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El mundo es pequeño

Al otro lado del mundo, en París, Rene Mathis hojeaba Le Fígaro mientras terminaba el almuerzo en un café cercano a las oficinas del Deuxiéme. Un nuevo avión de pasajeros Vickers VC10, leyó, en vuelo desde Gran Bretaña para ser entregado a Gulf Air, de Bahrein, había desaparecido en algún lugar sobre la frontera Irán-Iraq. Sencillamente se había desvanecido de las pantallas de radar.

Mathis se encogió de hombros. Esas cosas ocurrían. El Comet británico había sido especialmente propenso a estrellarse, creía recordar. Tomó un típico almuerzo de trabajo: steak tartare con frites, una jarrita de Cotes du Rhone y luego un café expreso doble. Era un día tranquilo en París, y en días así a menudo Mathis tenía sus mejores ideas.

La investigación policial de la muerte de Yusuf Hashim no resultó concluyente. Había zonas de París en las que la policía realmente no podía penetrar, porque resultaban demasiado peligrosas para los oficiales y porque los residentes en los bloques de pisos, aunque hablaran francés, no cooperaban. La Courneuve, un distrito de St. Denis, con su Cité des 4000, de pésima fama, era una de esas zonas. Sarcelles, otra: un gueto con sus propias y violentas reglas de rivalidad salvaje que tenían poco o nada que ver con las leyes de la República. Esos lugares eran considerados por la mayoría de la gente como el precio que Francia tuvo que pagar por sus desventuras imperiales.

El abandono francés de Indochina fue humillante, pero tuvo escasas repercusiones en la madre patria salvo la aparición de un amplio número de indistinguibles restaurantes vietnamitas. La guerra de Argelia, en cambio, arrojó sobre las grandes ciudades de Francia, y sobre París en particular, a miles de contrariados inmigrantes musulmanes. Si bien fueron relegados de manera efectiva fuera de los centros urbanos, a bloques suburbiales, Mathis consideraba esos lugares como un terreno abonado para el delito y la subversión, que tarde o temprano estallarían.

Yusuf Hashim había sido uno de los muchos eslabones en una larga cadena de suministro de heroína. La policía encontró el narcótico en la finca y resultó notable tanto en calidad como en cantidad. No era el pasatiempo de moda del cóctel en Le Boeuf sur le Toit y otros clubes nocturnos de la juventud de Mathis. Era la muerte por las drogas, con un tráfico a escala nacional, y la cadena de suministro estaba gestionada por manos expertas, con tantas interrupciones que era imposible encontrar la fuente.

Los colegas de Marsella, que trabajaban con detectives americanos, tuvieron algún éxito al intervenir cargamentos destinados a América a través de lo que el FBI llamaba French Connection. Lo que descubrieron después fue que, si bien Francia estaba comprando más heroína que nunca, el grueso de lo que llegaba se embarcaba hacia Londres.

Era, le dijo la policía francesa, como si alguien con recursos ilimitados llevara a cabo una cruzada contra Gran Bretaña.

Mathis miró su reloj. Disponía de unos minutos, de modo que pidió otro café y un coñac. Durante varios días algo había estado barrenando en los confines de su memoria, pugnando por ser admitido en ella. Y ahora, mientras miraba a través de la barrera acristalada de su café, al nivel de la acera, bajo la marquesina escarlata, finalmente lo recordó.

La lengua arrancada con unos alicates... Había oído hablar con anterioridad de ese castigo, y ahora se acordaba de dónde. Su hermano, comandante de infantería, combatió en las fuerzas francesas en Indochina, y le habló de determinado criminal de guerra del Viet Minh al que trataron de capturar para llevarlo ante la justicia. Supervisó la tortura de soldados franceses prisioneros, pero también se dedicaba a imponer la doctrina comunista en contra de las escuelas de las misiones católicas. Su especialidad era el castigo —o tortura— de niños, muchos de los cuales acabaron mutilados de por vida después de recibir sus atenciones.

Cuando Mathis regresó a la oficina, pidió a su secretaria que buscara en los archivos fotografías relacionadas con criminales de guerra del conflicto indochino.

