4. IVANKIV
Otra vez el despertador a las seis de la mañana. Otra ducha, más o menos radiactiva —a esas horas poco importa— para despejarse. Otro desayuno precario. Otro café a pie de coche en plena calle. Pero, salvo eso, todo lo demás era distinto. Había llegado el gran día, el momento por y para el que habíamos llegado a Ucrania. Tras días de incertidumbre, de trámites más o menos sinuosos, de burócratas invisibles que podían cortarnos el paso en cualquier momento, por fin íbamos a visitar la zona de exclusión, la Zona.
Aquel café a pie de automóvil fue silencioso, presidido por una calma tensa. Y es que la Zona impone respeto. Íbamos a visitar al monstruo, al dragón dormido, en su propia guarida. Había peligro. Poco, controlado, pero también invisible y traicionero. El aliento de fuego del dragón seguía vivo, latente. Un paso en falso, un error de nuestro guía, tocar algo que no debieras, inhalar accidentalmente alguna partícula invisible, podría traer muchos problemas, no hoy, ni mañana, tal vez en el momento más inoportuno. Mientras tomaba aquel café, me reí de mí mismo y de mis temores. Yo iba a pasar unas horas allí y tenía miedo. ¿Y la gente que pasa su vida en aquel lugar? Comprendí muchas cosas en aquel instante. Comprendí lo devastadora que puede ser la tensión de semejante perspectiva un día tras otro. Entendí lo que me habían contado de la delincuencia, el alcoholismo, las drogas, los malos tratos, la exclusión social… Tener la muerte de compañera de cama, todos los días, es devastador para el espíritu.
Nos montamos en el coche, había prisa… en realidad habíamos quedado con los miembros de la asociación y nuestro conductor a las 8.30. Ivankiv está apenas a algo más de cuarenta y cinco minutos de Kíev. Eran las 6.30. ¿Por qué habíamos iniciado nuestro viaje tan temprano? La hora punta de Kíev es una trampa implacable. Si en veinte minutos no habíamos salido de la ciudad nos veríamos atrapados en un gigantesco y caótico atasco del que sería imposible salir a tiempo para llegar a nuestra cita. Así que había que madrugar, conducir con calma y pasar el rato como mejor quisiéramos en Ivankiv hasta llegada la hora de nuestro encuentro. No quedaba otro remedio.
Tanto Marcos como yo íbamos adecuadamente uniformados para la ocasión. Ya nos habían avisado de que, por nuestra propia seguridad, debíamos atenernos a unas normas de vestuario sencillas pero estrictas: pantalón y mangas largos, calzado cerrado… La gorra no era imprescindible pero sí recomendable —no era cuestión que una partícula radiactiva se quedase prendida en el pelo—. Yo había añadido de mi cosecha un pañuelo al cuello, para utilizarlo como máscara en caso de que se levantase viento. No tenía la menor intención de respirar ni la menor partícula de polvo de aquel lugar. Como medida adicional, toda la ropa y el calzado habían sido comprados ex profeso para resultar cómodos y baratos. Cuando volviéramos a Kíev nos desharíamos de todo en el contenedor más próximo después de una ducha larga y cuidadosa —aunque después de lo que nos habían dicho del agua la idea resultaba menos atractiva que cuando trazamos el plan original.
En el coche, el tema de conversación no podía ser otro, y nuestros anfitriones compartieron con nosotros sus recuerdos de los días siguientes a la explosión de Chernóbil. La primera vez que oyeron hablar del tema fue comentando con un vecino una noticia sumamente escueta aparecida en el periódico del lunes, 28 de abril, dos días después de la explosión. Un simple accidente, una tubería que había reventado, un pequeño incendio rápidamente sofocado por las eficaces fuerzas de la central. Poca cosa. Ni siquiera se hablaba de sabotaje, cosa que en la época de Stalin, verdad o no, habría terminado con algún técnico de la central en Siberia o en el paredón. Pero, con el paso de los días, la gente, a pesar de la prudencia imprescindible para su bienestar personal en la Unión Soviética, comenzó a murmurar por todo Kíev. Unos días después, alguien les dijo que en la universidad los instrumentos habían comenzado a dar lecturas muy altas de radiación. Discretamente, algunas personas, los que tenían parientes cerca de la central, amigos o familiares en puestos influyentes del partido, o algún canal de información privilegiada, comenzaron a hacer cosas poco habituales, a salir menos, cerrar las ventanas, ducharse más a menudo, guardar agua. Lo único que no podían hacer era acaparar comida. No había suficiente como para eso.
