7. PRÍPIAT
Salimos de la central por una carretera empapada por el intenso chaparrón que había tenido lugar hacía unos minutos. Habíamos tenido una suerte doble. Por un lado, parece que la lluvia nos iba a respetar el resto del día y podríamos llevar a cabo nuestro trabajo sin más complicaciones. Por otro, el tremendo aguacero había servido para asentar todo el polvo radiactivo en suspensión que debe de haber en Prípiat, haciendo nuestra visita mucho más segura. En la carretera desierta nos cruzamos con un hombre con paraguas que ni siquiera miró nuestra furgoneta. Una visión insólita que a nosotros tampoco nos llamó ya la atención, saturados por la falta de lógica de todo cuanto sucede en la zona.
A la entrada de Prípiat nos encontramos con un nuevo puesto de control, que atravesamos sin problemas. Nada más pasar la barrera, alguien ha colocado en el primer cruce un gran crucifijo en cuyo alrededor se han depositado varios ramos de flores, acrecentando nuestra sensación de que el lugar que íbamos a visitar es realmente un cementerio. Entrando a Prípiat desde el sur, los visitantes son saludados con unas estrofas del himno de la Unión Soviética escritas en letras de gran tamaño sobre la fachada de un edificio: «Partiya Lenina, sila narodnaya / Nas k torzhestvu kommunizma vedyot!» («Partido de Lenin, voluntad del pueblo, / condúcenos a la victoria del comunismo»).
Aún tardé algún tiempo en darme cuenta de que habíamos entrado en la ciudad. Parecía que estuviéramos en una carretera que atravesara un denso bosque, sólo que el bosque era Prípiat. Los árboles se han adueñado de todo, creciendo hasta en el mismo pavimento. En sólo veinticinco años, la ciudad se ha convertido en una pequeña pero tupida selva en la que los edificios y las plazas aparecen de improviso, ocultos por la vegetación.
El nivel de radiación subía de manera escandalosa. Estábamos pasando por una mancha radiactiva. Mientras nos adentrábamos en la ciudad, Zenaida se puso súbitamente seria. «Es la segunda vez que vengo aquí después del accidente… No volveré jamás». Casi como si no estuviéramos, rememoraba: «Se trataba, posiblemente, de la ciudad más hermosa de la Unión Soviética». Era como un oasis de color en medio de un país donde dominaban los grises. Sus habitantes, que en su gran mayoría trabajaban para la central, disponían de un nivel de renta sorprendentemente alto para la Unión Soviética.
El nombre de la ciudad se deriva del nombre del río. La biografía de la ciudad de Prípiat comienza el 4 de febrero de 1970, cuando los constructores cavaron la primera palada de tierra destinada a la creación de los cimientos de uno de los edificios. La elección del lugar para la ciudad, si dejamos aparte las cuestiones de seguridad, era óptima, debido a la existencia previa de una cercana estación de tren, una importante carretera, el río y, por supuesto, la central nuclear.
La construcción de los edificios y las infraestructuras se efectuó en un tiempo récord, ya que la obra fue llevada a cabo por las brigadas de choque de construcción de la Unión Soviética. A petición expresa del partido, llegaron albañiles y técnicos de todos los rincones de la Unión Soviética. Prípiat fue organizado en microdistritos distribuidos según un patrón radial alrededor del centro de la ciudad. En Prípiat, casi por primera vez en la Unión Soviética, se utilizaron señales, paneles luminosos y cerámica decorativa en las fachadas de los edificios. La belleza de la ciudad construida para los trabajadores nucleares se debía, entre otras cosas, a que no se reparó en gastos y a que la construcción estuvo a cargo de algunos de los mejores arquitectos de la Unión Soviética.
El enfoque creativo permitió que cada árbol y arbusto se incorporara armónicamente al paisaje de la ciudad. En Prípiat había muchos lugares hermosos para el esparcimiento de la población, formada por gente de trece nacionalidades distintas. Las primeras calles de la ciudad recibieron nombres como calle del Entusiasmo o calle de la Amistad de los Pueblos.
EL REGRESO DE LOS ANIMALES
La ciudad era una de las más hermosas de Ucrania. Se construyó un centro cultural, una librería, un cine, un hotel, cuatro bibliotecas, una escuela de arte con una sala de conciertos, un complejo sanitario y centros de enseñanza secundaria y profesional, una delegación de la prestigiosa escuela de ingeniería técnica Kuibishevsk, cantinas, cafés y tiendas. Así mismo, se edificaron más de diez jardines de infancia. Los planificadores de la ciudad prestaron especial atención a la creación de una amplia variedad de escuelas de preescolar e instalaciones deportivas, debido a que la edad media de los residentes de la ciudad era de tan sólo veintiséis años. Con la tasa actual de natalidad resulta difícil de creer, pero cada año nacían en Prípiat más de mil bebés. La ciudad era un constante desfile de cochecitos de bebé, con madres y padres paseando continuamente por las calles con sus hijos.
Cruzamos enormes avenidas flanqueadas por edificios de viviendas, igualmente imponentes, que superan la decena de pisos. Era como avanzar por un museo al aire libre. Finalmente llegamos a la plaza Lenin, el centro de la ciudad, una gran extensión, antaño diáfana y actualmente cubierta de árboles y matorrales que han aprovechado las grietas del pavimento para arraigar. Allí están el Palacio de la Cultura, el hotel Polissia, un restaurante, decenas de edificios de apartamentos, erigidos entre tiendas y quioscos. Al fondo, un par de edificios todavía conservan sus azoteas coronadas por una hoz y un martillo gigantescos. La sensación de soledad es máxima.
Nos adentramos poco a poco entre las ruinas de los edificios altísimos en los que vivían miles de personas, los colegios y parques donde los niños jugaban esperando que llegara el día de subir a la noria del parque de atracciones que nunca se llegó a inaugurar.
Un silencio sepulcral reinaba en esta Pompeya de la era nuclear, en la que el tiempo se detuvo a la 1.24 del 26 de abril de 1986. El guía avisó de que extremáramos las precauciones y nos atuviéramos a la observación escrupulosa de las normas que nos había dado, ya que en la zona «hay fuentes abiertas de radiaciones ionizantes dispersas por todas partes».
En ausencia de personas, los jabalíes, caballos y águilas se han adueñado de la ciudad. Los retornados se quejan de que los lobos han llegado a ser tan audaces que entran en sus jardines y matan a sus perros guardianes. «Es un hecho, la zona de Chernóbil es ahora de facto una de las mayores reservas de vida silvestre en Europa —nos comentó nuestro guía—. Esto no quiere decir que la radiación no sea un peligro, que lo es». La naturaleza ha logrado mucho en este lapso de tiempo de apenas veinticinco años. Tanto es así que, entre el pequeño ejército de científicos destacados en Chernóbil, hay un número de biólogos estudiando este peculiar ecosistema, como Oleh Bondarenko: «Hemos visto la reconstitución de la vida entera, de toda la pirámide ecológica, desde los organismos unicelulares hasta llegar a la cúspide con los depredadores». Todo el catálogo de la fauna europea, desaparecido ya en muchos bosques del continente, ha regresado a Chernóbil con colonias importantes de alces, corzos, ciervos, tejones y otras especies. Los jabalíes —lo suficientemente inteligentes como para arredrarse ante las cercas de alambre de púas y los signos de «prohibido el paso» que separan la zona de Chernóbil de las tierras de cultivo adyacentes— hacen incursiones frecuentes fuera de la zona en busca de trigo y maíz. Últimamente se han vuelto mucho más osados y llevan a cabo estas misiones de forrajeo incluso durante el día.
Sin embargo, la vida de la mayoría de los animales en la zona es armónica y se autorregula con la eficacia que sólo puede conseguirse en ecosistemas no alterados por el ser humano. Las poblaciones de carnívoros han crecido en la misma medida que las de los herbívoros: «Las especies cazadas en esta región han regresado a su nicho natural y a sus poblaciones lógicas sin la intervención del hombre —nos contaba Olexandr Tupik, funcionario forestal de Ivankiv—. Lobos, martas, linces, zorros, y hasta lucios, todos ellos existen ahora en cantidades que nadie puede recordar». Los roedores han sido los grandes perdedores de esta batalla. A falta de campos de cereales para saquear y víctimas de poblaciones crecientes de depredadores saludables, el número relativo de conejos, ratas y ratones es más bajo en la zona de exclusión de Chernóbil que en prácticamente cualquier otro lugar de Europa. Los castores son la excepción, ya que eran los humanos y no los depredadores su gran problema para prosperar.
Gorriones, palomas, moscas y cucarachas —en definitiva, todas aquellas especies que se alimentan de desperdicios humanos, o subproductos agrícolas— también son mucho menos comunes alrededor de Chernóbil que en el exterior. Pensaba en todo eso cuando vi una pareja de cigüeñas en un nido ubicado sobre una torre de alta tensión (una de las líneas que solían llevar electricidad de Chernóbil a Polonia). Dentro de poco alzarían el vuelo y pasarían el invierno en África. Dudo mucho que nadie que las vea en la sabana pudiera sospechar dónde han pasado el verano aquellas aves.
