5
Incorrecto
El vestuario estaba en el sótano, e incluía un amplio baño de vapor, cuatro saunas y suficientes colonias y lociones para después del afeitado como para abastecer por un año Trumper's, de Mayfair. Bond, acostumbrado al club de Barbados (una caseta de ducha, bar de madera con cerveza fría) o a las destartaladas dependencias traseras del Queen's Club de Londres, advirtió que por más cantidad que hubiera de costosos aromas, no bastaba para enmascarar un rancio tufillo de calcetines sudados.
Gorner se cambió en una cabina aparte, y salió con unos shorts nuevos, blancos, de Lacoste, que ponían al descubierto sus piernas musculosas y bronceadas. Conservaba la camisa de franela de manga larga y el guante blanco en su gran mano izquierda. Llevaba al hombro una bolsa con media docena de raquetas Wilson.
Sin hablar, como si se limitara a esperar que Bond lo siguiera, Gorner lo precedió escaleras arriba hasta la zona de juego, que consistía en una docena de inmaculadas pistas de césped y otras tantas de tierra batida, con un piso cubierto de gravilla de color rojo sucio. El club se enorgullecía de esa superficie, de la que se decía proporcionaba un rápido pero excepcionalmente regular rebote, y que se mostraba amable con las articulaciones de rodillas y tobillos. En cada cancha había una silla alta para el juez, cuatro pequeños asientos de madera para los jugadores, un surtido de toallas blancas y limpias y un frigorífico que contenía bebidas frescas, así como cajas nuevas de pelotas blancas Slazenger. Los empleados, con los colores del club, a rayas verdes y chocolate, se movían activamente entre las canchas para asegurarse de que los socios estuvieran satisfechos con sus arreglos.
—La pista cuatro está libre, doctor Gorner —dijo uno de ellos, mientras corría a su encuentro. Hablaba en inglés—. O la número dieciséis, si prefiere hierba esta mañana.
—No. Me quedaré con la pista dos.
—¿Su pista habitual? —El hombre pareció sentir ansiedad—. Está ocupada en este momento, monsieur.
Gorner miró al empleado como un veterinario podría examinar un caballo viejo, aquejado de esparaván y al que está a punto de administrarle una inyección letal. Repitió muy despacio:
—Me quedaré con la pista dos.
La voz de bajo conservaba un ligero deje báltico que volvía indistintas las vocales de su, por lo demás, culta pronunciación inglesa.
—Esto... Sí, sí. No faltaría más. Pediré a esos caballeros que se trasladen inmediatamente a la pista cuatro.
—En la pista dos encontrará una mejor superficie —le dijo Gorner a Bond—. Y el sol no molesta.
—Como quiera —accedió Bond.
Era una hermosa mañana y el sol ya estaba alto.
Gorner tomó del frigorífico una caja fresca de pelotas de tenis, le lanzó tres a Bond y se quedó otras tres. Sin consultarle, seleccionó el lado opuesto, aunque eso no suponía una ventaja que Bond pudiera considerar obvia. Dedicaron unos minutos a ejercicios de calentamiento y Bond se concentró en tratar de encontrar un ritmo que resultara cómodo. Le daba a la bola a cierta distancia, frente a él, con buenos golpes largos, con efecto de revés y con un adecuado balanceo. Tampoco perdía de vista el juego de Gorner para ver si acusaba debilidades manifiestas. La mayoría de los jugadores disimulaba sus golpes de revés en el ejercicio de calentamiento, pero Bond dio varios, amplios, hacia aquel lado para privar de oportunidades a Gorner. Éste devolvió con voleas desde abajo cada tiro a la línea de base de Bond. Pero realmente su drive no era propio del tenis. Golpeó hacia abajo, con un potente efecto liftado, y la pelota pasó rozando la red. O bien no podía descargar un drive de bote rápido, pensó Bond, o se estaba reservando. En el intervalo, supo que no debía permitir que el difícil efecto liftado le inquietara.
—¿Listo? —dijo Gorner.
Era menos una pregunta que una afirmación.
Caminó hasta la red y empezó a medirla cuidadosamente con el metro de metal que colgaba del extremo.
