17
La canción de Carmen
El VC10 se niveló a 9.800 metros en algún lugar al este de Teherán, y continuó su suave avance hacia el norte, en dirección a Kazajistán, en el sur de la Unión Soviética. En otras circunstancias, pensó Bond, mientras contemplaba por la ventanilla los montes Elburz, hubiera sido un día perfecto para volar. Sosteniendo el trozo de cristal con las puntas de los dedos de la mano derecha, continuó la fricción contra la cuerda de su mano izquierda: con cuidado y, si tenía suerte, imperceptiblemente. Menos mal, siguió pensando, que quedaba espacio entre los asientos de primera clase. En clase económica, una pequeña vibración casi con seguridad hubiera sido percibida por el guardia del asiento del pasillo, a su izquierda.
Bond flexionó el cuerpo hacia el pasillo, bajó la cabeza y cerró los ojos, como si estuviera agotado por la prueba del desierto y aceptara el fin que le estaba destinado. Estimó que la distancia que faltaba para Zlatoúst-36 sería de algo menos de 2.500 kilómetros, según en qué punto exacto del desierto estuviera la guarida de Gorner. Sabía que el VC10 podía alcanzar una velocidad de crucero de 800 kilómetros por hora, una cifra sobre la que se había hecho buena publicidad en los debates políticos que rodearon el encargo del avión por el gobierno británico para la BOAC.
Dedujo que llevaban casi una hora en el aire, y si Scarlett no aparecía en los siguientes sesenta minutos, debería enfrentarse con una sola mano a cuatro hombres armados. A menos, claro, que pudiera hacer algo para conseguir la ayuda de Ken Mitchell en la cabina. Lo consideraba improbable. Mitchell parecía la clase de hombre cuya idea de la acción se reducía a hacer dieciocho hoyos en el campeonato mensual de Woking.
Bond torció la muñeca derecha, sintiendo la quemadura de la opresión de la cuerda, hasta que pudo comprobar hasta dónde había conseguido deshilachar el nailon. Por cortante que resultara el cristal del parabrisas del jeep, hasta el momento había causado escaso efecto.
No tenía idea de cuándo podrían llamarlo para que se hiciera cargo de los mandos. Cabía suponer que en algún momento tendrían que desatarle las muñecas para fingir que era él quien llevaba a cabo el ataque a Zlatoúst-36, pero para cuando estuviera en la cabina del piloto ya sería demasiado tarde. Necesitaba moverse antes.
Echó un vistazo al hombre que tenía al lado, que miraba hacia delante sin ver, e intensificó la fricción. Era su única oportunidad.
Cuando J. D. Silver hubo colgado el teléfono de la habitación 234, dijo a Darius y a Leiter que debía ir a su coche.
—No tardaré ni cinco minutos, pero vamos a recibir una llamada de respuesta de Langley, de modo que no utilicen el teléfono mientras estoy fuera, ¿entendido? Necesitamos mantener la línea libre.
—Cuente con ello —accedió Félix.
—Buen chico —replicó Silver, mientras salía y cerraba la puerta.
—Bien —dijo Darius—, supongo que podemos esperar una gran ola en el Caspio en algún momento de los próximos sesenta minutos.
—Sin duda. Silver comunica con Langley, que se lo pasa al Pentágono, luego un mensaje a la Fuerza Aérea y... adiós Ekranoplan.
—¿Y qué hay de ese avión? ¿Cree que podemos hacer algo?
—Bien, sabemos que probablemente va a atacar al mismo tiempo que el Ekranoplan, de modo que ahora mismo debe estar en el aire. También sabemos que todos los aviones de la Fuerza Aérea de Estados Unidos en cuyo radio de acción se halle están olisqueando el límite del espacio aéreo soviético. Más que eso, Darius...
—¿Nada?
Félix abrió los brazos.
—Hace tres días yo andaba buscando a una persona desaparecida en Los Ángeles. No puedo obrar milagros. Lo que realmente necesito es desayunar. ¿Hacen ustedes huevos estrellados o en su país sólo hay fruta?
—Seguro que saben hacer un huevo, pero no podemos telefonear abajo porque se nos ha dicho que mantengamos la línea libre a la espera de la llamada de Langley.
—Bien, supongo que podría bajar a la cocina y hacer el pedido. O podría freír los huevos yo mismo. Un tejano no va a trabajar con el estómago vacío.
