3
La mano de mono
May, el «tesoro» escocés que cuidaba del piso de Bond en Chelsea, se afanaba por tratar de completar los preparativos de su bienvenida, cuando oyó que el taxi del aeropuerto lo dejaba frente a la puerta principal, en la tranquila calle.
—¿No podía haberme avisado con un poco más de tiempo, señor Bond? —dijo cuando entró y depositó sus maletas de piel de cocodrilo en el vestíbulo—. La cama no está debidamente ventilada, no tenemos ninguna de sus mermeladas favoritas, y el chico que ha venido a arreglar los armarios del cuarto de invitados lo ha dejado todo en el más espantoso desorden.
—Lo siento, May. El deber me llamaba. Más vale así que a las tantas de la noche.
—¿Quiere que le prepare algo de almuerzo?
—No, gracias. Voy a darme una ducha rápida y luego debo ir a la oficina.
—Bien, al menos hay algunas toallas limpias en el toallero. Tendré café hecho para cuando salga.
—Gracias. Solo y fuerte, por favor.
—¿Zumo de naranja?
—¿Recién exprimido?
—Desde luego, señor Bond.
—May, es usted una maravilla. Estaré listo dentro de diez minutos. Haga el favor de llamar para que traigan el coche.
Mientras se vestía después de ducharse, con camisa limpia, traje azul marino de estambre y corbata negra de punto, Bond pensó que casi se sentía como si volviera a vestir de uniforme. Se había afeitado antes de dejar el hotel en Roma, a las seis de la mañana, y se había cortado el pelo sólo una semana antes. No podía ser del todo el de siempre, pero al menos su aspecto era presentable.
En el salón, echó un vistazo a lo peor del correo acumulado y pudo arrojar casi la mitad de él directamente a la papelera. Sorbió el café solo, hirviendo, de May, y tomó un cigarrillo Balkan-Sobranie de la caja sobre la mesita.
—Ahora, May —dijo—, dígame qué ha ocurrido mientras he estado fuera.
May se quedó pensativa un momento.
—Ese viejo volvió de navegar solo alrededor del mundo.
—Chichester.
—Sí, así se llama. Aunque no me pregunte ahora qué era. Un jubilado...
—Supongo que los hombres sienten la necesidad de probarse a sí mismos. Incluso los viejos. ¿Qué más?
—Esos cantantes pop han sido detenidos por tener drogas.
—¿Los Beatles?
—No, esos con los pelos hasta los hombros, que arman tanto jaleo. Los Rolling Stones, ¿no?
—¿Y qué droga era? ¿Marihuana?
—Eso no me lo pregunte, señor Bond. Eran drogas, es todo lo que sé.
—Ya veo. Hay mucho de eso. —Bond aplastó su cigarrillo en el cenicero—. Cuando me haya ido, haga el favor de llamar a Morland's y pedir que manden otra caja de éstos lo antes posible. Puede que pronto tenga que volver a viajar.
—¿Viajar? Yo creía que iba usted a...
—También yo lo creía, May. También yo. ¿Era el coche eso que he oído fuera?
Bond necesitó casi diez minutos para llegar a Sloane Square en la Locomotora, el Bentley Continental reconstruido según sus propias especificaciones. Londres parecía haberse borrado ligeramente de su cabeza en el tiempo que estuvo ausente. Cada paso de cebra en King's Road estaba atestado de jóvenes con el pelo largo, deambulando, hablando parados o, en un caso notable, sentados en la calle con las piernas cruzadas. Con la capota del convertible bajada, Bond podía oler el tufillo de la marihuana quemada que con anterioridad sólo asociaba con los zocos de las ciudades más infectas de Marruecos. Apretó el acelerador y oyó el ruido sordo de los tubos de escape gemelos de cinco centímetros.
Finalmente llegó a Sloane Street y atravesó Hyde Park, donde el velocímetro marcaba casi cien kilómetros cuando el supercompresor Arnott convirtió en algo ligero la personalizada mole del coche. Bond hizo girar el coche y lo metió en la curva de la derecha, siguiendo la trayectoria de la carrera, pero no consiguió su propósito al salir por la izquierda. Había perdido práctica, pero no fue nada grave. Esto se debe más bien, pensó, a un día de principio de verano en Londres, con el viento en su rostro y una reunión urgente con su jefe.