—Usted creerá que estoy perdiendo el tiempo en esto, señor Bond, pero le invito a considerarlo. A nuestro nivel, casi cualquier golpe pasa a sólo unos centímetros de la red, y quizá la pelota sólo toque realmente la cuerda de la red una vez en cada juego. La cifra aumenta si suma los saques. En un partido reñido hay quizá doscientos puntos y un característico margen de victoria de menos de diez. Pero de esos doscientos puntos tal vez treinta, incluidos los saques, están afectados por la red: ¡suficiente, en más de tres veces, para ganar el partido! Así que uno no debe dejar nada al azar.
—Estoy impresionado por su lógica —dijo Bond.
Blandió varias veces la raqueta para desentumecer el hombro.
Gorner ajustó la red tensando ligeramente la cadena unida a la cinta vertical central y la enganchó a una barra que se introducía en un agujero en el suelo. Luego golpeó la red tres veces con la raqueta plana. Bond observó que no había palanca para levantar o bajar la red desde el poste. La propia red bajaba por el poste y desaparecía bajo una pequeña placa de metal en el suelo; presumiblemente iba a parar a una rueda con la que el personal tensaba previamente la red. Esto permitía una mayor afinación con la cinta central y la cadena.
—Bueno —dijo Gorner—. ¿Con efecto?
Bond hizo girar la raqueta en su mano.
—¿Fuerte o suave?
—Piel —respondió Gorner. Se inclinó e inspeccionó la raqueta de Bond—. Piel, sí. Yo saco.
Bond regresó a la posición de recibir, preguntándose qué era una «piel», incapaz de eludir el pensamiento de que en argot el término pudiera aplicarse igualmente a lo fuerte que a lo suave.
Aunque habían practicado unos pocos saques, aquélla era la primera ocasión que Bond había tenido de ver a Gorner propiamente en acción.
—Observa la pelota —murmuró para sí.
Era más fácil decirlo que hacerlo. Gorner hizo rebotar delante de él la pelota con la raqueta una, dos, tres veces, y luego inició un giro en redondo, como un perro cuando se dispone a echarse. Cuando hubo completado un círculo de 360 grados, arrojó a lo alto la pelota con la mano izquierda y mantuvo el brazo, con su ancho guante blanco, extendido hasta el último segundo; luego, la raqueta golpeó con un ruido sordo la pelota y la envió a la línea central. La jugada cogió desprevenido a Bond, que apenas se había movido.
—Quince —dijo Gorner, y avanzó rápidamente a una posición de ventaja.
Obligándose a concentrarse y a no mirar lo que se movía bulliciosamente a su alrededor, Bond aseguró los dedos de los pies en la tierra batida. Su revés de retorno fue atajado por Gorner, que se había adelantado con rapidez hasta la red, y con su volea envió la pelota al rincón más alejado.
—Treinta.
Bond obtuvo sólo un punto en el primer juego. Gorner abrió una botella de Evian, que sacó del frigorífico, y se sirvió un vaso, del que tomó un solo trago. Hizo un gesto con la mano izquierda en dirección al frigorífico, como si invitara a Bond a imitarlo. Mientras lo hacía, el puño de la camisa se separó por un momento del guante blanco. Cuando se alejó de nuevo, Gorner golpeó la red por dos veces, con gesto juguetón, como para atraer la buena suerte.
Bond trató de apartar de su mente lo que había visto de la muñeca cubierta de pelo de Gorner, y retrocedió para sacar. El primer saque del juego es siempre importante para dar el tono de un partido. Bond, que hizo un primer saque fuerte, decidió retroceder un poco y concentrarse en la exactitud. Empujó ampliamente a Gorner a ambos lados, pero siempre que entraba para la volea, se encontraba con un hábil globo. A los 30-40, hizo dos saques que dieron en lo alto de la red, y vio la pelota rebotar a su propio lado. Doble falta: una manera lamentable de perder el saque.