La imagen no fue ni mucho menos tan idílica durante las primeras semanas y meses después del desastre, cuando los niveles de radiación eran mucho, mucho más altos. Algunos animales en las zonas más afectadas murieron o dejaron de reproducirse. Los embriones de los ratones simplemente se disolvían en los vientres de sus madres, mientras que los caballos abandonados en un radio de seis kilómetros alrededor de la planta de energía murieron con sus glándulas tiroides desintegradas. El ganado de toda la zona sufrió un importante retraso en el crecimiento debido también a los daños en la tiroides; pero la siguiente generación, sorprendentemente, no parecía presentar ninguna característica anormal. En la actualidad, lo normal es que los animales sean radiactivos —demasiado radiactivos para que los seres humanos los puedan comer con seguridad—, pero, sin embargo, estén sanos. Hay una distinción que debe hacerse entre los animales que permanecen en un solo lugar, como los ratones, y los animales más grandes —alces, por ejemplo— que se mueven dentro y fuera de la tierra contaminada, deambulando por grandes áreas de terreno. De hecho, los animales que vagan terminan con una dosis más baja de radiación que los animales atrapados en un punto en el que la radiación es intensa.
En cualquier caso, todo a mi alrededor parecía indicar que la madre naturaleza estaba reclamando de nuevo esa tierra tras los errores catastróficos cometidos por los humanos, condenándola a la contaminación durante los próximos siglos. Irónicamente, la única especie en la Tierra que parece no poder regresar a la zona y vivir en libertad es el ser humano. Nosotros somos los responsables del desastre, y creo que es apropiado que tengamos prohibido permanecer aquí. Es un castigo muy leve en proporción a la ofensa, y no sé si suficiente para que, como especie, podamos aprender las lecciones que necesitamos sobre la energía nuclear y lo que sucede cuando no se trata a esta poderosa fuerza que es la naturaleza con el respeto que merece.
EL HOTEL POLISSIA
Uno de los edificios que enmarcan la plaza es el hotel Polissia. Era el único hotel de la ciudad, aunque había planes para construir otros. Según me acercaba, descubrí en uno de los laterales las siluetas pintadas de unos niños jugando a la pelota. A pesar de que es un ambiente terriblemente triste y trágico, Prípiat resultaba fascinante. Es un fruto prohibido, que tienta a todo tipo de gente creativa como los grafiteros anónimos, cuyo trabajo decora, ilustra y, en contados casos, ensucia la ciudad. Todas las imágenes que se muestran en los muros se encuentran dispersas por la ciudad de Prípiat. La mayoría de grafitis que pude ver en Ucrania se caracterizan por sus colores brillantes y temáticas alegres, cuando no lascivas. Los grafitis de Prípiat, en cambio, muestran obsesivamente figuras fantasmales en blanco y negro, muchas de las cuales representan de forma evidente escenas de dolor y sufrimiento. Los artistas dicen que sus imágenes simbolizan la pérdida de la inocencia. La mayoría representan niños, o por lo menos las sombras que dejaron atrás, en las más variadas actitudes, haciendo cosas como llorar, gritar o jugar. Otros muestran las sombras de los saqueadores que se llevaron de la ciudad todo lo que no estaba clavado al suelo y algunas cosas que sí lo estaban.
Algunas personas reaccionan ante los grafitis de Chernóbil con indignación. No lo entiendo. Sin embargo, otros ven el mensaje que hay tras ese arte. Los grafitis en Prípiat son algo bello en medio de un mundo que se pudre ante nuestros ojos. Son fantasmas que deambulan por las calles abandonadas debido a la negligencia de la humanidad. Los artistas responsables de los grafitis de Prípiat no reciben ninguna compensación económica por su arte. No buscan reconocimiento, ya que sus imágenes son anónimas. Gastan su propio dinero, donan su tiempo, y no reciben ninguna recompensa. Su mensaje es para toda la humanidad.
Los escalones de la entrada del hotel habían sido arrancados.
—¿Estaban contaminados? —le pregunté a nuestro guía, que me miró como diciendo «¡qué pardillo eres!».
—No especialmente… Pero eran de mármol… Ya sabes, los saqueadores…
La recepción estaba literalmente reducida a escombros y el único rastro que quedaba de que aquello fue una vez un hotel era el mostrador que yacía tirado y destrozado en un rincón. El estado de deterioro que presentaba todo era sorprendente. En algunas paredes, la pintura, prácticamente, había desaparecido. Fui subiendo pisos con la intención de alcanzar la azotea. No hacía otra cosa que pisar cristales rotos. Extremé las precauciones al caminar. Las ventanas del hueco de la escalera conservaban cristales rotos afilados como cuchillas: una caída hubiera tenido consecuencias muy desagradables.
Las habitaciones eran tan pequeñas como la de mi hotel en Kíev y supuse que su decoración sería igual de espartana. Y lo «supuse» porque todas y cada una de ellas habían sido meticulosamente vaciadas de todo contenido por los saqueadores. Al entrar en una de ellas descubrí una sorpresa que me hizo darme cuenta de hasta qué punto es firme el propósito de la naturaleza de reconquistar ese terreno. En una habitación había plantado un abedul, que había arraigado en el suelo y cuyas ramas ya casi rozaban el techo.
Unas plantas más arriba descubrí la sala que debió de ser el cuartel general de los científicos enviados por el Kremlin. En el suelo había una auténtica montaña de cuadernos y publicaciones técnicas en cirílico. Números y fórmulas llenaban casi todas las hojas. También vi por primera vez una de las famosas máscaras llamadas «hocicos de cerdo». Viendo una de cerca me di cuenta de que tenía más que ver con las mascarillas que utilizan los pintores que con una máscara de gas. Se trataba de un simple filtro que impedía que se aspirara el polvo radiactivo.
Un par de habitaciones más allá aún quedaban algunas estanterías con parte de la documentación manejada por los técnicos. Unas gotas de agua me cayeron en el cogote. Evidentemente había goteras tras el chaparrón de hacía un rato. Pero al levantar la vista descubrí que había algo más que goteras. En sólo veinticinco años se habían formado estalactitas de tamaño considerable en el techo.
Vagando por los corredores del hotel, por primera vez sentí una sensación que se haría habitual en las horas que pasamos en Prípiat. Era como si no estuviera solo, como si constantemente estuviera siendo observado, vigilado. Se trataba de un malestar completamente real, que dudo mucho que fuera fruto de la sugestión. De hecho, fue algo tan intenso que voy a proponer un experimento. Lo ideal es encontrarse solo en casa, tanto da que sea de día o de noche. En Internet se pueden encontrar cientos de buenas fotografías de Prípiat. Elige una que te guste. Concéntrate en ella, en cada detalle. Intenta imaginarte en ese lugar que has elegido… Si te consigues meter lo bastante en la fotografía, la sensación de sentirte observado aparecerá inmediatamente, como un olor característico que llevara pegado ese lugar. Los veteranos de Chernóbil —guías, antiguos visitantes, etcétera— saben perfectamente a lo que me refiero. Allí lo llaman «la presencia del diablo».
Finalmente alcancé la azotea, desde la que se tenía una vista inmejorable de la ciudad y de su estado actual. En ella también habían arraigado un par de abedules, mucho más robustos que el de la habitación de abajo. A mis pies se extendía un verdadero mar de árboles, con hojas de un verde intenso como pocas veces he visto en mi vida. De esta selva sólo emergían los edificios más altos. Prípiat aún seguía ahí abajo, pero iba a tener que buscarlo…
A lo lejos divisé la estación de tren de Yánov, uno de los lugares que sé que no podré visitar. El acceso a esta área requiere un permiso especial de Chernobyl Interinform. Al parecer, los vagones y locomotoras que duermen allí han absorbido cantidades muy peligrosas de radiación, aunque también hay rumores de que existen otras razones. Yánov fue un punto clave para que los efectivos llegaran en tren a Prípiat en las primeras horas después de la explosión. Los trenes de Yánov también sirvieron para diseminar accidentalmente cierta cantidad de polvo radiactivo por toda la Unión Soviética. Nuestro guía nos explicó que las personas que llegaban a la estación entre el momento de la explosión y el de la evacuación eran devueltas sin más explicaciones a sus estaciones de origen.
ENERGETIK
Salimos del hotel y nuestra siguiente parada fue en el centro cultural, que lleva el curioso y desafortunado nombre de Energetik. El Palacio de la Cultura es una institución típica del Bloque del Este. Estos enormes edificios fueron el punto de encuentro para que la población pudiera disfrutar de todo tipo de actividades recreativas, deportes y artes. Por supuesto, también se utilizaban para el adoctrinamiento político. El Palacio de la Cultura típico, por lo general, incluía una sala de cine (algunas de ellas con varias pantallas), una sala de conciertos, salas de baile, una piscina, salas de estudio, un ring de boxeo, habitaciones con una variedad de instrumentos musicales, una zona con herramientas y todo tipo de material de bricolaje y muchas cosas más. El Palacio de la Cultura de Prípiat era uno más de los 137 000 que había en la Unión Soviética.
