3. BUCHA
A la mañana siguiente repetimos el ritual del café frente al hotel, aunque había algo distinto que me llamó la atención. Zenaida iba vestida y maquillada como si fuéramos a ir a una fiesta. Cuando le pregunté, me sonrió:
—Hoy es un día muy especial… Luego te cuento, pero primero vamos a ver cómo van nuestros negocios.
Zenaida llamó por teléfono a nuestros contactos en la zona para comprobar el estado de nuestros asuntos. Como todos los pueblos en los que la cortesía es una parte esencial de las relaciones sociales, las conversaciones entre ucranianos, más si no conoces el idioma, pueden parecer sumamente intrincadas. Durante los siguientes diez minutos, Zenaida habló con su interlocutor. Ya comenzaba a familiarizarme con el ruso y pillaba algunas de las palabras de la conversación:
—Dobroye utro! Kak dela? Horosho. Da… Nyet… Skolko? Rasskazhi mne! Bolshoye spasibo za pomoshch! Do svidaniya!
Las palabras me sonaban, pero el significado de muchas continuaba siendo un enigma para mí, así que esperé a que terminase la conversación y le pregunté a Zenaida si había buenas noticias.
—¿Buenas? Estupendas… Mañana iréis a la zona. Vuestro pase ya está listo. Acompañaréis a unas personas de la asociación. No ha sido fácil, pero al final lo hemos conseguido.
—Vaya… Magnífico —contesté—. Además, mañana es mi cumpleaños.
—Pues vas a tener un regalo del que no puede presumir mucha gente. Ahora en marcha, no debemos llegar tarde.
Por el camino, Zenaida me explicó que el primero de septiembre es un día muy especial en Ucrania. Los estudiantes y profesores celebran el denominado Día del Conocimiento. En ese día se hacen sonar timbres y campanas en cada escuela, colegio, instituto y universidad, anunciando el inicio del año escolar. Es una fiesta importante para todos los estudiantes, pero, sobre todo, resulta especialmente emocionante e inolvidable para los niños pequeños, que van a pasar su primer día en la escuela. Para un ucraniano, es uno de esos recuerdos que le acompañarán mientras viva.
Es un giro muy inteligente a una fecha que, en casi el resto del mundo, es bastante traumática para los estudiantes. Se plantea como un día de fiesta en el que volver a reunirse con amigos y profesores. Según avanzábamos por la ciudad comencé a ver por las aceras y en las paradas del autobús a niños y jóvenes impecablemente vestidos, traje y corbata ellos, vestido o uniforme escolar ellas. Las más pequeñas llevaban coletas recogidas en una especie de pompones blancos y todos y cada uno de ellos portaban un ramo de flores. Le pregunté a mi acompañante por el motivo de tanta flor. Me explicó que cada estudiante lleva un ramo que regalará a su profesor favorito. Además, en cada colegio tiene lugar una ceremonia en la que se dan discursos festivos y solemnes. El objetivo es que esta jornada sea inolvidable y agradable para todos.
Este día también se conoce como el Día de Puertas Abiertas. Resulta que otra de las cosas especiales que suceden en esta jornada es que las instituciones educativas dan la bienvenida a todo tipo de personas a las que se les invita a conocer sus instalaciones, de forma que el contacto entre la educación y la sociedad sea lo más estrecho posible.
HUEVOS PODRIDOS
La sorpresa es que nosotros íbamos a ser parte de esos «invitados especiales». Ni más ni menos que un equipo de televisión llegado de la lejana España. Esa misma mañana descubrimos que Zenaida era profesora emérita del Colegio Español de Kíev, que era precisamente donde nos dirigíamos. Tendríamos el privilegio de conocer de primera mano otro aspecto de la vida ucraniana que muy pocos extranjeros han visto.
El colegio estaba en el otro extremo de la ciudad, así que durante el trayecto dio tiempo a que Sasha regresara a uno de sus temas de conversación favoritos, su querido Volga. Una de las virtudes de su coche que me explicó es que había funcionado «siempre con gasolina».
—¿Siempre con gasolina? ¿Hay otra forma en que puedan funcionar los coches?
—Da. Hace muchos años, veinte por lo menos, no había mucha gasolina. La mayoría de los coches de Kíev funcionaban con gas y la mayor parte de ese gas se compraba en el mercado negro. La calidad era horrible y la combustión olía a huevos podridos. Kíev olía a huevos podridos en aquella época.
Llegamos al colegio justo cuando empezaban a caer las primeras gotas de lo que a todas luces pintaba como un buen chaparrón veraniego. Zenaida se mostró disgustada. Habría que celebrar la ceremonia en el salón de actos. Normalmente se celebraba en el amplio patio y, según ella, hacerlo bajo techo lo desluciría un poco.
Aún no eran las ocho de la mañana y el colegio era un hervidero de niños y niñas increíblemente bien vestidos, peinados y perfumados, acompañados de sus madres. El esmero de éstas en que sus pequeños fueran perfectos ese día era tal que algunas de las niñas llevaban pequeños toques de colorete, sombra de ojos o color en los labios, prácticamente imperceptibles y aplicados con maestría, lo justo para resaltar la belleza de sus facciones.
Zenaida estaba en su salsa, feliz como cualquiera de las niñas con las que nos cruzábamos. Desde que habíamos entrado su rostro había perdido diez años en diez minutos. Al ser el colegio español, niños y jóvenes nos saludaban dándonos los buenos días en un castellano cuyo acento no desmerecería al de ningún colegio de Valladolid, por mencionar el lugar donde se dice generalmente que se habla el idioma con mayor pureza. Además, estaba claro que nuestra anfitriona era una profesora muy popular. Antes de que pudiéramos llegar a su despacho ya iba cargada con tres ramos de flores. Al atravesar la puerta del despacho nos aguardaba una nueva sorpresa. Allí estaban, sentados en media docena de sillas, los miembros de la asociación. Nos recibieron con alegría, y la verdad es que no habían perdido ni un ápice del entusiasmo que habían demostrado cuando nos conocimos. Pero sus rostros comenzaban a dar señales de cansancio. Ellos, por razones de su trabajo, no se hospedaban en Kíev, sino que les venía mejor hacerlo en Bucha, en plena zona de batalla, donde las condiciones de la industria hostelera local dejaban bastante que desear. Les pregunté qué tal les estaba yendo y la respuesta llegó en forma de un torrente de comentarios humorísticos. En resumen, el hotel no estaba mal si hacías caso omiso de las prostitutas, la gente armada, el frío y la falta de higiene.