A Bond le resultaba difícil hallar un modo de romper el ritmo de Gorner. Recordó que con Wayland, en Barbados, en ocasiones podía imprimir más lentitud al juego, inducir a confusión al joven y conseguir que golpeara con demasiada fuerza en su deseo de atacar. Gorner no incurría en tales errores. Su vigoroso drive dificultaba la volea de Bond: tenía que mantener la raqueta directamente hacia delante y hacer rebotar la pelota para neutralizar el efecto, pero Gorner no le dejaba muchas oportunidades para la volea, pues en cuanto veía avanzar a Bond, hacía otro globo que caía, con irritante regularidad, dentro de la línea de base, dejando una clara señal en la superficie rojiza.
Cuando sacó Bond, Gorner se apresuró a exclamar «Fuera», y no hizo intento alguno de recibir la pelota, que dio en la red y rebotó. Bond estaba ya a punto de efectuar su segundo saque, Gorner gritó «Espere», y corrió para empujar fuera la pelota improcedente.
—Toda precaución es poca —explicó—. La semana pasada vi a un hombre fracturarse el tobillo por estar pendiente de una pelota. Continúe.
Para entonces, el ritmo de Bond se había roto y se contentó con efectuar su segundo saque.
Tenazmente, Bond se limitó a sus saques hasta que se encontró frente a Gorner con un resultado de 3-5. Era su última oportunidad de acabar con aquello antes de que concluyera el set. Decidió mantenerse retrasado, llevar a Gorner de un lado a otro y esperar provocar una equivocación. Por primera vez Gorner empezaba a mostrarse vulnerable. En dos ocasiones aplicó su vigoroso y largo drive, y por primera vez en el partido Bond tuvo una ventaja de un punto para romper el saque de su adversario, a 30-40. Gorner efectuó un amplio saque de revés, pero Bond devolvió un contundente golpe que cruzó la cancha, y entró en la fase de peloteo. Luego golpeó hacia la línea de base y Gorner envió una pelota entre la línea de base y la red con un revés. Era la oportunidad de Bond. Dio un rodeo, mantuvo la vista en la pelota, se movió rápidamente y descargó un drive de abajo arriba, a la línea, al que su adversario no pudo responder.
—Fuera —dijo Gorner—. Iguales.
Gorner se disponía a sacar de nuevo antes de que Bond tuviera tiempo de protestar. Gorner ganó el juego y el set: 6-3. Mientras cambiaban de lado y Bond volvía a sacar para el primer juego del segundo set, pasó junto al lugar donde creía que su drive había rebotado. Había una clara señal de frotación a unos siete centímetros dentro de la línea lateral.
Bond cobró fuerzas. Cuando se disponía a efectuar el saque, Gorner saltaba, hacía girar la raqueta, fingía entrar y luego retrocedía rápidamente. Era una vieja táctica, Bond lo sabía, pero no resultaba fácil de contrarrestar. Se obligó a observar la pelota y descargó un fuerte primer saque hacia el centro.
—Fuera —dijo Gorner.
—Creo que no —objetó Bond—. Puedo mostrarle la marca donde ha dado en el suelo.
Se acercó a la red y señaló el sitio.
—Una marca vieja —dijo Gorner.
—No. Yo vi golpear ahí mi saque. Dejé deliberadamente un margen de error. Está al menos quince centímetros dentro de la línea lateral.
—Querido señor Bond, si su idea del juego limpio inglés es cuestionar a un hombre en su propio club, entonces haga el favor de ser mi invitado y juegue de nuevo el punto. —Gorner golpeó la suela de su zapatilla con la raqueta, para sacudirse algunas partículas de suciedad—. Vamos allá.
Al reanudarse el juego, el primer saque de Bond fue largo. El segundo fue preciso, con efecto, y se sintió defraudado al ver que daba en la red y se desviaba a los flejes.
—Doble falta —dijo Gorner—. Justicia poética, ¿no cree?
Bond empezaba a sentirse furioso. Desde una posición de ventaja, dirigió su saque desde el mejor ángulo, y su oponente lo recibió con un revés.
—Fuera —dijo la voz, perentoria y confiada.
Cuando se disponía a lanzar su segundo saque, Gorner exclamó:
—¡Cuidado! Detrás de usted.
—¿Qué?
—Creí haber visto una pelota detrás mismo de usted.
