9

La marca de nacimiento

A la mañana siguiente, a las ocho, le llevaron a Bond el desayuno a la habitación a pesar de no haberlo encargado. Consistía en té sin leche, un rectángulo de queso de oveja con hierbas y una rebanada de pan que parecía la alfombrilla del baño contiguo. Le pidió al camarero que se lo llevara y que probara de nuevo. Al cabo de dos tensas llamadas telefónicas, acabó por conseguir un café solo y una tortilla de la cocina, que tomó mientras hojeaba el Herald Tribune, sentado junto a la ventana frente a la que se alzaba el monte Demavend.

Darius debía asistir al funeral de Farshad, que, según la ley islámica, había de celebrarse dentro de las veinticuatro horas siguientes a la muerte. Bond se sintió incómodo ante el pensamiento de que su presencia en Teherán había acarreado el asesinato de aquel hombre, y lo interpretaba como una advertencia de la gente de Gorner. Pero Farshad debía saber los riesgos que implicaba su trabajo, y sin duda Darius compensaría bien a su familia. «Feliz» en su vida, pero no en su fin, pensó Bond mientras se dirigía a la ducha.

Decidió trasladarse a Noshahr para investigar los muelles y tratar de averiguar qué era capaz de hacer Gorner allí. Necesitaría un intérprete y pensó en alguien que pudiera hacer al mismo tiempo de conductor. Era improbable conseguir en Teherán el coche que él hubiera querido conducir, y en cualquier caso un hombre del lugar estaría más familiarizado con las normas de circulación —si es que las había— en las cerradísimas curvas de los montes El-burz.

En primer lugar, Bond tomó uno de los taxis naranja de la fila frente al hotel, y pidió que lo llevara a la oficina central de correos. Hacía otro día de intenso calor, y mientras el vehículo se incorporaba al tránsito de la avenida Pahlavi, él pensó melancólicamente en el aire más fresco que podría encontrar a orillas del Caspio. El taxi giró luego hacia la avenida Sepah, con dependencias ministeriales a un lado y el antiguo Palacio del Reino y el Senado al otro.

Se detuvieron frente a la fachada de ladrillos amarillos de la oficina de correos, y Bond le pidió al conductor que aguardara. En su habitación del hotel ya había redactado un telegrama que remitiría el Grupo de los Cien, dirigido al presidente de Universal Export, en Londres. Utilizaba un sencillo código de trasposición basado en que era el tercer día de la semana y que la fecha era el cuatro del séptimo mes. Sabía poco de criptografía y, por seguridad, en caso de que fuera capturado, prefería usar aquel procedimiento.

Encendió uno de los cigarrillos Morland's que le quedaban, con los tres anillos dorados, y permaneció ociosamente bajo el ventilador del techo, a la espera de que el botones de telégrafos le confirmara que el telegrama se había transmitido.

Mientras tanto, se dio cuenta de que estaba siendo observado por un hombre delgado, de cabello castaño rojizo y piel blanca. Se sentaba a una mesa donde los teheraníes llenaban impresos y franqueaban cartas. Sostenía un vaso de papel con agua junto a la boca, pero no parecía beber de él. Aunque su cabeza permanecía quieta, sus ojos iban constantemente de un lado a otro de la sala, mientras el vaso inmóvil parecía ser únicamente una tapadera de la boca.

El botones de telégrafos informó de que todo estaba conforme y Bond recogió sus comprobantes en el mostrador.

Cuando bajaba la escalinata de la oficina de correos, oyó una voz a su espalda.

—¿Señor Bond?

Se volvió sin hablar.

Era el hombre del interior. Le tendió la mano.

—Mi nombre es Silver. J. D. Silver. Trabajo para la General Motors.

—Desde luego que sí.

La mano estaba húmeda, y Bond se secó discretamente los dedos en el fondillo de los pantalones.

—Me preguntaba si podría invitarle a una taza de té. O a soda.

Silver tenía una voz aguda. Bond pensó que, de cerca, su larga nariz y sus pestañas rubias conferían a su rostro el aspecto de un fox terrier vigilante. Consultó su reloj y dijo:

—Sólo dispongo de unos minutos.

—Hay un café en el bulevar Elizabeth. Es tranquilo. ¿Es ése su taxi?

Bond asintió y Silver dio instrucciones al conductor. Sentado junto a él, Bond tuvo tiempo de observar el traje de Brooks Brothers, la camisa a rayas, con botones en el cuello, y la corbata de la universidad. El acento era el de una persona culta de la Costa Este —quizá de Boston—, y su actitud, relajada.