Después de aquel almuerzo con Bond, Mathis encargó a uno de sus subordinados que localizara la fábrica de Julius Gorner en París y que fotografiara a su propietario. Llegaron varias copias de un eslavo alto y apuesto, con una mano enguantada de blanco y una expresión intensamente desdeñosa y arrogante. En dos imágenes aparecía acompañado por un hombre con quepis y de rasgos orientales, posiblemente vietnamitas.

Cuando la secretaria regresó con una carpeta marrón de archivo, a Mathis sólo le costó unos minutos encajar las piezas. Colocó, una junto a otra, la brillante y reciente fotografía en blanco y negro de un hombre con quepis, de pie junto a un cabriolé Mercedes 300D negro, y un desvaído recorte de periódico de once años atrás que mostraba a Pham Sinh Quoc, cuyo retrato en un cartel de busca y captura estuvo en otro tiempo en todas las paredes del Saigón francés. Eran la misma persona.

Mathis, sin embargo, no levantó inmediatamente el teléfono ni pidió un coche que lo llevara a la planta química de Gorner. En lugar de eso, trató de averiguar si la conexión con el Extremo Oriente podía significar más para Gorner que haberse provisto de un edecán psicópata.

Encendió un Gauloise con filtro, puso los pies encima del escritorio y consideró qué ganancia comercial podía suponer para Gorner disponer de un acceso al peligroso triángulo formado por Laos, Vietnam y Camboya.

Con nueve horas de atraso respecto de París, a las nueve de una soleada mañana en Santa Mónica, Félix Leiter llamaba a la puerta de una casa de estilo español en Georgina Avenue. Había llegado renqueando hasta la entrada principal atravesando una extensión de césped.

El canoso tejano, compañero de Bond en alguno de los casos más difíciles de su carrera, trabajaba para la agencia de detectives Pinkerton's, y no ocultaba su aburrimiento. Lo había contratado un productor de uno de los estudios de Hollywood para realizar pesquisas sobre una persona desaparecida. Ella se llamaba Trixie Rocket, apareció en dos películas de serie B y luego se perdió de vista, sin dejar dirección ni número ni nada. Los padres de la chica, procedentes de Idaho, habían tomado alguna iniciativa amenazadora para el estudio. La sospecha recaía en el productor que seleccionó a Trixie, y que ahora estaba ansioso por encontrarla para limpiar su nombre antes de que llegara algo a los oídos de su mujer.

Era un trabajo insulso para un hombre de la capacidad de Leiter, pero desde que perdió la pierna derecha por causa de un tiburón martillo mientras ayudaba a Bond en Miami, estaba limitado en su quehacer.

Se dejó oír un furioso ladrido al otro lado de la puerta principal del 1614 de Georgina, y luego asomó la cabeza una mujer atractiva y morena. Estaba al teléfono e indicaba con gestos a Félix que esperara. Él fue a sentarse al borde del césped y abrió su ejemplar de Los Angeles Times.

Finalmente, después de unos veinte minutos al teléfono, la mujer, cuyo nombre era Louisa Shirer, lo llamó y lo condujo a un patio trasero, a donde llevó café. La señora Shirer resultó ser una mujer encantadora y parlanchína. Trixie Rocket fue su inquilina y la recordaba muy bien, pero sólo vivió allí tres meses. No dejó dirección de referencia, pero... En ese momento el teléfono sonó de nuevo, y Félix tuvo que quedarse mirando su café otros quince minutos.

La visita resultó agradable pero infructuosa. Cuando por fin regresó a su hotel barato en West Hollywood, se encontraba agotado. En el vestíbulo, un descuidado ventilador de techo giraba sobre las palmeras en macetas, y el ascensor estaba parado en el décimo piso. Pero había un mensaje para él en recepción, en el que se le pedía que llamara a un número de Washington. Félix reconoció el prefijo y experimentó una súbita oleada de emoción.

La última acción real en la que intervino fue en un tren con Bond, en Jamaica. Antes de eso, la CIA lo reclutó de nuevo en las Bahamas porque andaba escasa de personal. Una vez está uno en las listas, se convierte en una reserva de por vida.

