
Ella se limitó a mirarme.
—Entonces… ¿Otra vez vuelves a no hablarme?
—No, en realidad no —dijo, pero sus labios se curvaron en una sonrisa, y sus hoyuelos destellaron.
—De acuerdo… —aparté la mirada, la dirigí hacia mis manos y luego hacia la pizarra. Era difícil concentrarse cuando la miraba, y aquella conversación no tenía demasiado sentido.
—Lo siento —dijo, y en su voz no había atisbo de burla—. Estoy siendo muy grosera, lo sé, pero de verdad que es mejor así.
Volví a mirarla. Su rostro estaba muy serio.
—No sé qué quieres decir.
—Es mejor que no seamos amigos —me explicó—, confía en mí.
Entorné los ojos. Había oído eso antes.
Parecía sorprendida por mi reacción.
—¿Qué estás pensando? —me preguntó.
—Supongo que… es una lástima que no lo descubrieras antes. Te podías haber ahorrado todo ese pesar.
—¿Pesar? —mi respuesta la pilló con la guardia baja, sin duda—. Pesar ¿por qué?
—Por no dejar que la furgoneta de Taylor me atropellara cuando tuvo oportunidad.
Parecía completamente perpleja. Se me quedó mirando un minuto, con los ojos como platos, y casi parecía enfadada cuando al fin habló:
—¿Crees que me arrepiento de haberte salvado la vida? —pronunció aquellas palabras en voz baja, apenas alzando la voz, pero de un modo muy intenso.
Lancé una miradita rápida a la parte delantera del aula, donde aún quedaban un par de alumnos. Pillé a uno mirándonos. Apartó la mirada y yo me volví hacia Edythe.
—Sí —respondí, en voz igual de baja—. ¿Qué otra explicación hay? Parece bastante evidente.
Hizo un sonido extrañísimo: exhaló a través de los dientes que sonó como el siseo de una serpiente. Todavía parecía enfadada.
—Eres un imbécil —me dijo.
Bueno, había llegado a mi límite.
Ya era bastante malo estar obsesionado con esa chica, pensar en ella constantemente y soñar con ella cada noche. No tenía por qué estar allí sentado como el imbécil que pensaba que era y quedarme mirándola mientras me insultaba. Cogí mis libros y me incorporé de la silla como impulsado por un resorte, consciente en todo momento de que tenía razón: era un imbécil, porque quería quedarme aunque sabía que lo único que iba a escuchar eran más insultos por su parte. Tenía que salir del aula lo antes posible así que, como no podía ser de otra manera, me tropecé en el umbral y me medio caí a través de la puerta, desperdigando mis libros por todo el pavimento. Me quedé un segundo de pie con los ojos cerrados, considerando la posibilidad de dejarlos donde estaban. Entonces, suspiré y me agaché a recogerlos.
Edythe estaba allí; y ya los había apilado en un montón, que me tendió.
Los recibí sin mirarla realmente.
—Gracias —musité.
—De nada —respondió ella. Aún parecía molesta.
Me enderecé y corrí a clase de Educación Física sin mirar atrás.
La hora de gimnasia no mejoró mi día. Cambiamos de deporte, jugamos a baloncesto. El primer día, aunque todos me habían visto jugar al voleibol, el resto de alumnos pensó que se me debía de dar bien. No tardaron mucho en descubrir la verdad. Ahora nunca me pasaban, lo que estaba bien, pero, con lo mucho que había que correr, me las apañaba para provocar unos cuantos accidentes en cada partido. En lo único que podía pensar era en Edythe.
Como siempre, cuando nos dieron libertad para salir fue un alivio. Me moría de ganas de estar dentro de mi camioneta, a solas. El vehículo estaba en un estado bastante decente, considerando las circunstancias. Había tenido que sustituir las luces traseras, pero nada más. Los padres de Taylor habían tenido que vender la furgoneta por piezas.
Al doblar la esquina, estuvo a punto de darme un infarto. Alguien pequeño y delgado estaba reclinado contra un lateral del coche. Frené en seco y luego respiré hondo. Solo se trataba de Erica. Comencé a andar de nuevo.
—Hola, Erica —la saludé.
—Hola, Beau.
—¿Qué hay? —pregunté mientras abría la puerta. Bajé la mirada hacia la cerradura y busqué a tientas las llaves. Parecía muy incómoda.
—Me preguntaba… si querrías venir al baile conmigo.
Introduje con cuidado la llave.