—¿Dónde se hospeda?

—En la parte alta de la ciudad —respondió Bond evasivamente—. ¿Cómo va el negocio? Veo gran cantidad de coches americanos, pero pocos nuevos.

—Estamos de acuerdo —dijo Silver con desenvoltura—. Quizá hablaremos más cuando estemos allí.

Y miró significativamente al taxista. Bond se sintió feliz por guardar silencio. Acudió a su mente la frase de Darius: «un ciudadano de la eternidad».

—¿Sabe qué? —propuso Silver—. Quizá nos quedemos en la acera. Bulevar Elizabeth. Se llama así en honor de su reina de Inglaterra. Hay árboles, bancos, helados... Me gusta el sitio.

—Según veo también hay una avenida Roosevelt. ¿Se trata de Franklin D. o de Kermit?

Silver sonrió.

—Bien, en todo caso no le dedicaron una calle a Eleanor.

Bond pagó la carrera y siguió a Silver hasta un banco bajo un árbol. Calle arriba podía ver la entrada a un parque, y en el otro lado el campus de la universidad de Teherán. Era, pensó Bond, el típico terreno de espías: contactos disimulados, buzones secretos; todos los rudimentos del «oficio» podían ponerse en práctica sin interferencias en aquella concurrida zona de recreo. En medio de la avenida había un canal, cuya corriente discurría con rapidez, flanqueado por plátanos. A intervalos había unos largos postes con vasos metálicos sujetos al extremo, que los transeúntes sedientos sumergían en el agua.

—Lindo, ¿verdad? —dijo Silver—. El agua proviene del Elburz. Hacia arriba, en Shemiran, está bastante limpia, pero para cuando llega al sur del bazar... ¡Oh, muchacho! Pero están orgullosos de ella. Estas acequias se llaman jubs. Proceden de conducciones subterráneas (quanats), su gran plan de regadío. Han conseguido llevar el agua a medio desierto. En el campo, uno puede decir dónde están esas conducciones cuando ve una especie de topera en la superficie.

—¿Es ése el punto de acceso?

—Sí. Es su principal contribución a la tecnología moderna. —Silver se sentó en el banco—. ¿Quiere un helado?

Bond negó con la cabeza. Encendió su último Morland's mientras Silver iba hacia un vendedor a pocos metros detrás de ellos.

Cuando regresó, sacó un pañuelo limpio y lo extendió sobre sus rodillas mientras lamía el helado de pistacho.

—¿Qué quiere usted decirme?

Silver sonrió.

—Ah, se está levantando la brisa. Las gentes vienen a la ciudad; son recién llegados, quizá no se percatan inmediatamente de la delicada situación que tenemos aquí. Uno mira en derredor y ve a esos tipos del desierto, como beduinos, en sus automóviles destartalados... Ah, mire eso.

Pasó despacio un autobús rojo de dos pisos —un Routemaster londinense—, dejando escapar su motor diesel una nube de humo negro.

—A veces uno piensa que es como estar en algún lugar de África —dijo Silver—. Y todos los kebabs y el arroz... —Se echó a reír—. Dios mío, me moriría feliz si no volviera a tener ante mis ojos otra brocheta de carne. Y la gente de ustedes. Los ingleses.

—Británicos —precisó Bond.

—Eso. Estamos sentados en el bulevar de su Queen Elizabeth. Todo esto parece estupendo, ¿verdad? El sha es su amigo. Los aliados lo mantuvieron fuera de la segunda guerra mundial porque parecía un tanto inclinado hacia los alemanes. Nosotros estábamos bastante contentos con el tipo que se puso en su lugar, ese Mossadegh, con su pijama. Pero a ustedes les dio un buen susto cuando nacionalizó el petróleo y echó a puntapiés a todos los hombres de la BP. Muchacho, eso no les gustó. Se presentaron ante nosotros y dijeron: «Déjennos expulsar a Mossy, déjennos traer de vuelta al antiguo sha y que la BP haga funcionar de nuevo los pozos de petróleo.»

—Y ustedes lo hicieron.

Silver se limpió cuidadosamente los labios con el pañuelo y luego volvió a abrirlo sobre las rodillas.

—Bien, dio la casualidad de que las cosas empezaron a ir mal. Mossy comienza a parecer que compadrea demasiado con los soviéticos. Tienen una frontera común, ya sabe. Este país es el que vigilamos más cuidadosamente, junto con Afganistán. Y por eso decidimos movernos.

Bond asintió.

—Le agradezco la lección de historia.