—Preferiría que no me distrajera con esas cosas.
—Comprendo, señor Bond. Pero nunca podría perdonarme si mi invitado sufriera algún daño. Por favor, continúe. Segundo saque.
El tenis, más que la mayoría de juegos, se juega con la mente. La ira es inútil, a menos que pueda canalizarse y mantenerse bajo control, como clave de la concentración.
Bond sabía que debía cambiar su juego contra Gorner. De entrada, parecía no tener nada de suerte. Había golpeado la red un desordenado número de veces al sacar, y fueron pocas las pelotas que entraron en juego de rebote, mientras que Gorner, incluso con su saque más bien plano, no tocó la red una sola vez. Por añadidura, Bond golpeaba la pelota cerca de la línea y no sumaba ningún punto. Cada golpe que descargara en lo sucesivo tenía que rebotar al menos dos centímetros dentro de la cancha. Con esto en la mente, empezó a hacer más y más dejadas, puesto que nadie puede negar que es válida una pelota que toca el suelo después de pasar a sólo unos pocos centímetros de la red. Pero una dejada por sí misma raras veces gana el punto en el tenis de club, y el jugador que la hace debe continuar en un elevado estado de alerta. Bond había aprendido esta lección del rápido Wayland y a un alto precio. Gorner no era tan rápido, y Bond estaba listo para todos sus intentos de globear y de réplicas suaves, incluso con varias y afortunadas voleas superando al contrario, al que finalmente había arrastrado fuera de posición.
Ahora Gorner no daba una vuelta antes del servicio, sino dos. En lo más alto del saque, mantuvo la mano, enguantada de blanco, todo lo extendida que daba de sí frente a la también blanca pelota, antes de golpearla. Mientras esperaba recibir, actuaba como un muñeco de resorte. Interrumpía casi cada punto de saque de Bond con un movimiento para descargar un golpe súbito a una pelota que había rebotado adecuadamente desde detrás de la red o «caído» de su bolsillo. Pero las distracciones sólo servían para que Bond se concentrara más, en el octavo juego del set, y finalmente, y por vez primera en el partido, con un drive con efecto dirigido a la mitad de la cancha —lejos de cualquier línea—, rompió el saque de Gorner.
Bond logró dos primeros saques que no podían ser devueltos, para llegar a 30-0, y luego ganó una fácil volea de revés. En el punto cuarto fue globeado. Total, 30. Sacó con un drive, y tuvo la opción de hacer un amplio golpe o de golpear raso, hacia la mitad de la cancha. No se decidió ni por lo uno ni por lo otro. Golpeó un 80 por ciento directamente a las costillas de Gorner, para no darle la posibilidad de desplazarse lateralmente. Gorner, sorprendido por el cambio de línea, le devolvió la pelota y Bond saboreó la volea vencedora.
Estaban 40-30: pelota de set para Bond. Cuando se disponía al saque para el set, Gorner dijo:
—Perdóneme, señor Bond. Con su permiso, una llamada de la naturaleza. Tardo un minuto.
Abandonó corriendo la cancha en dirección al edificio del club.
Bond, irritado, se echó atrás con la mano el cabello empapado. Aquel hombre no tenía vergüenza. Y el problema con las personas que no la tienen es que son curiosamente invulnerables.
Junto a la silla del juez, Bond sacó una botella de Pschitt del figorífico y echó un par de tragos. Estaba jugando lo mejor que sabía, pero recelaba de que Gorner pudiera tener más medios para evitar la posibilidad de perder. Era, claramente, un hombre del que cabía esperarlo todo.
Gorner regresó rápidamente del edificio del club.
—Perdone, señor Bond. ¿Dónde nos quedamos? ¿Me tocaba sacar a mí?
—No, me tocaba a mí. Estamos cuarenta-treinta. Cinco-tres.
—¿Cómo he podido olvidarlo? Así, ¿esto es pelota de set?
Había en su voz un matiz de candidez pero de condescendencia, que implicaba que, por lo general, materias tales como el marcador no merecían su atención.
