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El observador observado
Era una noche lluviosa en París. En los techos de pizarra de los grandes bulevares y en las pequeñas mansardas del Barrio Latino, el agua producía un tamborileo incesante. En el exterior del Crillon y del George V, los porteros hacían sonar sus silbatos para llamar a los taxis, que surgían de la negrura, y luego corrían sosteniendo paraguas sobre los huéspedes envueltos en pieles, mientras montaban en los vehículos. El amplio espacio abierto de la place de la Concorde relucía blanco y plateado bajo el aguacero.
En Sarcelles, en los suburbios del extremo norte de la ciudad, Yusuf Hashim permanecía resguardado bajo una galería corrida. No era el gracioso arco del Pont Neuf, donde los amantes se acurrucaban para no mojarse, sino un largo voladizo de hormigón en el que unas puertas baratas y con muchos cerrojos se abrían a cochambrosos apartamentos de tres habitaciones. La galería corrida daba a un congestionado tramo de la ruidosa N I y estaba anexa a una torre de dieciocho plantas. Bautizado por su arquitecto como el Are en Ciel, el Arco Iris, el bloque era contemplado con aprensión incluso en aquel barrio de pésima fama.
Después de seis años de luchar contra los franceses en Argelia, Yusuf Hashim acabó por romper con aquello. Huyó a París y encontró sitio en el Are en Ciel, donde se le unieron, a su debido tiempo, sus tres hermanos. La gente decía que sólo los nacidos en la torre prohibida podían caminar a su antojo por las calles sin mirar alrededor, pero Hashim no temía a nadie. Tenía quince años cuando, trabajando para el movimiento nacionalista argelino, el FLN, se cobró su primera vida en un ataque con bomba incendiaria a una oficina de correos. Nadie a quien conociera, tanto en el norte de África como en París, otorgaba mucho valor a una vida. La carrera la ganaban los fuertes, y el tiempo demostró que Hashim era tan fuerte como el que más.
Salió, exponiéndose a la lluvia, y dirigió una rápida mirada al frente, bajo la luz halógena. Su rostro era de un marrón grisáceo, picado de viruela y con expresión desconfiada, con una ancha y curva nariz que sobresalía entre sus cejas negras. Se tentó el bolsillo posterior de los pantalones azules de obrero, donde, envueltos en una bolsa de politeno, llevaba veinticinco mil francos. Era la mayor cantidad que había pasado por sus manos, y resultaba comprensible que incluso un hombre de su experiencia sintiera aprensión.
Sumergiéndose en las sombras, dirigió una mirada por quinta o sexta vez al reloj. Nunca sabía con quién iba a encontrarse, porque nunca se trataba del mismo hombre. Eso formaba parte de la excelencia del plan: la interrupción al final de cada etapa y la renovación continua de los mensajeros. Hashim trataba de mantener la misma seguridad cuando efectuaba las entregas. Insistía en diferentes localizaciones y buscaba contactos nuevos, lo cual no siempre era posible. Las precauciones cuestan dinero, y aunque los compradores de Hashim estaban desesperados, conocían el valor en la calle de la mercancía con la que negociaban. Nadie a lo largo de la cadena obtenía suficiente dinero para poder actuar con absoluta seguridad: o sea, nadie excepto algún controlador último y todopoderoso situado a miles de kilómetros de la hediondez del hueco de escalera donde ahora se encontraba Hashim.
Se llevó a la boca un paquete de Gauloises, blando y azul, atrapó con los labios un cigarrillo y tiró de él. Mientras lo prendía con su barato mechero desechable, sonó una voz en la oscuridad. Hashim retrocedió de un salto hacia las sombras, airado consigo mismo por haber permitido que alguien lo observara. Su mano se movió hacia el bolsillo lateral del pantalón, donde sintió el contorno del cuchillo que había sido su constante compañero desde su infancia en los míseros arrabales de Argel.