Muy pronto estuvo en Regent's Park y, a continuación, en el cuartel general del Servicio. Arrojó las llaves del coche al sorprendió portero y tomó el ascensor para el octavo piso. En el antedespacho de M se sentaba la señorita Moneypenny, un cancerbero con traje sastre a las puertas de cualquiera que fuese el inframundo que le aguardaba.
—James —dijo, sin poder disimular el júbilo en su voz—. Cuánto me alegro de verte. ¿Qué tal tus vacaciones?
—Período sabático, Moneypenny, y eso marca una diferencia. En cualquier caso, ha sido estupendo. Un poco largo para mi gusto. ¿Y cómo está mi guardiana de la puerta favorita?
—Mejor que nunca; gracias, James.
Era cierto. La señorita Moneypenny llevaba un sobrio traje sastre blanco y negro, de pata de gallo, con una blusa blanca y un broche azul en forma de camafeo al cuello, pero estaba ruborizada, presa de una juvenil emoción.
Bond señaló la puerta con la cabeza.
—¿Y el viejo?
La señorita Moneypenny chasqueó la lengua.
—Un poco maniático, para ser sincera, James. Está haciendo...
Hizo una seña con el dedo, invitándole a acercarse. Cuando él inclinó la cabeza, le susurró en el oído, y Bond sintió el contacto de los labios en su piel.
—¡Yoga! —estalló Bond—. ¡A quién se le ocurre...!
Moneypenny se echó a reír al tiempo que se llevaba el dedo a los labios.
—¿Es que el mundo entero se ha vuelto loco de remate durante mi ausencia?
—Cálmate, James, y dime qué hay en esa linda bolsa roja que llevas.
—Bombones. M me pidió que se los trajera de Roma.
Le mostró la caja de Baci de Perugia, con su característico envoltorio azul y plateado.
—¿Sabes lo que significa baci en italiano, James? Significa «besos».
—Supongo que serán para su mujer.
—James, tú...
—¡Chist!
Antes de que ella pudiera continuar, la pesada puerta de nogal se abrió silenciosamente, y Bond vio a M de pie en el umbral, con la cabeza ladeada.
—Pase, 007 —dijo—. Me alegra verlo de vuelta.
—Gracias, señor.
Bond le siguió adentro, deteniéndose sólo para enviar a la señorita Moneypenny un último y atormentador beso antes de cerrar la puerta.
Bond se sentó en la silla al otro lado de la mesa escritorio de M. Tras una larga sucesión de encender y desechar fósforos de seguridad, finalmente M consiguió que la pipa tirase a satisfacción. La breve conversación sobre el período sabático de Bond había concluido, y el viejo marino miró por un momento a través de la ventana, como si en algún lugar de Regent's Park pudiera haber barcos enemigos. Luego se volvió para mirar frente a frente a Bond.
—Hay algo en lo que necesito su ayuda, 007. Los detalles son un poco inconcretos de momento, pero me da la sensación de que va a convertirse en algo gordo. Muy gordo, sin duda. ¿Ha oído hablar del doctor Julius Gorner?
—¿Va usted a mandarme a otro médico, señor? Creí haberle complacido en...
—No, no, es un título académico. De la Sorbona, creo. Aunque el doctor Gorner también posee títulos por la Universidad de Oxford y de Vilnius, en Lituania, que es una de las universidades más antiguas de Europa oriental. En Oxford se licenció en estudios modernos, es decir, políticas, filosofía y económicas, para entendernos usted y yo, Bond; luego, cosa más bien sorprendente, se pasó a químicas para doctorarse.
—O sea, que lo mismo vale para un roto que para un descosido.
M tosió.
—Más bien es un maestro en rotos y descosidos, me temo. Este relleno académico es un mero telón de fondo, y se dice que se hizo con él a toda prisa. Se presentó voluntario durante la guerra antes de tener la edad reglamentaria, y se distinguió por combatir en ambos bandos: inicialmente al lado de los nazis, y luego de los rusos, en la batalla de Stalingrado. Eso le ocurrió a bastante gente en los Estados bálticos, como usted sabe, según qué país estaba ocupando el suyo y le obligaba a luchar. Lo curioso de Gorner es que parece haber cambiado de bando por su propia voluntad..., según quién pensaba que sería el probable vencedor.
—Un soldado de fortuna —dijo Bond, que sintió despertársele el interés.