—Es desesperante —dijo Darius—. Debería llamar a Babak para que pueda avisar por radio a Londres. Debería ponerlos al día. También necesitamos aviones de la RAF para el caso de que sus hombres no lo consigan. Doble precaución.
Se sentó a los pies de la cama, sacudiendo con gesto de frustración su pesada y hermosa cabeza.
A unos metros de distancia, Félix estaba sentado en una sillita de madera noble, y se pasaba las uñas de la mano izquierda por su cabello ralo.
Pasaron unos minutos contemplando el vacío y, ocasionalmente, mirándose a los ojos. Por fin Leiter dijo:
—¿Dónde demonio está Silver? Dijo que volvería a los cinco minutos. —Echó un vistazo al reloj—. Y ya han pasado diez.
Darius le dirigió una mirada penetrante y Félix desvió la suya.
Transcurrió otro minuto en silencio, y los ojos de Darius se fijaron en los de Félix. Era como si dos medios pensamientos se convirtieran en uno en el aire que había entre ellos.
—Tengo un presentimiento —dijo Félix.
—Sí —convino Darius—. ¿Desde cuándo Langley utiliza una línea telefónica para devolver una llamada?
—¡Oh, Dios mío!
En el mismo instante, ambos se lanzaron sobre el teléfono. Darius estaba más cerca y fue su mano la que levantó el cordón desconectado.
Félix lanzó un juramento en voz alta.
Darius ya estaba en la puerta.
—¡Hamid! —gritó en el pasillo—. ¡Vamonos!
No había tiempo de esperar el ascensor. Los tres hombres echaron a correr escaleras abajo con tanta rapidez como pudieron, con Félix retrasado, cojeando, y una vez en el exterior se dirigieron al Cadillac gris de Hamid.
Darius gritaba en farsi mientras montaban, y Hamid se apresuraba a poner el coche en marcha. Al tiempo que soltaba el embrague y dejaba una larga raya negra de goma en el paseo marítimo de Noshahr, Darius se volvió hacia Félix.
—Le he dicho que nos saque de la ciudad y nos lleve a una cabina telefónica aislada que vi. Voy a hablar con Teherán. Babak radiará a Londres en una longitud de onda segura, y ellos enviarán cualquier mensaje codificado que la RAF sea capaz de manejar. No creo que podamos ir vía Langley.
Félix volvió a jurar.
—Ese camino es bastante seguro dadas las circunstancias. No sé si Carmen está haciendo lo que le han dicho desde Washington o se ha metido en algún lío por su cuenta.
—De momento —dijo Darius—, eso realmente no importa. Lo que sabemos es que tenemos que arreglárnoslas solos. En cualquier caso, pronto podremos hacer averiguaciones sobre Silver. Alguien nos sigue.
Cuando Hamid dobló con un chirrido una esquina y se internó en una calle residencial de villas blancas bordeada de palmeras, Félix miró por la ventanilla trasera. Un Pontiac negro y polvoriento se les acercaba.
—Lo que nos faltaba —se lamentó Félix—. Yo sólo tengo esto. —Sacó un Colt M-1911 del interior de su chaqueta—. Certero hasta setenta metros, pero se resiente de la edad.
—Hágale una señal de advertencia —aconsejó Darius.
—Otra cosa —aclaró Félix levantando su gancho—. Ésta es mi mano para disparar.
Darius tomó el arma, rompió la ventanilla trasera e hizo un disparo contra el Pontiac negro, que dio un viraje brusco, avanzó con dificultad sobre el pavimento, pero luego recuperó la marcha normal.
—Allahu Akbar! —exclamó Hamid.
—Usted limítese a conducir, compañero —dijo Félix, arrastrándose hasta colocarse bajo la ventanilla trasera abierta—. ¿Es Carmen?
—No puedo verlo —respondió Darius—. ¡Más aprisa, Hamid! ¡Venga, venga, venga!
El Cadillac fue a parar a un mercadillo al aire libre donde una de las ruedas delanteras se enganchó en una carretilla rebosante de naranjas, que se desparramaron en cascada por la calle. Hamid apretó a fondo con el pie derecho y el gran coche avanzó rugiendo. Atravesaron un paso a nivel sin barreras y ascendieron a las bajas colinas situadas detrás de la ciudad.
Darius levantó la cabeza y miró por la ventanilla posterior. Sosteniendo cuidadosamente el Colt con ambas manos, disparó otra vez.