Bond no dijo nada. Había alterado el revés de Gorner hasta el punto de que ya debía ser tiempo de ensayar algo nuevo. Cuidando adonde dirigía el tiro, efectuó un vigoroso saque hacia el centro. Gorner se anticipó bien, pero el saque de Bond dio en la línea —una cinta que durante una fracción aguantó orgullosamente— y rebotó de forma torpe hacia el pecho de Gorner, desde donde él erró el golpe y la envió a la base de la red. Era el primer asomo de suerte que Bond tuvo en toda la mañana, y no había lugar para que Gorner considerase «fuera» el saque, como si la cinta de la línea pudiera haber causado por sí misma el rebote difícil.
Mientras ocupaban sus sillas, Gorner dijo:
—Es usted todo un luchador, ¿verdad, señor Bond?
—¿Eso le incomoda?
—Al contrario. —Gorner se puso en pie a un lado e hizo algunos ejercicios de estiramiento—. Quisiera proponerle que subiéramos un poco la apuesta.
No miró a Bond mientras hablaba, sino que estaba ocupado con el encordado de su raqueta.
—Muy bien —accedió Bond—. Son cien libras, ¿no?
—Creo que sí. Entonces... ¿podríamos decir cien mil?
Gorner seguía sin mirar a Bond. Estaba inclinado sobre su bolsa para sacar una raqueta nueva, y comprobaba la tensión golpeando el encordado con el bastidor de otra raqueta.
—Quiero decir francos, claro, señor Bond.
—Debo entender que viejos.
—Oh, no, nuevos. Todo lo nuevos que podamos encontrarlos.
Bond calculó rápidamente. Eran más de siete mil libras, en números redondos, mucho más de lo que podía permitirse, pero en el extraño enfrentamiento al que ahora parecía obligado, sintió que no podía mostrar debilidad.
—De acuerdo, doctor Gorner. Usted saca.
—Ah, el buen y viejo «juego limpio» inglés —dijo melancólicamente Gorner, con su extraño deje—. Supongo que impugnar mi apuesta sería «incorrecto». —Soltó estas palabras con tanta amargura que Bond necesitó un momento para captar la broma—. Incorrecto —repitió, riendo sin alegría, mientras retrocedía para efectuar el saque—. Del todo incorrecto. Ja, ja. No es más que tenis.
La cantidad de dinero que había apostado y todas las bufonadas con la raqueta y la bolsa y los estiramientos, todo eso, pensó Bond, daba como resultado una cosa: una amenaza. Usted no me puede ganar, venía a decir Gorner, y es una tontería intentarlo. Sea sensato, sea realista y déjeme ganar y a la larga será mejor para usted.
Los medios de los que se había valido para hacerse entender eran sutiles; Bond tenía que admitirlo. Sin embargo, y por desgracia para Gorner, la amenaza sólo le inspiraba mayor decisión.
En los primeros seis juegos, el set fue con saque. Con el marcador a 3-3, Gorner sacó de nuevo y se anotó 15-40. Bond sabía que era un momento crucial. Devolvió con un revés bajo, liftado, pero sin arriesgarse a que el otro le llamara la atención, y luego retrocedió a la línea de base. Gorner descargó un enérgico drive, también liftado, hacia el centro de la cancha. La mayor parte de esos tiros caían cerca de la red, pero ocasionalmente no sucedía así, y simplemente la pelota pasaba con facilidad. Bond casi se partió en dos al intentar devolverla con efecto. Gorner estaba en posición débil para devolver a su vez, y lo empujó al ángulo del fondo, pero Bond golpeó diagonalmente, e hizo retroceder a su adversario. No cargó hacia la red, sino que permaneció retrasado, y el peloteo continuó durante dieciséis golpes, de lado a lado. Bond sintió los pulmones arder y le dolían los ojos a causa de la concentración. Continuó respondiendo a los reveses de Gorner con drives tan cerca de la línea como se atrevía. Cuando pudo oír a Gorner jadear y resollar a causa del esfuerzo, de repente picó corto, Gorner echó a correr y no consiguió devolver la pelota. Juego para Bond.
—Mala suerte —dijo Bond innecesariamente.