—Sí. Pero su verdadera pasión son los negocios. Estudió un año en la Escuela de Negocios de Harvard, pero la abandonó porque la consideró poco estimulante. Empezó con un pequeño negocio de productos farmacéuticos en Estonia y luego abrió una fábrica en París. Uno podría creer que eso era otro cambio de trayectoria, con la oficina en París y el trabajo barato en Estonia, pero nada de cuanto concierne al doctor Gorner se atiene a lo que cabría esperar.
—¿Qué clase de productos farmacéuticos?
—Analgésicos. Ya sabe, para quitar el dolor. A su debido tiempo, piensan desarrollar medicinas neurológicas, para la enfermedad de Parkinson, la esclerosis múltiple, etcétera. Pero desde luego que estaba en muy buena compañía, con Pfizer, Johnson and Johnson y los demás gigantes. Algunos de ellos funcionan desde hace un siglo. Pero esto no arredró a nuestro doctor Gorner. Una mezcla de espionaje industrial, reducción de costes y técnicas agresivas de ventas le valieron una gran presencia en el mercado. Y un buen día descubrió la adormidera.
—¿La adormidera?
Bond se preguntó si el yoga había embrollado los procesos mentales de M. Quizá había estado poniéndose cabeza abajo, aunque resultaba difícil imaginárselo ataviado con un dhoti.
—Fuente de las drogas opiáceas, ampliamente utilizada en los hospitales como anestésico. Todos nuestros hombres de infantería llevan morfina en sus petates. Si un proyectil se le lleva a uno media pierna, se necesita algo fuerte y que haga un efecto rápido. La heroína fue vendida legalmente al principio por la compañía alemana Bayer como remedio contra la tos. Recientemente, claro está, desde que la gente acabó por comprender los problemas de la adicción, hay una legislación dura al respecto. Existe un comercio legal de derivados del opio destinados a uso médico, y hay otro ilegal.
—¿Y en cuál anda metido nuestro hombre?
—En el primero, sin duda. Pero sospechamos que también en el segundo, y a escala creciente. Y necesitamos saber más, mucho más.
—¿Y es ahí donde intervengo yo?
—Sí. —M se levantó y caminó hasta la ventana—. Lo que quiero de usted, de algún modo, es un simple ejercicio de investigación. Encuentre a Gorner. Hable con él. Vea qué es lo que le hace tilín.
—Eso suena más bien psicológico.
—Pues claro.
M parecía incómodo.
—¿Para eso me ha hecho venir? Yo creía que era por mi decisión sobre mi regreso a las operaciones activas.
—Bien, James; sí, es por eso.
A Bond no le gustaba cuando M lo llamaba «James» en lugar de «Bond» o «007». La nota personal precedía siempre a alguna noticia desagradable.
—Quiero que se someta a más pruebas médicas y que hable luego con R.
—¿El reductor de cabezas?
—El asesor de salud psíquica —le corrigió M—. Recientemente he asignado un terapeuta ayudante a su departamento. Seguirá usted un curso de técnicas de respiración y relajación.
—Por el amor de Dios, señor; yo...
—Todos los doble cero lo están haciendo —dijo M, inflexible—. 009 informó de que conseguía una inmensa mejoría.
—Ya.
—Lo cual me recuerda que he nombrado un nuevo doble cero. Para ocupar el lugar de 004 que, como usted sabe, desgraciadamente...
—Sí. Bajo un tren en Alemania oriental, ya lo sé. ¿Y cuándo empieza el nuevo?
—Un día de éstos. —M volvió a toser—. En cualquier caso, todos están siguiendo el curso y no voy a hacer una excepción con usted.
Bond encendió un cigarrillo. No tenía objeto discutir con M cuando se le metía algo entre ceja y ceja.
—¿Necesito saber algo más sobre ese doctor Gorner?
—Sí. Creo que podría suponer una amenaza de primera magnitud para la seguridad nacional. Por eso ha sido requerido el Servicio. El gobierno está aterrorizado por la cantidad de drogas ilegales que entran en este país. Ya hay tres cuartos de millón de adictos a la heroína en Estados Unidos. Y nosotros llevamos el mismo camino. El problema es que ya no se trata sólo de vagabundos y gente así. Lo mejor de nuestra juventud corre peligro. Las drogas se están volviendo respetables. Había un dirigente en The Times (el de Londres, el único que contaba) que solicitaba clemencia en el caso de esos desgraciados cantantes pop. Si las drogas se enquistan en la cultura de una nación, no tarda en convertirse en un país del tercer mundo. Minan la voluntad de vivir. Mire Laos, Tailandia, Camboya. No son exactamente superpotencias, ¿verdad?