Energetik, el Palacio de la Cultura local, estaba ubicado en la plaza central de Prípiat, y hoy en día es uno de los lugares más visitados en la ciudad abandonada más famosa del mundo. Una de las razones es que Energetik está de camino a uno de los reclamos favoritos de Prípiat, la noria del parque de atracciones; el otro motivo es que el edificio ofrece una gran variedad de elementos diferentes en un espacio relativamente pequeño. Cruzando la plaza Lenin, fui sorteando arbustos en dirección a Energetik. Zenaida llegó hasta mi altura y me preguntó si tenía idea de qué eran esos molestos arbustos… Con cierta alarma, preguntándome si habría tocado algo venenoso o en peligro de extinción, o vaya usted a saber, le contesté que no. La respuesta me dejó boquiabierto: «Son rosales silvestres».
Ya he mencionado un par de veces que Prípiat es una ciudad construida a capricho. Uno de los lujos que se llevaron allí, impensables en cualquier otro lugar de la Unión Soviética, fueron treinta y tres mil rosales con los que decorar las calles y jardines. Con la evacuación, los rosales quedaron tan abandonados como todo lo demás. Pero ellos no sólo salieron adelante y sobrevivieron a pesar de la ausencia de sus jardineros, sino que su descendencia mutó y se adaptó al entorno, convirtiéndose en rosales silvestres que, en primavera, convierten Prípiat en un jardín que contrasta con la belleza única y triste que hace de Prípiat lo que es hoy. Entré en el Palacio de la Cultura consciente de que, en cualquier otro lugar en el mundo, la exploración de este edificio hubiera tomado horas, mientras que aquí me tendría que conformar con unos minutos…
El Palacio de la Cultura estaba en muy mal estado. Como en la mayoría de otros edificios de la zona, no conservaba ni una ventana intacta, por lo que la complicada climatología de Prípiat —hasta 40 grados centígrados en verano, menos 20 en invierno— ha ido haciendo mella en el interior, y me temo que los turistas que visitan el lugar esporádicamente no ayudan gran cosa a su conservación, más bien al contrario. La mayoría de las salas habían sido destrozadas y saqueadas a conciencia. La sala de cine era apenas reconocible. Allí también había arbustos y pequeños árboles que crecían en el interior de algunas habitaciones. Las pinturas murales se desmoronaban a ojos vista… Uno de los pisos del centro cultural era una biblioteca. Los libros seguían allí, amontonados en el suelo y para atravesar la sala tuve que pasar por encima de ellos, resbalando y tropezando. Me sentía culpable por el pisoteo de los libros, pero no creo que nadie vaya a regresar para leerlos…
Marcos se me había perdido por enésima vez ese día. Recorrí el palacio llamándole a gritos, con la «presencia del diablo» pegada a la espalda. Al doblar un pasillo me lo encontré de bruces: «Tío, no sé si me he metido en un sitio que no debía, pero he pillado unos planos alucinantes…».
Marcos había encontrado el lugar en el que se almacenaban las pancartas y banderas del desfile del Primero de Mayo que nunca se llegó a celebrar. Una habitación llena de consignas patrióticas falsas y retratos de líderes que no supieron dar la talla cuando de verdad los necesitó su pueblo.
LA NORIA
Sin lugar a dudas, la zona más interesante para visitar en Prípiat, la más sugerente, la que se ha convertido en la postal de este desolado paisaje, es el parque de atracciones, situado detrás del Palacio de la Cultura, en pleno centro de la ciudad. El parque, modesto, pero un verdadero lujo en términos soviéticos, constaba de cuatro atracciones: los autos de choque, unos grandes columpios, un tiovivo y una noria. Curiosamente, estaba previsto que el parque de atracciones abriese sus puertas el 1 de mayo de 1986, cinco días después de la explosión nuclear. Todo el mundo cree que esas atracciones no han sido usadas jamás, pero recientemente he podido averiguar que eso no es así, e incluso he podido contemplar imágenes de niños arremolinándose ante ellas contemplando cómo otros más afortunados disfrutan de su viaje. Parece ser que el parque de atracciones abrió durante las treinta y seis horas previas a la evacuación de emergencia para mantener entretenidos a los residentes de Prípiat, especialmente a los niños. A día de hoy nadie lo recuerda a ciencia cierta. ¿Cómo sabemos que eso fue así? La fuente principal es Inolvidable, una película amateur de Mijaíl Nazarenko rodada en Prípiat el 26 y 27 de abril de 1986. Además de muchas escenas de la vida cotidiana en Prípiat, la película muestra tres planos del parque de atracciones en funcionamiento.
En esta zona de la ciudad la atmósfera es mágica, como si entrases en un lugar especialmente destacado incluso en aquella fantasmagórica ciudad. Un sueño dentro de un sueño. Por un lado, en el parque de atracciones el silencio, omnipresente en toda la ciudad, es sobrecogedor. No se puede oír nada. La brisa ocasional parece evitar esta zona y los escasos pájaros que cantan de vez en cuando en otros lugares de Prípiat enmudecen en esta explanada. Con este sentimiento, me encaré hacia la imponente noria que tantas veces había visto en imágenes y que ahora tenía ante mí. Supongo que la sensación de silencio opresivo tiene mucho que ver con lo que espera uno de un lugar como éste: ruido, música, risas y voces excitadas de niños. La falta de sonido, en presencia de aquella estructura monolítica, te hace mucho más consciente del significado del silencio. Éste es, probablemente, el verdadero corazón de la Zona, un lugar cuya presencia irá conmigo para siempre.
Los niveles de radiación en el parque no son en absoluto regulares. Por alguna razón, éste fue uno de los lugares más castigados de Prípiat. Cuando, por ejemplo, los militares midieron en su día la radiación de la noria, ésta era tan alta o más que la de los vehículos que actualmente descansan en el depósito prohibido. Afortunadamente, los liquidadores hicieron un gran trabajo, consiguiendo limpiar la mayor parte de la radiación del suelo, por lo que las áreas de hormigón son relativamente seguras. La lógica parecía indicar que la pista de autos de choque, una gran estructura metálica, con los coches todavía en su interior, tendría que ser una de las zonas más contaminadas. Sin embargo, nuestro guía me dijo que, de hecho, los autos de choque son relativamente seguros.
Con respeto, me fui acercando a la noria para colocarme al pie de esa imagen icónica. A medio camino, en un punto determinado, noté una sensación que no había tenido hasta ese momento y que espero no volver a sentir en mi vida. De repente, comencé a notar un intenso calor en la frente, el mismo que sentirías al sol un día de agosto. Pero no hacía sol, ni calor. El cielo continuaba nublado y el reciente chaparrón había refrescado el ambiente. «Es la sugestión», pensé. Pero cuando se lo comenté al guía, éste me miró con curiosidad y me pidió que le enseñara el lugar exacto donde había tenido esa sensación. Se lo mostré: «No, no ha sido la sugestión. Observa…».
Colocó el medidor en el suelo, justo en el punto que le había señalado y, para mi sorpresa, el aparato comenzó a emitir unos pitidos insistentes e intensos como en ningún otro lugar de Prípiat. Luego lo trasladó, apenas un par de metros más allá, y los pitidos cesaron de inmediato. En la explanada del parque hay varios parches de estos altamente radiactivos, debido, al parecer, a los aterrizajes de helicópteros durante las tareas de neutralización y limpieza después del accidente.
LA ESCUELA
La escuela de Prípiat es una de las zonas más trágicas de Chernóbil. Al entrar en la escuela, uno puede sentir la urgencia con que los niños fueron evacuados. Todavía se pueden ver sus pertenencias tiradas por doquier. Documentos y libros que se encuentran dispersos por todo el lugar. Ahora, el edificio de la escuela se ha convertido en hábitat de búhos y otros animales salvajes.
En esta escuela de Prípiat uno tiene la sensación de que está entrando en el mundo irreal. El ambiente está cargado. Las paredes y el techo están cubiertos de matorrales que se mimetizan con las paredes color verde musgo. El edificio está en bastante mal estado, aunque no tanto como la escuela número 1, que en julio de 2005 se derrumbó. Al parecer no había nadie en el edificio (ni siquiera en la ciudad) cuando se produjo el colapso, pero hizo que todo el mundo fuera consciente de que hay más peligros que acechan en la ciudad que los derivados de la radiación. Yo mismo temí por mi integridad en varios lugares. Los suelos de madera, en los edificios en los que los hay, se han deteriorado bastante. En algunos sitios me abstuve de seguir avanzando por el peligro de que cediera bajo mis pies.
Aquí todo lleva a pensar que el área fue alcanzada por una bomba. Muchas personas que han pasado por aquí creen que el estado ruinoso de este edificio sólo pudo ser causado por la explosión del reactor. Pero no es cierto. Sólo el tiempo, el descuido y el vandalismo han conducido a la destrucción que contemplé en ese momento.