En cuanto a su trabajo, ya habían comenzado la dura tarea de visitar y seleccionar a los candidatos para el año siguiente. Era dura porque suponía ir de aldea en aldea, de casa en casa, recorriendo kilómetros de malas carreteras y peores caminos. Pero también era dura porque podían, y debían, conocer de primera mano las condiciones en las que tenían que desenvolverse los niños. Y no habían hecho nada más que empezar…
UN RAMO DE FLORES
Zenaida regresó al rato para conducirnos al salón de actos, que ya estaba repleto de niños y padres. Para mi sorpresa, me hizo subir al escenario, donde ya esperaban otras personas. La que luego supe que era la directora del colegio comenzó a presentar el acto… en ruso, a pesar de que el colegio era bilingüe, por lo que durante la siguiente hora tuve que intentar adivinar lo que estaba sucediendo. Lo primero fue presentar a los visitantes de honor que habían acudido al colegio en aquella jornada tan especial. Aparte de nosotros había un militar con cara de bonachón y enorme bigote y una guapa policía de pelo rizado y aspecto de modelo, cuyo aire angelical y cuidado le hacía parecer más una figurante de un spot publicitario que una auténtica garante de la ley. Según nos iban presentando, nos adelantábamos y una niña nos entregaba un ramo de flores. La policía y el militar dieron largos discursos, supongo que glosando los valores ciudadanos que deben representar los estudiantes. Yo, por mi parte, me limité a sonreír, saludar con la mano, volver a mi sitio y quedarme como un pasmarote, con mi ramo de flores entre los brazos, todo lo que duró el acto.
Mirando los rostros y las actitudes de los que allí estaban, niños y mayores, me di cuenta del genuino entusiasmo con el que se participaba en aquel festejo. No era ni mucho menos un trámite, sino algo de lo que se participaba activamente y que se disfrutaba. Ésa es posiblemente una de las mejores cualidades, y hay muchas buenas, que pude observar en el pueblo ucraniano, su profundo respeto por las tradiciones, las instituciones —las sociales, que las políticas no están ni mucho menos tan bien consideradas—, su amor por el orden y por las cosas bien hechas, hasta las más sencillas y aparentemente intrascendentes.
La ceremonia siguió con la previsible lectura de poemas por parte de algunos pequeños y, como momento culminante, el tañido de la Primera Campana. El estudiante mayor del último curso sube a hombros al más joven del primero, que agita una campanilla con destacable entusiasmo. Es una bonita manera de simbolizar el relevo generacional en la escuela. El año escolar ha comenzado.
Luego, los niños que se incorporan ese día por primera vez a las clases desfilan ante todos, cogidos de la mano, y salen del salón de actos conducidos hacia sus clases para recibir la primera lección de su vida, que recibe el nombre de Lección de la Paz.
Finalizado el acto, allí estaba yo, en medio del escenario, con mi ramo de flores en el regazo —creo que era el primero que me habían regalado en mi vida, así que no tenía mucha práctica respecto a la forma adecuada de sostenerlo con cierta gallardía—, y sin saber demasiado bien qué hacer a continuación. Afortunadamente, Zenaida vino al rescate. Al parecer, estaba invitado a una especie de recepción VIP en el despacho de la directora.
El despacho era austero pero elegante y amplio. Allí estábamos la gente de la asociación, la policía de anuncio, el militar del bigote, varios profesores, Marcos y yo. En el centro había una mesa con sándwiches, aperitivos varios y bebidas, algunas de ellas alcohólicas. La directora pronunció de nuevo unas palabras de bienvenida —esta vez, por lo menos, me enteré de lo que decía gracias a Zenaida—, y yo no pude menos que maravillarme de nuevo ante el gusto de los ucranianos por todo lo ceremonial. Tras el saludo, la fiesta comenzó a discurrir como una reunión social normal y corriente, con sus corrillos y conversaciones. Pronto me vi charlando animadamente con una de las profesoras, una mujer menuda de mediana edad y con pinta de ratoncito de biblioteca que parecía fascinada por nuestro trabajo.
AJENJO
La conversación dio un giro sorprendente cuando, en un momento en el que aparentemente no parecía venir a cuento, hablando de tiempos de vida de las sustancias radiactivas y efectos de los isótopos del yodo sobre la tiroides, me preguntó: «¿Cree usted en Dios, Santiago?». La pregunta me sorprendió, pero le dije que, en cierto sentido, sí, aunque mis ideas religiosas no eran demasiado convencionales. Le pregunté por qué me había preguntado aquello. «Verá, aquí en Ucrania muchos creen que lo de Chernóbil estaba anunciado en la Biblia, en el Apocalipsis: “Y el tercer ángel llegó y cayó del cielo una estrella ardiente como una luz, y esa estrella es Ajenjo, y cayó sobre la tercera parte de las aguas y las tierras y fueron estas aguas amargas y mucha gente murió por esa agua amarga”. En ucraniano, Chernóbil se traduciría aproximadamente como hierba negra, una variedad autóctona del ajenjo. ¿No es impresionante?».
Le dije que sí, aunque yo ya conocía el dato. Cuando hicimos nuestro primer documental sobre Chernóbil, Iker Jiménez ya incluyó esta coincidencia en el guión. Lo que me gustó fue que una ucraniana me lo confirmase, porque, tras la emisión del programa, hubo gente que publicó que nos lo habíamos inventado para darle una aureola milagrera al asunto. En fin…
Continuábamos todos en nuestros corrillos, charlando de nuestras cosas, cuando entró en el despacho un personaje que llamaba la atención. Era un hombre joven, de ninguna forma llegaría a los cuarenta. Su traje de seda gris, cortado impecablemente y quizá un poco llamativo para los cánones occidentales, su corte de pelo perfecto, su teléfono móvil de ultimísima generación y, sobre todo, su ademán seguro y ligeramente altanero aunque amable olían a kilómetros a dinero y poder. La directora le recibió afectuosamente, como a alguien de la familia, y el resto de los presentes mostraban una nada disimulada deferencia hacia el recién llegado. Me acerqué a Zenaida y le pregunté quién era:
—Es un hombre muy importante. El mayor de los benefactores del colegio. De pequeño estudió aquí y, con el paso del tiempo, se convirtió en un gran hombre de negocios. Ahora nos ayuda mucho.