—Lo siento, Erica, no voy a ir al baile.
Entonces, tuve que mirarla. Estaba cabizbaja, y la melena negra le ocultaba los ojos.
—Ah, bueno.
—No voy a ir porque voy a estar en Seattle —me apresuré a decir en un intento de hacerle sentir mejor—. Es el único día que puedo ir. Así que, bueno, ya sabes. Espero que te diviertas y eso.
Me devolvió la mirada por detrás del pelo.
—De acuerdo —repitió, con voz ligeramente más alegre—. Quizá la próxima vez.
—Claro —acepté, y me arrepentí inmediatamente. No quería que se lo tomara al pie de la letra.
—Nos vemos —me dijo por encima del hombro. Ya estaba escapando. Me despedí con la mano, pero no me vio.
Oí una débil risita.
Edythe pasó andando delante de mi coche, con la vista al frente y unos labios en los que no asomaba ni la sombra de una sonrisa.
Me quedé de piedra durante un segundo. No estaba preparado para estar tan cerca de ella. Me había acostumbrado a prepararme mentalmente antes de Biología, pero aquello era una situación imprevista. Siguió caminando. Abrí la puerta con un brusco tirón, trepé al interior y la cerré detrás de mí con un poco más de fuerza de la necesaria. Aceleré el motor en punto muerto de forma ensordecedora y salí marcha atrás hacia el pasillo. Edythe ya estaba en su automóvil, a dos coches de distancia, deslizándose con suavidad delante de mí, cortándome el paso. Supuse que se había detenido ahí para esperar a su familia. Pude ver a los cuatro tomar aquella dirección, aunque todavía estaban en la otra punta, en la cafetería. Miré por el espejo retrovisor. Comenzaba a formarse una cola. Inmediatamente detrás de mí, Taylor Crowley me saludaba con la mano desde su recién adquirido Sentra de segunda mano. Agaché la cabeza e hice como si no la estuviera viendo.
Oí a alguien llamar con los nudillos en el cristal de la ventana del copiloto mientras permanecía allí sentado, esforzándome con todo mi ser en mirar a cualquier parte excepto a la conductora que tenía delante. Era Taylor. Confuso, volví a mirar por el retrovisor. Su Sentra seguía en marcha, con la puerta izquierda abierta. Me incliné dentro de la cabina para bajar la ventanilla. Estaba helado hasta el tuétano. Abrí el cristal hasta la mitad y me detuve.
—Lo siento, Taylor. No me puedo mover. Estoy atascado —señalé al Volvo. Estaba claro que no podía hacer nada.
—Oh, lo sé. Solo quería preguntarte algo mientras estábamos aquí bloqueados.
Esbozó una amplia sonrisa.
Pero ¿qué pasaba en este instituto? ¿Era una especie de broma pesada? ¿Confundir al chico nuevo?
—¿Quieres venir al baile de primavera conmigo? —prosiguió.
—No voy a estar en el pueblo, Taylor.
Mi voz sonó un poquito cortante. Intenté recordar que no era culpa suya que McKayla y Erica ya hubieran colmado el vaso de mi paciencia por aquel día.
—Ya, eso me dijo McKayla —admitió.
—Entonces, ¿por qué…?
Se encogió de hombros.
—Tenía la esperanza de que fuera una forma de suavizarle las calabazas.
Vale, eso era totalmente culpa suya.
—Lo siento, Taylor —repliqué, y no me sentí ni la mitad de mal de lo que lo había hecho con McKayla y Erica—. No voy a ir al baile.
—Está bien —dijo sin inmutarse—. Aún nos queda el baile de fin de curso.
Caminó de vuelta a su coche antes de que pudiera decir nada. Notaba las manchas rojas expandiéndose por toda mi cara. Justo delante de mí, Archie, Royal, Eleanor y Jessamine se dirigían al Volvo. Pude ver los ojos de Edythe clavados en mí por el espejo retrovisor. Tenía arruguitas alrededor de las comisuras, y le temblaban los hombros de la risa. Era como si hubiera escuchado todo lo que había dicho Taylor y mi reacción de bochorno le pareciera desternillante. Aceleré el motor en punto muerto, preguntándome qué destrozos podría hacerles al Volvo y al coche negro que había a su lado si me abría paso a la fuerza para escapar de allí. Estaba bastante seguro de que mi camioneta saldría victoriosa de esa batalla.
Pero ya habían entrado los cuatro y Edythe se alejaba a toda velocidad con su silencioso motor.