Cuando el ascensor revivió y finalmente lo llevó a su habitación, Félix marcó el número que figuraba en el papel. Tras una barrera de comprobaciones de seguridad, acabaron poniéndole la comunicación. Una voz le habló en un tono categórico y serio durante, al menos, dos minutos.

Leiter permanecía de pie junto a la cama, fumando un cigarrillo, asintiendo a intervalos.

—Sí..., sí... Ya veo.

Por último la voz calló y Leiter dijo:

—¿Y dónde demonios está Teherán?

Mientras tanto, en aquella ciudad atardecía, y Darius Alizadeh se dirigía a lo alto del andaroon —la sección de las mujeres— de su hogar tradicional. Era demasiado moderno y secular para observar la distinción ritual de sexos en su casa, pero utilizaba los edificios separados para mantener su trabajo y sus asuntos domésticos aparte. Darius se casó tres veces por breves períodos, y tenía tres hijos de sus diferentes esposas. Había seguido la previsión chií de mut'a, que permite a una pareja contraer matrimonio por tiempo limitado a su gusto, y ponerle fin sin divorcio. Le agradaba citar las útiles líneas del Corán: «Si temes no actuar justamente con los huérfanos, cásate con aquellas mujeres que te parezcan buenas, dos, tres o cuatro; pero si temes no ser equitativo, entonces sólo una...»

Darius no abrigó esos temores y proveyó con largueza de medios a sus hijos y esposas. Mantenía un ojo bien abierto para dar con la cuarta mujer que le permitía el Profeta, y se permitió el ocasional proceso con posibles candidatas. A última hora de aquella noche estaba considerando una de ellas: Zohreh, del restaurante donde cenó con Bond.

En el último piso del andaroon, provisto de aire acondicionado, el despacho de Darius era un espacio abierto con postigos «americanos» de madera, un suelo de parqué a la inglesa con una sola alfombra antigua de Isfahan y una jaula dorada ocupada por un periquito blanco. A las 18 horas enviaba diariamente su informe a Londres. Si dejaba de emitirlo a esa hora, recibía una reprimenda de Regent's Park en forma de «llamada azul» media hora más tarde, y luego una llamada roja a las 19. Si ésta no obtenía respuesta, Londres se dedicaría a averiguar qué le había ocurrido.

Darius nunca recibió avisos de ningún color, y aquella noche se mostraba particularmente inclinado a cumplir a tiempo. Se colocó los auriculares y se situó frente al transmisor. Sus dedos, habituados, se pusieron a trabajar con las teclas, formando su número de llamada —«PXN llamando a WWW»— en 14 megaciclos. Oyó el súbito vacío en el éter que significaba que Londres procedía a reconocerlo.

Tenía mucho que decirles, pero era importante mantener la calma mientras lo hacía. En el cuarto de control de Regent's Park había una pared entera de cuadrantes de cristal con agujas temblorosas que, entre otras cosas, medían el peso de cada pulsación, la velocidad de cada grupo cifrado y registraban todos los característicos tropiezos en que Darius incurría con letras concretas: la s, por ejemplo, pulsada débilmente por el anular de su mano izquierda. Si las máquinas no reconocían su «puño» personal, sonaría un zumbido y quedaría inmediatamente desconectado.

Él sabía de un agente en las Indias orientales que, cuando estaba sobreexcitado, a menudo transmitía demasiado aprisa, y los guardianes electrónicos le cortaban. Había formas sutiles para que los agentes que habían sido capturados pudieran dar a entender mediante variaciones —tanto en sus «puños» como con grupos de palabras en el mensaje previamente acordados— que estaban operando bajo coacción. Pero Darius desconfiaba de tales medidas. Durante la guerra, fue capturado el grupo del servicio secreto británico en Holanda en pleno, el cual incluyó confiadamente los signos acordados en sus transmisiones supervisadas por los nazis, sólo para que sus jefes en Baker Street entraran en la línea y les dijeran que dejaran de enredar.