Entré a través de un gran corredor que conduce a la entrada principal. Carteles antiguos y tablones de anuncios colgados en las paredes me recordaron con qué ilusión se esperaba allí el Primero de Mayo. Un largo corredor en el que aún quedaban las taquillas de los alumnos me llevó al comedor, cuyo suelo estaba repleto de pequeñas máscaras de gas del tamaño justo para ser usadas por niños. Fue una de las imágenes más divulgadas de Prípiat. Muchos han creído erróneamente que se trataba de máscaras utilizadas por los liquidadores. Basta tenerlas cerca para darse cuenta de que eso no es así. En realidad, aquellas máscaras formaban parte del equipamiento de todas y cada una de las escuelas soviéticas, en las que periódicamente se llevaban a cabo simulacros de ataque nuclear. Si esas máscaras fueron dejadas allí por los niños después de ser usadas durante la evacuación o por algún fotógrafo con pocos escrúpulos que quería componer una imagen dramática, nunca lo sabremos.
Fui de clase en clase, de pasillo en pasillo, hasta que escuché un fuerte golpe producido por un pedazo de pared desmoronándose y, poco después, otro. No era un lugar seguro para quedarse demasiado tiempo.
Me aventuré en otra ala de la escuela en la que se encontraba el gimnasio, que estaba lleno de balones desinflados. A través de la puerta, crucé el patio de la escuela, entré en otra ala del edificio y comencé a explorar los pisos superiores, donde encontré un par de aulas muy bien conservadas. En ellas había muchos trabajos de clase a medio hacer, como un collage de personajes históricos, otro con fotografías de los alumnos montadas sobre una nave espacial de cartulina y un gran número de ilustraciones de temática comunista.
En medio de ese caos de pupitres vacíos y libros abandonados reflexioné sobre hasta qué punto la educación fue un factor determinante en el drama de Chernóbil. En la Unión Soviética, la física nuclear era una rama privilegiada de la ciencia. Pero el sistema soviético de educación, lejos de ser humanista e integral, tendía a la superespecialización. En las aulas en las que se preparaban los futuros ingenieros sólo se hablaba de dos cosas: Marx y la ciencia. La formación humanística fue premeditadamente suprimida de los planes de estudio. A fin de cuentas, el ingeniero sólo tenía que entender de cifras, de rendimiento óptimo, materiales, física y química. No había ninguna necesidad de recurrir a los filósofos ni, mucho menos, a las cuestiones de ética y deontología profesional. El Estado no necesitaba gente que se preguntase por qué y para qué estaban haciendo lo que hacían. No necesitaba gente que dudase a la hora de pulsar los botones, que se plantease lo correcto o no de determinadas acciones. Esas cualidades indeseables sólo podían dar lugar a la desobediencia, la desafección, el sabotaje, la filtración de secretos y, en último término, la deserción. Así, las escuelas técnicas soviéticas se convirtieron en el caldo de cultivo de ingenieros y científicos sumamente diestros en sus materias, pero que no entendían ni de lejos las implicaciones profundas de su trabajo. El sistema soviético de educación de las élites técnicas no enseñaba nada que supusiera el más mínimo respeto por los seres humanos. Es uno de los casos más claros que se hayan dado jamás de lo que podríamos denominar como «ciencia sin conciencia».
En la jerarquía universitaria soviética, un profesor de física nuclear ocupaba la cima de la pirámide social, mientras que los profesores de historia y literatura eran poco menos que molestias toleradas por el sistema que habrían sido convenientemente eliminadas de no ser porque los historiadores eran necesarios para manipular la memoria histórica del pueblo soviético, y los literatos, siempre y cuando fueran afectos al régimen, resultaban útiles al esfuerzo propagandístico. Curiosamente, los extremos se acaban tocando y, en la actualidad, en el Occidente capitalista los sistemas universitarios que se vuelcan demasiado al mundo de la empresa, dando la espalda a la formación integral, pecan de los mismos males que aquejaban a la universidad soviética, con la diferencia de que aquel sistema era una meritocracia pura y dura, mientras que en Occidente, especialmente en las universidades privadas, hay muchos factores que cuentan aparte de la excelencia, desde la capacidad económica de la familia del alumno o, en el caso de las universidades estadounidenses, sus cualidades atléticas. La productividad, la eficiencia y el éxito se fomentan al tiempo que se suprimen otros elementos curriculares menos rentables para las grandes corporaciones. Los estudiantes aprenden una profesión determinada, obtienen un título y son productivos en sus trabajos, pero los tiempos en los que un arquitecto, un ingeniero o un científico era también un intelectual han pasado a la historia.
Con estos mimbres, mas toda una serie de privilegios que les convertían en unos de los miembros más arrogantes del entramado soviético; mas la constante presión por parte del sistema para obtener mejores resultados más rápido con menores costes; mas la corrupción que silenciosamente minaba todo el sistema, el resultado era lógico. De hecho, desde diversos ámbitos, incluido el todopoderoso KGB, se señaló a los ingenieros que construir reactores cerca de grandes núcleos de población no era precisamente una buena idea, casi tan mala como la de acumular reactores en la misma central nuclear. Evidentemente, la arrogancia hizo que todas esas consideraciones fueran desestimadas y construyeran la central en los términos que les dictaba su capricho. El olímpico desprecio de la élite nuclear soviética por las más básicas consideraciones humanas lo tenemos en el dato de que durante algún tiempo se siguieron construyendo reactores del mismo tipo que el de Chernóbil después del accidente.
JUGUETES OLVIDADOS
Seguimos nuestro recorrido por las abandonadas calles de la urbe y visitamos uno de los quince jardines de infancia de la ciudad. Deteriorado, abandonado, todavía conservaba los murales infantiles. La mayor parte de los niños entre los tres y los seis años pasaban el día allí, ya que era costumbre en la Unión Soviética que los dos padres trabajasen fuera de casa.
Esa guardería de Prípiat fue, con mucho, el más triste de los lugares que visitamos. Lo más destacable son los juguetes abandonados, algunos tirados y otros aún cuidadosamente colocados en las estanterías. La imagen era fascinante, pero a mí también me hizo pensar e incluso recordar mi propia infancia. Los juguetes son objetos inanimados, aunque no del todo. Para un niño, un juguete puede ser el mejor amigo y compañero de juegos. Cuando es tocado por la fantasía del niño, este objeto inanimado adquiere cierta vida propia. Mirando aquellos juguetes desechados, tanto los que había en esa guardería como en otras partes de Prípiat, uno se pregunta cuántos eran amigos inseparables y aun así tuvieron que ser dejados atrás.
Una de nuestras últimas paradas fue el cuartel de la policía de Prípiat, uno de los lugares más impresionantes de la ciudad. No verlo hubiera sido como visitar Egipto y no ver la Esfinge. El guía me contó que a los turistas les gusta ir a la sede de lo que se denominaba Departamento Municipal de Asuntos Internos de Prípiat y pasar un poco de miedo en las celdas y salas de interrogatorio, completamente a oscuras. Y lo cierto es que sí… para qué negarlo, impresionaba.
La comisaría de policía de la ciudad está en el número 5 de la calle Lesia Ukrainka, cerca del borde occidental de la ciudad. La ciudad tenía una tasa de delincuencia muy pequeña, algún delito menor de tarde en tarde y, sobre todo, muchas personas detenidas por ebriedad y escándalo público los fines de semana. Las celdas son muy pequeñas y se encontraban muy sucias. Tras atravesar el corredor oscuro en el que están las celdas y salas de interrogatorio, se llega a un patio pequeño, lleno de contenedores repletos de repuestos de automóvil y latas de aceite lubricante. Es probable que procedan de coches que resultaron seriamente contaminados, ya que aquí la radiación de fondo es muy alta y se eleva a 300 mcr/h.
Efectivamente, un poco más allá me encontré cierto número de vehículos abandonados que, como todo en Prípiat, habían sido despojados de cuanto pudieran tener de valor para los saqueadores. Se trata de vehículos que fueron utilizados por los liquidadores y que, por alguna razón, no han pasado a los depósitos de material. El guía apareció a mis espaldas, visiblemente poco satisfecho de verme curiosear por allí. Me urgió a que nos fuéramos. Se acercaba la hora límite que se nos había marcado para salir de la zona y teníamos un largo camino hasta el puesto de control.
Según nos alejábamos de Prípiat, vimos a nuestra izquierda, a unos cincuenta metros de la carretera, algo extraño que llamó nuestra atención. Casi parecía un platillo volante que hubiera aterrizado en aquel lugar movido por la misma curiosidad que nosotros. Se trataba de una construcción de hormigón en forma de hongo, completamente cubierta de musgo. Consulté con el guía la posibilidad de examinarla más de cerca, pero me lo desaconsejó. Aquélla era una zona caliente, de esas en las que la furgoneta suele pasar más rápido de lo normal. En ese momento, su medidor señalaba 400 mcr/h de radiación gamma, bastante hasta para lo que resulta normal en la zona de exclusión. Además, parece ser que se trataba de algo que, a pesar de ser una curiosidad histórica, no guardaba excesiva relación con el motivo de nuestra visita: un búnker alemán de la Segunda Guerra Mundial, perdón, la Gran Guerra Patria…
«CHISTO»
El regreso a través de la zona de exclusión se realizó por las mismas desiertas carreteras que empleamos para introducirnos en su negro corazón. Retornamos contemplando de nuevo el incesante goteo de aldeas vacías escondidas entre la vegetación salvaje, los mismos bosques engañosamente exuberantes. ¿Eran los mismos? La verdad es que no lo sé. Ya todo me parecía igual, igual de desolado, igual de devastado. Y así seguirá, para siempre. Es difícil que seamos capaces de comprender la magnitud temporal del problema porque sólo podemos entender adecuadamente el tiempo cuando ya es pasado. Es una limitación de nuestra mente.