Intenté concentrarme en otra cosa —cualquier otra cosa— mientras regresaba conduciendo a casa. ¿Le pediría McKayla a Jeremy que fuera con ella al baile? ¿Me echaría a mí la culpa si no lo hacía? ¿Taylor habría dicho en serio lo del baile de graduación? ¿Qué excusa me podría inventar en ese caso? Quizá podría organizar un viaje para visitar a mi madre, o quizá podría venir ella a verme. ¿Qué iba a preparar de cena? Hacía bastante que no comíamos pollo.
Pero, cada vez que daba respuesta a una de mis preguntas, mi mente volvía a Edythe.
Cuando llegué a casa, se me habían acabado las preguntas, así que desistí de intentar pensar en otra cosa. Decidí hacer enchiladas de pollo para cenar, porque eso me mantendría ocupado un rato y no tenía demasiados deberes que hacer. Pensaba que también me obligaría a mantenerme concentrado en picar: el pollo, los pimientos, la cebolla. Sin embargo, estuve todo el tiempo reviviendo mentalmente la clase de Biología, tratando de analizar cada palabra que me había dicho. ¿A qué se refería con que era mejor que no fuéramos amigos? Sentí un retortijón en el estómago cuando comprendí el significado. Debía de haber visto cuánto me obsesionaba con ella: la verdad es que no me estaba esforzando por ocultarlo, precisamente. No quería darme esperanzas, por lo que no podíamos siquiera ser amigos…, porque no quería herir mis sentimientos como yo había herido los de McKayla y Erica (Taylor parecía haber reaccionado bien). Edythe quería evitar sentir esa culpabilidad. Porque no estaba en absoluto interesada en mí.
Lo que, por supuesto, tenía muchísimo sentido, ya que yo no era ni un poquito interesante.
Me empezaron a escocer los ojos por culpa de las cebollas. Cogí una bayeta, la coloqué debajo del chorro del grifo y me froté los ojos con ella. La verdad es que no sirvió de mucho.
Yo era una persona aburrida: era algo de lo que era consciente. Y Edythe era todo lo opuesto al aburrimiento. No tenía nada que ver con su secreto, fuera cual fuera, si es que yo aún recordaba con claridad algo de aquel disparatado momento. Llegados a aquel punto, ya casi me creía la historia que le había contado a todo el mundo. Tenía mucho más sentido que lo que pensaba que había visto.
Pero Edythe no necesitaba un secreto para jugar en una liga diferente a la mía. Porque, además, era inteligente, y misteriosa y preciosa y absolutamente perfecta. Si de verdad era capaz de levantar una camioneta entera ella sola con una mano, era un dato insignificante. De todas maneras, ella era una fantasía y yo el tipo de realidad más mundana que te puedas encontrar.
Y estaba bien así. Podía dejarla tranquila. La dejaría sola. Soportaría la sentencia que me había impuesto a mí mismo aquí, en el purgatorio; luego, si Dios quería, alguna universidad del sudeste, o tal vez Hawái, me ofrecería una beca. Concentré la mente en playas soleadas y palmeras mientras terminaba la cena.
Charlie parecía receloso cuando percibió el aroma a pimientos verdes al llegar a casa, pero sucumbió al primer bocado. Me producía una sensación extraña, a la par que agradable, comprobar cómo empezaba a confiar en mí en los asuntos culinarios.
Cuando estaba a punto de acabar, le pregunté:
—¿Papá?
—¿Sí?
—Esto… Quería que supieras que voy a ir a Seattle el sábado de la semana que viene…, solo a pasar el día —no quería pedirle permiso, porque era sentar un mal precedente, pero me sentí maleducado, así que añadí—: Si te parece bien.
—¿Por qué?
Parecía sorprendido, como si fuera incapaz de imaginar un motivo por el que alguien quisiera salir de los límites de Forks.
—Bueno, quiero conseguir algunos libros porque la librería local es bastante pequeña, y tal vez mire algo de ropa de abrigo.
Tenía un poco de dinero de sobra, ya que no había tenido que pagar el coche gracias a Charlie, aunque la camioneta requería un presupuesto de gasolina mayor del que había esperado, y la ropa de invierno que había comprado en Phoenix parecía diseñada para gente que nunca había vivido en temperaturas inferiores a los veinte grados centígrados, pero que sabía de oídas que ese tipo de clima existía.