El resto siguió ajeno al asunto, disfrutando de una hermosa primavera. Y así llegó el Primero de Mayo, la gran fiesta del trabajo, un día de alegría, de fiesta y de desfiles. Los obreros, las trabajadoras de las fábricas, las bandas de música y las estudiantes haciendo cabriolas con sus faldas cortas, todos ellos sin darse cuenta de la lluvia de partículas mortales a la que estaban expuestos sin saberlo. Por lo visto, incluso se celebró una carrera ciclista por los alrededores de Kíev. Los atletas tampoco sabían que el ardor que sentían al jadear en sus pulmones podría no deberse sólo al esfuerzo, sino a las partículas cargadas que estaban inhalando.
Pasó el Primero de Mayo, pero los rumores siguieron creciendo en intensidad, tanto que la televisión tuvo que desmentirlos. Mucho se ha hablado de la falta de información de los primeros días, pero nadie ha hablado de la mentira activa. Los informativos desplazaron un equipo a la zona. Se entrevistó a campesinos, que afirmaban sonrientes que todo iba tan bien como siempre. Para tranquilizar a la población, unos presuntos científicos aparecieron tomando mediciones en la central. Las lecturas eran inferiores incluso a la radiación de fondo. Mientras se llevaba a cabo aquel fraude, miles de personas estaban arriesgando sus vidas en la batalla del reactor número 4.
Al principio la gente se lo tomó bastante a la ligera. Había ocurrido muy lejos, y los kievitas solían hacer toda clase de chistes sobre el incendio y sobre la presunta evacuación. Pero pronto descubrieron que el asunto era serio. No era para bromear. Fue entonces cuando comenzaron a sentir el sabor metálico en sus bocas, el sabor del plomo radiactivo…
El 6 de mayo, el pánico se desató finalmente en Kíev. Todos querían irse de la ciudad. Los afortunados que disponían de un coche colapsaron las carreteras. El resto se lanzó a la desesperada hacia las estaciones de tren. El problema era que precisamente aquél era el lugar más peligroso de la ciudad. Los trenes habían ido recogiendo elementos radiactivos y llegaban y salían expulsando polvo radiactivo detrás de ellos. La radiación, en forma de partículas invisibles cargadas, comenzó a transmitirse de persona en persona casi como una enfermedad. Hubieran estado mejor en casa porque los niveles de radiación ya estaban disminuyendo.
El 8 de mayo, el gobierno afirmaba que los niveles de radiación en el perímetro de la zona de treinta kilómetros eran de 10,15 milirem en el momento del accidente, pero había disminuido a 0,15 milirem, un nivel seguro. Nadie habló de los niveles en Kíev.
El 12 de mayo, el Ayuntamiento de Kíev anunció que la radiación había vuelto a la normalidad. Tenían razón, aunque, en realidad, lo que había disminuido no era la radiación, sino la «normalidad». Se había decretado una normativa que, en lugar de 0,5 rems por año, dictaminaba que, a partir de entonces, los límites tolerables serían de 10 rems al año.
LA GUERRA SIN GUERRA
Zenaida nos anunció que estábamos entrando en el raión (distrito) de Ivankiv. El raión había aumentado su tamaño considerablemente desde 1986 tras la liquidación del raión de Chernóbil a consecuencia del desastre. Hoy día, el raión de Ivankiv administra el antiguo territorio de la región despoblada y la zona de exclusión, supervisado por el Ministerio de Situaciones de Emergencia de Ucrania.
Todavía era muy temprano, y vimos gente en las paradas de autobús esperando para dirigirse al trabajo. La mayoría de ellos trabajaban lejos de allí, muchos de ellos en Kíev, y tenían una larga jornada por delante. Finalmente aparcamos cerca del lugar de la cita. Nos daba tiempo para un nuevo café. Como en Kíev, a nadie le pareció raro que estuviéramos allí con nuestro termo y nuestras tazas. El que sí levantó algo de expectación fue Marcos, que decidió matar el tiempo grabando algunas imágenes del pueblo sin saber para qué podían servir. En la puerta de una casa había un anciano, sentado en una silla, tomando más el fresco que el sol, que a esa hora aún brillaba por su ausencia. El cielo estaba plomizo y amenazaba lluvia. Eso me preocupaba. Para grabar en el interior de la zona teníamos un solo disparo, una única oportunidad. La lluvia no impediría nuestra grabación, pero la dificultaría enormemente. Crucé los dedos y, acompañado de Zenaida, mi voz en aquellos lugares donde sólo los jóvenes conocen el español, me dirigí hacia el anciano, que a buen seguro recordaría los días del accidente.