El parabrisas del Pontiac se hizo añicos, pero a través del cristal asomó rápidamente el cañón de un arma, al tiempo que se mostraba un rostro que revelaba la impaciencia de un terrier, con el cabello rojizo pegado a la frente.
—Es Carmen —dijo Félix—. Déle.
Darius disparó de nuevo, y la bala pasó silbando sobre el capó del coche de Silver.
—¿Cuántos tiros le quedan? —preguntó Darius.
—Siete más uno en la recámara —respondió Félix—. He gastado cinco.
—Debemos mantenerlos en reserva. Va a tener que cubrirme mientras hago esa llamada.
—Entonces sería mejor tratar de despistarlo.
Darius ladró una orden a Hamid, que giró el volante a la derecha, de tal manera que el coche patinó con un chirrido y torció en ángulo recto, levantando una enorme nube de polvo. Hamid le dijo algo a gritos a Darius, imponiéndose al ruido:
—Llegamos a la cabina —anunció Darius—. Está tratando de levantar más polvo. Agárrese.
Estaban fuera del asfalto, en un camino polvoriento en el que Hamid llevaba el coche de un lado a otro violentamente, de modo que podían oír los crujidos de la estructura de acero castigada por la fuerza de la gravedad, y el chirrido de los neumáticos al tratar de adherirse a la superficie. Pero el gran sedán estaba construido para mantener una marcha regular, no para hacer acrobacias, y mientras Hamid trataba de corregir el pesado subviraje, chocó con una roca blanca y el coche patinó de lado, giró bruscamente sobre sí mismo y quedó atravesado en el camino, volcado sobre las portezuelas.
Darius, con un corte en la cabeza, se encaramó a la portezuela trasera y arrastró tras él a Félix, que profirió una maldición mientras se deslizaba al suelo apoyándose en su pierna sana. Darius le pasó la pistola y luego echó a correr hacia el punto en que el camino confluía en la carretera asfaltada, y desde donde podía ver la solitaria cabina.
—Cúbrame —le gritó a Félix.
A través del remolino de polvo llegaba el ruido de un motor y luego apareció el Pontiac negro. Félix, parapetado en la barricada del humeante Cadillac, disparó directamente a través del parabrisas roto. El Pontiac frenó, efectuó un viraje brusco y se detuvo. Silver, con el hombro ensangrentado, se apeó y se apostó detrás del vehículo.
Félix sabía que sólo tenía que mantenerlo allí el tiempo suficiente para que Darius comunicara a Teherán las coordenadas. Pero ¿quién sabía el tiempo que eso podría llevar? ¿Cuál era la eficacia del servicio telefónico persa?
En la cabina, Darius hablaba con Babak.
—Escucha con atención. Transmite a Londres en catorce megaciclos. Hay un avión de pasajeros...
Félix, sosteniendo la pistola con la mano izquierda, buscaba con la mirada alguna señal de movimiento en el Pontiac. Le quedaban cuatro tiros y no quería desperdiciar uno solo. Si Silver estaba jugando al gato y el ratón, mejor para Félix, pero era improbable, pues Silver habría adivinado que él y Darius se disponían a establecer contacto con Londres.
Cerca de sus pies oyó un gruñido.
—¿Está usted bien, Hamid?
—Creo que sí. Tengo cortes en las manos, pero estoy bien.
—Quédese ahí abajo.
Una bala impactó en el lateral del Cadillac. Hamid empezó a rezar en voz alta. Lo que alarmó a Félix fue que la bala procedía de encima de ellos, de la carretera que discurría por arriba, donde se encontraba la cabina telefónica. De algún modo Silver se había deslizado desde detrás del Pontiac y trepado entre los arbustos.
Félix maldijo en voz alta y echó a correr con tanta rapidez como le permitía su pierna artificial.
—¿Lo tienes, Babak? —estaba diciendo Darius a través del teléfono—. Y el VC10. Buen chico, Babak. Ahora, lo antes posible que...
Pero Darius Alizadeh no pudo completar la frase, pues dos disparos de pistola le atravesaron el corazón. Su voluminoso cuerpo se dobló por las rodillas y cayó hacia delante, sobre el polvo de su tierra natal.
Félix llegó renqueando a lo alto de la colina, arrastrando su pierna. Llegó demasiado tarde para ver a Silver devolver la humeante pistola a su cinto, mientras se apostaba tras un arbusto.