—¿Y a qué se dedica exactamente?
—Bueno, ya te he dicho, es un hombre de negocios…
La frase quedó colgando, interrumpida por la directora, que reclamaba nuestra atención para pronunciar un brindis con champán ucraniano. Porque en Ucrania se produce champán. Al parecer, en época de los zares, la aristocracia rusa seguía las costumbres francesas (de hecho, la familia real ni siquiera sabía hablar ruso, sólo francés). Que el champán se convirtiera en la bebida oficial de la Corte era una consecuencia bastante lógica. Así se comenzaron a producir espumantes en Crimea, hoy territorio ucraniano. En 1799 se realizaron en Sudak las primeras pruebas para producir vino espumoso, cuya producción estaba destinada a la Corte.
Como en todo, en esto también hubo un pionero, el príncipe Lev Golitsin, que viajó a Francia para aprender los secretos de la producción de los espumosos, y comenzó a crear sus propios caldos en la finca Novi Svit, en Crimea. En 1900 acudió a la Exposición Universal de París y ganó el Grand-Prix, acontecimiento que sacudió al mercado del vino. Otras zonas de Rusia, como Sebastopol y Kíev, comenzaron a producir sus propias versiones de los espumosos. En la actualidad, el champán que se bebe en Ucrania es de pésima calidad. Ojo, he dicho el que se bebe, no el que se produce. Algunas bodegas de Crimea no tienen nada que envidiar a las francesas o catalanas, y sus productos son exportados a diversos países, en especial a Alemania, donde son muy apreciados. El problema es que, como tantas otras cosas, el precio de esas botellas está muy por encima del bolsillo de los ucranianos. En cambio, en los lugares donde se divierte la élite del país, una tras otra se descorchan botellas de importación.
EL ÁRBOL DE CHERNÓBIL
Tras el brindis y las correspondientes fotos de recuerdo, dimos por concluido el acto. Zenaida nos acompañó en un recorrido por el colegio. Me resultó extrañamente acogedor, sobre todo porque aquel lugar había quedado congelado en el tiempo, hace treinta o cuarenta años, y me recordaba mucho a las aulas y los pasillos que yo mismo había frecuentado cuando era niño.
Nos despedimos de los miembros de la asociación, cuyo apretado programa para aquella mañana les llevaría a continuación a la embajada española, y salimos al exterior, donde Sasha nos esperaba pacientemente apoyado en el coche, fumando un cigarrillo. Había llegado el momento de decidir cuál sería nuestro siguiente paso, pero nos faltaba una pieza esencial: Marcos. El celo profesional de nuestro cámara le había llevado a perderse por las aulas y los corredores a la caza de los preciados recursos con los que decorar nuestro reportaje. Zenaida se ofreció a volver a entrar en su busca, pero antes, con la extremada consideración que la caracterizaba, buscó con la mirada entre las madres que esperaban en la puerta del centro docente y se acercó a dos de ellas. Les dijo algo, miraron en mi dirección y las tres se aproximaron hasta donde yo estaba. Las dos mujeres tendrían entre veinticinco y treinta años y eran un buen exponente de la diversidad étnica de Ucrania, ya que, mientras una de ellas era la típica rubia eslava, la otra tenía unos marcados y armónicos rasgos asiáticos, con el pelo de un color negro intenso. «Éstas son Yelena y Sintija, ambas han sido alumnas mías y hablan perfectamente español… Puedes quedarte charlando con ellas mientras busco a Marcos».
Como no podía ser menos, el tema de conversación fue Chernóbil. Entre las dos, me contaron una historia fascinante al respecto: «¿Has oído hablar del árbol de Chernóbil?». Les confesé que no. «Verás, en Chernóbil, cerca de la central, había un árbol especial. Era enorme y, si lo veías a lo lejos, por su forma parecía el tridente del diablo. Precisamente debido a esa forma, los nazis lo utilizaban para ahorcar a la gente. Cuentan que había días que se podían ver hasta diez cadáveres colgando de sus ramas. Todo el terreno a su alrededor estaba lleno de tumbas. Cuando tuvo lugar el accidente, el árbol pareció aguantar… pero luego enfermó y murió. Durante un tiempo permaneció allí, un cadáver más en una tierra muerta, con sus banderas soviéticas desgarrándose y sus lápidas patrióticas cubiertas de polvo y malas hierbas. Un día, simplemente, cayó, viejo, podrido y radiactivo como una barra de uranio. Los técnicos se lo llevaron a un cementerio nuclear y el gobierno decidió sustituirlo por una réplica de aluminio. Pero ya no es igual, nada es igual desde aquello».
LA CIUDAD DE LOS NOTARIOS
Zenaida regresó con Marcos y juntos decidimos qué hacer hasta la tarde. Dada la hora, lo mejor era buscar un sitio para comer y emprender viaje hacia Bucha, muy cerca de la zona de exclusión y una de las localidades más castigadas por el desastre, donde habíamos hecho algunos contactos para realizar entrevistas para el reportaje.
Zenaida nos dejó en un restaurante que, a pesar de ser evidentemente lujoso, tenía unos precios equiparables a los de cualquier restaurante mediano de Madrid. Pese a mi insistencia en que se quedaran con nosotros, no hubo manera de convencerles y nos dijeron que nos recogerían una hora después para viajar a Bucha. El servicio del restaurante se caracterizaba por ese aire de exclusividad mal entendida que hace que se trate a los clientes como si les estuvieras haciendo un favor. No me sorprendió que las conversaciones que escuchaba a mi alrededor fueran en alemán, inglés, francés y otros idiomas que nada tenían que ver con el ruso. Por económico que nos pareciera, aquello también quedaba por encima de las posibilidades de la mayoría de los ucranianos.