Y, efectivamente, los recordaba. Me señaló la carretera en la que estaba aparcado nuestro coche. Antiguamente, Ivankiv era un lugar muy animado, zona de paso de los kievitas que, en sus vacaciones y fines de semana, se dirigían a diversos parajes del norte para pasar el día en plena naturaleza, pescar en sus ríos llenos de peces o cazar.
Pero ese día no fueron veraneantes los que ocuparon la carretera hasta el límite de su capacidad. Aquella mañana, cuando el anciano se asomó a la ventana, lo que vio fue una sucesión de vehículos militares, camiones, tanques, excavadoras y muchos otros que no supo reconocer. Luego comenzaron a pasar camiones y autobuses cargados de hombres serios que no tenían ni idea de adónde los llevaban. Eran los liquidadores. El anciano me contó que, en algunos camiones, los hombres cantaban las mismas canciones tristes de guerra que había escuchado en el memorial de la Gran Guerra Patria. Era, me dijo, «la guerra sin guerra».
Me despedí del anciano y me fui a vagabundear por la ciudad; todavía quedaba un rato para nuestra cita y había tiempo. Un modesto local llamó mi atención. Una mujer joven, cuyo aspecto encajaba más en las bulliciosas calles de Kíev que allí, se afanaba con la cerradura. Con cuidado de no alarmarla, le pregunté si hablaba inglés y, cuando me dijo que sí, le pregunté qué era aquello. Había dado con un pequeño resto más de la tragedia de Chernóbil. Se trataba de un centro de asesoramiento psicológico para los residentes de la ciudad. La ansiedad crónica, la depresión y muchas otras dolencias del espíritu son secuelas tan visibles de lo ocurrido como el cáncer o las enfermedades pulmonares.
Me contó que ella trabajaba allí y que aquél era uno de los muchos centros de este tipo que había repartidos por Ucrania, Bielorrusia y Rusia. Le pregunté si había tratado a liquidadores, y se sonrió. Sí, claro, había liquidadores, antiguos y actuales…
—¿Actuales?
—Claro, las labores de limpieza aún no han terminado y hay gente que continúa participando en ellas. Hay veteranos que participaron en los trabajos de los primeros meses. Gente que ha vivido los últimos veinticinco años en el corredor de la muerte. Todos moriremos algún día. Puede que mañana. Su problema es que no pueden dejar de pensar en ello y nuestro trabajo es que lo consigan. Aunque, qué quieres que te diga, en Ivankiv todos son un poco liquidadores.
Claro que, para ayudar a la gente, primero tenían que acudir a la consulta, y, por desgracia, no lo hacían, al menos no en las cifras que serían de esperar en un lugar como aquél. Las razones eran muchas y variadas. Ivankiv es una ciudad pequeña, pero la mejor forma de calificarla es de «pueblo grande». La gente es cerrada, inculta y, en buena medida, desconfiada. Muchos no saben para qué sirve un psicólogo, qué utilidad tiene alguien que, a fin de cuentas, sólo habla contigo. Los hay que van allí a pedir medicinas, ayuda económica o ropa. Muchos de los que sí tienen una idea de en qué consiste la profesión de un psicólogo no acuden porque aún queda el recuerdo de la época soviética, cuando los profesionales de la psicología se vieron obligados a menudo a encasillar a los disidentes como personas perturbadas y ordenar su internamiento en hospitales psiquiátricos que, en realidad, eran prisiones virtuales.
Además, en primera instancia, las autoridades soviéticas no fueron excesivamente sensibles con las necesidades psicológicas de la población de la zona. Tras el accidente de Chernóbil, los casos de trastornos mentales proliferaron con una virulencia nunca vista. Los psiquiatras soviéticos salieron del paso diagnosticando a todos los afectados como víctimas de la radiofobia. En cierto sentido se había regresado a la época de Stalin. Entonces, en los gulags, los terroríficos campos de concentración del régimen, la enfermería tenía una única medicina, el Analgin, que los médicos recetaban para todas las enfermedades. A veces, cuando uno de los prisioneros se quejaba de síntomas diversos, el médico partía el comprimido blanco por la mitad y le decía con total descaro al atónito paciente: «Esta mitad es para la fiebre, y la otra para las náuseas». La radiofobia se convirtió en el Analgin de Chernóbil. Si alguien mostraba cualquier síntoma de agitación mental: «radiofobia». Pero esta panacea no sólo se aplicaba a las dolencias de la mente. Aquellos pacientes con enfermedades y/o síntomas exóticos o difíciles de explicar eran diagnosticados sistemáticamente como padecimientos psicosomáticos debidos, cómo no, a la radiofobia de marras.