Una figura de baja estatura, cubierta con un capote militar, entró en la parte iluminada por la luz halógena. Se tocaba con lo que parecía un viejo quepis de la Legión Extranjera, del que chorreaba el agua. Hashim no podía verle el rostro. El hombre habló en inglés suavemente, con una voz ronca:
—En los campos de Flandes —dijo— florecen las amapolas.
Hashim repitió la sílabas que había aprendido sólo de oído, sin tener idea de qué significaban:
—Entre las cruces, una hilera tras otra.
—Combien?
Esa palabra por sí sola demostraba que el traficante no era francés.
—Vingt-cinq mille.
El mensajero depositó una bolsa de lona marrón en el peldaño más bajo de la escalera y se apartó. Mantenía ambas manos en los bolsillos del capote, y a Hashim no le cabía duda de que una empuñaba una pistola. Hashim sacó del bolsillo posterior de sus pantalones azules el dinero envuelto en politeno y dio un paso atrás. Así era como siempre se había hecho: no tocar nada y mantener una distancia de seguridad. El hombre se inclinó y tomó el dinero. No se entretuvo en contarlo; se limitó a bajar la cabeza mientras se guardaba el paquete en el interior del capote. Luego, retrocedió a su vez y aguardó a que Hashim se moviera.
Hashim se agachó junto al peldaño y levantó la bolsa. El peso estaba bien: mejor de lo que había conocido hasta el momento, pero no era excesivo como para hacerle sospechar que habían llenado la bolsa con arena. La sacudió y la levantó y la bajó una vez, y sintió que el contenido se movía sin ruido, con el satisfactorio peso del polvo seco empaquetado. El negocio estaba concluido, y aguardó a que el otro se marchara. Ésa era la rutina: la precaución era mayor si el suministrador no veía siquiera la dirección que tomaba el receptor para seguir su camino, pues en la ignorancia radicaba la seguridad.
Resistiéndose a irse el primero, Hashim se enfrentó al otro hombre. De pronto tuvo conciencia del ruido a su alrededor: el fragor del tránsito y el sonido de la lluvia escurriéndose de la galería al suelo.
Algo no iba bien. Hashim empezó a avanzar a lo largo de la pared, furtivamente, como un lagarto, encaminándose a la libertad de la noche. En dos zancadas el hombre estuvo sobre él, con el brazo contra la garganta de Hashim. Su rostro se estrelló contra la pared sin pintar, aplastando la nariz curva hasta convertirla en una pulpa informe. Hashim se sintió derribado de bruces en el pavimento de hormigón, y oyó el chasquido de un seguro que se soltaba, mientras el cañón de una pistola le presionaba tras la oreja. Con su mano libre, y con una destreza fruto de la práctica, el hombre deslizó los brazos de Hashim tras la espalda y le colocó unas esposas. La policía, pensó Hashim. Pero cómo pudieron...
Un instante después estaba tendido de espaldas, y el hombre lo arrastró hasta el pie de la escalera, donde lo incorporó. Del bolsillo del capote sacó una cuña de madera, de unos diez centímetros en su parte más ancha. La embutió en la boca de Hashim, empujándola con la palma de la mano, y luego la martilleó con la culata de su pistola hasta que se oyó el ruido de dientes rotos. Del bolsillo sacó entonces un par de grandes alicates.
Se inclinó sobre Hashim, y su rostro amarillento se hizo visible por un momento.
—Esto —dijo en su mal francés— es lo que hacemos con la gente que habla.
Introdujo los alicates en la boca de Hashim y los cerró sobre su lengua.
Rene Mathis cenaba con su amante en un pequeño restaurante próximo a la place des Vosges. Las cortinas de malla colgadas de sus barras de latón oscurecían la mitad inferior de la vista a través del ventanal, pero por la parte superior Mathis podía ver una esquina de la plaza, con sus ladrillos rojos sobre los soportales, y la lluvia que seguía cayendo de los aleros.