La vida media de algunos de los isótopos nucleares que contaminan este paisaje es de 25 000 años. «Chernóbil durará hasta la segunda venida de Jesús», dijo Gorbachov una vez en el transcurso de una entrevista. La segunda, la tercera o la cuarta… 25 000 años dan para mucho. La obra literaria más antigua que se conserva, La epopeya de Gilgamesh, apenas tiene 5000 años de antigüedad. Lo mismo que la Gran Pirámide. Chernóbil estará contaminado cinco veces más tiempo. Hace 25 000 años todavía existía el hombre de Neanderthal. Dentro de 25 000 no sabemos qué habrá sido de nuestra especie, pero lo único seguro es que Chernóbil seguirá contaminado. Actualmente se cumple el 25 aniversario del accidente, tan sólo ha transcurrido una milésima parte del tiempo necesario para que desaparezcan sus consecuencias.
Finalmente regresamos al puesto de control. Esa vez, dos guardias se dirigieron raudos hasta nuestro vehículo provistos de detectores de radiación. La furgoneta fue barrida meticulosamente, las ruedas, los bajos, pero también el capó y el techo. No se dejó un centímetro sin revisar, en busca de una partícula radiactiva que quisiera huir de la zona de confinamiento.
Una vez comprobado el vehículo, fuimos conducidos a un edificio que contenía una fila de enormes máquinas, parecidas a los arcos detectores de metal de los aeropuertos y que son detectores de radiación ultrasensibles con los que se comprueba que los visitantes de la zona no llevan consigo contaminación alguna. Me subí a la máquina, puse las manos en los lugares indicados a ambos costados, y me quedé mirando con expectación los cuatro indicadores que había frente a mí. Nunca unos pocos segundos me han parecido tan largos. Estaba tenso como la cuerda de un violín, deseando que se iluminara de una vez el piloto verde rotulado «Chisto» («limpio»), y temiendo que, en su lugar, el que se iluminase fuera uno de los dos botones rojos que, en aquel momento, me parecieron la cosa más amenazante del mundo. Después de unos angustiosos segundos, la luz verde dejó testimonio de que estaba limpio, la barra de acero que me bloqueaba el paso se desbloqueaba, y yo era libre de abandonar la zona.
Con nuestro certificado de buena salud en el bolsillo, volvimos a Kíev, dejando la zona del desastre nuclear detrás de nosotros. Es difícil explicar con palabras, y eso que ése es precisamente mi oficio, todo el torbellino de sensaciones que se adueñaron de mí en la zona de exclusión. Sé que algún día volveré, no alcanzo a entender por qué, pero volveré con cualquier excusa. Es como contemplar el nuevo sarcófago o ver las pocas cosas que por razones ajenas a nuestra voluntad se nos escaparon durante este primer viaje.
También sé que no será pronto, de momento creo que ya he absorbido suficiente radiación para una buena temporada. Y no sólo estoy hablando de «radiación física». Cuando, previamente a este viaje, les decía a familiares y amigos que iba a visitar la zona de Chernóbil, muchos se horrorizaron, e incluso hubo quien me pidió que desistiera, sin llegar a entender la razón que me impulsaba a visitar un lugar tan obviamente peligroso. No soy ningún héroe… No como los técnicos que se esfuerzan día a día para mantener sujeta a la bestia que duerme bajo el sarcófago. No como la pobre gente que no tiene más remedio que seguir viviendo en aldeas contaminadas. Sí, es un área radiactiva, pero para un viaje como el que hicimos, los riesgos para la salud actualmente son bajos. En primer lugar, llevábamos un ángel de la guarda en forma de guía fumador compulsivo que conocía aquel terreno como la palma de su mano y nos mantuvo lejos de las zonas más peligrosas, especialmente cuando en nuestra inconsciencia debida al celo profesional nos empeñábamos en lo contrario. Luego hay que entender algo de suma importancia y que constituye la base del drama actual de Chernóbil. Cuando se trata de exposición a la radiación, hay tres palabras clave: intensidad, distancia y, sobre todo, tiempo. La mayoría de la gente cree que la radiación es como la picadura de una víbora venenosa, que si entras en contacto con ella mueres inevitablemente. No es así. Las zonas por las que caminamos fueron limpiadas a conciencia por los liquidadores. Muchos de ellos se dejaron la vida y la salud en el empeño. La radiación que absorbimos sería el equivalente a pasar un par de semanas tomando el sol en la playa. Mucha, pero nada que ningún veraneante no esté dispuesto a asumir.
Sin embargo, ese factor tiempo —un día, un año, toda una vida— es precisamente lo que resulta devastador para la gente que vive y trabaja en la zona y sus alrededores. Los efectos de la radiación son acumulativos y la zona te mata un poco todos los días, sin prisas ni aspavientos.
Otra cosa es lo que podríamos denominar la «radiación mental». Se puede llamar radiofobia, hipocondría vulgar o como mejor nos parezca, pero haber pasado siquiera un día en íntima hermandad con el monstruo radiactivo te deja una sensación rara, como de haber sido rozado por el dedo de la muerte. Como he dicho, tardaré mucho en querer repetir, y no puedo dejar de recordar, con tanta pena como admiración, el valor de las personas que tienen que vivir con el contacto de esa mano fría perpetuamente posada sobre sus hombros.
Me pregunto por qué Chernóbil, a pesar de su magnitud épica y dramática, a pesar de los tremendos riesgos que aún supone para todos nosotros, es un tema sistemáticamente olvidado por los medios de comunicación. La respuesta es evidente. Chernóbil es la antítesis de todo lo que se ha convertido en el signo de nuestros tiempos. Nuestra cultura vive enfocada en el éxito y la felicidad, dando la espalda al fracaso y el sufrimiento. A primera vista puede parecer optimismo pero, en realidad, es inconsciencia. Lo que nos mueve como colectivo es la ambición de ganar, no el miedo de perder. Se nos enseña a obtener el máximo de todo con el mínimo esfuerzo. A gozar sin pensar. El realismo vive horas bajas. Cuando alguien, en cualquier conversación, aporta un punto cauto o realista, automáticamente es tachado por alguno de sus contertulios de «negativo» o «pesimista». Un gigantesco aparato de propaganda, mayor que el que ninguna ideología haya tenido jamás, organizado con un único propósito, vender, dicta que la felicidad es una obligación a cualquier precio y que el que no alcanza esa meta es porque no quiere. Criticamos a cierto sector de la juventud porque viven como si no hubiera mañana. Pero nuestras empresas y nosotros mismos hacemos lo mismo de otra forma, sin darnos cuenta… La mejor forma de aprender es de los propios errores, pero para eso es imprescindible admitirlos.
«VICHNAYA PAMIAT»
Al día siguiente decidimos acompañar a los miembros de Chernobileko Umeak en la que, posiblemente, es la más penosa de las tareas que tienen que llevar a cabo: visitar las casas de los niños candidatos a ocupar las plazas disponibles para viajar a España el próximo verano. Es penosa por lo agotadora que resulta. Hay que visitar decenas de aldeas diminutas, llegar hasta cabañas medio perdidas que, obviamente, no están señalizadas, y entrevistar a un montón de niños y familias… Ahí es donde está lo realmente difícil. Hay que ver y evaluar cada casa, cada situación. Algunas de ellas en muy, muy mal estado. El problema es que las plazas son necesariamente limitadas. «Me los llevaría a todos», me dijo Pilar, una de las voluntarias. Pero hay que dejar a algunos por el camino.
La primera de las aldeas a las que llegamos estaba a poco más de una hora en coche de Kíev. Sin embargo, la distancia que separaba este lugar de la capital va más allá de lo que puede medirse en kilómetros, porque entrar en la aldea es como retroceder en el tiempo. Unos gansos dormían la siesta bajo el sol alrededor de una antigua bomba de agua, y un grupo de mujeres de edad avanzada, con coloridos pañuelos sobre sus cabezas, charlaban frente a una cabaña de madera pintada de verde. Todo tenía, en primera instancia, un aspecto engañosamente paradisíaco. Sabía que en el interior de cada cabaña había una tragedia latente. Lo sabía porque me lo habían contado. Pero dentro de poco lo vería con mis propios ojos.
De hecho, la aldea estaba inquietantemente silenciosa. Había muchas casas vacías, casi tantas como habitadas. Son muchos los que habían huido de allí, de la miseria, de la vida sin futuro, de la muerte como permanente compañera de viaje. Pero ésa no era la causa de que todas esas casas estuvieran desiertas. Chernóbil sigue cobrándose víctimas en aquel lugar.