Darius informó a Londres, en código, que aún no se tenían noticias de 007, y pedía instrucciones sobre si debía trasladarse él mismo a Noshahr. Incluyó los escasos detalles de lo que hasta el momento había descubierto en Teherán —a través de Hamid, entre otros— sobre el Monstruo del Mar Caspio. A la hora de almorzar había ido al centro de la ciudad, al elegante Club francés, y llevó unos cócteles a la terraza para ciertas manos indochinas que afirmaban haberlo visto todo. Con unas cótelettes d'agneau y un tinto borgoña de por medio, supo que eran conocedoras de los avistamientos, y que sus fotografías sugerían que el Monstruo había sido modificado para disparar cohetes. De regreso, Darius recaló en el club conocido sólo como el CRC, uno de los centros de reunión más distinguidos de Teherán, donde se jugaba a los bolos en una pista de mármol junto a las personas más al corriente de las modas, con música de fondo de Frank Sinatra y Dave Brubeck.

Allí, y por un americano que había bebido demasiado bourbon, Darius supo algo aún más interesante. Un Vickers VC10, que estaba previsto entregar dos semanas antes a la Gulf-Air de Bahrein, propiedad de la BOAC, misteriosamente nunca llegó a su destino. El americano había oído de un amigo, cuyo hijo trabajaba en una base de las Fuerzas Aéreas de Estados Unidos, que el VC10 entró en el espacio aéreo persa, pero que no salió de él. Se creía que el avión o se había estrellado o había aterrizado en la arena del desierto, el Dasht-e Lut, en algún lugar cerca de Kerman. No se encontró ni rastro.

Los dedos de Darius transmitieron las noticias con contenida urgencia. Sabía que M comprendería las implicaciones —y el peligro— tan enteramente como si le hubiera enviado todo el mensaje a las claras.

Una hora después, siendo media tarde en Londres, a M se le notaba el pulso acelerado en la sien derecha, como sucedía cuando estaba tenso. Encendió un fósforo, se lo llevó a la pipa e inhaló ruidosamente. En su escritorio había despachos de París y Washington, así como la última transmisión de Darius desde Teherán. Con todos ellos se podría dibujar la imagen entera, pero de momento sólo eran fragmentos urgentes, frustrantes e incompletos. En el tejado, a sólo unos metros encima de la cabeza de M, estaban las tres antenas achaparradas de los radiotransmisores más potentes de Gran Bretaña. El noveno piso estaba casi enteramente ocupado por un grupo escogido de expertos en comunicaciones que hablaban una lengua propia, con referencias a las manchas solares y a la «capa de Heaviside». Pero como le explicaron pacientemente a M en respuesta a sus quisquillosas preguntas, no podían hacer mucho más para ayudarle si no se recibían más señales.

M caminó hasta la ventana y miró hacia Regent's Park. Un par de semanas antes, había pasado una mañana abajo, en Lord's, [3] presenciando el avance de Inglaterra hacia la victoria sobre los indios por un turno y 124 carreras. Ahora no quedaba tiempo para tales frivolidades. Pulsó el interfono.

—¿Moneypenny? Mándeme al jefe del Estado Mayor.

El jefe del Estado Mayor, un hombre delgado y relajado, aproximadamente de la edad de Bond, avanzó por el corredor mullidamente alfombrado que arrancaba de la puerta forrada de tela verde, la cual separaba las dependencias privadas de M del resto del mundo.

La señorita Moneypenny levantó una ceja cuando se acercaba.

—Entra directamente, Bill, pero abróchate el cinturón.

Cuando la puerta del despacho de M se abrió y se cerró, encima de ella se encendió una luz verde.

—Tome asiento —dijo M—. ¿Qué hay con el cable de Pistacho?

—Acabo de recibir un informe de los de aviación. Es difícil estar seguros de los datos contenidos en el cable, pero creen que podría ser un Ekranoplan.

—¿Y qué demonio es eso?

—Parece un avión con las alas cortadas, pero funciona como un aerodeslizador, en lo que se llama «efecto suelo». Pesa el doble que el avión convencional más pesado, tiene más de noventa metros de eslora y una envergadura de casi cuarenta. Usted sabe que cuando las aves aterrizan (los gansos, por ejemplo) prolongan su deslizamiento sin esfuerzo. Ése es el efecto suelo. La presión hacia arriba que siente cuando un avión se dispone a aterrizar también es el efecto suelo. Entre el ala y la pista queda atrapado un cojín de aire y causa un impulso hacia arriba. Los soviéticos han encontrado una manera de aprovechar esa fuerza. La nave se llama «eat» o efecto de ala en tierra. Está a años luz de cualquier cosa que nosotros hayamos conseguido. Los detalles figuran en el informe.