La media de visitas diaria es de unas veinte personas. La depresión y el estrés son el principal caballo de batalla al que tienen que enfrentarse.
—La visita típica es la de una persona que se enfrenta a una sensación de ansiedad, de angustia incapacitante que rara vez sabe de dónde procede. Nuestra principal tarea es reconocer el origen de esa ansiedad que, por aquí, siempre suele ser el mismo. Para el mundo, Chernóbil es un lugar de peligro, un problema, un sitio al que no acercarse pero, aquí en Ivankiv, Chernóbil es simplemente una forma de vida.
También había enfermos a los que la radiación les había arruinado económicamente. El sistema ucraniano de salud dista mucho de ser perfecto. Cuando alguien enferma de cáncer, muchas veces es preciso vender el coche para pagar la cirugía. A veces no es suficiente, y hay que vender la televisión, el frigorífico, las joyas. El verdadero problema llega cuando se desata un segundo caso de cáncer en la familia y ya no queda nada que vender. Me despedí de la psicóloga y, viendo que ya era la hora de nuestra cita, decidí regresar al lugar donde teníamos aparcado el coche.
RECUERDOS
Junto a nuestro automóvil había aparcada una furgoneta y, alrededor, un corrillo de gente entre la que reconocí a varios miembros de la asociación. Cuando me acerqué, me presentaron a Ludmila, presidenta de la asociación de madres de Ivankiv. Ludmila era una pelirroja enérgica, con una capacidad innata para el mando. Apenas nos dejó saludarnos e intercambiar unos abrazos cuando ya nos estaba azuzando para que entrásemos en la sede de su asociación, donde ella y otras mujeres nos habían preparado un desayuno fuerte. Comer en la zona es posible pero no recomendable, así que ante nosotros teníamos una mesa repleta de emparedados, fruta, miel, galletas, café… incluso el vodka, que no debe faltar en ninguna mesa ucraniana, estaba allí, por si alguien se animaba pese a lo temprano de la hora.
Con un sándwich y un vaso de café en la mano, me acerqué a Ludmila para agradecerle tanto el desayuno como las gestiones que me constaba había llevado a cabo en nuestro favor.
No tiene importancia —me dijo—, lo importante es que vuestro país sepa lo que sucedió y lo que sucede aquí.
—¿Vivías ya aquí cuando se produjo el accidente?
—Claro que sí. Era muy joven. Me acuerdo muy bien. Desde nuestra aldea veíamos el humo del incendio, pero no nos evacuaron hasta tres días después.
Habían pasado tres días de la catástrofe y Ludmila, que entonces era la jefa de seguridad infantil de la región de Ivankiv, fue de las primeras personas en recibir la noticia de que todo el mundo debía abandonar la ciudad y las aldeas de alrededor de la central nuclear. Les dijeron que llevasen consigo ropa y víveres para un par de días, pero nunca volvieron a sus casas.
—Sacaron en autobuses a todos los niños y las mujeres. Los hombres se quedaron a trabajar en la central.
Los ojos de Ludmila se nublaron un momento, perdidos en la ventana, como contemplando unas imágenes que yo sólo puedo intuir. Me contó que nunca, por mucho tiempo que viviera, podría sacarse de la cabeza la imagen de una pequeña niña rubia a la que no evacuaron. Sus padres eran alcohólicos, marginados —porque sí, en la Unión Soviética, a pesar de lo que contaba la propaganda del régimen, también había pobreza y marginación—. Se quedaron, desobedeciendo las órdenes, y no permitieron que su hija fuera trasladada. Ludmila la vio mientras su coche se alejaba de la mísera aldea donde vivían, ajena a todo, inocente, jugando con la arena que en aquel momento ya era tóxica. Según pudo saber, la pequeña falleció apenas un año más tarde víctima de una leucemia galopante.
Ludmila nos contó que la imagen de esa niña es una de las cosas que, aún hoy, la impulsa a seguir trabajando por su comunidad:
—Nos recomendaron que no volviésemos a las aldeas, que nos instalásemos en cualquier otro lugar, lejos de aquí. Pero no teníamos dónde ir, nuestros trabajos estaban aquí, nuestras casas, nuestras familias. Era muy fácil hablar, pero muy complicado dar soluciones. Paradójicamente, los mejor parados fueron precisamente quienes vivían en la zona de exclusión. Tuvieron elección y los realojaron en otras ciudades. Lo pasaron mal, les costó adaptarse. En algunos sitios los trataron como a auténticos apestados, pero la mayoría salió adelante. A nosotros no nos ofrecieron nada y tan sólo cuatro meses después, cuando se nos dijo que esto era seguro, volvimos.