A un lado del camino había un niño rubio. Lo recordaba perfectamente del avión, era uno de los más revoltosos. Allí, en su entorno, estaba mucho más formal. Tras los saludos de rigor, nos condujo por un laberinto de senderos hasta lo más profundo de la aldea. Allí nos esperaba su familia, una jovencita que resultaba ser su madre y su abuela, que tenía un flemón del tamaño de un puño, tan grande que le cerraba un ojo y, aun así, nos intentaba sonreír.
El interior de la cabaña estaba limpio pero era extremadamente pobre. Algunos muebles desvencijados, un radiocasete y poco más… Nos esperaban, la mesa estaba llena de comida. Los ucranianos son sumamente hospitalarios y, cuando reciben visitas, sacan a sus huéspedes la casa entera. Da igual lo pobres que sean. Nos sentamos a la mesa y nos sirvieron un poco de todo lo que había allí: pan, huevos, kartoshka (una especie de tortas hechas con patata) y jabalí estofado. No pude evitar cierta prevención antes de comer. Sabía perfectamente que las patatas habían sido cultivadas en esa tierra, que las gallinas que habían puesto esos huevos eran las que había visto a la entrada y que el jabalí que tenía en el plato, antes de caer bajo las balas de algún paisano del pueblo, había estado paseando por las calles de Prípiat como «Pedro por su casa». Pero no podía no comer, hubiera sido una ofensa demasiado grande para una gente que se había tenido que sacrificar para ofrecernos este agasajo. El primer bocado había justificadamente cauto y… sorprendentemente sabroso. A pesar de la probable toxicidad de aquellos alimentos, la radiación ni sabe ni huele, y el humilde banquete tenía el gusto genuino de los alimentos naturales del campo, muy alejado de la comida del supermercado.
Mientras comía, me repetí que por una vez no pasaba nada. Es la exposición prolongada a estas condiciones lo que trae consigo todo tipo de complicaciones médicas y tiene efectos devastadores sobre los sistemas inmunitarios de los individuos, un síndrome que se conoce como «el sida de Chernóbil». Además, el posible daño ya estaba hecho, comiera o no comiera. Mientras permanecí en aquella sala, respiré como todos los presentes los humos del fogón de leña en el que había sido cocinada nuestra comida. Ese humo era muchísimo más tóxico que cualquier cosa que tuviéramos en el plato. La cuestión es que mañana desayunaré blinis y buen café, pero ellos mañana, pasado, el año que viene… seguirán comiendo patatas, que es un milagro que no brillen en la oscuridad, y aspirando ese humo venenoso.
El chaval tenía algo más de diez años, la madre veintiséis y era prostituta. El padre del chico estaba en la cárcel. Después de su condena ella se había echado un novio que también estaba en la cárcel. Tras la condena de éste, comenzó a relacionarse con otro hombre que, no es difícil de adivinar, también estaba en prisión. De corazón le dije que deseaba que no coincidiera la salida de presidio de ninguno de ellos. Me sonrió con cara de «ya lo sé, qué se le va a hacer». Cuando hablé con el muchacho y le pregunté qué es lo que quería ser de mayor, la respuesta tampoco me sorprendió gran cosa: «Ladrón, como mi padre». Lo peor del asunto es que no habíamos caído en ningún lugar extraño. Aquella casa no era un pozo de iniquidad visitado a diario por los servicios sociales. Aquel hogar, por desgracia, es un hogar promedio cuya familia no tiene ni más ni menos problemas que cualquier otra del lugar. Simplemente, uno más…
Acabamos nuestra comida y nos despedimos de aquella familia. Mientras paseábamos de camino a nuestros coches, los semblantes de los voluntarios reflejaban seriedad, y pude ver que alguna lágrima se escapaba y era rápidamente enjugada. Una anciana se afanaba en su huerto con una azada. Le pregunté qué tal le iba y la respuesta, sin ser desagradable, no pudo ser más áspera: «Esto no parece ni Ucrania. La tierra es dura y estéril. Ni siquiera se pueden cultivar patatas».
NOS TRATARON COMO A GANADO
Muchos de los residentes de ese lugar dejado de la mano de Dios son personas mayores que ya han perdido el interés o la oportunidad de escapar de esa ratonera carente de futuro. También hay algunos que se instalaron allí tras la catástrofe, como Valentina, que recordaba perfectamente la evacuación: «Nos subieron a todos a los autobuses en un santiamén. La gente llevaba tan sólo lo que podía llevar en las manos. La mayoría sabíamos que jamás regresaríamos a nuestros hogares. Si hay algo que nunca olvidaré es el sonido de los sollozos ahogados en el interior del autobús».
Una vecina que se había quedado escuchando con curiosidad intervino: «Nos trataron como a ganado. Te subían en esos camiones y nadie explicaba nada, nadie se molestó en preguntarnos dónde queríamos ir».
En la siguiente casa a la que entramos, los miembros de la asociación comenzaron a hacer su trabajo con la ayuda de algunos de los niños que habían viajado durante años a España y, convertidos en jovencitos, hacen las funciones de intérpretes y, en ocasiones, ojeadores que detectan a los niños que están en peores condiciones y que ocuparán su lugar y se podrán beneficiar de la oportunidad de que ellos disfrutaron. Los miembros de la asociación hacían de tripas corazón y rellenaban sus impresos con los datos pertinentes: nombres, fechas de nacimiento, ingresos de la familia, enfermedades, circunstancias especiales. En las casas, las madres nos recibían mucho mejor que los niños, que solían llevar sus mejores galas. Aparte del extremado orgullo y sentido de la dignidad del pueblo ucraniano, este acto de endomingar a los niños tenía una utilidad innegable. Durante esas entrevistas preliminares se tomaban fotografías, tanto de los niños en solitario como de toda la familia en conjunto. Esas fotos serían el elemento decisivo en muchos casos para que una familia se decidiera a acoger a uno de esos pequeños en su casa durante el verano.
Lo normal cuando entrábamos en una de esas casas es que los niños se mostraran tímidos, incluso que se escondieran de nosotros, o que nos mirasen todo el rato con un rostro a medio camino entre la desconfianza, el miedo y la hostilidad. Costaba mucho arrancarles una sonrisa a la hora de hacerles la foto. Supongo que, en cierto modo, nos veían como una especie de hombres del saco que buscaban llevarles a algún lugar lejano para vaya usted a saber qué.
En una de las casas hubo algo fuera de lo común, un hombre, el padre de la familia, que, con ropa militar —que parece la vestimenta oficial de los varones del pueblo—, hacía algunas reparaciones en su hogar. Como casi todas las casas de la aldea, era una cabaña en muy mal estado, casi una chabola. Aun así, o más bien precisamente por eso, el hombre siguió con sus reparaciones. «Estas casas son buenas, están bien hechas. Pero son muy viejas. Aquí han vivido generaciones de cada familia. Necesitan reparaciones, pero somos muy pobres para comprar materiales y ahora se están cayendo a pedazos. Sólo podemos poner parches sobre parches».
Leonid, que así se llamaba, estaba no obstante orgulloso de su trabajo. Dejó el martillo y juntos entramos en la casa. Tenía dos hijos, la pequeña rubia de ceño fruncido que nos miraba desde la habitación donde los miembros de la asociación entrevistaban a su madre, y un bebé que tomó en brazos mientras me mostraba su casa. Con la mano apuntó al techo, plagado de goteras antes de que él colocase los pertinentes parches. Cuando llovía, me dijo, caía casi tanta agua en el interior de la casa como en el exterior.
El avance en su calidad de vida del que más orgulloso se sentía es el haber metido el agua en el interior de su hogar. Me pidió que prestase atención y accionó el grifo del fregadero del que salió un chorro sin demasiada presión. Consideré adecuado demostrar cierta admiración ante aquella muestra del dominio del hombre sobre los elementos y mi anfitrión se mostró complacido. Con no poco esfuerzo, sobre todo económico, había conseguido instalar una bomba y un sistema de tuberías que llevaba el agua hasta la casa. Aunque era una victoria de sabor agridulce, ya que creía que su pozo, el que garantizaba el suministro de agua para la casa, estaba contaminado no sólo por la radiación, algo que ya se daba por supuesto: «Cuando hierves el agua, y aquí es conveniente hacerlo con toda la que se vaya a consumir, se queda un sedimento de color rojo en la parte inferior del recipiente. Me han dicho que es por la tierra en la que está excavado el pozo, pero lo cierto es que eso antes no pasaba».
Toda la familia tenía diversos problemas de salud. Él mismo había pasado una neumonía que a punto había estado de llevárselo. La niña a la que habíamos ido a ver tenía anemia. Por supuesto, no tenían la menor duda de que el envenenamiento por radiación era el culpable de su mala salud.
CUMPLEAÑOS FELIZ
Ser médico rural en esa zona no tiene que ser precisamente una ocupación tranquila. En otra casa, una mujer no muy mayor lloraba mientras me decía que la mitad de la gente que conocía de niña en el pueblo —amigos, familia…— había muerto: «No es que yo lo diga. Se puede comprobar… Usted sólo tiene que llamar a las puertas de todas las casas de esta calle y se dará cuenta de cuántas hay vacías. Siete… no, ocho casas están vacías. Y yo le aseguro que no es gente que simplemente se haya ido. Todas las personas que vivían en ellas, no sólo ancianos, sino también personas jóvenes, han muerto».