A la salida, Zenaida y Sasha nos esperaban puntualmente en el coche. Yo pensaba que se habrían ido a comer a casa, o tal vez a un lugar más económico, cualquier cosa para esquivar mi invitación, inaceptable por vaya usted a saber qué extraño concepto de la dignidad o de la etiqueta que sólo debes comprender si eres ucraniano de pura cepa. Pero cuando vi el coche exactamente en el mismo lugar que lo habíamos dejado, ni un milímetro más cerca o más lejos, y a ellos en su interior, comprendí que nos habían esperado sin comer en la puerta del local, y me sentí culpable y estúpido por no haber sabido insistir más o hacerlo de otra forma. Me prometí a mí mismo enmendar ese error más tarde y volvimos a emprender camino por las calles de Kíev.
Como ya tenía por costumbre, Zenaida comenzó su letanía («a la derecha San Andrés… a la izquierda Santa Sofía») describiéndonos con la meticulosidad del mejor guía turístico todos y cada uno de los lugares importantes por los que íbamos pasando, sin importar si ya habíamos estado antes por allí… Como alumno aventajado, a veces me adelantaba cuando sabía dónde nos encontrábamos, pero ella siempre tenía alguna historia nueva para contar sobre el lugar.
Los castaños estaban en todo su esplendor de frondosidad, y los kievitas aprovechaban para resguardarse a su sombra de un sol y un calor inusuales en aquellos parajes.
Yo ya comenzaba a entender un poco el cirílico y me entrenaba leyendo los carteles de las fachadas. Una vez conoces el alfabeto, resulta relativamente fácil deducir a qué se dedica cada tienda, en especial teniendo algunas nociones de idiomas como el alemán o las lenguas románicas. Una de las cosas que descubrí es que Kíev está literalmente lleno de despachos de notarios, palabra que es casi igual en español. Esto es así porque la abrumadora burocracia heredada de la época soviética exige la presencia de un fedatario público para una gran variedad de trámites. Además, en muchos casos, las notarías también ejercen como gestorías.
Pasábamos por un barrio de altos bloques de hormigón gris cuando Zenaida nos señaló uno de los edificios: «Ésa es nuestra casa. Vivimos en un apartamento bastante grande para nosotros dos. Treinta y cinco metros cuadrados. Tenemos mucha suerte…».
Callé, sobre todo porque no detecté el más mínimo atisbo de ironía en aquellas palabras.
Salimos de Kíev y volvimos a encarar la autopista en dirección a Bucha. Por enésima vez me fijé en el rostro de Sasha, nuestro conductor, curtido y honesto, con señales de las que dejan muchas experiencias y no pocas penalidades.
—Tú has estado en muchos sitios, ¿verdad Sasha? —le pregunté.
—Da —me contestó con su voz profunda, con la sonoridad de un órgano de iglesia—. En muchos, sí. Fui ingeniero de sistemas de climatización en Cuba. Allí dejé grandes amigos, y allí conocí a Zenaida. Fue un gran cambio, porque antes había estado trabajando en Siberia, más allá del Círculo Polar. No te puedes imaginar el frío que hacía y el hambre que pasamos. No sólo nosotros. Había osos polares criando cerca. A veces jugábamos con el osezno y le dábamos de comer, mientras la madre nos vigilaba a cierta distancia, sin acercarse, pero confiando en nosotros. Luego lo recogía y se iban los dos. Tiempos duros… Allí perdí casi todos los dientes, por el escorbuto… La fruta escaseaba y muchos caímos enfermos.
Al salir de Kíev nos internamos en una zona de dachas, casas de campo, chalets rodeados de murallas de piedra en los que vivían o tenían su segunda residencia buena parte de los ricos y la muy minoritaria clase media de Kíev.
Por primera vez desde que nos encontrábamos en Ucrania nos dirigíamos hacia la Zona. La zona de exclusión es un concepto irreal y arbitrario. Los límites podían estar donde están, o diez o veinte kilómetros más allá. La diferencia hubiera sido tener que evacuar a otro millón de personas. Bucha está dentro de la zona de 160 000 kilómetros cuadrados que, sin ser zona de exclusión, se puede considerar como zona afectada.
¿Afectada? ¿Cómo de afectada exactamente? Había leído sobre niños con malformaciones tremendas, sobre índices de cáncer y otras enfermedades absolutamente disparados en comparación con cualquier otro lugar del mundo, dramas familiares de todo tipo, pobreza, exclusión… Ahora había llegado el momento de tomar contacto con esa realidad y saber de primera mano cuánto había de verdad en todo aquello.
VLADÍMIR
Tras un buen rato de camino, finalmente llegamos a Bucha. No pude menos que recordar un triste hecho, relacionado con Chernóbil, y que tuvo su origen precisamente en esta ciudad. Se trata de la historia de Vladímir, un joven adoptado de Ucrania por una pareja valenciana. Los adjetivos con los que le describían en su pueblo eran superlativos: era un «hijo modelo»; «un vecino muy humano y siempre dispuesto a arrimar el hombro»; «un estudiante querido por alumnos y profesores»; un «amigo de los que nunca fallan»; un «trabajador ejemplar»; «reservado» pero «cercano», de «modales exquisitos», «afable», «incapaz de dañar a una mosca»… Pasaba horas observando el firmamento desde el telescopio que le había regalado su padre y solía invitar a quienes le acompañaban a mirar al cielo: «¿Ves allí? Ésa es la Osa Mayor, aquélla la Menor, allí Orión… ¡Mira qué luna más bonita!». Nadie podía suponer que, algún día, el jovencito afable iba a prender fuego a su propio primo —Ramón, que fallecería al día siguiente— y asesinar a puñaladas a su ex novia, Sandra, y a la madre de ésta, Julia.
Fue tras la ruptura con Sandra cuando comenzó la siniestra transformación. Dicen que atravesaba una profunda depresión y que incluso estaba medicado. Lo cierto es que acosaba a Sandra con visitas y llamadas.