Tendió una carpeta a través de la mesa.

—Si eso es lo que es —dijo M—, tenemos un problema.

—Sí. De momento aún están haciendo pruebas. Sabemos de la existencia de sólo cuatro, pero los rusos se proponen construir más de cien en el astillero del Volga. Hay algunas fotografías de baja calidad tomadas por satélites americanos sobre el Caspio y uno por un avión espía U2. El testimonio de unos pescadores persas que vieron uno fue concluyente. Lo llaman el Monstruo del Mar Caspio.

—¿Qué clase de daño puede causar? —preguntó M.

—Creemos que está diseñado para servir como transporte de tropas y como buque de asalto. Pero puede llevar una carga explosiva de más o menos veinticinco toneladas, y a sólo unos pocos metros sobre la superficie del mar.

—¿A qué velocidad?

—Creo que es mejor estar sentado para oír esto, señor. Puede alcanzar los cuatrocientos kilómetros por hora.

—¿Qué?

—Eso son doscientas cincuenta millas por...

—Sé perfectamente lo que son. Pero ¿qué demonios está haciendo eso en Persia?

—Bien, Pistacho se basa tan sólo en la palabra de un chofer que llevó a 007 a los muelles, de modo que, realmente, no podemos decir nada. Pero eso no tiene buena pinta. En particular si se modifica.

M lanzó una bocanada de humo con un resoplido.

—Bien, me fío de Pistacho. ¿Le ha llegado aquella muestra que envió para analizarla? La bolsa llena que llegó esta mañana de Noshahr.

—Sí. Es heroína pura. Suponiendo que la heroína pueda ser «pura». Para ser enviada... Bien, buenas noticias. Parece como si estuviera destinada a Rusia. Transportada en el Ekranoplan.

—Eso significa que Gorner tiene algo que ver con los rusos. Traficarán con heroína en Occidente a través de Europa del Este. Tal vez a través de los Estados bálticos. Probablemente de Estonia.

—Me temo que eso es lo que parece, señor.

M regresó junto a la ventana. Dando la espalda al jefe del Estado Mayor, dijo:

—Pero no creo que ésa sea la historia completa. No creo que sea sólo algo comercial, un simple asunto de drogas, aunque tenga proporciones enormes. Los americanos están metiendo gente en Persia en este momento.

—¿Es que no lo han hecho siempre?

—Sí, pero no como ahora. No he visto tanto pánico en el Oriente Medio desde que aquel hombre, Philby, apareció en Beirut. La gente de Langley sabe que se está cociendo algo gordo.

—¿Han mejorado las cosas entre nosotros y Langley?

M negó con la cabeza.

—Me temo que continúa la frialdad. Vietnam, ése es el problema. Hasta que los políticos puedan verse las caras para tratar del asunto o hasta que enviemos allí algunas tropas, persistirá este grado de... reserva.

—Quiere usted decir que, en lo que a Persia concierne, tanto nosotros como ellos estamos metidos hasta el cuello, pero que no nos hablamos.

M asintió con grandes cabezadas.

—Hay que determinar la gravedad del caso, Bill. Por eso necesitamos tan desesperadamente saber de 007.

—¿Y qué hay de 004? ¿Ni una palabra?

—Ni pío. Lo que de veras me preocupa es lo que me llega de Washington. A casi todos los agentes disponibles los están mandando a Teherán. Incluso a alguno semirretirado. Todos los brazos son pocos.

—Y realmente no sabemos por qué. Hay algo que no nos dicen.

M hizo un gesto de asentimiento.

Tras un pesado silencio, el jefe del Estado Mayor dijo:

—Si Gorner tiene algo que ver con los rusos, de tal modo que pueda utilizar su Ekranoplan para transportar heroína, debe pagarles de alguna manera.

—Y no precisamente con dinero. ¿Está usted pensando lo mismo que yo?

—Creo que ése es mi trabajo, señor.

M depositó su pipa en el escritorio y pulsó un interruptor del interfono.

—Moneypenny, póngame con el primer ministro.