Félix dejó escapar un grito cuando vio a Darius y el auricular balanceándose colgado de su cordón. Se inclinó junto al caído y aplicó el oído a su pecho. Aún respiraba y abrió los ojos.
—He podido comunicar —dijo—. Con Babak. Le he dicho todo lo que sabemos.
Cerró los ojos mientras Félix le levantaba la cabeza y lo acunaba con su brazo sano.
—J. D. Silver —dijo Darius débilmente, y un esbozo de sonrisa pasó por su rostro— no es lo que mi padre llamaba un «ciudadano de la eternidad».
—A diferencia de usted, amigo mío —replicó Félix—. No. JD es lo que mi padre llamaba un hijo de puta.
Mientras el cuerpo de Darius perdía fuerzas, Félix oyó montar una pistola.
—No se mueva, Leiter.
Silver hizo su aparición, sosteniendo el arma con ambas manos.
—Levante las manos. Usted no tiene por qué morir. Puede regresar a sus líos matrimoniales y a sus chicas desaparecidas. Basta con que haga lo que le digo. Colóquese las manos en la cabeza.
—¿Para quién trabaja?
—Para los mismos que usted. He recibido nuevas órdenes. Queremos a los británicos en Vietnam. Necesitamos algo de ayuda. Y si esto sirve... Un pequeño recuerdo de los rusos...
—Está loco.
—Cállese —ordenó Silver, empezando a cachearlo, deteniéndose cuando llegó al Colt que Félix llevaba al cinto.
—Vaya antigualla —dijo, sacándolo y echándoselo al bolsillo de la chaqueta—. Ahora póngase boca abajo. Con la cara contra el suelo.
Félix hizo lo que el otro le decía.
—¿Les ha dicho a los de Langley lo del maldito avión? ¿El avión de pasajeros lleno de explosivos?
—Yo no sé si está lleno de explosivos —replicó Silver—. Ni usted tampoco.
—¿Y qué demonio cree que lleva a bordo? ¿Juguetes para los niños?
—Les digo todo lo que sé. Ellos deciden qué hacer. Cuando vienen mal dadas, Leiter, el que hace la llamada es el de la Casa Blanca. Él es quien tiene la visión de conjunto. Si Rusia recibe un golpe, puede vivir con eso. Si lo recibe Londres..., la cosa ya no va tan bien. Pero si con eso los británicos dejan de estar al margen y se meten en Vietnam y se toman esta guerra en serio, eh, eso es táctica. De vez en cuando uno encaja un puñetazo. Y si eso ayuda a ganar el combate, vale la pena. Leiter se incorporó sobre el codo. —Pero si usted no les da a conocer todos los detalles que necesitan...
Mientras hablaba vio una sombra en el suelo polvoriento, detrás de los mocasines negros baratos de J. D. Silver. El entrenamiento de Félix en la CIA, muchos años antes pero profundamente enraizado en sus reflejos, detuvo en él cualquier reacción. Pero sabía que necesitaba seguir hablando.
—No creo que me esté diciendo toda la verdad, Carmen. Desde luego que queremos a los británicos en Vietnam; desde luego que, según creo, esos tipos del Departamento de Estado aceptarían un ataque pequeño si creyeran que a largo plazo iba a ayudarnos. Pero no éste. Éste es de los gordos. Gordísimo. ¿Sabe lo que creo, Carmen? Creo que alguien anduvo contando cuentos sobre usted. Usted y sus carmen. Creo que lo tienen agarrado y le hacen chantaje. Y creo que alguien de la Unión Soviética tuvo unas palabritas con usted, amigo mío, y...
Silver lanzó un grito de ira y levantó su arma para disparar a la cabeza a Félix, pero antes de que pudiera apretar el gatillo, parte del contenido de su propia cabeza le salió por la nariz, cuando Hamid estrelló una pesada piedra blanca contra su cráneo, con un crujido que provocó eco en los alrededores, al pie de las colinas de Noshahr.
Félix se puso en pie de un salto y apoyó su brazo sano en el hombro de Hamid.
—Gracias, Hamid.
—Allahu Akbar.
Félix necesitó un momento para recuperar el resuello.
—Sí, creo que esa frase es de lo más acertada, Hamid. Ahora llevemos al señor Alizadeh a casa.
Bond calculó que llevaban casi tres horas de vuelo. Podía ver a la clara luz del sol que se hallaban sobre los Urales.