La fisonomía de la ciudad había cambiado mucho en esos años. Algunos edificios, entre ellos varios colegios, tuvieron que ser demolidos y sus restos recogidos por excavadoras para abandonarlos en algún depósito dentro de la zona.
CHATARRA RADIACTIVA
Las autoridades ucranianas no informaron entonces de la magnitud de la tragedia y, en el fondo, siguen sin hacerlo ahora. «Y así estamos. ¿Cuánta radiación es segura? ¿Cuánta podemos soportar? Nadie lo sabe. Aquí somos conejillos de indias. Nunca se ha llevado a cabo una investigación cuidadosa por parte de médicos especializados para determinar los efectos sobre la salud de la exposición a la radiación a largo plazo. A falta de hechos, la gente cree los rumores, la propaganda, y su propia experiencia de primera mano que, aquí, en el fondo es lo que realmente cuenta».
En ese momento me volvió a asaltar la misma pregunta que llevaba rondándome por la cabeza hacía días: ¿por qué se queda la gente en ese lugar gris y desangelado? En realidad, a esa pregunta no se le puede dar una única respuesta, sino varias. En primer lugar está la falta de alternativas. En segundo lugar, un curioso sentido del deber que les lleva a perpetuar los profundos vínculos que tienen con aquella castigada tierra. En tercer lugar está la cuestión del empleo. Pero, en el fondo, la mayor parte se quedan debido a que éste es su hogar: «Por lo menos estamos en casa. Una gran parte de los evacuados de la zona fueron reubicados en Troeshina, un barrio a las afueras de Kíev. Allí se enfrentan a problemas de salud, desempleo, apartamentos llenos de gente y a un gobierno que parece haberlos olvidado. Es decir, igual que aquí. La diferencia es que nosotros estamos en nuestra tierra, la tierra de nuestros antepasados, no en un gueto».
En todo Ivankiv hay hombres como Mijailo Martiniuk, veterano de la evacuación de Chernóbil. Durante los días 2 y 3 de mayo de 1986 se le encargó la tarea de trasladar el ganado de una granja colectiva en Lelev (un pueblo a pocos kilómetros de la central). Nunca supo qué dosis de radiación llegó a absorber, entre otras cosas porque no se les facilitaron ni dosímetros ni instrumento alguno de medida. Se les dijo que la radiación en Lelev era de dos roentgens por hora. Él y sus compañeros pasaron cerca de veinticuatro horas allí. Todos se deshicieron de sus ropas antes de regresar a sus casas.
En cualquier caso, cuanto más cerca estaba de Chernóbil, menos peligroso me parecía. En lugar de la radiación, los habitantes de hoy en día tienen nuevos temores. Se preocupan por su futuro. Por mantener sus puestos de trabajo. Por conseguir oportunidades para sus hijos… Algunos, incluso, han intentado sacarle rendimiento al propio monstruo causante de su desgracia. En 2008, cuatro residentes de Ivankiv fueron declarados culpables de tratar de vender 15 toneladas de chatarra radiactiva procedente de la zona de exclusión de Chernóbil. La radiación en esos desechos era cientos de veces superior a los límites permisibles.
Claro que si imaginamos que estamos ante un movimiento desesperado y puntual de unos pobres que no vieron otra salida para alimentar a sus familias, no podríamos estar más equivocados. La Oficina del Fiscal de Ucrania puso de manifiesto que esos hechos eran fruto de la delincuencia organizada y la corrupción en el Servicio de Seguridad ucraniano. De hecho, dos de las personas involucradas eran miembros de la policía.
El artículo 267-1 del Código Penal ucraniano cubre las violaciones de la seguridad radiológica al retirar los elementos de la zona de exclusión sin autorización legal, con el propósito de comerciar con ellos. Lo cierto es que el comercio de chatarra y cualquier cosa que no esté clavada al suelo en la zona de exclusión se ha convertido en uno de los motores de la economía sumergida de Ivankiv, de la misma manera que el contrabando lo es en algunas localidades del sur de España.