Era viernes, y él siguió su muy amada rutina. Después de dejar su trabajo en el Deuxiéme, tomó el metro hasta St. Paul y se dirigió al pequeño apartamento de su amante, en el Marais. Pasó ante las carnicerías kosher y las librerías, con sus Escrituras y sus candelabros de siete brazos, hasta que llegó a una puerta cochera con signos de haber sido muy aporreada. Después de comprobar instintivamente que no lo habían seguido, tiró de la vieja cadena de la campanilla.
Qué fácil resultaba para un agente secreto ser un adúltero de éxito, pensó, feliz, mientras dirigía una mirada arriba y abajo de la calle. Oyó unos pasos al otro lado de la puerta. Madame Bouin, la rechoncha portera, abrió y lo dejó pasar. Tras sus gruesas gafas, sus ojos emitieron su acostumbrada señal en la que se mezclaban la conspiración y el desagrado. Ya era tiempo de regalarle otra caja de aquellos bombones con aroma de violeta, pensó Mathis mientras cruzaba el patio y subía hacia la puerta de Sylvie.
Sylvie tomó su impermeable mojado y lo sacudió. Como de costumbre, había preparado una botella de Ricard, dos vasos, una jarra de agua y una bandeja de pequeñas tostadas, sacadas de un paquete, untadas con foie-gras de lata. Primero, hacían el amor en el dormitorio de ella, un cálido nidito con flores en las cortinas, flores en las fundas de almohada y flores en el papel de las paredes. Sylvie era una viuda cuarentona de buen ver, rubia teñida y que mantenía bien su figura. En el dormitorio era hábil y complaciente, una verdadera poule de luxe, como en ocasiones la llamaba Mathis con afecto. Lo siguiente —después de pasar por el baño, de cambiarse ella de ropa y de tomarse él un aperitivo— era salir a cenar.
A Mathis siempre le divertía que, tan pronto dejaban el dormitorio, a Sylvie le gustaba mantener una conversación adecuada, sobre su familia en Clermont-Ferrand, sus hijos y su hija, o sobre el presidente De Gaulle, al que idolatraba. La cena casi había concluido, y Sylvie estaba terminando un clafoutis de frutas, cuando Pierre, el delgado maitre, se aproximó cariacontecido a la mesa.
—Monsieur, lamento interrumpirlo. El teléfono.
Mathis siempre dejaba números en su oficina, pero la gente sabía que las noches del viernes eran, si ello resultaba posible, sacrosantas. Se secó los labios, se excusó con Sylvie y luego cruzó el atestado restaurante en dirección al bar forrado de madera y al reducido vestíbulo situado más allá, cerca de la puerta con las letras WC. El teléfono estaba descolgado.
—Sí.
Sus ojos se pasearon arriba y abajo por el aviso impreso relativo a la embriaguez en público. Répression de l'ivresse publique. Protection des mineurs.
En el transcurso de la conversación no se intercambiaron nombres, pero Mathis reconoció la voz como la del ayudante del jefe de sección.
—Un asesinato en la banlieue —dijo.
—¿Y para qué está la policía? —replicó Mathis.
—Lo sé. Pero hay ciertos... aspectos preocupantes.
—¿Está allí la policía?
—Sí. Están inquietos. Ha habido un exceso de asesinatos como ése.
—Ya lo sé.
—Vaya a echar un vistazo.
—¿Ahora?
—Sí. Le mando un coche.
—Dígale al conductor que vaya a la boca de metro de St. Paul.
Oh, qué bien, pensó Mathis mientras descolgaba de la percha su impermeable mojado y su sombrero; si la llamada la hubiera recibido dos horas antes habría sido peor.
Un Citroen DS21 negro aguardaba en la rué de Rivoli, junto a la boca del metro, con el motor en marcha. Los conductores nunca lo apagaban porque no querían esperar a que la suspensión hidroneumática levantara de nuevo el coche al arrancar en frío. Mathis se hundió en el muy mullido asiento posterior, al tiempo que el conductor accionaba la palanca del cambio y partía con el chirrido de gomas de rigor.