Vladímir confesó que actuó obedeciendo un plan perfectamente hilvanado. No hubo arrebato ni ataque repentino de locura. Prueba de la premeditación es que horas antes de los crímenes se tiñó el pelo de oscuro, quizá con la intención de despistar a los posibles testigos. A sus víctimas las habría elegido de antemano: Sandra, veinte años, merecía morir por el abandono tras dos años de noviazgo; su madre, cincuenta y tres, porque se había puesto de parte de la hija; el primo Ramón, veintiocho años, antes un fiel confidente, era ahora un Judas que lo agobiaba pidiéndole que se alejara de Sandra y la dejara seguir su camino. En su lista negra aún había un cuarto nombre: un amigo íntimo de Sandra en quien Vladímir vio a su sustituto en el corazón de la chica.
Vladímir, nacido con el apellido Afanásiev, apenas tenía un año cuando el accidente nuclear de Chernóbil lo condenó a mamar una atmósfera envenenada de radiactividad. Poco después, además, se quedaría huérfano. Vladímir y su hermano Ígor, un par de años mayor que él, ingresaron en el orfanato de Bucha a principios de los noventa.
Las puertas del orfanato de Bucha se abrieron para los hermanos Afanásiev en 1994 cuando Abogados sin Fronteras inició en Valencia un programa de acogida a niños de Chernóbil que aún hoy —ahora bajo la denominación Ucrania 2000— se desarrolla. A Vladímir y su hermano Ígor les tocó una familia bien situada y muy respetada en Vallbona. Tras varios veranos congeniando con los niños, alrededor de 2000 se lanzaron a la adopción, probablemente motivados por el hecho de que Ígor, el mayor, cumplía diecisiete años y tenía que buscarse la vida fuera del orfanato. La adopción fue complicada, pero compensó con creces los esfuerzos, ya que Vladímir se comportó en todo momento como el hijo modelo que desearían todos los padres…
Al menos hasta la noche en que, con el pelo teñido de moreno y portando una mochila que contenía todos los aparejos con los que ejecutar su macabro plan, se dirigió al número 7 de la calle Sant Francesc, un dúplex donde sólo dormían Sandra y su madre. Se situó junto al muro de la parte trasera de la vivienda y, ayudado de una cuerda y un gancho, trepó al dormitorio de Sandra, en la segunda planta. Se quitó los zapatos para no hacer ruido.
A Sandra la despertó la primera puñalada y luego durmió para siempre. Cuando su madre acudió en su ayuda, sobresaltada por los gritos, Vladímir la emprendió con ella. Los forenses contaron hasta cuarenta cuchilladas en el cadáver de la joven. La madre había sido degollada limpiamente.
Desde allí, Vladímir se dirigió a una parcela que su primo Ramón, agricultor, tenía en las afueras de la localidad. Con la mano izquierda rompió la ventana de la habitación, lo que le provocó un profundo corte y lesiones en el antebrazo. Sacó un cóctel Molotov de la mochila y lo arrojó prendido a los pies de la cama de Ramón, que salió de la vivienda prácticamente quemado después de poner a salvo a su madre y a su abuela enfermas.
Buscando el lugar de nuestra cita, pasamos precisamente por el orfanato donde había estado Vladímir. Tiene el típico aspecto de una escuela soviética. Es una mole de color gris oscuro, coronada por un tejado cubierto de papel alquitranado. Actualmente da refugio a trescientos niños, de entre tres y diecisiete años, huérfanos o alejados de sus padres por decisión judicial, y se mantiene dificultosamente en pie gracias a las escasas ayudas de particulares. No pude menos que preguntarme hasta qué punto lo vivido entre aquellos muros no habría influido en la tragedia que se desarrollaría años más tarde en España.
EL PARQUE DE LOS LIQUIDADORES
Conseguimos encontrar el lugar designado para la cita que habíamos concertado allí. Se trataba de un parque, muy grande, muy verde, erigido en memoria de las víctimas de Chernóbil y, muy especialmente, de los liquidadores. El eje sobre el que se vertebra el parque es una estatua de metal negro, un monumento a las personas que dieron su vida en Chernóbil. Muchos de los bomberos y los liquidadores eran de aquella ciudad. Sobre el pedestal de hierro, una esfera rompiéndose en mil pedazos, destrozando tres sólidos bloques de metal brillante, despidiendo rayos en todas direcciones, mientras a su alrededor orbitan los electrones, representados por varios aros igualmente metálicos. A lo primero que me recordó fue a las viñetas en las que el planeta de Superman estalla, incapaz de retener la enorme energía que se encierra en su núcleo. No es el planeta de Superman, es una representación del átomo rompiéndose con fuerza devastadora, imposible de contener por los pobres humanos.
Al lado del monumento había una familia que celebraba una especie de pícnic improvisado. No pude evitar pensar que los domingueros tienen exactamente el mismo aspecto en todas partes, al menos en todas en las que hay domingueros, que son muchas. Había varios niños correteando alrededor. Esperamos a Larija Kulik, de la asociación Juntos por la Vida, un grupo de madres de Bucha que luchan para que sus hijos puedan tener un futuro mejor que el que les deparan las condiciones actuales. Se coordinan con las asociaciones internacionales para sacar a sus hijos de la zona durante los veranos, e intentan exprimir toda clase de ayudas (por lo general insuficientes y tardías) al gobierno. No es una tarea fácil; de hecho, es desesperadamente difícil. Minutos después, en la sede de la asociación, una de aquellas madres, lenta y resignadamente, me lo explicaría: «Nadie se acuerda de nosotras y menos de los niños, las verdaderas víctimas. La zona, en sí, no es nada. Hay muchas zonas contaminadas fuera de la valla de Chernóbil, aquí y en Bielorrusia. En esas zonas contaminadas viven un millón de niños. Si te paseas por Bucha y preguntas a los jóvenes, a la gente que tiene menos de treinta y cinco años, te sorprenderá cuántos de ellos no tienen padre. Se los llevó una bronquitis, el asma, una gripe, diarrea… Eran liquidadores y los partes médicos y los certificados de defunción mienten, porque, en realidad, los mató la radiación de colapso gastrointestinal, hemorragias internas, cánceres de todo tipo, ataques al corazón y hasta estrés… Pero todas son “muertes naturales”, sin derecho a indemnización, sin derecho a nada. Los niños de aquí no tienen futuro. Sobrevivirán, llegarán a adultos… No sé cómo, pero la mayoría lo acaban consiguiendo a pesar de que algunos se quedan por el camino. Pero el panorama de pobreza que hay aquí matará sus almas lentamente al tiempo que la radiación hace lo mismo con sus cuerpos. La ayuda internacional no llega, es administrada por el gobierno y nosotros apenas vemos nada. Y en la época soviética era peor. Los cargamentos de comida que nos enviaban los acabábamos teniendo que comprar en el mercado negro. Con las medicinas, las vitaminas, sucedía lo mismo. Algo nos llegaba, pero mucho se perdía por el camino. Se hizo un célebre telemaratón en toda la Unión Soviética. Acudieron grandes estrellas, occidentales también. Se recaudó mucho dinero. ¿Sabes dónde está? Mañana cuando veas el sarcófago del reactor número cuatro verás ese dinero. Fue a parar a su financiación y a los niños no les quedó nada. Por eso nos organizamos. Por eso hicimos asociaciones. Y por eso trabajamos todos los días».