De hecho, una de las primeras advertencias que nos hicieron en Kíev fue: «No compres nada de segunda mano sin pasarle un contador Geiger». Los saqueadores comenzaron a actuar desde los primeros momentos de la evacuación. En el mercado negro de Kíev comenzaron a aparecer televisores, frigoríficos y hasta ropa de cama contaminados. El asunto llegó a ser tan grave que patrullas del ejército equipadas con medidores recorrieron casa por casa toda la ciudad en busca de elementos contaminados. Llegaron a encontrar mantas en cunas de bebés. Desde entonces, el goteo ha sido constante y, a pesar de los esfuerzos de las autoridades, nunca ha podido ser detenido del todo. La zona es un inmenso yacimiento de cobre, acero, hierro, aluminio… materiales todos ellos muy valiosos que siempre encuentran comprador, incluso si están contaminados.
LA FRUTA PROHIBIDA
Terminado el desayuno, bajamos a la calle donde ya nos esperaba la furgoneta y el conductor que nos llevarían a Chernóbil. Esta vez no podría ser Sasha nuestro compañero de aventuras. La entrada a la zona está restringida a vehículos y conductores autorizados que ya han hecho esa ruta centenares de veces. En este caso nos acompañaría Víktor, un hombre con aspecto de figurante malvado de película que no hacía en absoluto justicia a su afabilidad y buen corazón, y que no sólo conocía la zona de sus muchas incursiones llevando visitantes, sino que, en 1986, fue uno de los 46 000 habitantes evacuados de Prípiat. Su vehículo era casi una capilla, del salpicadero, el retrovisor y hasta del techo colgaban toda clase de iconos, cruces y estampas de santos.
—Son mi escudo antirradiación —me dijo cuando le pregunté—, y, de momento, me han ido muy bien. Entro en la zona prácticamente todos los días, y mi salud es de hierro. Con el tiempo vas conociendo los lugares por los que no hay que pasar, o los que es mejor atravesar pisando el acelerador a tope, eso también ayuda.
Le pregunté si la gran pantalla instalada sobre el salpicadero era un GPS… Me sonrió con condescendencia y me dijo que no, que era un DVD:
—Muchas horas muertas esperando.
La marca del aparato también me llamó la atención, Orión, no lo había oído nunca… El chófer esta vez rió con ganas:
—Jajaja, aquí todo es Orión, o Apolo, o cualquier cosa que suene a constelación. Son cosas low cost que vienen de China. No podemos permitirnos nada de Sony o Apple. Funcionan bien, pero no suelen ser ni bonitas ni resistentes. Diseño y materiales. Ahí es donde ahorran. Vosotros con la crisis deberíais tener cuidado. Un día eres Sony, y al siguiente Orión. A veces me da por pensar que todo es una conspiración de los chinos… Quieren un mundo low cost para que la gente no tenga más remedio que comprar sus mierdas.
—Entonces, ¿a ti te evacuaron de Prípiat?
—A mi familia y a mí, sí…
—¿Y cómo fue aquello?
—Repentino… Vimos una hilera muy larga de autobuses y camiones que se dirigían hacia Chernóbil. Todo medio de transporte capaz de llevar gente que había en Ucrania se dirigía a Chernóbil. Era una fila muy larga. Según recuerdo, nos dijeron que estaba prohibido salir de los vehículos debido a que el aire estaba contaminado, pero la gente no lo comprendía. La hilera de autobuses y camiones se movía muy lentamente. En algunos lugares, incluso se detenía durante cinco o diez minutos. De modo que muchos salían de los vehículos y cogían manzanas y peras, que crecían en los árboles. Prípiat era una ciudad hermosa, con árboles frutales plantados en las calles. Los que comieron de aquella fruta enfermaron.
DITIATKI
Atravesamos Ivankiv hasta llegar a una zona de casas nuevas de planta baja, donde nos detuvimos frente a un edificio de tejado color verde botella. El conductor del vehículo se dirigió al edificio y penetró en su interior. «Tiene que recoger el permiso», me comentó Edu antes de que le preguntara. Efectivamente, al poco rato el conductor salió de nuevo acompañado de una espectacular rubia, que, por su aspecto y atuendo, encajaba más en una discoteca de Kíev a altas horas de la madrugada que en las tristes calles de Ivankiv a primeras horas de la mañana. Era una funcionaria del Ministerio de Situaciones de Emergencia, gestor de la zona de exclusión, y en su mano llevaba una hoja de fax llena de firmas y sellos indescifrables. Era nuestro ansiado permiso.