Mathis encendió un cigarrillo americano y observó desfilar los escaparates de las tiendas de los grandes bulevares, las Galéries Lafayette, el Monoprix y los demás gigantes impersonales que ocupaban las amables y céntricas calles de Haussmann. Pasada la Gare du Nord, el conductor se introdujo por calles secundarias conforme subían por Pigalle. Había por allí toldos amarillos y escarlata de restaurantes indochinos, las luces solitarias de tiendas de muebles de segunda mano o la ocasional bombilla roja de un hotel de passe con una rechoncha poule de piernas desnudas en la esquina, de pie bajo un paraguas.
Más allá de los canales y de la intrincada red viaria de las afueras de la ciudad vieja, atravesaron la Porte de Clignancourt y siguieron por St. Denis, por un tramo elevado que se internaba entre los bloques de viviendas, al nivel de los pisos superiores. Ahí era adonde París mandaba a aquellos para quienes no había una casa en la Ciudad Luz, sino tan sólo una habitación mal ventilada en las amenazadoras ciudades de la oscuridad.
El conductor abandonó la NI para seguir por una vía secundaria, y tras dos o tres minutos de complicada exploración, avanzó junto al Are en Ciel.
—Alto —dijo Mathis—. Mire ahí.
Los faros direccionales del Citroen, accionados desde el volante, revelaron el arranque de una escalera, donde montaba guardia un policía uniformado.
Mathis echó un vistazo al desolado inmueble. Pegados a las paredes a intervalos que parecían aleatorios, había formas de madera «artísticas», que tenían algo de pintura cubista. Quizá se propusieron dar color y carácter a los edificios, como el arco iris con que se los bautizó. Casi todas habían sido arrancadas o estaban estropeadas, y las que quedaban conferían un aspecto grotesco a las fachadas, como un vejestorio con los labios mal pintados.
Mathis cruzó y mostró un carné al policía.
—¿Dónde está el cadáver?
—En el depósito, monsieur.
—¿Sabemos quién era?
El policía sacó su libreta.
—Yusuf Hashim. Treinta y siete años. Métis, pied-noir... No sé.
—¿Fichado?
—No, monsieur. Pero eso no significa nada. Aquí no hay mucha gente que esté fichada..., a pesar de que la mayoría son criminales. Raras veces nos dejamos caer por aquí.
—Quiere usted decir que ellos tienen su propia policía.
—Es un gueto.
—¿Cómo murió?
—De un disparo a quemarropa.
—Echaré un vistazo.
—Muy bien, monsieur.
El policía levantó el cordón que cerraba el paso a la escalera. Mathis tuvo que contener el aliento mientras subía los peldaños, pues un olor acre lo invadía todo. Recorrió la galería, observando las cadenas y candados con los que los residentes trataban de reforzar sus delgadas puertas. De detrás de una o dos salían los sonidos de la radio y la televisión o de voces altas. A la hediondez de la escalera se añadían aquí ocasionales vaharadas de cuscús o merguez.
Menudo infierno era la vida del métis, el mestizo, o del piednoir, el francés nacido en Argelia, pensó Mathis. Eran como animales, no encerrados tras una valla, pero mantenidos fuera de la ciudad. Pero a él no le competía remediar las desigualdades del mundo. Su tarea consistía en determinar si lo de aquel Hashim era algo más que un simple crimen aislado y, en caso afirmativo, qué podía tener que ver eso con el Deuxiéme.