Veinticinco años de trauma emocional y problemas de salud se ven agravados por la pobreza y la carencia de los mínimos servicios públicos. Aunque hay excepciones…
En otra aldea me sorprendió encontrar una bandera española flameando frente a un colegio que, para lo que estábamos viendo por el entorno, parecía sorprendentemente limpio y en buen estado… Nos bajamos del vehículo y decenas de chicos y chicas de uniforme nos rodearon con curiosidad. Cuando descubrían que éramos españoles, algunos de ellos, los más lanzados, nos dijeron «hola» o «¿cómo estáis?» mientras nos miraban con indisimulado orgullo en busca de una mínima aprobación. Efectivamente, también en este rincón perdido había un colegio español. Las profesoras conocían bien la problemática de la zona, entre otras cosas porque vivían allí y sus propios hijos eran alumnos del centro.
La directora nos invitó a almorzar en el comedor de profesores, aclarándonos con una sonrisa afable: «No os preocupéis por la comida, todo esto ha venido de Kíev». Tras los consabidos brindis y parabienes a los que son tan proclives los funcionarios docentes ucranianos cuando agasajan a sus visitantes, hablamos un poco de las cosas que suceden por allí: «La ruta de nuestro autobús escolar es inusualmente larga, empieza muy temprano y abarca todo el distrito e incluso más allá. Algunos niños se tienen que levantar muy temprano, porque viven muy lejos y aquí muy poca gente tiene vehículo propio. Este colegio es una excepción en un lugar en el que, por ejemplo, se carecía hasta hace muy poco del equipamiento más básico para cosas vitales, como los primeros auxilios en caso de accidente».
En 2002, las Naciones Unidas pusieron en marcha un proyecto para ayudar a los habitantes de las aldeas afectadas por el accidente de Chernóbil a resolver el impresionante cúmulo de problemas que padecen derivados del propio accidente y del atraso endémico de la zona. Se llamaba Programa de Recuperación y Desarrollo de Chernóbil. Los propios habitantes de las zonas más deprimidas tenían que presentar propuestas y proyectos de construcción y organización de recaudación de fondos. Gracias a esa iniciativa internacional se han podido construir diversas instalaciones sanitarias y educativas que sí que han servido, si no para solucionar los problemas de la zona, para paliarlos en cierta forma. «El elemento más importante del proyecto, más allá del dinero, que hace mucha falta, es su efecto catalizador de unir y movilizar a personas que llevaban años resignadas a su suerte, sintiendo que no tenían oportunidades ni nada que decir respecto a su propio futuro —me dijo la directora—. Los aldeanos tienen que trabajar juntos para encontrar soluciones a sus problemas».
La directora del centro nos mostró con orgullo las instalaciones, levantadas en parte gracias a los esfuerzos de diversas asociaciones españolas y el gobierno ucraniano, uno de cuyos ministros actuales es natural de la aldea (y eso en este país pesa mucho).
«Aquí nuestros niños aprenden cosas útiles que les ayudarán en el futuro». Me condujo a un aula para ver cómo se desarrollaba una clase de español. Los niños no solamente hablaban muy bien el idioma, sino que tenían un conocimiento de nuestra geografía y nuestra cultura muy semejante al de nuestros propios pequeños. Un momento que no olvidaré en mi vida es cuando la profesora les dijo a los niños que acababa de ser mi cumpleaños y les propuso que todos juntos me cantasen el cumpleaños feliz. Ahí estaba yo, sentado en el pupitre de una escuela ucraniana, escuchando una canción de cumpleaños dedicada a mí, a minutos de coche de la central de Chernóbil. Estoy convencido de que ése será el cumpleaños más raro de mi vida.
FLORES MUERTAS
La tarde prosiguió yendo de casa en casa, de aldea en aldea. Visitando a personas que, con cosas que para nosotros son relativamente cotidianas, con cada acceso de tos, cada día que se levantan con dolor de garganta, cada achaque y cada molestia, sienten en sus cuerpos y sus mentes cómo la sombra de Chernóbil los acosa sin tregua. «Es sólo cuestión de tiempo», me dijo una abuela en el porche de su casa mientras dentro los miembros de la asociación se afanaban en su tarea. La tranquilidad completa es la gran desconocida para los millones de personas que viven en las zonas irradiadas de Ucrania, Bielorrusia y Rusia.
Durante esos días escuché muchas historias, algunas del presente y otras del pasado, de la época del accidente. Alguien me habló de cómo, con la confusión del accidente, un tren de transporte de carne refrigerada quedó varado en una vía muerta cerca de Chernóbil, con los refrigeradores apagados durante toda una semana. Cuando alguien se dio cuenta del error y se procedió a la descarga de la carne, ésta estaba en perfecto estado, sin el menor signo de putrefacción. La radiación había matado todos los microorganismos que causan que la carne se pudra. Aquello parecía una leyenda urbana, pero más tarde, preguntando a expertos ya en Madrid, me dijeron que aquello era perfectamente posible.
Las familias de las aldeas son una fuente increíble de información sobre lo que sucedió en los días del accidente. Afortunadamente, a pesar de la elevada tasa de familias desestructuradas en las que la madre tiene que sacar adelante en solitario a los pequeños porque el padre ha desaparecido, ha muerto, se ha escapado con otra o está en prisión, todavía están los abuelos y abuelas, que tienen grabado en sus mentes el recuerdo de aquellos días. Vasili es uno de ellos. Él no se quejaba de problemas de salud. Al contrario. A pesar de sus más de setenta años, está fuerte como un roble. La exposición a la radiación de fondo de esos lugares es caprichosa y él se parece en cierto sentido a los animales que pululan por la zona sin parecer afectados. ¿Por qué? Nadie lo sabe, pero es algo que merecería la pena ser estudiado: «Yo me he pasado toda la vida aquí. Soy un viejo dinosaurio. Recuerdo que estaba con mi mujer en casa de mi suegro, en Ivankiv, cuando por la noche se anunció en la televisión que había tenido lugar un incidente “menor” y mostraron una imagen muy breve de humo en la distancia. No parecía nada grave, pero a pesar de que nadie estaba preocupado, a mí me dio mala espina. Los muy hijos de puta lo encubrieron. Y sólo empezaron a admitir lo que realmente sucedía cuando la radiación estaba llegando a Europa occidental.
»Luego llegaron hombres del partido ofreciendo apartamentos gratis y otros beneficios para los que quisieran marcharse. Y yo me preguntaba, si es tan peligroso, por qué no tenéis huevos y nos evacuáis a todos. Los que se vieron sometidos a evacuaciones forzosas eran los que estaban en zonas donde la radiación era mortal. He oído historias de personas que cuando llegaron al hospital estaban cocinadas vivas, y la carne se les caía de los huesos… ¡Qué asco! Pero eso no quiere decir que si de verdad hubieran mirado por nuestro bien, hubieran incluido este lugar en la zona. A mi difunta esposa le encantaban las plantas. Tenía la casa llena de macetas con flores. Aquel verano se murieron todas. No quedó una maceta sana. Te puedes hacer una idea de la dosis que tuvieron que absorber para que se produjera algo así».
¿EL PRÓXIMO CHERNÓBIL?
Sukachi es un pueblo de 1200 habitantes. La mitad de los pobladores de Sukachi son evacuados de Chernóbil, reasentados allí desde el pueblo abandonado de Ladizhichi. Tiene una escuela, cuatro pequeñas tiendas para comprar provisiones, dos tiendas de licores y dos iglesias. Que haya tantas licorerías como iglesias es un dato que da una imagen bastante exacta de cuáles son los problemas del pueblo. También hay dos empresas: una piscifactoría y un sanatorio mental para mujeres. Dos caminos atraviesan Sukachi y son una buena metáfora de la encrucijada en la que se encuentra la zona. Uno lleva a la zona de exclusión. El otro termina en el «mar de Kíev», un inmenso embalse en el río Dniéper que abarca una superficie total de 922 kilómetros cuadrados. El embalse se formó en 1966 con la construcción de la central hidroeléctrica de Vishgorod.
El embalse tiene 110 kilómetros de longitud y 12 kilómetros de ancho y, aunque a primera vista no lo parezca, tiene muchas cosas en común con Chernóbil. Su construcción también trajo importantes problemas ambientales con un resultado negativo para las formas de vida acuática. Pero lo realmente inquietante es que el mar de Kíev supone otro Chernóbil en potencia. El tema de la seguridad de los embalses del Dniéper nunca se discutió a nivel estatal durante el régimen soviético. No fue hasta 1990 cuando las autoridades de la Ucrania independiente reconocieron oficialmente que había un problema. Sin embargo, el gobierno de Ucrania nunca ha admitido que exista una amenaza real.