—Esto me recuerda a Kristatos y aquella operación en Italia —dijo Bond.
—En comparación —replicó M—, eso fue una bagatela. Hacer contrabando en fin de semana. Lo mismo que aquel trabajito en México inmediatamente antes de que conociera usted a Golfinger.
—¿Y dónde voy a encontrar a Gorner?
—Este hombre aparece por todas partes. Una de sus aficiones es la aviación. Tiene dos aviones privados. Pasa gran parte de su tiempo en París, pero no creo que tenga usted mucha dificultad para reconocerlo.
—¿Por qué?
—Por su mano izquierda —dijo M volviéndose a sentar y mirando a Bond directamente a los ojos—. Es la pata de un mono.
—¿Qué?
—Una deformidad congénita extremadamente rara. Es una condición conocida como main de singe o mano de mono, que se da cuando el pulgar forma una línea recta con respecto a los demás dedos y se denomina «inoponible». Al estar en el mismo plano que los otros dedos, no puede asir. Es como coger un lápiz entre dos dedos. —M hizo una demostración de lo que quería explicar—. Se puede hacer, pero no muy bien. El desarrollo del pulgar oponible fue una importante mutación del Homo sapiens en relación con sus antepasados. Pero lo que tiene Gorner es algo más. Toda la mano es completamente la de un mono. Con pelo hasta la muñeca y más arriba.
Algo se removía en la memoria de Bond.
—Entonces, tendría que ser mayor que la mano derecha —dijo.
—Es de suponer. Se trata de un caso muy raro, pero no único, según creo.
—¿Viaja con un compinche con una gorra de la Legión Extranjera?
—No tengo ni idea.
—Creo que pude cruzarme con él en Marsella.
—¿En el muelle?
—Sí.
M suspiró.
—Eso suena más que probable.
—Tiene aproximadamente mi edad, es de complexión fuerte, con pelo claro, peinado hacia atrás y con brillantina, un poco largo por detrás, eslavo...
—Alto ahí —dijo M, empujando una fotografía a través de la mesa—. ¿Es éste el hombre?
—Sí —confirmó Bond—. Es él.
—Parece que es su destino —dijo M, con una sonrisa fría.
—Yo no creo en el destino.
—Pues ya sería hora de que creyera. El mejor desertor que ha tenido nunca el MI6 era un coronel de la inteligencia militar rusa. Penkovsky. Uno de sus hombres lo localizó en un café de Ankara con aspecto deprimido. Eso es todo. Con sólo una mirada. Lo trajeron desde allí. Fue el destino.
—Y la observación —replicó Bond, aplastando su cigarrillo—. ¿Eso significa, pues, que estoy plenamente operativo otra vez?
—Tengo pensado un retorno paulatino. Usted hace el reconocimiento. Sigue su curso con R. Luego veremos.
Bond tuvo un pensamiento desagradable.
—Usted no ha mencionado nada de esto a 009, ¿verdad? ¿O a ese hombre nuevo, 004? Yo no voy a hacer el trabajo de otro agente. ¿O sí?
M se removió incómodo en su asiento.
—Escuche, 007. Ese doctor Gorner es, potencialmente, el hombre más peligroso con el que se ha tropezado el Servicio. No le estoy poniendo a usted tras la pista de cualquier viejo camello, sino de un hombre que al parecer intenta destruir las vidas de millones de personas y así minar la influencia de Occidente. Puedo utilizar un número ilimitado de operativos para detenerlo, pero me reservo ese derecho. —Bond sintió que los ojos grises de su jefe lo taladraban. Muy bien, era sincero. M volvió a toser—. Hay también un vínculo ruso por el que el gobierno está particularmente ansioso. Una guerra fría puede librarse de muchas maneras. Necesito un informe en mi mesa dentro de seis días.
Carecía de objeto seguir con el asunto, pensó Bond.
—¿Está metido en esto el Deuxiéme? —preguntó.
—Sí. Póngase en contacto con Mathis en cuanto llegue a París. La señorita Moneypenny ya le ha reservado billetes y hotel.
—Gracias, señor.
Bond se levantó para marcharse.