—¿Puedo hablar con el piloto? —preguntó al guardia sentado junto al pasillo.
El hombre negó con la cabeza. Bond pensó que probablemente no hablaba inglés.
—Dígale a Massoud que venga.
El hombre negó de nuevo.
—Necesito saber cómo funciona este avión —dijo Bond—. ¿Quiere decirle a Massoud que venga?
El guardia dirigió unos ruidos guturales al hombre que ocupaba el asiento enfrente de él, y este guardia, que llevaba una gorra de los Chicago Bears, se puso en pie desganadamente y echó a andar. Un minuto más tarde regresó, pero sin Massoud y acompañado por Ken Mitchell.
—Lo quieren ahora en la cabina —dijo Mitchell—. No haga ninguna tontería.
—¿Quién está pilotando esta cosa en este momento? —preguntó Bond.
—Está conectado el piloto automático. Usted no tiene que hacer nada. Nada hasta que estemos cerca. Entonces debemos perder altura.
—Creo que ya es hora de que lo sepa —dijo Bond—. En la bodega de este avión hay una gran carga explosiva. Vamos a lanzarla sobre Zlatoúst-36, el mayor arsenal nuclear soviético.
—¡Santo Dios! —exclamó Mitchell, desplomándose hacia delante, contra el asiento que tenía enfrente.
—Ahora, Ken —continuó Bond—, ¿sigue queriendo que yo no haga ninguna tontería?
El guardia que se hallaba junto a Bond le propinó un revés en la boca.
—No hable.
—¿Qué está pasando? —preguntó Massoud, que avanzaba por el pasillo procedente de la ahora vacía cabina.
Sacó del cinto un Colt 45. Con un gran poder de disuasión, pensó Bond, pero peligroso a aquella altura.
—Levántese —ordenó Massoud, apuntando el arma a la cabeza de Bond.
—No me puedo mover.
—¡Levántese! —gritó Massoud.
Se inclinó por encima del guardia y agarró a Bond por la garganta. Éste pudo comprender cómo aquel matón había controlado la protección y la extorsión de un bazar entero. El guardia soltó el cinturón de Bond, que mantuvo las manos atadas a la espalda, sosteniendo entre ellas la cuerda recién cortada.
Permitió que Massoud lo hiciera pasar sin miramientos sobre el guardia sentado junto al pasillo, pero cuando su mano rozó el cuello del hombre, Bond soltó las cuerdas rotas y le hundió con todas sus fuerzas el trozo de cristal en la yugular. La sangre salpicó el asiento de enfrente al tiempo que el herido gritaba. Cuando caía hacia delante, Bond se apoderó del arma que llevaba en la funda y, girando enérgicamente sobre el talón, golpeó con la culata el rostro de Massoud. Éste cayó atravesado en la vacía fila de asientos de enfrente, momentáneamente aturdido, mientras Bond se arrojaba al suelo del pasillo.
En el mismo momento, se oyó la explosión, ampliada, de una pistola soviética, y Bond vio volar la cara del guardia del asiento de enfrente cuando la bala penetró en su cabeza por debajo de la órbita. La gorra de los Chicago Bears salió disparada diez hileras de asientos más allá.
Desde el suelo, Bond volvió la mirada al pasillo. A medio camino de la clase económica, con los pies plantados en el suelo y una Makárov semiautomática de nueve milímetros sostenida en el ápice del triángulo formado por ambas manos juntas, con su largo cabello enteramente recogido bajo la gorra, se hallaba una mujer con un uniforme de azafata de la BOAC nuevo y planchado.
El guardia de la fila situada detrás de la de Bond se asomó al pasillo y disparó contra Scarlett. Al hacerlo presentó un blanco sencillo a Bond, que abrió fuego desde el suelo con la Luger que le había arrebatado a su vecino. El cuerpo del hombre cayó atravesado sobre los asientos.
Mientras tanto, Massoud se había recobrado y luchaba por ponerse en pie. Scarlett lo vio acercarse y disparó de nuevo su Makárov mientras Bond se lanzaba contra los tobillos de Massoud. Estaba encima de él en el angosto espacio para las piernas de la fila de enfrente. Rodeó con las manos el cuello de Massoud, pero se vio rechazado al otro lado del pasillo, al tiempo que el gran Colt de Massoud efectuaba un disparo.