Silver sacó la lengua y lamió alrededor de los bordes del helado.

—Lo que trato de decir es que éste es un lugar donde todo está en movimiento. No hay sólo dos lados: nosotros y ellos. Los persas lo saben mejor que nadie. Por eso nos aguantan. Más que eso: nos utilizan para protegerse. Tienen armas americanas y miles de personal nuestro. ¿Y sabe qué? Hace tres años aprobaron una ley declarando exentos de responsabilidad penal a todos los americanos estacionados en Persia.

—¿A todos ustedes?

—Así es. Si el sha atropella a mi perro, se le piden cuentas. Si yo atropello al sha, no me pueden tocar un pelo.

—Si yo fuera usted iría en taxi.

Silver se secó la boca una vez más y, habiendo terminado su helado, dobló el pañuelo y lo devolvió al bolsillo de la chaqueta.

Miró al otro lado de la calle, más allá de los plátanos y de la hilera de taxis naranja.

Se volvió hacia Bond y sonrió.

—No es fácil, señor Bond. Necesitamos trabajar juntos. Aquí las cosas están en equilibrio sobre el filo de un cuchillo. Estados Unidos libra una guerra en solitario por la libertad en Vietnam y, a pesar de todo lo que hicimos durante la segunda guerra mundial, ustedes no han mandado un solo soldado para ayudarnos. A veces la gente de allí, de Washington (yo no, sino esos tipos) se pone a pensar que ustedes no son serios en lo tocante a la guerra contra el comunismo.

—Oh, sí somos serios a propósito de la guerra fría —dijo Bond.

Su propio cuerpo llevaba precisamente las cicatrices de lo serio que él había sido.

—Me alegra oír eso. Pero no nos pongan palos en las ruedas, ¿eh?

—Haré lo que he venido a hacer aquí. Pero yo nunca he tenido problemas con sus paisanos.

Estaba pensando en Félix Leiter, su gran amigo tejano, mutilado por un tiburón. Cuando conoció a Félix, Bond comprobó que ponía los intereses de su organización, la CIA, muy por encima de las preocupaciones comunes de los aliados de la OTAN. Bond simpatizó con él. El Servicio era su primera lealtad. También estaba de acuerdo con Félix en desconfiar de los franceses, a quienes consideraba infiltrados de procomunistas a todos los niveles.

—Eso está bien.

Silver se levantó y empezó a alejarse. Hizo una seña a un taxi de la corriente naranja en rápido movimiento.

—Una última cosa —dijo—. Ese personaje, Julius Gorner. Forma parte de un plan de mucho más alcance de lo que pueda usted imaginar.

Silver se introdujo en el taxi y bajó el cristal de la ventanilla trasera.

—No se acerque a él, señor Bond. Por favor, siga mi consejo. No se le aproxime a menos de cien kilómetros.

El vehículo arrancó, se sumó a la corriente principal sin efectuar señal alguna, y fue recibido con una cacofonía de bocinas. Bond levantó el brazo y llamó un taxi para él.

Con Darius ausente por hallarse en el funeral de Farshad, Bond se vio obligado a recurrir a la recepción del hotel a fin de encontrar un coche y un conductor para su visita al Caspio. El conserje dijo que el mejor hombre de la empresa de coches de alquiler, que hablaba un inglés fluido, estaría disponible a partir de las ocho de la mañana siguiente, y Bond decidió que merecía la pena esperar.

Pidió que le enviaran a su habitación un almuerzo de caviar y kebab de pollo asado, con una jarra de martinis de vodka helado y dos limas frescas. Una vez hubo comido, desplegó en la cama unos mapas que había adquirido en la tienda del hotel, y estudió la costa de No-shahr, su bazar en la plaza Azadi, sus muelles comerciales, sus puertos deportivos y sus playas de recreo.

Luego miró el mapa de Persia. El país estaba situado entre Turquía al oeste y Afganistán al este. Su frontera meridional era el golfo Pérsico, y su límite norte, el mar Caspio. Donde bordeaba también la Rusia soviética, en el extremo noroeste, en Azarbaiyán, las carreteras parecían escasas. Pero en la costa septentrional del Caspio, por Astracán, la distancia hasta Stalingrado era corta.

Bond trató de considerar las implicaciones de la geografía. Si Gorner mantenía una conexión por cuestión de drogas con la Unión Soviética, resultaba difícil determinar cómo podría sacar las drogas por aire desde un remoto campo de aterrizaje en el desierto meridional. Los aviones pequeños no dispondrían de suficiente autonomía, mientras que los mayores aparecerían en los radares soviéticos.