—Y escuche, James. Tendrá cuidado, ¿eh? Sé que drogas no suena igual que armas o, incluso, que diamantes. Pero tengo un mal presentimiento a propósito de ese hombre. Muy malo. Ya tiene gran cantidad de sangre en sus manos.
Bond asintió, salió y cerró la puerta.
La señorita Moneypenny lo miró desde su escritorio y tomó un sobre marrón sellado.
—Eres un chico con suerte. París en primavera. Te he encontrado un hotel encantador. Oh, mira, has olvidado darle a M sus bombones.
Bond dejó la bolsa roja en el escritorio.
—Son tuyos.
—Qué amable, James. Gracias. Tu vuelo sale a las seis. Tienes el tiempo justo para tu primera sesión de ejercicios de respiración profunda y relajación. Te he hecho una reserva para las dos y media. En la segunda planta.
—Espera a que vuelva de París —dijo Bond, mientras se dirigía al ascensor—. Entonces te daré motivos para respirar fuerte.
—«Respiración profunda», James; ésa era la expresión. Hay una diferencia.
—Si persistes en ser tan quisquillosa, tendré que recurrir a algo más enérgico. Una buena azotaina, quizá. Para que no te puedas sentar en una semana.
—La verdad, James, últimamente hablas demasiado.
Las puertas del ascensor se cerraron antes de que Bond pudiera replicar. Mientras bajaba los pisos del edificio, recordó la expresión perpleja de Larissa en la puerta del hotel, en Roma. Hablar demasiado. Quizá Moneypenny tenía razón.
Bond pasó cuarenta y cinco minutos con un hombre llamado Julián Burton, que llevaba una camisa blanca sin cuello y le instruyó sobre cómo respirar desde el vientre.
—Piense en un jarro que trata de llenar de agua. Eso es su respiración. Tómela en la base de la espalda y en los riñones. Sienta que el jarro se llena. Ahora cierre los ojos y piense en una escena placentera. Quizá una playa o un encantador riachuelo en un bosque. Un lugar especial y reservado. Ahora prescinda de todas sus preocupaciones cotidianas y concéntrese en un lugar agradable y tranquilo. Ahora contenga la respiración. Profundamente, abajo, en la región lumbar. Deseche todos los demás pensamientos, limítese a mantenerse en su lugar único y especial.
El «lugar especial» al que regresaron los pensamientos de Bond no era un retiro en el bosque, sino la piel de la garganta y del cuello de Larissa, en la que se había fijado en el bar del hotel. Quizá todavía le quedaba vida al perro viejo... Al final de la «sesión», Bond prometió a Julián que haría sus ejercicios de respiración profunda todos los días. Luego bajó corriendo la escalera, en lugar de tomar el ascensor, hasta la recepción. Se había hecho muy tarde para completar todos los ejercicios saludables, pero más valía algo que nada.
Podía sentir que los viejos jugos volvían a fluir al pensar en el doctor Julius Gorner. Nunca había experimentado tan profundo desagrado por alguien a primera vista. Había también algo particularmente taimado en tratar de atacar un país a través de la bobaliconería de sus jóvenes en lugar de valerse de armas de fuego y soldados.
Se sentía ansioso por impresionar a M. Después de todo lo que había hecho, pensó Bond mientras dirigía la Locomotora al sur de Bayswater Road y se internaba en Hyde Park, sin duda no necesitaba probarse a sí mismo.
Quizá fue la mención de los otros agentes doble cero lo que le hizo sentirse incómodo. Desde luego que siempre habría otros con licencia para matar —el promedio de tiempo en el puesto antes de sufrir un accidente fatal obligaba a que el reclutamiento y la formación fueran un proceso continuo—, pero Bond siempre se creyó único: el agente elegido. Acaso M ocultó deliberadamente su plena confianza en esta ocasión, a fin de que Bond concentrara su mente. Cuanto más pensaba en ello, más tenía la certeza de que eso era lo que el viejo zorro había previsto.
De nuevo en su piso, se encontró con que May ya había lavado y planchado su ropa de Italia. Era la hora del té, pero ella conocía algo mejor que molestarlo con aquel brebaje para señoras ancianas. Así que llamó a la puerta de su dormitorio y se presentó con una bandeja de plata en la que había un sifón, un cubo de hielo, un vaso de cristal tallado y una botella llena de Johnnie Walker etiqueta negra.
—A su salud, señor Bond —dijo, colocando la bandeja en la cómoda—. Con su permiso, esto es para usted.