—Lo más probable es que la camioneta consuma mucha gasolina —apuntó, haciéndose eco de mis pensamientos.
—Lo sé. Pararé en Montessano y Olympia, y en Tacoma si fuera necesario.
—¿Vas a ir tú solo?
—Sí.
—Seattle es una ciudad muy grande, te podrías perder —me advirtió.
—Papá, Phoenix es cinco veces más grande que Seattle y sé leer un mapa, no te preocupes.
—¿No quieres que te acompañe?
Me pregunté si realmente se preocupaba por mí, o si simplemente acababa de reparar en que dejarme solo tantos sábados seguidos era una negligencia por su parte. Lo más probable es que estuviera preocupado. Estaba seguro de que en su mente me seguía viendo como un niño de cinco años la mayor parte del tiempo.
—No te preocupes, no va a ser muy interesante.
—¿Estarás de vuelta a tiempo para el baile?
Me quedé mirándolo hasta que lo captó.
No le costó mucho.
—Ah, vale —no había sido de mi madre de quien había heredado mis problemas de equilibrio.
A la mañana siguiente, en el instituto, aparqué lo más lejos que pude del resplandeciente Volvo plateado. Quería mantener las distancias. No volvería a fijarme en ella. De ahí en adelante, no tendría de qué quejarse.
Cuando cerré la puerta de la camioneta de un portazo, se me cayeron las llaves, que salpicaron en un charco cercano. Mientras me agachaba para recogerlas, surgió de repente una mano nívea y las tomó antes que yo. Me erguí bruscamente y a punto estuve de chocar mi cabeza con la suya. Edythe Cullen estaba a mi lado, recostada como por casualidad contra mi automóvil.
—¿Cómo lo haces? —boqueé.
—¿Hacer qué?
Me tendió las llaves mientras hablaba y las dejó caer en la palma de mi mano cuando las fui a coger.
—Aparecer del aire.
—Beau, no es culpa mía que seas excepcionalmente despistado.
Su voz era apenas un murmullo aterciopelado y pausado, y sus labios reprimían una sonrisa. Como si le pareciera desternillante.
¿Cómo se suponía que iba a ignorarla si ella no me ignoraba a mí? Porque eso era lo que ella quería, ¿verdad? A mí, lejos de su larga melena cobriza. ¿No era eso lo que me había dicho el día anterior? No podíamos ser amigos. Entonces, ¿por qué estaba hablando conmigo? ¿Era una sádica? ¿Aquella era su idea de diversión: torturar a un pobre chico en el que nunca iba a mostrar interés?
Me quedé mirándola, frustrado. Hoy sus ojos volvían a relucir con un tono profundo y dorado como la miel. Mis pensamientos se tornaron confusos y tuve que bajar la mirada. Sus pies estaban a medio palmo de los míos, orientados hacia mí, inmóviles. Como si estuviera esperando una respuesta.
Pasé junto a ella, me encaminé hacia la escuela y dije la primera tontería que se me ocurrió:
—¿A qué vino taponarme el paso ayer noche? Se suponía que fingías que yo no existía.
—Eso fue culpa de Taylor —se rio con disimulo—. Se «moría» de ganas de tener una oportunidad contigo.
Parpadeé.
—¿Qué? —el enfado por el recuerdo del día anterior se manifestó en mi voz. No se me había ocurrido que Edythe y Taylor pudieran ser amigas. ¿Acaso le había pedido Taylor…? No parecía muy probable.
—No finjo que no existas —continuó, ignorando mi réplica.
Mis ojos se encontraron de nuevo con los suyos y traté de mantener la concentración, por muy dorados que parecieran o por mucho que sus largas pestañas batieran contra sus ojeras violeta claro.
—No sé qué quieres de mí —le dije.
Me enervaba que mis pensamientos parecieran explotar a través de mis labios cuando estaba cerca de ella, como si no tuviera ningún tipo de filtro. Nunca había hablado así con ninguna otra chica.
La media sonrisa divertida desapareció de sus labios y su rostro adoptó una actitud tensa.
—Nada —respondió demasiado deprisa, casi como si estuviera mintiendo.
—Entonces deberías haber dejado que la camioneta me quitara de en medio. Así habría sido más fácil.
Se me quedó mirando un segundo y, cuando respondió, su voz era fría:
—Beau, eres totalmente absurdo.
Debía de estar en lo cierto sobre lo de la tortura. Yo no era más que un pasatiempo en esta ciudad soporífera. Un blanco fácil.