OJALÁ HAYAMOS APRENDIDO ALGO
Larija llegó de la parte opuesta del parque acompañada de un pequeño séquito de personas que le habíamos pedido que reuniera para entrevistarlas. Con ellos iban varios miembros de la asociación Chernobileko Umeak, que parecían tener el don de la ubicuidad, ya que nos los acabábamos encontrando allá donde íbamos. Les pregunté por el motivo de su presencia allí y me dijeron que habían venido a colocar un ramo de flores blancas precisamente ante el monumento frente al que estábamos, erigido en memoria de los liquidadores, que se encuentra en el que probablemente sea el pueblo que pagó el tributo más alto de vidas entre estos valientes hombres a los que tanto debemos todos.
Tres adolescentes, dos chicas ucranianas y un muchacho español fueron los encargados de llevar a cabo el sencillo y emotivo acto. Como si quisiera participar en la escena para añadirle simbolismo adicional, un bebé, que seguramente no llegaría a los dos años, y que acompañaba a la familia del pícnic, jugaba entre los hierros de la estatua completamente ajeno a la solemnidad del momento. Mientras los jóvenes colocaban las flores, un hombre a mi espalda murmuró unas palabras en ucraniano… Pedí discretamente que me las tradujeran: «¡Ojalá hayamos aprendido algo!». Inocentemente le respondí que estaba seguro de que sí, y el tipo, recio, con pinta de trabajador curtido, me miró entre el estupor y la lástima con que se observa a alguien que no ha comprendido nada: «Yo no estoy tan seguro. Ucrania no era sólo el granero de la Unión Soviética, era también su arsenal. Aquí había cuatro mil cabezas nucleares. Alguna apuntaba a tu casa en España. ¡Pum! Los rusos se las llevaron, y nadie las echó de menos. Pero, a raíz de la revolución naranja, las cosas se empezaron a torcer con Rusia: lo del gas, las provocaciones de Medvédev (el presidente ruso). Ahora hay gente, partidos políticos, que dicen que Ucrania debería volver a tener armas nucleares, que nuestros enemigos las tienen. ¡Ja! Lo digo de nuevo, espero que hayamos aprendido algo…».
Mientras escuchaba esas palabras, una fina lluvia comenzó a caer en el parque, frustrando mis planes iniciales de grabar allí las entrevistas. Habíamos llegado en una tarde soleada, pero, según nos dijeron, los cambios bruscos de tiempo son frecuentes en esa época del año. Larija se ofreció a llevarnos a la sede de la asociación: «No es lujoso, pero está seco», me dijo en su español con leve acento ruso. Y para allá que nos fuimos. Los del pícnic recogieron sus pertrechos a toda prisa, incluyendo alguna que otra botella de aspecto poco inocente:
—¿Bebe mucho la gente por aquí? —pregunté como quien no quiere la cosa.
—Claro, es parte de la cultura. Pero aquí la gente se muere de cirrosis, no sólo porque se abuse de la bebida. Mueren jóvenes porque una botella de vodka vale un dineral y se fabrican el alcohol ellos mismos en casa. Sucio, malo y radiactivo, como todo por aquí.
Atravesamos Bucha y finalmente llegamos al centro cultural en el que la asociación tenía cedido un local. Lo primero que me vino a la mente al ver el lugar fue una casa okupa. No había pintadas y todo estaba razonablemente limpio, pero, a pesar de tratarse de un edificio en uso en el que se imparten clases para adultos y se celebran todo tipo de actividades, el centro presentaba el aire de abandono que tienen muchos lugares de esa zona de Ucrania.
La oficina de la asociación era, al contrario que el oscuro y cargado corredor que nos había conducido hasta allí, luminosa y ventilada. El mobiliario era suficiente, aunque no había dos mesas ni dos sillas que hicieran juego. En las paredes, carteles de actividades, dibujos infantiles y fotos de niños. Mientras Marcos instalaba todo lo necesario para grabar las entrevistas, me entretuve curioseando y hablando con Larija sobre la situación en la zona: «Hay controles médicos, pero da igual, porque la mayoría de las personas comen a diario comida contaminada. La mortalidad infantil es alta, los partos prematuros también. Los índices de cáncer, muchos de ellos de mama y ovarios, son el doble que en cualquier lugar, y los recuentos de glóbulos rojos y blancos son anormalmente bajos. Yo lo he vivido como madre, y el resto de las madres del pueblo también, ver cómo lo que para una madre española es una gripe, un catarro sin importancia, aquí se vuelve peligroso y, sobre todo, muy, muy frecuente».
«LO NORMAL»
Una vez colocada la cámara y finalizados todos los preparativos, le pedí por favor a Alina, la hija de Larija, que fuera la primera en someterse a mi tercer grado televisivo. Alina era una adolescente tímida, quizá algo más infantil de lo que acostumbran a ser las chicas de su edad en las grandes ciudades, de sonrisa franca y alegres ojos verdes. Hablaba un español bastante bueno, que fue haciéndose mejor, prácticamente el de un nativo, a medida que hablábamos e íbamos cogiendo confianza:
—Llevo diez años yendo a España durante dos meses, en verano. Me encanta España, el país, la cultura. He tenido ocasión de ver y vivir muchas cosas que aquí no hubiera podido… —Me sonrió como pidiendo mi aprobación.
—¿Y cómo crees que lo que sucedió aquí hace veinticinco años sigue afectando a la vida de la gente?