Bond no había completado los tres meses de abstinencia alcohólica, pero si a los ojos de M estaba en condiciones de volver al trabajo, entonces... Se sirvió en el vaso una cantidad prudente de whisky, dos dedos, y añadió un cubito de hielo y la misma cantidad de soda.
—A su salud —dijo, y lo bebió de un solo trago.
Cuando Bond dejó Hammersmith y tomó por Great West Road, se dio cuenta de que en su retrovisor lateral se reflejaba una moto e, instintivamente, pisó el freno. Aquellos polis de tráfico parecían estar en todas partes, y su coche ostentoso y llamativo era un imán natural. Sin embargo, la moto pareció quedarse atrás en aquel mismo momento. Sin poner ninguna señal, Bond dio un viraje brusco en la glorieta y tomó la dirección de Twickenham, lejos del flujo principal del tránsito de hora punta que salía de la capital. Cambió rápidamente y aceleró luego a fondo para saltarse el primer semáforo en rojo antes de mirar de nuevo el espejo. La moto seguía allí.
Bond experimentó una mezcla de irritación y emoción. Era un descaro ser seguido de aquel modo, propio de aficionados, cuando él se disponía a enfrentarse a un problema tan grande y peligroso como el que planteaba el doctor Julius Gorner. Inmediatamente antes de Chiswick Bridge, y giró bruscamente el volante a la derecha.
Esta vez no hubo el menor fallo en la conducción, y los neumáticos mantuvieron la adherencia al pavimento como un amante a su pareja. Bond comprobó otra vez los espejos y sintió el primer temblor causado por la inquietud. Ahora no había una moto sino dos —BMW de gran cilindrada—, y ningún coche puede aventajar a una moto. Los motoristas bajaron la cabeza e imprimieron un movimiento a sus muñecas derechas. El rugido de los dos cilindros horizontales bávaros llenó la tranquila Kew Street.
Al cabo de unos momentos las motos se habían colocado a ambos lados del Bentley de Bond. Ahora tenía que tomárselas en serio. Deseó haber ido en el Aston Martin, con el compartimiento bajo el asiento para el Colt 45. No estaba seguro de que su Walther PPK tuviera el alcance necesario, pero ahora no contaba con otra alternativa. Antes de que pudiera sacar el arma de su funda, se produjo un estruendo. Una bala había hecho añicos el cristal de la ventanilla opuesta a la del conductor. A través del boquete abierto, Bond hizo fuego una vez y luego frenó en seco. El frenazo era lo único en lo que los coches aventajaban a las motos, y eso le permitió dirigir un breve vistazo a la segunda moto, que ahora le había rebasado ligeramente. Se inclinó sobre el asiento del pasajero y, a través de la ventanilla rota, abrió fuego otra vez con la mano izquierda. Vio al motorista dar una sacudida, alcanzado de lleno en el hombro, mientras la rugiente moto alemana se deslizaba bajo su cuerpo despidiendo chispas a lo largo de la calzada.
El primer motorista estaba de nuevo a su altura, y Bond pudo ver que se aproximaban al final de la calle, donde había un cruce en ángulo recto. Estimó que iban a unos ochenta por hora, y necesitaba reducir si quería completar la maniobra que tenía en mente. Vio al motorista levantar la mano izquierda para disparar, lo que le hizo vulnerable por un momento, con sólo una mano en el manillar y sin controlar el embrague.
Bond pisó a fondo el freno, giró el volante a su derecha y levantó el freno de mano. Éste no consistía en la habitual palanca situada bajo el salpicadero, sino en un modelo escamoteable instalado, según sus instrucciones, detrás de la palanca de cambio. Con un torturado chirriar de neumáticos y un olor a quemado, el voluminoso coche se estremeció y luego giró su gran cola golpeando directamente la rueda delantera de la BMW. Bond sintió el impacto de la moto a toda velocidad, que se dobló y despidió a su jinete hasta el cruce que había enfrente. Cuando cayó de espaldas, el arma efectuó un disparo inútil.
Bond consultó su reloj para comprobar si aún estaba a tiempo de tomar su vuelo, volvió a meter la primera y se dirigió al norte, tranquilamente, por las calles de Kew, donde las gentes regresaban a casa después del trabajo. De nuevo en Great West Road, le vino a la cabeza una frase favorita de Rene Mathis. Ca recommence, pensó.