La bala atravesó la ventanilla de Perspex reforzado, junto al guardia al que Bond acababa de abatir. La inmediata descompresión succionó el cadáver hacia el pequeño orificio irregular, donde por el momento se convirtió en un efectivo tapón. Mitchell gritó:
—¡Dejen de disparar! ¡Algo ha jodido el maldito piloto automático!
El gran avión nuevo, tan poderoso y suave en su vuelo hasta entonces, de repente dio un bandazo, cayó unos treinta metros, se detuvo como si hubiera topado con un suelo sólido, transmitiendo un estremecimiento a cada remache de su estructura, y luego emitió un rugido e inició el picado.
Bond, Massoud y Scarlett cayeron al suelo.—;Vaya a la cabina, Ken! —le gritó Bond—. ¡Por el amor de Dios, estamos cayendo!
El rostro de Bond estaba empapado de la sangre de la yugular del hombre al que le había producido el corte, mientras que todo en derredor, por los asientos de primera clase, se desparramaban el rojo cerebro y los músculos de los otros dos bandidos. Bond gritaba y profería juramentos dirigidos a Ken Mitchell, pero éste parecía paralizado por el pánico y se limitaba a agarrarse al borde de uno de los asientos. Bond se arrastró y apoyó con brusquedad el cañón de su arma en la oreja de Mitchell.
—Si no vuelve ahora mismo a la cabina, le vuelo los sesos. ¡Vamos! ¡Vamos!
Mitchell empezó a deslizarse y a resbalar por el pasillo ensangrentado y en pendiente. Bond podía ver su rostro bañado en lágrimas.
—¡Vaya para allá! —gruñó Bond.
Massoud consiguió encontrar un punto de apoyo para el pie, lo que le permitió disparar contra Bond, pero la sacudida de la turbulencia, mientras el avión continuaba el descenso en picado, hizo que la bala diera en el techo.
Más atrás en el avión, Scarlett había encontrado un agarradero en la pata de un asiento. Pero era evidente que no tenía una visión clara de Massoud y se reservaba los tiros.
Mitchell se tambaleaba en dirección a la cabina, mientras los otros tres se aferraban a los lados de los asientos. Bond podía ver las piernas de Massoud unas cinco filas más atrás, pero dudó si disparar por si, aun con su Luger de potencia reducida, causaba mayor descompresión.
Lo siguiente de lo que tuvo conciencia fue de que el avión sufrió otra gigantesca sacudida y continuó descendiendo. Mitchell chocó con la mampara y cayó al suelo. Scarlett chilló y Bond vio su cuerpo deslizándose por el pasillo. Massoud la agarró cuando pasó junto a él y la sujetó por un brazo. Bond vio que la arrastraba hacia su fila de asientos, con el brazo rodeándole la garganta. Scarlett había perdido su arma.
De algún modo, en el avión que daba bandazos y se precipitaba en picado, Massoud había logrado ponerse de rodillas, arrastrando consigo a Scarlett, a la que utilizaba como escudo. Bond pensó que tenía una fuerza extraordinaria. Era como un troglodita arrastrando a su mujer por los pelos, abriéndose paso con ella y agarrándose con la mano libre en dirección a la proa del avión. Cuando pasó junto a Bond, sus ojos se encontraron, y Bond vio el cañón del arma contra la oreja de Scarlett. Sobraban las palabras. Una vez Massoud pisó la sangre, pudo prácticamente deslizarse hasta la cabina, donde ocupó el asiento vacío del piloto.
El avión se niveló y Bond observó el desastre. La ventanilla agujereada continuaba ocasionando la descompresión, y resultaba difícil avanzar en contra de la fuerza succionadora. Algunos asientos se habían soltado del suelo, y Bond supo que si el cadáver del guardia sucumbía finalmente a la presión y atravesaba el Perspex, la situación empeoraría de forma dramática.
Mitchell parecía inconsciente, y su cuerpo yacía allá donde había caído, atravesado en el pasillo a escasa distancia de la cabina.
Bond avanzó, pasó por encima de Mitchell y abrió la puerta. Scarlett se sentaba ante los mandos, con el arma de Massoud apoyada en su cabeza.
Massoud dirigió a Bond una mirada tranquila.
—Suelte su arma o la mato.
—No puede arriesgarse a abrir fuego otra vez —replicó Bond—. No con ese cacharro tan grande.
Massoud bajó el brazo y presionó con fuerza la tráquea de Scarlett.
—Esto es lo que hago en el bazar con los mercaderes que no pagan. No necesito disparar.