—Sí sigue afectando, aunque para muchos de mi edad, que no han conocido otra vida, que no han viajado, es «lo normal». No se dan ni cuenta. Es la situación en la que nacieron. Aquí vienen médicos, y nos hacen pruebas. No creo que eso sea «lo normal». La radiación está en el aire, lo sabemos, pero lo peor es que está en la tierra, en la comida que comemos y que se acumula en nuestro interior. La gente se constipa más… Siempre hay alguien estornudando o sonándose a poco que hay diez personas en un sitio. En cualquier época del año. A veces nacen niños con problemas y son muchos los afectados; no se ve, pero si hablas con la gente, escuchas los comentarios, lo sabes.
—¿En qué es diferente la vida de una chica como tú, en Bucha, en Irpen o en Ivankiv, de la de una que viva en Kíev, en Odessa o en cualquier otro lugar de Ucrania alejado de la zona?
Alina miró a lo alto y sonrió con una expresión de «si yo te contara». La respuesta fue breve pero impactante.
—Supongo que sí es diferente, pero no lo sé… Ojalá lo pudiera saber.
—Larija, ¿cómo se vivió el drama de Chernóbil aquí, a tan pocos kilómetros de la zona de exclusión?
—Recuerdo que, durante los primeros años, la gente ni siquiera era consciente. No podían entender lo que había sucedido. No sabían qué hacer, ni cómo protegerse de aquello, porque nadie se lo había explicado. Algunos pensaron en guardar agua, o traerla de otros lugares, porque todos decían que el agua estaba muy contaminada. Después, poco a poco, nos fuimos acostumbrando, prestando menos atención a cosas como el agua, porque no hay más remedio que vivir en este mundo, en el lugar que nos ha tocado, con la radiactividad. Ahora, con estas dosis bajas pero constantes, los efectos son muy visibles en todos los ámbitos, sobre todo en el de la salud. Sin haber bajado jamás a una mina, todos somos mineros aquí. Nuestros pulmones están muy afectados.
LAS VACUNAS NO SIRVEN
«El sistema inmunológico, en especial el de los niños, es extremadamente débil. Pero es tu vida. Lo aceptas… Realmente fui consciente de hasta qué punto nuestra vida es terrible aquí cuando fui al aeropuerto a recoger por primera vez a mi hija, que había pasado el verano en España. No la conocía. No era mi hija. Fue ella la que tuvo que venir a abrazarme, porque yo era incapaz de asociar a aquella niña de aspecto saludable, guapa, alegre, como salida de un anuncio, con mi hija».
Como ejemplo de hasta qué punto la situación es excepcional, los datos de los donantes de sangre muestran que el 80 por ciento de ellos tienen niveles anormales de glóbulos blancos y rojos. Eso explica por qué algunos niños no pueden recibir vacunas, ya que acabarían contrayendo la enfermedad que se supone que la vacuna debería prevenir.
Todos estos datos se pueden cuantificar. Entre las víctimas adultas oficiales, la tasa de mortalidad ha aumentado un 400 por ciento desde 1987. La muerte por cáncer, hasta un 300 por ciento. El cáncer de mama, hasta un 26 por ciento. Enfermedad general, hasta un 500 por ciento. Los problemas en la tiroides y otras glándulas, hasta un 400 por ciento. Las enfermedades respiratorias, cáncer y tuberculosis, hasta un 2000 por ciento. La neumonía, hasta un 220 por ciento en los adultos, y un 260 por ciento en los niños. Problemas de alergia, hasta un 41 por ciento en los adultos, y un 80 por ciento en los niños. La incidencia de los tumores cerebrales, hasta un 350 por ciento desde 1988 hasta 1991. Las aberraciones genéticas, diez veces más en las zonas contaminadas.
Esta información contradice lo que en su día dictaminó la Organización de la Energía Atómica (OIEA). Según la conclusión de la OIEA, no hay problema, los índices de enfermedades son levemente superiores a los de cualquier otro lugar del mundo. Incluso entre las personas que viven en las zonas más contaminadas, las zonas marcadas en los mapas de contaminación con un llamativo color rojo sangre, los índices no resultan alarmantes. Si este informe es exacto en sus términos y conclusiones, cincuenta toneladas de combustible nuclear pueden ser vertidas a la atmósfera, diseminadas por los campos, ingeridas y respiradas a diario por miles de personas sin dañar a nadie.
Alina Tegay es el fruto de los esfuerzos de las asociaciones que llevan a España a los niños de Chernóbil. Es una joven de dieciséis años que, ni por su aspecto (guapa y morena, con una sonrisa extremadamente dulce y un aplomo impropio de su edad, fruto de haber conocido desde siempre el lado menos amable de la vida y haberse sobrepuesto) ni por su acento español (absolutamente perfecto, incluso con un casi imperceptible deje «pijo» en algunas expresiones), estaría fuera de lugar en una pandilla de chicos españoles de su edad. Sin embargo, en esta mujercita hay algo difícil de encontrar en una chica española. Habla lentamente, eligiendo las palabras con cuidado, y su mirada tiene una expresión vivaz, pero también levemente cansada: «La gente coge un montón de enfermedades constantemente. Sobre todo las personas mayores, cuya salud está muy minada, enferman con mucha facilidad».
Alona Kuzmenko, de veinte años, es un caso especialmente meritorio. Ella fue una niña de Chernóbil en toda la triste implicación del término. Siendo muy pequeña le detectaron un tumor en la cabeza. A la tremenda extensión y virulencia de determinadas enfermedades en Ucrania hay que sumarle el hecho de que el sistema sanitario del país carece de multitud de servicios. Cosas que en Occidente son sencillas, en Ucrania se vuelven gravemente complicadas. Para su desgracia, el tumor de Alona era una de esas cosas. Los médicos ucranianos hicieron lo que pudieron, sometiéndola a siete operaciones que no sólo no terminaron con el problema, sino que le causaron graves deformaciones en el rostro y una parálisis facial irreversible que le afecta a media cara. Tuvieron que ser los médicos españoles los que acabaran con el tumor de Alona y reconstruyeran su castigado rostro. Ahora, a pesar de la parálisis facial, imposible de disimular, Alona es una chica que sonríe, bueno, que acaba sonriendo, porque al principio nos miró a Marcos y a mí con bastante aprensión, aunque no tardó en relajarse: «Gracias a la ayuda de los españoles mi vida es otra. Ya no estoy enferma. Puedo salir con mis amigos, y no como antes, que estaba continuamente en el hospital, con muchos problemas, sin saber cuánto tiempo iba a vivir. Ahora mi vida es diferente, gracias a ellos».