Había algo en el Caspio que le hizo volver a fijarse. El problema era que la ciudad soviética de Astracán, en el norte, estaba a casi mil kilómetros, según calculó, del litoral persa en el sur. ¿Qué clase de barco podía cubrir esa distancia?

En cuanto al interior de Persia, estaba en gran parte cubierto por dos desiertos. Al norte, y cerca de Teherán, se extendía el desierto de sal, Dasht-e Kavir. Al sudeste, mucho más remoto, se situaba el desierto de arena, Dasht-e Lut. Parecía no albergar asentamiento humano alguno, pero en su extremo meridional estaba Bam, adonde la Savak había enviado su patrulla en busca de Gorner.

Era de suponer que la Savak sabía algo. Ese desierto, el Dasht-e Lut, contaba con un ferrocarril de escasa utilidad para Teherán y la zona del Caspio. Discurría por su borde sur y pasaba por las ciudades de Kerman y Yazd, bastante grandes y que disponían ambas de pistas de aterrizaje, aunque consultando el mapa resultaba difícil precisar su tamaño. Había también carreteras con aspecto de ser importantes en ese borde meridional del desierto de Dasht-e Lut, por Zahedan en dirección a la frontera afgana, más allá de Zabol.

Zabol. Sonaba como el fin del mundo. ¿Qué clase de ciudad fronteriza podía ser ésa?, pensó Bond. Sintió que aumentaba su curiosidad.

El teléfono de la mesita de noche dejó oír su extraño repique electrónico.

—¿Señor Bond? Aquí recepción. Hay una dama que desea verle. No da su nombre.

—Dígale que ahora mismo bajo.

Ciertamente no se le daba oportunidad de estar solo en Teherán, pensó Bond, contrariado, mientras se dirigía al ascensor. Tan sólo se le ocurría que fuera alguien enviado por Darius, pues nadie más, salvo quizá tres personas en Regent's Park, conocía su paradero.

Al otro lado del pavimento de mármol blanco del vestíbulo, dándole la espalda mientras contemplaba el escaparate de la tienda de regalos, había una mujer de cabello negro recogido en una media cola de caballo, ataviada con una blusa blanca sin mangas y una falda azul marino hasta la rodilla, con elegantes piernas desnudas y sandalias con tiras plateadas.

Bond sintió que su pulso se aceleraba ligeramente conforme se aproximaba a ella. Al ruido de sus pisadas, la mujer se volvió. Cuando vio su rostro, Bond no pudo reprimir la alegría en su voz.

—Scarlett, ¿qué demonios está...?

Ella sonrió y le puso el índice en los labios.

—Aquí no. Quizá en su habitación.

Bond no estaba tan desorientado al ver de nuevo a Scarlett como para olvidar unas precauciones elementales.

—Mejor que demos un paseo.

—Tengo cinco minutos.

—Hay un parquecito calle abajo.

Cuando estuvieron fuera, con el ruido del tránsito presionándoles los oídos, Bond dijo:

—Dígame, Scarlett...

—Yo no soy Scarlett.

—¿Qué?

—Soy Poppy.

—Ella me dijo...

—¿Le dijo que yo era más joven? Siempre lo dice. —Poppy sonrió brevemente—. Y lo soy. Por una diferencia de veinticinco minutos. Somos gemelas. Aunque dizigóticas.

—¿Que son qué?

—Que en realidad no somos idénticas, tan sólo...

—Usted pudo haberme engañado. Ande, vamos.

Por la misma calle, a menos de un centenar de metros, más o menos, había una zona verde entre las casas, con bancos de madera y algunos columpios infantiles. Se sentaron en un banco y acercaron las cabezas. Para los observadores ajenos, esperaba Bond, parecerían unos amantes en conversación.

—Estoy aquí con Gorner —dijo Poppy—. Sabe que está usted en Teherán. Me ha dejado salir de la oficina para depositar una carta en el correo. Chagrín me matará si saben que lo he visto. Tengo algo para usted.

Después de mirar en derredor, le alargó un papel doblado.

Bond sintió la desesperada fijeza de sus ojos en él.

—¿Va usted a ir a Noshahr? —preguntó.

Bond asintió.

—Bien. Este papel le ayudará.

—¿Dónde está el cuartel general de Gorner en el desierto?

—No lo sé.

—Pero usted ha estado allí.

—Vivo allí. Vamos en helicóptero. Pero me hace dormir y así no me entero. Sólo el piloto lo sabe.

—¿Está cerca de Bam?