El conductor arrojó el papel despreocupadamente sobre el salpicadero y continuamos camino. A la salida de Ivankiv nos detuvimos en una gasolinera para llenar el depósito, una precaución elemental si teníamos en cuenta que en todo aquel pequeño país que era la zona no había ni un solo lugar en el que proveerse de combustibles. No tenía por qué suceder nada, pero, desde luego, si había un lugar donde no hubiera querido verme tirado sin combustible, ése era, precisamente, la Zona.
Finalmente salimos de Ivankiv en dirección a la Zona. No tardé en descubrir que, en contraste con la vía que conducía de Kíev a Ivankiv, la carretera que iba a Chernóbil estaba libre de tráfico. Los kilómetros iban transcurriendo sin que viéramos un solo coche en ningún sentido. Ahora sí que comenzábamos a tener la sensación de adentrarnos en la zona muerta.
Nos desplazamos a través de paisajes idílicos, casi llanos, tan sólo alterados por suaves colinas. Los campos de maíz y los mares dorados de trigo diseminados a través del paisaje destacaban entre las islas de pinos, álamos y abedules.
A las 10.30 llegamos al puesto de control Ditiatki, que se encuentra en la frontera de la zona de treinta kilómetros —también conocida como la zona de extrañamiento o área de reasentamiento obligatorio—. Una vez que llegamos al puesto de control, dos soldados con uniforme de camuflaje azul nos hicieron bajar de la furgoneta y nos miraron con detenimiento. Uno de ellos gruñó: «Po-russki?». Todo el mundo permaneció en silencio hasta que Zenaida comenzó a hablar con él en tono recriminatorio. Lo poco que pude entender fue que éramos visitantes importantes y debía tratarnos con un poco más de consideración.
En el puesto esperaban pacientemente algunos conductores y un camión a que los soldados revisaran sus papeles. Por su actitud paciente, debían de estar acostumbrados al trámite. No parecían ponerles especialmente nerviosos las señales de «peligro, radiación» que podían verse dondequiera que fijases la vista. Lo que sí parecía incomodar visiblemente a todo el mundo era la cámara de mi compañero Marcos. Por lo demás, el lugar parecía el típico puesto fronterizo menor, aunque en este caso no se trataba de una frontera entre dos países, sino entre el «mundo normal» y «otra cosa». A la izquierda del camino, un gran mapa de la zona de exclusión marcaba en rojo intenso las zonas más peligrosas, aquellas que debían evitarse, aquellas a las que precisamente íbamos nosotros. Le entregamos los pasaportes al guardia, que los verificó meticulosamente con una lista impresa de los visitantes autorizados. A pesar de ser «visitantes ilustres», lanzaba ocasionales y furibundas miradas a Marcos, que le seguía filmando con la cámara hasta que ya no pudo más y se encaró con él: «Como sigas grabando me quedo con la puta cámara y aquí no entra ni Dios…».
Mensaje captado. Después de esperar durante cinco minutos regresamos a la furgoneta, que se puso en marcha por un camino lleno de baches hacia la ciudad de Chernóbil. Nuestro conductor nos contó que no había habido muchos problemas porque habíamos ido en un día tranquilo. La situación era muy distinta en las fechas próximas al aniversario del accidente nuclear. En esas fechas, los guardias del puesto de control Ditiatki no tienen más remedio que abandonar su tranquila rutina por el aumento desmesurado del flujo de visitantes. Esos días, un gran número de personas, en su mayoría antiguos residentes de la zona, desean visitar su antigua casa, o el cementerio con las tumbas de sus familiares.
LOS TRABAJADORES
Mientras pasábamos el control de pasaportes un autobús blanco, viejísimo, pasó por la barrera sin apenas detenerse y sin que los soldados le pusieran la menor objeción. Eran los trabajadores de uno de los turnos de la central, que desde las ventanillas del autobús nos miraban con cierta curiosidad y hasta saludándonos con la mano. Aquellos hombres y mujeres, la mayoría de ellos de aspecto sencillo y mediana edad, eran los encargados de la supervisión del sarcófago, del mantenimiento de las instalaciones y del desmantelamiento de los tres reactores restantes de Chernóbil.
Miles de trabajadores al día toman los autobuses que les conducen desde sus hogares en Slavutich, a través de 55 kilómetros de bosques despoblados y pantanos en el norte de Ucrania, hasta su lugar de trabajo. Casi 4000 personas trabajan en Chernóbil, custodiando el destruido reactor número 4 y llevando a cabo las labores de parada y desmantelamiento de los tres reactores supervivientes. Entre los equipos de construcción que trabajan en esta delicada tarea está el de Alexandr Nikoláievich Plotnikov, gerente de Proyectos de Ingeniería Utem, una empresa contratista afincada en Bucha.