Pero lo cierto es que, si por la razón que fuera, el embalse sufriera algún daño, la destrucción y el número de muertos inmediatos dejaría muy pequeña la explosión del reactor número 4. Además, sus aguas esconden una gran amenaza adicional. Tras la catástrofe nuclear de Chernóbil, los radionucleidos arrastrados por las lluvias han ido contaminando los sedimentos del fondo del embalse y no sería aventurado afirmar que, pese a estar fuera de la zona de exclusión, ese fondo es, posiblemente, el lugar más contaminado de Ucrania. Durante los años posteriores al desastre hubo sugerencias para drenar el embalse, ya que, a pesar de su gigantesca extensión, es relativamente poco profundo. Sin embargo, la idea fue descartada, ya que todo parece indicar que si se hace, eso podría generar que volvieran a estar en contacto con la atmósfera enormes cantidades de polvo radiactivo que, diseminado por el viento, volvería a dejar su carga potencialmente letal por toda Europa. Las autoridades desdeñan estos peligros calificándolos de irreales y afirman tener el control completo de la seguridad de la presa. ¿A qué nos suena esta canción?
No obstante, a lo largo de los últimos años ha habido cierto número de llamadas de atención al respecto. La primera fue en 2000, cuando comenzaron a surgir noticias, nada tranquilizadoras, respecto a la falta de fondos en la empresa estatal que se encarga de la explotación de la presa, que podría haber conducido a que se escatimase en medidas de seguridad, algo sobre lo que los ucranianos tienen muy malos recuerdos. Afortunadamente, este problema ya ha sido resuelto.
En 2005 saltaron todas las alarmas cuando una amenaza terrorista puso al embalse en su punto de mira. Un oficial de policía, descontento con sus superiores, realizó de forma anónima una llamada al número de emergencias en la que afirmaba haber colocado una bomba en un tren de mercancías que iba a cruzar la presa del embalse de Kíev. Una comprobación inmediata demostró que la amenaza no era sino una falsa alarma y el autor fue localizado y arrestado. Pero el incidente provocó en la opinión pública una justificada oleada de inquietud.
El 30 de mayo de 2006, el investigador Vasili Kredo, director de un grupo internacional de científicos independientes que se encarga de predecir los efectos de potenciales desastres, alertó al mundo de la tremenda amenaza que supone este lugar. Gráficamente, calificó al embalse como «el lugar más peligroso del planeta». El científico afirmaba que existe la remota pero nada desdeñable posibilidad (que él cifraba en alrededor de un 3 por ciento) de que se produzca un accidente que provoque un «tsunami radiactivo procedente del mar de Kíev» que se cobraría la vida de 15 millones de seres humanos y dejaría a Ucrania convertida en un yermo en el que jamás volvería a florecer la vida, con 500 millones de toneladas de lodos altamente radiactivos diseminados por toda su superficie.
«DO SVIDÁNIA, TOVARICH»
La última noche antes de regresar a Madrid, Marcos y yo no dormimos. Nuestro vuelo salía muy temprano a la mañana siguiente y teníamos que entrar por teléfono en la radio aquella madrugada para contar a los oyentes de la Cadena Ser nuestra pequeña aventura en el reino radiactivo. Sumando que el programa es muy tarde y la diferencia horaria entre España y Ucrania, apenas nos quedaban tres horas para dormir. Así que mejor no, era mucho mejor mantenerse despierto esas horas que dormir y despertarse hechos una piltrafa. Ya daríamos una cabezada en el avión… Lo que sí hicimos, una vez cumplida nuestra obligación radiofónica, fue coger un par de cervezas Slavutich del minibar de mi habitación y pasar aquel rato bebiendo, comentando y recordando los pormenores del viaje: lo que nos había emocionado, lo que nos había hecho reír, lo que nos había llenado de asombro y hasta los preciosos ojos de una camarera o de la chica de un puesto de flores. La mayoría están recogidos en estas páginas, gracias al registro escrito que religiosamente llevaba cada noche de las incidencias del día. Otras, como decían en Blade Runner, se habrán perdido para siempre como lágrimas en la lluvia. Unas cuantas, sencillamente, no le interesan a nadie. Ucrania y yo también compartimos algunos secretos.
Estábamos orgullosos. Habíamos cumplido con creces la misión que se nos había encomendado y podíamos regresar con la legítima satisfacción del trabajo bien hecho. Esa conversación fue el primer paso del proceso que finalmente condujo a este libro. Los viajes se viven en el lugar al que vas, pero se digieren en casa. Es al regreso cuando uno asimila las vivencias y se da cuenta de hasta qué punto van a cambiar o no tu visión de las cosas, tu forma de pensar y, en definitiva, tu vida.
Aún era noche cerrada cuando salimos del hotel. Afuera, como siempre, nos esperaban Sasha y Zenaida Tarachenko. El trayecto hacia el aeropuerto de Boríspol fue muy diferente al del primer día. El camino era el mismo, sólo que en sentido inverso al recorrido una semana antes. Pero el sentimiento era muy, muy distinto. En el coche, el venerable Volga que aguantaba con dignidad soviética las décadas que ya habían transcurrido sobre sus metálicos huesos, por primera vez reinaba el silencio. Estábamos un poco tristes, ellos y nosotros. Por supuesto que ya estábamos deseosos de regresar a nuestro país y ellos a su rutina. Pero en aquellos días de convivencia había surgido un genuino afecto por ambas partes y ahora tocaba despedirse. Zenaida, esa segunda madre ucraniana que me había salido y que durante ese tiempo fue mi lengua y mis oídos, a la que vi emocionarse al borde de las lágrimas en más de una ocasión, al tener que repetirme en español las terribles historias que me contaban en pueblos y aldeas, me había preparado una bolsa con cosas que sabía que me habían gustado de Ucrania: el vodka Neviroff de miel y guindilla, la cerveza Slabutich, bombones Kíev, un cartón de cigarrillos Pryma… Sasha me dio un abrazo que casi me desencuaderna y, con lágrimas en los ojos, me dijo adiós en su torpe castellano y su voz de órgano de iglesia mientras levantaba el puño a la manera soviética. Yo también levanté el mío: «Do svidánia, tovarich».
Entré en el vestíbulo del aeropuerto con la sensación de salir de un sueño extraño que había durado una larga semana. A pesar de que cada uno tiene su personalidad, los aeropuertos son territorio neutral, un lugar familiar, da igual en el que entres, de alguna extraña forma ajenos al país al que pertenecen. Mi visita a Chernóbil había terminado.
Contra todo pronóstico, no pude dormir en el avión. Esta vez no había niños, sino muchos hombres maduros acompañados de mujeres rubias más jóvenes que ellos. Novias importadas. No voy a caer en la tentación de juzgar lo que no conozco. Ojalá sean felices. Ellos y ellas.
Aproveché el tiempo rememorando lo que había visto, su significado. En el curso de los últimos meses había aprendido mucho más sobre Chernóbil de lo que sabía desde que ocurrió el desastre. En la última semana, datos, fechas, cifras, nombres, lugares… dejaron de ser información para convertirse en algo vivo, en algo que, lo quisiera o no, ya pasaría para siempre a formar parte de mi vida.
La primera vez que escuché la palabra Chernóbil fue, como todo el mundo, en la televisión, viendo las pocas imágenes que había disponibles en aquel momento, apenas unos esbozos del cuarto reactor, del que ascendía una nube de humo cuyo significado apenas alcanzábamos a comprender. Unos días de inquietud, de preguntas sobre si la nube llegaría o no a España y luego nada… Una noticia más.
Ahora, para mí, y espero que, al menos en cierta forma, también para ti, Chernóbil nunca pasará de fecha. Después de conocer el país, la gente, la mentalidad… entiendo muchas cosas. Entiendo por qué el orgullo y la arrogancia, más allá de los detalles técnicos, condujeron a la catástrofe. Entiendo el valor suicida, el sentido de la responsabilidad y el patriotismo que llevaron a miles de héroes anónimos a impedir que las consecuencias de la tragedia fueran mayores. Entiendo el drama de las víctimas, la desesperación, la horrible vida que se lleva en muchas aldeas aledañas a la zona y el inabarcable problema que aún hoy tienen los gobiernos de los países implicados.
Una cosa es entender y otra muy distinta aceptar. Cuando estuve en Ivankiv, vi un monumento que, como ningún otro (y ha quedado reflejado en estas páginas que vi muchos), consiguió estremecerme. No había más que una interminable hilera de números de color blanco inscritos sobre una gran lápida de mármol negro. Cada uno de esos números correspondía a un hombre, a un liquidador, a un ser humano que había pagado el precio de los muchos errores de Chernóbil con el bien más preciado, la ofrenda definitiva, su vida. Mientras estaba frente al reactor, recordé al operador Valeri Jodimchuk, que está enterrado en el sarcófago, en algún lugar, perfectamente momificado porque los microorganismos responsables de la putrefacción no pueden sobrevivir allá donde está. Su cuerpo nunca fue encontrado. También recordé a los catorce bomberos que llegaron después de la explosión y tuvieron que extinguir el fuego casi con sus propias manos; a los liquidadores que arrojaron el grafito radiactivo desde el tejado de nuevo al reactor; los niños con cáncer; las vidas rotas de los desarraigados, de los sin futuro…