Según se iba animando, me pidió contestar a la pregunta que le había hecho antes a Alina sobre las diferencias en la vida de los jóvenes de los alrededores de la zona y los de otras zonas de Ucrania no contaminadas: «¡Claro que hay diferencias! —Ahora ríe con ganas—. Tendrías que vernos en Navidad… Más de la mitad de los jóvenes están en la cama con fiebre… Seguro que eso no pasa en Odessa. Pero la principal diferencia no es ésa… Es el futuro… Aquí no hay trabajo, ni posibilidades. Nadie pone una fábrica o una empresa aquí, en la zona afectada…».
LAS ZONAS
Las entrevistas continuaron durante casi todo el resto de la tarde. Las mujeres ucranianas nos dejaron muy claro que lo único que les hacía seguir era el futuro de sus hijos. El trabajo era ingente, los apoyos pocos, las dificultades muchas y las gracias ninguna. Alguna lágrima asomó a los ojos cuando me contaban esto.
También me explicaron que no sólo existe una zona de exclusión, existen cuatro, superpuestas una con otra. La zona de exclusión propiamente dicha, el lugar al que íbamos a ir al día siguiente, comprendía la Zona 1, en la que los índices de radiación son incompatibles con la vida, y la Zona 2, que supuestamente fue evacuada en 1986. Existen ahora mismo varios lugares considerados como Zona 1: el reactor número 4, el cementerio de maquinaria, algunos edificios de Prípiat, etcétera. En la Zona 2 se obtienen mediciones de 3 curios de estroncio y cesio y 0,1 de plutonio por kilómetro cuadrado. La Zona 3, habitada y con muchos pueblos dentro de ella —de hecho, estábamos en ese momento en ella—, tiene mediciones de 0,15 curios de estroncio y cesio y 0,1 de plutonio, con una dosis superior a 100 milirem por año. La Zona 4 tiene mediciones de 0,02 curios de estroncio y cesio y 0,01 de plutonio por kilómetro cuadrado, con una dosis no superior a 100 milirem por año.
La gente todavía vive en todas las zonas, incluyendo la zona prohibida dentro de los treinta kilómetros de la central de Chernóbil. A falta de cualquier otra cosa para comer, se realizan cultivos que se consumen en todas las zonas. El gobierno de Ucrania afirma que, desde el minuto uno del accidente, Kíev no está contaminada. La realidad es muy distinta y todos los habitantes de la ciudad podrían, si se aplicasen los criterios establecidos de una forma escrupulosa, ser considerados habitantes de la Zona 4. De hecho, algunos barrios de Kíev podrían ser clasificados sin la menor duda como Zona 3.
El problema es que las personas que viven en las zonas tienen una serie de beneficios que le salen extraordinariamente caros al gobierno ucraniano, incluida la exención de impuestos. Si Kíev es clasificada como parte de la Zona 4, el gobierno de Ucrania pierde una importante fuente de ingresos. Conclusión: Kíev no está en la Zona 4. Está tan limpia como los fiordos noruegos. Sólo es cuestión de ignorar los números.
A mi alrededor comenzó a producirse un animado debate sobre la cuestión, medio en ucraniano medio en español. Zenaida y Larija me tradujeron lo que podían: «¿Kíev Zona 4? Pero si allí hay más radiación que aquí. En Kíev no saben lo que hacen cuando van al retrete. Los baños recogen más radiación, ya que el agua radiactiva del Dniéper corre por las tuberías, las cisternas la recogen y la mantienen. No te quedes a leer el periódico la próxima vez que vayas a hacer tus necesidades en la habitación del hotel. Un pozo excavado en la zona prohibida trae el agua desde treinta metros de profundidad. Ha llegado a mostrar niveles de radiación de diez curios por litro. Si se tratara de un subproducto de un laboratorio nuclear, habría que tomar medidas especiales para disponer de él. Dejarlo en cualquier lugar donde pudiera volver al ciclo normal del agua no sería apropiado. El río Dniéper, después del accidente, tenía niveles similares de estroncio, pero se ha reducido a niveles aceptables, aunque todavía por encima del nivel ideal de cero».
Alguien me mostró un dosímetro. Por poco dinero se puede comprar uno en cualquier tienda de esa zona. Lo encendió. En la pantalla digital aparecieron unas cifras, 0,14 milirroentgens; 0,10 sería lo normal. En la calle habría más. Esto es lo que se conoce como radiación de fondo. Siempre está ahí.
Me contaron que, a pesar de los controles médicos y de los años transcurridos, las anomalías genéticas siguen siendo muy altas. El cáncer continúa siendo un problema, especialmente en los niños.
En Bucha, un tema especialmente doloroso es el de las cifras oficiales de víctimas de Chernóbil. Unos treinta mil liquidadores y evacuados han sido registrados como víctimas; sin embargo, allí se cree, se sabe más bien, que hay muchos más que no se han contabilizado. Pero incluso las cifras más abultadas son bajas en comparación con la realidad.
Abandonamos Bucha camino a nuestro hotel en Kíev con una sensación extraña. Había leído mucho sobre Chernóbil, sobre el desastre y sus consecuencias. Había colaborado en la realización de un documental y me había conmovido como el que más con muchas de las imágenes emitidas. Mi implicación en el tema era máxima y, sin embargo, resultaba que no sabía nada. No conocía la vigencia del desastre, la magnitud de su extensión, y cómo muchas de sus implicaciones permanecían ocultas.
Mientras circulábamos entre los altos edificios de viviendas de la capital, miré a los balcones iluminados y me pregunté cuantas de esas personas se sentían privilegiadas por no vivir en una zona contaminada cuando, en realidad, sus circunstancias no eran tan diferentes. Al entrar en la habitación del hotel, no pude evitar dirigir la mirada hacia la izquierda, a la puerta del baño, y observar con recelo la cisterna del inodoro.