—Muy bien, muy bien.
—Siéntese. —Massoud señaló el asiento del copiloto—. Déme su arma.
Bond vio los grandes y aterrorizados ojos de Scarlett suplicándole en silencio, e hizo lo que se le decía.
Massoud lanzó una rápida ojeada a un mapa que tomó de la consola central, y otra mirada más cuidadosa a la profusión de indicadores que había frente a Scarlett.
—Seis minutos —dijo—. Haga descender el avión.
Demostró a Scarlett cómo: cuando movió hacia delante la palanca de control, el avión perdió altura. Junto a él, bajo su mano derecha, estaba el interruptor que habían instalado los ingenieros de Gorner. Estaba conectado con el compartimiento de las bombas y con el mecanismo de apertura de las compuertas, en la bodega debidamente adaptada. Massoud lo accionaba con impaciencia.
En el mismo momento, el Ekranoplan estaba repostando de un buque cisterna en un punto previsto frente al fuerte Shevchenko, en la punta más occidental de Kazajistán.
El objetivo era, pues, estático para los pilotos de los tres Vulcan B.28 de la RAF que se aproximaban a 1.500 metros de altitud y a una velocidad inmediatamente por debajo de la del sonido, y que mantenían desde que despegaron de su base secreta en el Golfo. Partieron cumpliendo una orden de emergencia, codificada, procedente de Northolt y que se basaba en otra información suministrada desde una cabina telefónica de Noshahr, vía Teherán y Regent's Park.
Uno de los aviones iba equipado con un misil Blue Steel, una bomba ofensiva propulsada por un cohete y armada con una ojiva Red Snow, de 1,1 megatones. Los otros dos iban cargados con 9.500 kilos de bombas convencionales.
El avión con armamento nuclear tenía instrucciones de atacar sólo si los dos primeros no tenían éxito, y estaba a una distancia de unos 30 kilómetros. Cuando los pilotos británicos se aproximaron para el ataque, las radios crepitaron anticipadamente. Empezaron la operación con los dos Vulcan que iban en vanguardia efectuando un ataque clásico, soltando diez bombas cada uno en una pasada larga y oscilante.
El mar en torno al Ekranoplan se levantó formando altas paredes de agua salada que inundaron el buque cisterna y la propia nave híbrida, la cual recibió un impacto que alcanzó el límite de su resistencia. Pero permaneció intacta cuando los bombarderos se elevaron al sol, reagrupados.
Ninguno de los pilotos estaba entrenado para una segunda pasada, pues la velocidad lenta del avión lo hacía vulnerable a la antiaérea y a los misiles superficie aire. «La cocina se hunde la primera vez» era la regla general, pero aquéllas no eran circunstancias ordinarias.
Tras un breve contacto por radio, ambos aviones giraron en redondo para una segunda tentativa, pero esta vez el Ekranoplan estaba listo para hacerles frente, y disparó uno de sus misiles directamente a la trayectoria de vuelo. Viendo que se aproximaba por la estela de vapor blanco que dejaba, el piloto del primer aparato lo esquivó mediante una brusca elevación de emergencia. El segundo tuvo una reacción más lenta, y el misil, ascendiendo como un mortífero fuego artificial blanco, arrancó una sección del ala de estribor. Incapaz de controlar el avión, el piloto se vio obligado a ascender cuanto pudo antes de eyectarse, el copiloto lo siguió y sus paracaídas se abrieron a 1.500 metros de altitud sobre el fuerte Shevchenko. El avión alcanzado describió una espiral y se precipitó en el mar con otros tres tripulantes todavía a bordo.
El primer Vulcan, mientras tanto, se enderezó y, tras una maniobra de escapada ladeándose, se acercó a 2.700 metros para una tercera pasada no menos suicida que las anteriores. Pero esta vez su ángulo y su baja altura fueron excesivos para las defensas ya sin recursos del anfibio, y el avión descargó las bombas que le quedaban con precisión geométrica. Una vez impactaron en el costado del buque cisterna, cargado de combustible, transcurrió un lapso calculado antes de la detonación, a fin de permitir al avión escapar a los efectos de la explosión.
El sorprendido piloto del Vulcan miró abajo para ver cómo el Ekranoplan se levantaba enteramente sobre el agua y se desintegraba en un millón de partículas, mientras la gigantesca explosión conmovía el mar Caspio hasta su mismo lecho rocoso.