Gorner no habló. Levantó la raqueta y golpeó con ella el poste de la red, de modo que rompió el bastidor de madera. Arrojó la raqueta a un lado de la cancha y sacó otra de la bolsa.
Aquella exhibición de rabia pareció galvanizarlo, y acometió el saque de Bond sin señal alguna del nerviosismo que había amenazado a ambos jugadores en los cautelosos intercambios de los juegos anteriores. Con su combinación de hitados, globos y de competitivos lanzamientos a la línea, en seguida rompió el saque. Empate a cuatro. Bond se maldijo a sí mismo en silencio mientras se preparaba para recibir.
Por primera vez, según Bond podía recordar, Gorner dio en la red con su primer saque. La pelota se elevó y Bond atacó el segundo saque con un golpe en diagonal. Envalentonado, desencadenó un agresivo revés a los pies adelantados de Gorner, para llegar a 0-30. De repente, pareció que desaparecían la tensión en el pecho de Bond y la pesadez de sus piernas. Se sentía confiado, y otra vez devolvió el saque bajo, plano, que pasó a algo más de dos centímetros por encima de la red, para darle una ventaja de tres puntos.
Gorner dio tres vueltas y, finalmente, sacó con una pelota alta, con un relámpago del guante blanco, y sirvió con un gruñido. La pelota golpeó la parte superior de la red y cayó hacia atrás. Se repuso y lanzó un segundo saque, plano, que dio en la red, rodó un metro y volvió a caer inerme en su lado.
—¡Esto es increíble! —estalló.
Corrió hacia la red y la golpeó con la raqueta.
—¡Pare —dijo Bond— o acudirá el secretario! Cinco-cuatro. Creo que saco yo.
Bond bebió un vaso entero de Evian durante el cambio. El partido estaba casi concluido y no le molestaba tener demasiado líquido en el estómago.
Mientras aguardaba a que Gorner completara sus ritos de cambio de lado, Bond hizo botar la pelota y planeó su saque. Sacaría con un golpe bastante rápido desde el centro de la línea de fondo, lo que equivalía a un revés amplio en situación de ventaja. Después, si conseguía 30-0, desplegaría las variantes: liftado amplio y luego directo al medio con ventaja.
Gorner acabó de secarse con la toalla y regresó despacio para recibir. Mientras Bond se preparaba para sacar, Gorner avanzó hasta casi la línea de saque y luego retrocedió. Consiguió devolver con un decente revés, pero Bond desvió la volea a una segura distancia de unos sesenta centímetros dentro de la línea lateral.
Gorner se adelantó hasta la red.
—Me pregunto si le gustaría subir nuestra apuesta, señor Bond. Estaba pensando en doblarla.
Bond no tenía el dinero y carecía de la autorización del Servicio para contar con él. Pero sintió que en los dos últimos juegos las probabilidades se habían vuelto inexplicablemente favorables para él.
—Si insiste usted —dijo—. Quince-cero.
Su primer saque dio en la red, pero al segundo intento la pelota penetró y botó muy rápido. La devolución de Gorner fue corta y Bond estuvo en condiciones de presionarlo para lograr que fallara el revés.
Continuando con su plan, hizo su siguiente saque amplio y neutralizó el retorno de Gorner con una volea dejada, con lo que se quedó a tres puntos de partido.
Ahora por la línea media, pensó. Lanzó la pelota un poco más baja de lo acostumbrado, y ligeramente frente a él, para luego golpear con todas sus fuerzas, plana y hacia el centro. Rebotó en el rincón del rectángulo de saque y escapó de la raqueta que Gorner blandía, para dar detrás de la red, a medio camino de su trayectoria hacia arriba. Allí quedó, gris blancuzca, tiznada de rojo.
Bond se dirigió a la red y tendió la mano. Gorner fue a su encuentro y, por primera vez desde que se conocieran, lo miró a los ojos.
El alivio y el gozo de la victoria se evaporaron cuando Bond sintió el intenso y violento odio que desprendían los ojos que lo taladraban.
—Espero un desquite —dijo Gorner— en un futuro muy próximo. No creo que sea usted tan afortunado una segunda vez.
Se dirigió a recoger sus pertenencias sin pronunciar otra palabra.