Di una larga zancada y la dejé atrás.
—Espera —gritó, pero me obligué a mí mismo a seguir avanzando y no mirar atrás—. Lo siento. He sido descortés —dijo. No sabía muy bien cómo podía haberme alcanzado y mantenerme el ritmo, ya que mis piernas debían de ser probablemente el doble de largas que las suyas—. No estoy diciendo que no sea cierto, pero, de todos modos, no ha sido de buena educación expresarlo en voz alta.
—¿Por qué no me dejas solo? —refunfuñé.
—Quería pedirte algo, pero me desviaste del tema.
Suspiré y aminoré el paso, aunque no parecía que a ella le costara demasiado seguir mi ritmo.
—Vale —menudo inocente estaba hecho—. ¿Qué quieres?
—Me preguntaba si el sábado de la próxima semana, ya sabes, el día del baile de primavera…
Me detuve y agaché la cabeza para mirarla.
—¿Intentas ser graciosa?
Se me quedó mirando, aparentemente indolente ante la llovizna que caía sobre nosotros. Parecía que no llevaba ni una gota de maquillaje, ya que no tenía ni una mancha, ni nada corrido, en el rostro. Por supuesto, su cara poseía aquella perfección por naturaleza. Durante un segundo, sentí verdadero enfado: enfado porque tuviera que ser tan hermosa. Enfado porque su hermosura la hiciera cruel. Enfado por ser el objeto de su crueldad y, a pesar de saberlo, de seguir siendo incapaz de apartarme de ella.
La expresión divertida había vuelto a su rostro, y la sombra de sus hoyuelos planeaba sobre sus mejillas.
—Por favor, ¿vas a dejarme terminar? —preguntó.
Aléjate, me dije.
No me moví.
—Te he escuchado decir que vas a ir a Seattle ese día y me preguntaba si querrías dar un paseo.
Aquello no era lo que estaba esperando.
—¿Eh?
—¿Quieres dar un paseo hasta Seattle?
No sabía cómo iba a terminar aquella tomadura de pelo.
—¿Con quién?
—Conmigo, obviamente —articuló cada sílaba como si estuviera hablando con alguien que no entendiera bien su idioma.
—¿Por qué?
¿Dónde estaba el truco?
—Planeaba ir a Seattle en las próximas semanas y, para ser honesta, no estoy segura de que tu camioneta lo pueda conseguir.
Por fin fui capaz de volver a ponerme en marcha, molesto por el insulto que le acababa de dedicar a mi camioneta.
—Ríete de mí todo lo que quieras, pero a mi camioneta déjala en paz.
De nuevo, me siguió el paso con facilidad.
—¿Por qué piensas que me estoy riendo de ti? —me preguntó—. Lo de la invitación va en serio.
—Mi coche va perfectamente, muchísimas gracias por tu preocupación.
—¿Puede llegar gastando un solo depósito de gasolina?
Antes de tener la camioneta, nunca me habían interesado los coches ni lo más mínimo, pero empezaba a notar cómo iba generándose en mi interior cierto prejuicio hacia los Volvos.
—No veo que sea de tu incumbencia.
—El despilfarro de recursos limitados es asunto de todos —dijo con retintín.
—De verdad, Edythe, no te sigo —me recorrió un escalofrío al pronunciar su nombre; odié la sensación—. Creía que no querías ser amiga mía.
—Dije que sería mejor que no lo fuéramos, no que no lo deseara.
—Vaya, gracias, eso lo aclara todo —le repliqué con feroz sarcasmo. Me di cuenta de que había dejado de andar otra vez. Bajé la vista hacia su rostro empapado, limpio y perfecto, y mis pensamientos se frenaron en seco.
—Sería más… prudente para ti que no fueras mi amigo —explicó—, pero me he cansado de alejarme de ti, Beau.
Su rostro no delataba ni pizca de mofa. Sus ojos eran intensos, enarcados, las largas líneas de sus pestañas de un negro intenso contra su piel. Su voz poseía una extraña calidez. Me olvidé hasta de respirar.
—¿Me acompañarás a Seattle? —preguntó con voz todavía ardiente.
Aún era incapaz de hablar, por lo que solo asentí con la cabeza.
Una breve sonrisa recompuso su rostro y luego se volvió seria.
—Deberías alejarte de mí, de veras —me previno—. Te veré en clase.
Giró sobre sus talones y desanduvo rápidamente el camino que habíamos recorrido.