Los niveles de radiación son como un parte meteorológico, cambian de día en día y de zona en zona, y su medición es imprescindible para determinar el tipo de equipo de protección que deben llevar y cuánto tiempo se permite que los trabajadores trabajen en un área en particular.
La empresa Utem participó en la construcción de la central desde sus inicios hasta su finalización, un par de años antes del accidente. Entre los contratistas locales se intentan repartir un botín de 1400 millones de dólares con los que está dotado el Plan de Implementación del Refugio, bajo el que se engloban las acciones destinadas a aislar de forma segura el reactor destruido. Todos por allí saben que Utem es la empresa que se lleva la parte del león: «Nadie en el mundo, jamás, ha llevado a cabo un trabajo como éste en un lugar como éste», afirmaba Plotnikov no sin cierto orgullo. Tras haber mantenido una larga relación con Chernóbil, Utem conoce la central a la perfección, pero, al igual que otras organizaciones y empresas ucranianas, tuvo que adaptarse a marchas forzadas a los métodos occidentales. Ahora es una sociedad anónima, pero Utem se creó después de la Revolución rusa para aplicar el plan de electrificación soviética de Lenin.
La amenaza omnipresente de la radiactividad convierte a Chernóbil en un lugar de trabajo único. El personal de Chernóbil está constantemente expuesto, en mayor o menor medida, a las radiaciones ionizantes, así como a la contaminación del aire y de los cuerpos sólidos (tierra, escombros, maquinaria, edificios). Los tiempos de trabajo diario de los equipos pueden variar desde segundos hasta horas. El límite jurídico de exposición a las centrales nucleares de Ucrania es de un promedio de 2000 milirem por año durante cinco años, siempre que no exceda de 5000 milirem en un solo año. Como medida de precaución, los equipos de Chernóbil operan al 70 por ciento de dicho límite.
Las jornadas laborales de Chernóbil se encuentran marcadas por los controles de radiación. Las cuadrillas pasan a través de los controles de radiación para obtener el recuento total de cesio-17 a la entrada y la salida de cada turno. En todo momento llevan ropa de protección, que va desde trajes impermeables de cuerpo entero con respiradores a monos de algodón y abrigos, en función del riesgo del trabajo y del día.
Los dosímetros de solapa, que registran las exposiciones mensuales, son obligatorios. En áreas de más riesgo, también se usan aparatos que muestran la acumulación de la radiación en tiempo real. Los trabajadores extranjeros llevan un dosímetro adicional para su control por los países de origen. Son muchos los que llegan de otros países a trabajar en la central. No todo el mundo en Ucrania, a pesar de que los salarios son altos, está dispuesto a trabajar allí, así que Chernóbil se ha convertido en el único lugar de inmigración en un país de emigrantes. Cualquier empleado que planee trabajar en el sarcófago tiene que someterse a un examen biomédico que dura tres días. Alrededor del 40 por ciento no lo superan.
Como incentivo, los equipos hacen turnos de 15 días actividad y 15 de descanso. Tienen derecho a vacaciones más largas que los demás trabajadores y a una jubilación más temprana. También hay incentivos de hasta un 25 por ciento según el riesgo y otros factores. Los candidatos seleccionados, a continuación, deben someterse a una cuarentena de 40 horas, que se aprovechan para darles un cursillo de seguridad. En ocasiones, los trabajadores nuevos no entienden la diferencia entre trabajar en el sarcófago y en cualquier otra obra. Las instrucciones de seguridad a veces caen en saco roto y el personal de seguridad ha encontrado a trabajadores que no llevan dosímetros o los manipulan para ampliar los horarios de trabajo permisible. Afortunadamente, hasta el momento, no ha habido ningún accidente grave, después de más de seis millones de horas de trabajo.
El autobús blanco se alejó con su cargamento de trabajadores y nosotros subimos a la furgoneta, una vez recibido el visto bueno de los guardias. El conductor nos advirtió: «No es bueno soliviantarlos… Los mismos que te encuentras a la entrada suelen estar a la salida. Entrar en la zona es fácil, sólo hay que tener un papel. Pero son ellos los que deciden quién sale y quién no, y en qué condiciones. No es agradable que se queden con tu ropa porque esté presuntamente contaminada, y mucho menos lo es recibir una ducha química. Mejor no soliviantarlos». Soliviantados o no, el caso es que finalmente nos abrieron la barrera, que la furgoneta atravesó perezosamente. Por fin estábamos en la Zona…