—Quizá, pero adivino que está más cerca de Kerman. Primero vamos en coche hasta Yazd. Allí es donde me dopa.

Bond miró detenidamente los ojos grandes y suplicantes de Poppy. El parecido con su hermana era tal que resultaba inquietante. ¿Era unos pocos gramos más delgada? ¿Había un ligero rubor en sus mejillas a causa de la fiebre alta producida por la droga? Su acento ¿era algo más de Chelsea y menos francés cosmopolita? La boca era la misma. La única diferencia real que pudo advertir era que Scarlett tenía unos profundos ojos castaños, mientras que los de Poppy eran de un color avellana más claro, con matices verdes.

—Poppy —dijo con amabilidad, colocando su mano sobre la de ella, en la que advirtió un movimiento nervioso—, ¿qué quiere que haga yo?

La muchacha lo miró fijamente a los ojos.

—Mate a Gorner —dijo—. Es lo único que puede hacer. Mátelo.

—No tengo más que acercarme a él y...

—Mátelo. Es demasiado tarde para otra cosa. Y, señor Bond, es...

—James.

—James. No es sólo por mí. Desde luego que necesito su ayuda, eso es cierto, necesito desesperadamente su ayuda... —Vaciló por un momento, pero recobró el dominio de sí—. Pero es más que eso. Gorner va a hacer algo terrible. Ha estado planeándolo durante meses. Está listo para hacerlo cualquier día y no hay nada que podamos hacer yo o cualquiera para detenerlo. Si tuviera acceso a un arma yo misma lo mataría.

—No soy un asesino, Poppy. Estoy aquí ante todo para averiguar qué está haciendo ese hombre y luego informar a mi gente en Londres.

Poppy profirió un juramento, una sola y acre palabra que Bond nunca había oído emplear a una mujer. Luego dijo:

—Olvídelo. Olvide los informes. No queda tiempo. ¿No lo comprende, James?

—Todas las personas a las que conozco no dejan de decirme que tenga cuidado o que me mantenga lejos de Gorner. Y ahora usted dice que necesito acercarme a él. Matarlo sin preguntar.

—Sé más que nadie. Lo conozco mejor que nadie.

Bond experimentó incomodidad, la misma sensación que tuvo cuando encontró a Scarlett en la habitación de su hotel en París.

—¿Cómo sé que es usted quien dice ser?

—¿Quiere decir cómo saber que no soy Scarlett?

—Entre otras cosas —dijo Bond, que se abstuvo de mencionar el color de los ojos.

—¿Ha visto a Scarlett sin ropa? —preguntó Poppy.

—¿Acaso las empleadas de banca suelen desnudarse en la primera o segunda reunión con sus compañeros de negocios?

Poppy se puso de pie y se señaló la parte alta del muslo.

—Bien. Yo tengo una pequeña marca de nacimiento aquí. Ella no. Es perfecta. Venga.

Tomó de la mano a Bond y lo llevó a un pequeño grupo de árboles junto al muro del terreno de juegos. De espaldas al muro, se aflojó el cinturón y la cremallera de la falda, miró en una y otra dirección, y luego se bajó la cremallera unos centímetros. Inmediatamente debajo del borde de las blancas bragas de algodón había una marca más o menos del tamaño y el color de una fresa.

—Aquí.

Rápidamente volvió a abrocharse la falda.

—Un encanto —admitió Bond—, pero hasta que haya visto a Sca...

—Desde luego, pero es lo mejor que puedo hacer por ahora.

Bond asintió.

Poppy le tomó las manos entre las suyas.

—Por favor, no me decepcione, James. Se lo ruego. No es sólo mi vida; es mucho más que eso.

—Lo sé.

—Tengo que irme. Ruego a Dios que vuelva a verle pronto.

Bond observó a la delicada muchacha atravesar corriendo el terreno de juegos, y luego esquivar seis carriles de tránsito rápido hasta que alcanzó el otro lado de la calle. A diferencia de Scarlett, no se volvió para mandarle un saludo con la mano, sino que se introdujo en el primer taxi que pudo parar.

De regreso en su habitación del hotel, Bond salió al balcón que daba al sur, sobre la ciudad, y desdobló el papel. Era un plano de la costa en Noshahr, dibujado a lápiz, seguramente por la misma Poppy. Había señalado un hotel llamado Jalal Cinco Estrellas, «mejor que los demás».

En el margen estaba escrito «Astillero Hermanos Isfahani». Una línea iba desde estas palabras hasta un punto en medio de una calle paralela al muelle. Poppy también había anotado el nombre y la dirección en escritura farsi.