El jefe de su sección solicitaría un informe por escrito, de modo que lo mejor que podía hacer era, al menos, tener una impresión del Are en Ciel y de lo que sucedió allí. De regreso en la oficina, consultaría los archivos sobre asesinatos similares, comprobaría en Inmigración y vería si el crimen se atenía a alguna pauta o si había alguna razón para inquietarse. Una sección entera del Deuxiéme estaba dedicada a las consecuencias de las guerras coloniales francesas. La lucha de ocho años por la independencia argelina había dividido brutalmente no sólo Argelia sino la propia Francia, y causado un trastorno tras otro, para no hallar otra solución que el sorprendente retorno al poder del general De Gaulle, el líder de los tiempos de la guerra. Mathis sonrió por un momento al evocar la expresión reverente de Sylvie cuando nombraba al gran hombre. En el plano internacional, aún más vergonzosa que aquel retorno había sido la derrota del ejército francés en Indochina o, como ahora se llamaba a sí misma, Vietnam. La humillación de la batalla de Dien Bien Phu significó una quemadura en el alma de Francia, cuya cicatriz se había tapado a toda prisa.
El único consuelo, pensó Mathis, era que los americanos ahora parecían precipitarse hacia la misma catástrofe. Pero para él y sus colegas, Argelia e Indochina habían significado incontables miles de inmigrantes amargados, violentos y excluidos, muchos de ellos criminales y algunos enemigos jurados de la República.
Mathis anotó metódicamente el esquema del bloque y el ángulo por el que el asesino pudo haberse aproximado a la escalera. Hizo otras observaciones elementales que, pensó, serían más propias de un gendarme local.
Encendió otro cigarrillo y bajó la escalera. Dio las gracias al policía y atravesó el descampado donde el Citroen seguía con el motor inútilmente en marcha.
—Lléveme al depósito.
Cuando el voluminoso coche giraba lentamente, sus faros iluminaron por un momento una figura en un portal de la planta baja. Llevaba un quepis de la Legión Extranjera, y cuando el Citroen se incorporó a la calzada se alejó rápidamente, como si ya hubiera visto cuanto necesitaba ver.
En el depósito de cadáveres, Mathis aguardó a que el celador obtuviera la autorización para hacerle pasar. Le pidió al impasible conductor que esperara.
—Monsieur —gruñó el hombre, y regresó al coche.
El celador volvió con un patólogo, un hombre maduro con gafas de montura de oro y un bigote negro recortado. Estrechó la mano de Mathis y se presentó como Dumont.
Éste comprobó una y otra vez los números de la lista del celador con los de los cajones del frigorífico, acabó por encontrar lo que buscaba y tiró con ambas manos de la gruesa asa metálica.
Era un momento que nunca había dejado de causar en Mathis un estremecimiento de emoción. El cadáver estaba ya grisáceo, frío, y aunque lo habían lavado, el rostro era un amasijo.
Hashim tenía el mismo aspecto que miles de jóvenes argelinos que tuvieron un mal fin. Y sin embargo...
—¿Causa de la muerte? —preguntó Mathis.
—Un solo disparo en el paladar.
—¿Y por qué esos daños en la nariz?
—Debieron golpearle antes —explicó Dumont—. Pero no es sólo la nariz. Mírele la mano derecha.
Mathis levantó el puño apretado de Hashim. De él sobresalía un trozo de carne sanguinolento.
—Qué es...
—La lengua —aclaró Dumont.
Mathis bajó el brazo de Hashim.
—¿Por qué mutilarlo una vez muerto? Algún código o señal, ¿no cree?
—No se lo hicieron una vez muerto —replicó Dumont—. Estoy casi seguro de que se lo hicieron cuando aún estaba vivo. Se la debieron de arrancar con unos alicates o algo así.
—¡Dios!
—Yo nunca había visto algo semejante.
—¿Ah, no? —dijo Mathis—. Pues yo sí. Me recuerda algo. Ya me he topado con esto en alguna parte... En alguna parte. En cualquier caso, gracias, doctor. Puede devolverlo a su sitio. Tengo trabajo por hacer.
Recorrió el pasillo a zancadas, atravesó el vestíbulo del edificio y salió a la lluvia.
—Apague ese horrible alboroto de la Piaf —dijo, mientras montaba en el coche— y lléveme a la oficina.
El conductor no dijo nada, pero apagó la radio, levantó la palanca del cambio para meter la primera y arrancó con el inevitable chirrido. Acababan de dar las dos de la madrugada.